lunes, 23 de abril de 2018

Presencias, palabras y voces


El reseñista de un libro pone en juego no solo su bagaje y su experiencia como lector, sino también toda su suspicacia respecto al texto leído, y ello con una voluntad decidida de rendir cuentas en ese afán suyo apasionado de contar las impresiones estéticas y éticas de su lectura acabada, a sabiendas de que sus palabras deberán tener cierto alcance y, desde luego, pretensiones de orientar, alertar o persuadir a otros lectores ávidos de recomendaciones, además de poner en claro sus propias conclusiones sobre lo leído.

En este sentido, he leído con sumo interés algunas de las muchas reseñas y entrevistas que el nuevo libro de Antonio Muñoz Molina (Úbeda, Jaén, 1956) ha suscitado en la crítica literaria y la prensa en sus diferentes suplementos culturales, así como también en otros foros, tales como los blogs literarios donde algunas firmas destacan en esta labor crítica, que han generado controversias, adhesiones y suspicacias sobre el resultado literario de su reciente obra. Ante la mirada crítica de muchos de ellos, sus puntos de vista, perplejidades y discernimientos, la curiosidad prejuiciada por todo esto me impulsa a no querer perder la oportunidad de sacar mis propias conclusiones, y a ello voy.

Lo primero que conviene destacar de Un andar solitario entre la gente (Alfaguara, 2018), y con ello me uno al coro de algunas voces, es que no es una novela, por mucho que se empeñe en resaltarlo la editorial. Lo curioso del asunto es que el propio autor, inteligentemente, elude tildar a su libro de esa manera. En una de las entrevistas concedidas, dice al respecto: “Las novelas exigen tiempo de maceración, de filtración. El ensayo está hecho sobre la marcha”. Por eso mismo, el lector de novelas no la reconocerá en esa dimensión, pues aunque el libro está trazado bajo una narratividad suculenta de historias, aquí lo que hay es un fluir y discurrir literario por donde transita un narrador que pone su mirada en la ciudad por la que camina, absorto en mil detalles, llevando a cabo un registro, a modo de diario o crónica, de todo lo disperso que se va encontrando y que luego traslada a su cuaderno, a lápiz, como a él le gusta.

Este es un libro abierto, fragmentario y poblado de asombros y perturbaciones en el que la ciudad no solo es escenario sino, principalmente, personaje del mismo. El núcleo del libro es la ciudad y sus mudanzas, pero también responde a la incitación del mundo tal como otros autores lo hicieron antes. Conforme vamos penetrando por sus piezas, nos encontramos con escritores enlazados en su concepción creadora que le despertaron gran interés en su manera de concebir la literatura y que reflejaron en sus textos la realidad inmediata de las cosas en ese deambular por las aceras y el asfalto de las ciudades de turno. En esas intersecciones, por ejemplo, Thomas de Quincey escribió Las confesiones de un comedor de opio. Edgar Allan Poe las leyó, quedó conmocionado y escribió El hombre de la multitud. Después Charles Baudelaire leería a Poe y a De Quincey, traduciría a ambos y crearía sus Poemas en prosa sobre París. Y entonces llega Walter Benjamin que lee y traduce a Baudelaire abducido por su modernidad y espíritu de flâneur. Sobre este núcleo y otros artistas modernos más allá de las letras, Muñoz Molina va compilando su aventura literaria, una especie de montaje extraído de las rarezas, evidencias y reflexiones que ofrece el ejercicio de callejear sin rumbo, abierto a todas las vicisitudes y a las impresiones que le salen al paso.

Dice Muñoz Molina que con la deambulología que inventa pretende hacer una biografía de una persona que recoge el trazo de todas sus caminatas. En Un andar solitario... hay un ego experimental trasladado en textos y en algunos poemas en prosa en los que sus instantes son reflejos de una mirada adquisitiva de objetos al azar que el narrador se va encontrando en sus paseos. La cotidianidad tiene su discurrir. Hay lugar para casi todo: lo prosaico y lo banal, y también lo trascendente, lo público y lo íntimo, la denuncia política y la celebración del arte, la belleza y el horror, lo secreto y la sencillez misma de un paseo. En apenas unas páginas del principio del libro el autor expone sus motivos: “Soy una grabadora en marcha... Soy una mirada... Leo cada una de las palabras que voy encontrando a mi paso... La ciudad se dirige a ti en el idioma del deseo... La ciudad te lo promete todo simultáneamente.” Después comprobamos cómo se ha ido erigiendo el texto bajo el acopio de titulares de prensa y recortes de anuncios, intercalados con eslóganes publicitarios, palabras sueltas y cualquier menudencia sobrevenida “a vuelapluma, a vuelalápiz, a vuelateclado”.

