“Nadie
me había dicho nunca que la pena se viviese como miedo”, confiesa
el narrador de la novela de C. S. Lewis que
lleva este título. Con este arranque y encabezamiento del libro del
escritor británico despliego mi lectura de Una casa en
Bleturge (Siruela, 2017),
la novela de la poeta, narradora y aforista Isabel Bono
(Málaga, 1964) galardonada con el Premio
de Novela Café Gijón
2016, por ese hilo conductor establecido en ambas historias,
distantes en el tiempo, pero análogas respecto al vacío, a la
soledad, al recuerdo, al dolor y al amor que transitan por sus
páginas. Aunque en el libro de Bono
el miedo esté compartido por más gente y casi en silencio, la
angustia y la pena menudean clamorosamente igual que en el emotivo
texto escrito por el autor anglosajón a la muerte de su esposa.
Solo
en los nacimientos y en las muertes se sale uno del tiempo, escribe
Rosa Montero en La
ridícula idea de no volver a verte
(2013), y es que cuando el dolor cae extraordinariamente sobre uno,
como vienen a decirnos los sentimientos afines y contrapuestos de los
personajes que habitan en la novela de Isabel Bono,
lo primero que te sacude es la palabra. Pero aquí, en Una
casa en Bleturge, hay,
sobre todo, una voz que tira del carro desvalido de una casa
malograda, que sabe que para vivir es necesario narrarse, que sabe
que uno es producto de lo que se cuece en su cabeza y que intuye que
toda identidad acude a la ficción basándose en los hallazgos de la
memoria y en los golpes rumiados en el silencio de la noche. Un niño
ha muerto por un descuido y no hay consuelo para superarlo. Esa
tragedia sobrevenida ha sido un mazazo para los padres y la hermana
del pequeño. El padre nunca perdonará a su hija su falta de celo en
el cuidado de su hermano. La niña, a la que éste culpa
constantemente, cargará aturdida con ese peso. La madre, centro de
la historia, tendrá que manejar el gobierno de un hogar que hace
aguas, sin descuidar otras responsabilidades, como las de cuidar de
su padre enfermo en el hospital y rescatar de la incomprensión a la
condena en la que se encuentra su hija bajo el dedo admonitorio de su
esposo. La narración fija su anclaje en la figura de esta mujer
abatida, pero con agallas, que trata de poner orden y concierto a su
vida ajada, una mujer introspectiva y nada indiferente, de ojos bien
abiertos, que pasea y lee para encontrarse consigo misma y buscar
sentido a su azarosa existencia.
Una casa en
Bleturge posee una prosa
poética intensa y contenida gracias a ese peculiar ritmo narrativo,
apoyado en repeticiones y asombros líricos, que se hacen ver a lo
largo de su escritura fragmentaria y elíptica. Bono
combina, además, la soledad de su protagonista con la inmersión
directa de un alma en pena dispuesta a tejer su paño existencial,
ribeteado por la insistente presencia de sus seres queridos, cada uno
con sus miedos y manías, y sin atisbo de salir indemnes del dolor
que los atormenta.
Lo
decisivo de esta novela, lo que proporciona novedad al texto, no es
lo que cuenta, al fin y al cabo las penas y desgracias para el lector
suelen sernos familiares o muy cercanas a nuestras propias vidas,
sino el modo de decirlo, la forma de contarlo. La novedad de una
obra, como apuntaba el gran maestro de la crítica Ricardo
Senabre, no reside tanto en su
contenido como en lo que despreocupadamente denominamos su forma, es
decir, en el modo particular de abordar y desarrollar ese contenido.
Lo más importante de este libro se agolpa ciertamente en las elipsis
que afloran por el texto, en el aire que circula entre los
personajes, en las frases cortas que se suceden, en las esquinas de
las palabras que nos hacen sospechar algo más que lo dicho.
Toda
tragedia familiar supura culpa, responsabilidad e incomprensión. El
dolor es una realidad misteriosa que no es solo individual, sino una
consecuencia colectiva. En el dolor conviven la evidencia y el
misterio de quien lo padece y de quienes lo irradian. Todos acabamos
por ser seres dolientes.
La
sensación que tiene uno al terminar de leer esta hermosa novela es
haberse impregnado de un desatino contenido, propiciado por ese
enigma del dolor transversal que surcan las páginas del libro, como
si el primer indicio válido para sortear la desgracia familiar
sobrevenida a sus miembros lo proporcionara la idea de que ni la
desgracia ni el dolor tienen la última palabra.
Leer,
dicen muchos, da más felicidad que escribir. Pero el lector, ávido
de historias, necesita de esos seres con vocación y talento que no
cesen de suministrar esa medicina sin contraindicaciones que es la
lectura para consuelo suyo. Una casa en Bleturge
no es indolora, como tampoco resulta un placebo narrativo, se basta
con ser solo literatura, pero eso sí, de la buena.
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