Se
cumplen ahora tres años del fallecimiento de Henning
Mankell (Estocolmo, 1948-2015),
autor bien conocido del género negro, gracias a sus novelas
protagonizadas por el célebre inspector Kurt
Wallander,
iniciadas con Asesinos sin rostro
(1991), y que además dejó publicado, antes de su desaparición, un
hermoso y conmovedor libro de memorias, un archivo interior, se
podría decir, en el que, bajo el título de Arenas
movedizas (2014), examina su vida desde la penosa enfermedad del cáncer
que padeció y que, en muy poco tiempo, acabaría definitivamente con sus sueños.
Antes
de alcanzar la fama con sus novelas policiacas, Mankell,
con apenas veinticinco años de edad, debutó como novelista con un
libro de marcado acento social que, ahora, se edita por primera vez
en nuestro país, y en el que se vislumbra ese calado social tan
comprometido de su obra, que ya venía de lejos, de su propio
ambiente aventurero y de los ideales de Mayo del 68, unido a sus
escaramuzas viajeras y a sus vivencias en aquel París tan
reivindicativo por el que transitó en plena juventud.
El hombre de la
dinamita (Tusquets, 2018)
es su opera prima, y nace bajo la experiencia que el autor obtuvo en
sus años de joven activista. Durante unos años, a partir de 1970
convivió emancipado con una mujer militante del partido maoísta en
Noruega. Fue una época profusa de lucha, en la que los jóvenes
pretendían romper con el poder establecido. Estas vivencias marcaron
el pulso político y la simiente de muchas de sus futuras
narraciones. Este libro es muestra significativa de todas esas
experiencias que se concretan en un relato desgarrador situado en
1911 en un pueblo minero de Suecia, en el que se esboza la situación
laboral de la clase obrera de aquellos años y de las décadas
posteriores, a través de la vida de su aguerrido personaje. Es la
historia de Oskar
Johansson, un dinamitero
que sobrevivió a una explosión en un túnel con el que se pretendía
abrir paso al ferrocarril que llevaría el progreso y la prosperidad
a aquella comarca. Aquel día, las noticias del trágico accidente
fueron determinantes para los que conocían al joven Johansson.
Los periódicos hablaron de que “nadie pudo evitar el horrendo
final”. Lo peor de todo, como se cuenta en el libro, fue que
“aquella noticia nunca llegó a desmentirse”.
Estamos
ante una novela social que recuerda a aquellas de la estirpe
barojiana de “La lucha por la vida”, pero en un ámbito menos
miserable que la reflejada en el Madrid de la misma época. Por
entonces, en el norte de Europa el movimiento social escandinavo ya
comenzaba a situarse a la cabeza del continente en su defensa de los
derechos de los trabajadores, empujado por un socialismo emergente y
esperanzador. Eran tiempos de liberación. Y por estas lindes
transcurre la novela en su trayecto nada conformista. Lo que mejor
define a una época no es precisamente lo que tuvo mucho de éxito en
su tiempo, sino por el contrario, lo que se le resistió de alguna
manera y encontró esa rebeldía de perdurar en su lucha.
Mankell
consigue esa simbiosis narrativa capaz de conjugar los tiempos y
mostrar la superación de su protagonista ante la dura adversidad
sobrevenida, y cómo no, centrar el relato en su vida, en la lucha de
superación que el propio individuo mantiene consigo mismo y con el
Estado, al que se somete, resistiéndose a ese destino desde su
soledad y manteniendo el tipo, pese a lo adverso de las situaciones
por las que va transcurriendo su vida menguada. “El socialismo
combate la soledad”, dice Johansson,
ya de mayor. “La gente está muy sola. Hablan de si su situación
económica es buena o mala, hombres o mujeres, hablan de lo que les
interesa y se arrastran suplicando compañía”. La solidaridad de
la clase trabajadora, la más desprotegida, está en constante alerta
para este inquebrantable luchador que fue Henning Mankell.
La
desilusión no tardará de llegar a la conciencia de su personaje. Al
principio, en los primeros años de superación, con un ojo menos,
con una mano perdida, sin pelo y con el abdomen medio descosido, los
progresos sociales acompañaron a su mejoría, fueron etapas de
avances y consolidación de una vida mejor. Después, el
estancamiento y el retroceso de aquellos logros dieron paso al
desencanto: “Uno siempre ha sido un obrero. Todo ha cambiado, pero
no para nosotros”, concluye. Ya, jubilado, años después, juzga la
decadencia de ese socialismo, que se ha ido al traste con esa idea
romántica bautizada como Estado del Bienestar, desbaratado y
dirigido por una estructura perniciosa de funcionarios inútiles e
indolentes. Quizá esto último sea lo más deplorable que Johansson
admita a sus ochenta años, ya enfermo en la cama de un hospital.
El hombre de la
dinamita es una novela
beligerante y de plena actualidad, que cuenta una historia colectiva
desde el punto de vista de un luchador, un hombre herido en el cuerpo
y en sus sueños, consciente de que, en último término, lo único
que nos queda en la vida es sobrevivir.
Mankell lo
dejó bien dicho en Arenas movedizas:
“vivimos para dejar olvido”. Pero, mucho, mucho antes, en esta
conmovedora novela, objeto de mi reseña, ya dejó escrito que haber
querido ser otro no es lo que cuenta. La vida no es más que el arte
de sobrevivir frente al olvido venidero. Y lo que cuenta no es más
que eso: la lucha por la vida.
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