Muchos vemos poco y pocos ven mucho. Muñoz Molina pertenece a este último prototipo de observador aturdido que prende ardor a lo que el instante le otorga. Cada pieza de Un andar solitario... es parte de ese árbol frondoso del mundo y su significado (tampoco le hubiera venido mal algún desbroce de páginas), que en su conjunto conforma un comprometido ejercicio intelectual y exploratorio de la ciudad, la vida y el arte.

Muñoz Molina, como bien dice Justo Serna, ha hecho suyo el precepto de la mirada en toda su obra a la manera de ese viajero que toma nota con porfía e interés acerca de la verdad de su experiencia y de la determinación de sus pasos frente a la fugacidad del tiempo. Porque, hoy más que nunca, todo desaparece muy rápido.


sábado, 14 de abril de 2018

Ángulos e intervalos


La invención literaria, como diría Carlos Pujol, se hace y se deshace de manera misteriosa en el fondo de uno mismo, hasta que al fin cuaja en palabras que casi son extrañas, pero tienen su propia vida y destino. La verdad del poeta no se da hasta que este no encuentra las palabras para decirla. El poeta, de manera singular, está para ver lo que no se ve, para lo que se ve ya estamos los demás. Escribir, al fin y al cabo, en poesía se decanta más si cabe a verbo reflexivo.

Al abrir un libro de poesía nos adentramos en un mundo simbólico donde no importa tanto lo que se dice como lo que eso mismo significa. En ese sentido, lo que interesa de un poeta, como apuntaba Walace Stevens, no son ni su destreza ni sus sentimientos, sino su sentido del mundo. La poesía, ya se sabe, trata de ir más allá, no solo se preocupa del significado de la experiencia, sino también de la experiencia del significado.

La trayectoria literaria de Itziar Mínguez Arnáiz (Baracaldo, 1972) desde La vida me persigue (2006), su primer poemario, ha mantenido esa inercia de asumir la experiencia de lo cotidiano como forma de destilar su ámbito poético. En Cambio de rasante (2015) justificaba el título del libro aludiendo a ese tramo de vía de distinta inclinación para decirnos lo que su poesía experimentó con esa sensación doble de ir pegada al suelo y al mismo tiempo subida a él. Después llegarían Que viene el lobo (2016) y Qwerty (2017) para asentar y acrecentar más su valía. Parece una paradoja, pero su poesía se ha ido conformando al mismo tiempo en concentrar y extender, en hacerlo todo mucho más pequeño y el doble de grande a la vez.

Como doble y simultáneo es lo nuevo suyo que acaba de llegar a las librerías: La vuelta al mundo en 80 jaikus (y una nana para despertar) (Takara, 2018), que presenta dos mitades, la primera poblada de un buen puñado de haikus, y la otra de una canción de cuna en tres actos que pone voz a un ser de otro planeta; Idea intuitiva de un cuerpo geométrico (La Única Puerta la izquierda, 2018) el otro libro, se presenta como un poemario potente erigido en esa línea textual suya a base de palabras y silencios, y tanto lo dicho como lo callado apelan al sentimiento con igual energía, explorando simultáneamente sus ideas y las experiencias del vivir.

Si al poeta, más que a nadie, se le exige autenticidad, Itziar Mínguez siempre presenta en su poética esa aspiración. En estos poemas podemos ver cómo la escritora ha concebido sus piezas, nacidas desde la memoria y el recuerdo de las formas geométricas de un libro de aprendizaje de antaño en el que los objetos, los bordes y sus ángulos concitaban a la evocación poética. Y desde ese libro de Geometría quedamos convocados a escuchar episodios de vida y soledades. Los recuerdos y sus ecos con las claves de sus epifanías en las que destacan las reacciones y sensaciones experimentadas justo en el momento en que cada uno de los poemas es alumbrado.

