jueves, 4 de mayo de 2017

Una pena en observación

Nadie me había dicho nunca que la pena se viviese como miedo”, confiesa el narrador de la novela de C. S. Lewis que lleva este título. Con este arranque y encabezamiento del libro del escritor británico despliego mi lectura de Una casa en Bleturge (Siruela, 2017), la novela de la poeta, narradora y aforista Isabel Bono (Málaga, 1964) galardonada con el Premio de Novela Café Gijón 2016, por ese hilo conductor establecido en ambas historias, distantes en el tiempo, pero análogas respecto al vacío, a la soledad, al recuerdo, al dolor y al amor que transitan por sus páginas. Aunque en el libro de Bono el miedo esté compartido por más gente y casi en silencio, la angustia y la pena menudean clamorosamente igual que en el emotivo texto escrito por el autor anglosajón a la muerte de su esposa.

Solo en los nacimientos y en las muertes se sale uno del tiempo, escribe Rosa Montero en La ridícula idea de no volver a verte (2013), y es que cuando el dolor cae extraordinariamente sobre uno, como vienen a decirnos los sentimientos afines y contrapuestos de los personajes que habitan en la novela de Isabel Bono, lo primero que te sacude es la palabra. Pero aquí, en Una casa en Bleturge, hay, sobre todo, una voz que tira del carro desvalido de una casa malograda, que sabe que para vivir es necesario narrarse, que sabe que uno es producto de lo que se cuece en su cabeza y que intuye que toda identidad acude a la ficción basándose en los hallazgos de la memoria y en los golpes rumiados en el silencio de la noche. Un niño ha muerto por un descuido y no hay consuelo para superarlo. Esa tragedia sobrevenida ha sido un mazazo para los padres y la hermana del pequeño. El padre nunca perdonará a su hija su falta de celo en el cuidado de su hermano. La niña, a la que éste culpa constantemente, cargará aturdida con ese peso. La madre, centro de la historia, tendrá que manejar el gobierno de un hogar que hace aguas, sin descuidar otras responsabilidades, como las de cuidar de su padre enfermo en el hospital y rescatar de la incomprensión a la condena en la que se encuentra su hija bajo el dedo admonitorio de su esposo. La narración fija su anclaje en la figura de esta mujer abatida, pero con agallas, que trata de poner orden y concierto a su vida ajada, una mujer introspectiva y nada indiferente, de ojos bien abiertos, que pasea y lee para encontrarse consigo misma y buscar sentido a su azarosa existencia.

Una casa en Bleturge posee una prosa poética intensa y contenida gracias a ese peculiar ritmo narrativo, apoyado en repeticiones y asombros líricos, que se hacen ver a lo largo de su escritura fragmentaria y elíptica. Bono combina, además, la soledad de su protagonista con la inmersión directa de un alma en pena dispuesta a tejer su paño existencial, ribeteado por la insistente presencia de sus seres queridos, cada uno con sus miedos y manías, y sin atisbo de salir indemnes del dolor que los atormenta.

Lo decisivo de esta novela, lo que proporciona novedad al texto, no es lo que cuenta, al fin y al cabo las penas y desgracias para el lector suelen sernos familiares o muy cercanas a nuestras propias vidas, sino el modo de decirlo, la forma de contarlo. La novedad de una obra, como apuntaba el gran maestro de la crítica Ricardo Senabre, no reside tanto en su contenido como en lo que despreocupadamente denominamos su forma, es decir, en el modo particular de abordar y desarrollar ese contenido. Lo más importante de este libro se agolpa ciertamente en las elipsis que afloran por el texto, en el aire que circula entre los personajes, en las frases cortas que se suceden, en las esquinas de las palabras que nos hacen sospechar algo más que lo dicho.

Toda tragedia familiar supura culpa, responsabilidad e incomprensión. El dolor es una realidad misteriosa que no es solo individual, sino una consecuencia colectiva. En el dolor conviven la evidencia y el misterio de quien lo padece y de quienes lo irradian. Todos acabamos por ser seres dolientes.

La sensación que tiene uno al terminar de leer esta hermosa novela es haberse impregnado de un desatino contenido, propiciado por ese enigma del dolor transversal que surcan las páginas del libro, como si el primer indicio válido para sortear la desgracia familiar sobrevenida a sus miembros lo proporcionara la idea de que ni la desgracia ni el dolor tienen la última palabra.


Leer, dicen muchos, da más felicidad que escribir. Pero el lector, ávido de historias, necesita de esos seres con vocación y talento que no cesen de suministrar esa medicina sin contraindicaciones que es la lectura para consuelo suyo. Una casa en Bleturge no es indolora, como tampoco resulta un placebo narrativo, se basta con ser solo literatura, pero eso sí, de la buena.

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