Lo bueno de su poesía es que el lector se da cuenta de que la preocupación de la poeta está más por revelarnos algo sencillo que cualquier empeño de parecer sublime (y eso se agradece): Ven./ Quiero estar sola/ y necesito un testigo; así como en este otro: No es/ sueña conmigo,/ sino/ despierta a mi lado. Y nunca prescinde de expresar lo esencial de las cosas: - ¿Qué te pasa?/ - Estoy solo en el mundo./ - Yo estoy contigo./ -También tú estás solo. No repara en que su poesía sea demasiado poética, sólo con atisbos se basta: Tú y yo, para siempre/ bajo llave/ en esta caja fuerte/ sin compartir la clave/ con nadie./ Jamás. La palabra para Itziar es el tesoro del poema, por eso se esmera en desprenderse del derroche y en eludir la estrechez.

En Idea Intuitiva de un cuerpo geométrico hay un despliegue arquitectónico más conformado en relación a otros poemarios suyos. Aquí la forma del libro está más colmatada en su estructura y concepción. También, como novedad suya, utiliza el sangrado del verso y enfatiza la puntuación, algo que en sus anteriores poemarios desestimaba y, sin embargo, en esta ocasión quiere y requiere para que el lector proceda visualmente a transitar por el ritmo pactado por el poeta, para que no pierda comba por sus territorios vivenciales.

Por todas sus esquinas y ángulos Idea intuitiva... destila soledades, roces de compañía, memorias del cuerpo, pasión, amor discontinuo, rutinas del vivir y del trabajar, discurrir del tiempo, aplazamientos, lo que somos y lo que los objetos nos marcan. Todo un cúmulo del trajín del vivir y sus pulsiones.

Itziar Mínguez encuentra en esta tentativa, como bien dice Ángela Mallén en el estupendo prólogo del libro “la poesía de los actos y de los pensamientos”. Lo difícil de vivir es darse cuenta de ello, viene a decirnos la escritora vizcaína en esta obra suya de título tan abstracto, pero que nadie se confunda, porque Idea intuitiva... es tan tangible como vívida, en la que el cuerpo prima y palpita: en soledad y compañía, en su fuero y desafuero, en sus inflexiones y sobreentendidos. Un texto pasional y rotundo que acredita su oficio y madurez.


lunes, 9 de abril de 2018

Los misterios de la novela


Las palabras no pueden funcionar sin los referentes del mundo real, sin los libros y, desde luego, sin las novelas. Porque leer novelas, leer literatura, es un modo de enfrentarse a esa angustia existencial, en el sentido de que nos permite satisfacer nuestro impulso para explorar el caos que nos rodea y, hasta cierto grado, comprenderlo, transformarlo en algún tipo de orden que dé sentido a este existir que llamamos vida. Esto es precisamente la capacidad única que posee la novela sobre el resto de las formas artísticas: que puede retirar el velo de la ilusión durante el tiempo necesario para permitirnos vislumbrar la desdicha común y humana de la vida de los demás, y a su vez, por implicación, iluminar nuestra propia realidad o el devenir de nuestra existencia.

Todo escritor, todo novelista, como dice Luis Goytisolo, ha empezado por ser lector, lector de novela. El arte de la novela tiene esa gracia de hablar de todo y de nosotros mismos como si fuéramos otras personas, así como hablar de otros como si estuviéramos en su piel, y obligarnos a ir más allá de sus propios puntos de vista. En el último libro de Juan Gabriel Vásquez (Bogotá, 1973) encontramos mucho diálogo acerca de estos misterios que envuelven al género de la novela, y cuando un novelista que escribe ensayos, como dice él, que hablan del arte de la novela, entonces el escritor se convierte en un náufrago que manda coordenadas a los demás para que puedan localizarlo. En ese mapa vital que conforma su trayectoria lectora y su biografía literaria, la poética del escritor está presente y así la comparte, con emoción y sumo detalle.

Viajes con un mapa en blanco (Alfaguara, 2018) trata de eso mismo, “se compone –dice el propio autor– sólo de libros cuya lectura está asociada en mi recuerdo a un lugar y a unas emociones”. Cervantes, la tradición y los misterios de la novela responden al triángulo que encierra el conjunto de los ensayos reunidos en esta obra, en donde el escritor colombiano sustenta todo el sentido práctico del libro, partiendo de una cita memorable de Virginia Woolf, como introducción a su propia tentativa: “Los libros descienden de los libros como las familias descienden de las familias...”

En ese viaje literario, el lector explora con gran expectación la ruta propuesta por Vásquez al territorio cervantino. El invento de El Quijote tiene su calado, y como subraya él mismo, “nos pide aceptar que el hombre común y corriente, el compañero de nuestra cotidianidad, es una criatura de complejidades sin fin, contradictoria, impredecible y ambigua, dueña de una profundidad y un interés que no están al alcance del ojo, sino que yacen detrás de mil velos a la espera que los descubramos”. Por otro lado, viene a referirnos también que, a menudo, sustituimos las novelas por la realidad propiamente dicha, o al menos la confundimos con la verdad real. En eso va a consistir su empeño, en mostrarnos el poder extraordinario de la novela, en trasladarnos a la verdad secreta que promete.

Por eso mismo, este es un libro jugoso e interesante, poblado de material libresco abundante, mayormente conferencias, que al lector no le será fácil olvidar, ni separar su unidad literaria, debido a ese intencionado hilo conductor que ensambla a todas sus piezas en el mismo círculo del arte de novelar. Diríamos que estamos ante un compendio de ensayos que concita a prestar atención a esa sensación inmarcesible y reveladora de la novela que consiste en mostrar ese mundo ficticio tan capaz de transformar cualquier historia en algo inusitado y hasta más real de lo que sucede en el propio transcurrir de la vida. Vásquez, como novelista, también comparte estos principios, y tenemos prueba de ello en su extensa obra narrativa, como las imprescindibles Los informantes (2004), Historia secreta de Costaguana (2007) o Las reputaciones (2013), en las que da buena muestra de su talento artístico en el género.

El reto de toda novela es que el lector se la crea, se dice en sus páginas. En ese sentido, Viajes con un mapa en blanco responde a esa tradición ensayística que persigue vislumbrar el alma y el poder persuasivo que la novela ejerce desde Cervantes, y sigue haciéndolo más allá de Proust, Dostoievski, Conrad o Coetzee. Porque las novelas de verdad “nos tienen que convencer de que debemos tomarnos la vida en serio demostrando que tenemos poder para influir en los acontecimientos, y que nuestras decisiones personales moldean nuestras vidas, como dice Orhan Pamuk.

En suma, Juan Gabriel Vásquez ha querido mostrarnos en este libro la despensa literaria suya en la que ha forjado su quehacer literario, sus lecturas y opiniones, así como retazos del magisterio de sus escritores más queridos e influyentes. Por estos cauces nos propone, con gusto y elocuencia, una indagación fructuosa sobre la importancia de las ficciones y la experiencia gozosa de leerlas. Los grandes libros están llenos de significados, nos viene a decir, nos interrogan, nos ponen a prueba y suelen ser despiadados en su franqueza.

Viajes con un mapa en blanco no es un libro más que haya sido concebido para desarrollar lo que ya sabemos sobre la teoría de la novela, sino que es un texto confesional de un escritor comprometido con la ficción, que explora, con gratitud y maestría, en sus misterios de manera admirable.


martes, 3 de abril de 2018

Un hombre agradecido


La trayectoria literaria de Fernando Aramburu (San Sebastián, 1959) ha ido cimentándose durante los últimos veinticinco años en una fecunda tarea narrativa de creciente solvencia y, tras su fulminante éxito editorial sobrevenido por su monumental novela Patria (2016), más allá incluso de nuestras fronteras, le ha catapultado a la cima de los autores más leídos y estimados de las letras actuales españolas.

Si tuviera que responder telegráficamente sobre un posible subtítulo de Autorretrato sin mí (Tusquets, 2018), su nuevo libro, se me ocurren varios, porque esta obra suya contiene una radiografía completa de su persona y, a medida que he ido leyendo las sesenta y una piezas que conforman la totalidad del texto, me han ido surgiendo epígrafes, nacidos de ese rango de extensa gratitud que el escritor vasco ha querido plasmar a lo largo de su compendio narrativo, por cierto, en una cuidada y hermosa publicación, y que nos habla del hecho del vivir diario de un “hombre de soledad y libros”, que afirma “pasar la vida naciendo”, procurando estar “a buenas con la vida”. Por eso he querido resaltar como título de la reseña lo que realmente el lector se va a encontrar en cualquier página del libro: estampas personales de un hombre agradecido.

En otros libros anteriores, Aramburu ya proponía fragmentos de su vida particular para mostrarnos el paisaje sentimental que fue creciendo en su deambular cotidiano, al mismo tiempo que mostraba su mapa literario, como se evoca ahora en Autorretrato sin mí, para reflejar, a través de la brevedad de estos textos, su buena pizca de ironía, el aprendizaje y la experiencia de vivir. Libros, como este de ahora, escritos lejos de su país: “Nunca le profesé tanto afecto a mi idioma –confiesa al final en El artista y su cadáver (2002)– ni me correspondió él tan generosamente como en el tiempo que llevo establecido en Alemania, adonde vine a vivir por gusto”.

Al igual que en Las letras entornadas (2015), Aramburu se define como un “disfrutador” de su oficio. La lectura de El hombre rebelde de Camus le afianzó en su compromiso vital de responder a la vida con sus acciones y con su palabra. Mucho le agradece al escritor francés que le enseñara a amar al hombre por encima de sus ideas. Así como agradece lo que recibió de la literatura, ese latido persistente de vivir definitivamente una soledad acompañada, y en ese sentido, todo lo que late en Autorretrato sin mí es gratitud extensa a la vida y a los libros, una suerte de confesión poética profunda e íntima, buscando un poco de verdad consigo mismo, como nunca lo había hecho con tanta desnudez y gozo.

Hay pasajes de canto y celebración por la vida, así como de enaltecimiento a la soledad y al recogimiento. “Es inútil concebirme sin mi concha de caracol –confiesa con gusto–. Si alguna esencia llevo adherida a mi esqueleto es esa dimensión personal que, a falta de otro nombre, llamo soledad. Yo no tengo más alma que estar solo. Desde niño la transporto a todas partes. Es mi reducto, la caja fuerte de mi personalidad, el sitio donde clavo mis flores y donde me dirijo la palabra mirándome a los ojos” (pág.89).

Aramburu se congratula de estar vivo a solas, igual que cuando lo está en compañía de sus amigos y seres queridos, se afana en proclamar por encima de todo que la vida le gusta, aun sabiendo que “a veces mancha y duele la vida, y uno se retira en silencio a un rincón de su desgracia a esperar que la vida amaine y se enciendan de nuevo las horas azules del gozo” (pág. 126). Nada le es ajeno al escritor donostiarra para esbozar pasajes íntimos en donde el lector también pueda reconocerse. La infancia, el hogar, los primeros escarceos amorosos, la enfermedad, los palos de la vida, la mirada al prójimo, son fuentes de provecho literario para alumbrar el paso del tiempo, poner valor al tránsito de la vida y reconciliarse con ella misma.

Autorretrato sin mí es todo una celebración, un texto con mucha densidad poética, escrito por el alma de alguien dotado de ese don especial para reverberar el sentido poético de la vida, un dietario vital por el que trascienden los asuntos esenciales y vívidos de su autor: la vocación, la identidad, la familia, el tiempo, los libros, la soledad, la memoria y la resignación por las pérdidas.

Aramburu firma la obra más poética y personal de toda su producción, un ejercicio de introspección por donde menudean secretos y secuencias vitales que nos acercan al hombre sereno y sencillo que aparenta ser y que, en verdad es, tan propenso al recogimiento como a la soledad que tanto le complace, un libro urdido con maestría bajo un lenguaje preciso, limpio y conmovedor. Bellísimo.