sábado, 28 de diciembre de 2019

A golpe de tinta


La poesía es algo que anda por las calles, decía García Lorca. Que se mueve, que pasa a nuestro lado y va a expensas de quien la persigue. Todas las cosas tienen su misterio, y la poesía, según el poeta granadino, es el misterio que tienen todas las cosas. Es la casa del ser, apuntaba el filósofo Heidegger. No faltará por ahí quien afirme que los poetas, realmente, no son indispensables. Para esclarecer mejor el asunto, no cabe mejor cita que acudir a la pregunta que le sugería todo esto a Saramago: ¿Qué sería de todos nosotros si no viniera la poesía a ayudarnos a comprender cuán poca claridad tienen las cosas que llamamos claras?

Toda poesía es, ante todo, un gran caer en la cuenta, que diría Jose Ángel Valente. Caer en la cuenta de lo que acontece por las calles, de lo que sucede en el recinto de lo cotidiano, sus objetos y sus misterios conforman el leitmotiv de lo que ha venido plasmando en sus libros Itziar Mínguez Arnáiz (Barakaldo, 1972) a lo largo de casi veinte años de escritura ininterrumpida. Desde que publicó La vida me persigue (2006), su primer poemario, ha mantenido esa inercia creativa de asumir la experiencia de lo cotidiano como fórmula de destilar su ámbito poético más genuino. A este debut le siguieron por la misma senda todos los títulos que fue publicando después, de los que cabe destacar Cara o cruz (2009) y Cambio de rasante (2015), dos poemarios que nacen igualmente de los confines domésticos. Con el siguiente libro, Que viene el lobo (2016) gana el Premio Internacional de Poesía Nicanor Parra, un poemario desnudo y emocionante bajo el dictamen del tiempo y la persistencia de lo efímero. Posteriormente vendría Qwerty (2017), un libro que acrecentaría más el valor de su poesía, hasta expandirlo con dos nuevas obras: Idea intuitiva de un cuerpo geométrico (2018) y La vuelta al mundo en 80 jaikus (2018).

Acaba de aparecer recientemente Lo que pudo haber sido (Huerga&Fierro, 2019), su nuevo poemario, una ventana más que se asoma a ese universo propio y tan suyo. Itziar Mínguez vuelve a desentrañar la realidad del mundo que tiene delante de sus ojos, ese que tanto la anima a tejer el ámbito de sus poemas, a plasmar lo que concierne a la vida para hacerla un poco más inteligible, algo más humana y próxima. Reúne cuarenta y seis poemas donde confluyen piezas breves y con algunas otras, las menos, de mayor extensión. Compagina la mirada con el pensamiento, para multiplicar las facetas de la realidad, buscando encontrar en lo distinto lo igual, y en lo igual lo particular.

¿Qué es lo que va a encontrar el lector en estos poemas? Por aquí se filtran la insistencia de lo efímero o el deambular por la ciudad a través de un mapa interior, como se deduce de estos versos de Los adioses: “escribes con el único fin/ de anticiparte a las pérdidas que te aguardan/ porque la vida es eso/ llegar preparado a cada despedida/ preguntándote quién será el siguiente”. En otros poemas se balbucean aforismos que comparten la incertidumbre de vivir o se nos convoca al consuelo, la compasión, el destino: “Lo peor de la tragedia/ es que está por venir/ lo bueno es que sólo puedes salvarte/ cuando llega”.

También se pulsan las pérdidas y ganancias de la vida, ese debe y haber que la partida doble de toda contabilidad general requiere ajustar: “lo complicado es saber/ donde colocar cada cosa”. La vida, una receta, es el título de un poema en el que se indica la confluencia de tres de sus elementos más determinantes: “Voluntad/ azar/ intuición”. Somos nota a pie de página, se dice en otro, pendientes de que alguien repare en ella: “a quién no le gustaría ser un poco así”. Quizá el último poema concite la sutileza del título del libro con la verdad poética de quien lo firma: “Donde dice/ lo que pudo haber sido/ debería decir/ lo que pude haber sido”.

La poesía de los actos y de los pensamientos sigue coexistiendo en la creación literaria de Itziar Mínguez, con ese lenguaje de tono sencillo y ligero tan suyo, pero hondo, y alejado de cualquier materia oscura, con la única preocupación de mantener los ojos bien abiertos sobre lo que sucede a diario a corta distancia. Poética a ras de suelo, diríamos, unánime y comunicativa en su trayectoria, abierta, en la que reflejar la dimensión del otro, y la verdad de lo que somos.

Hay quienes aseguran que la poesía está en las cosas y el poeta las descubre. Leyendo la poesía de Itziar Mínguez podríamos decir que esa afirmación se trastoca, es decir, que la poesía está en ella misma y las cosas se la provocan. Y son las cosas las que ponen su juego en la vida con la idea de rebasarla.

Los poemas de Lo que pudo haber sido, en suma, son ventanas que se asoman al mundo para descifrarlo, para resistir a su monotonía. Uno los lee y nota que lo mejor que le sucede es que se entiende con ellos, desde esa claridad con que se muestra el hecho mismo de vivir y su incandescencia.


viernes, 20 de diciembre de 2019

Viajar de manera diferente


Viajar hoy en día parece que está al alcance de cualquiera. Y más aún, si cabe, con la cantidad de ofertas que las agencias de viajes lanzan durante todo el año, valiéndose de internet, de los medios de comunicación y de aplicaciones virtuales tan atractivas y fáciles de clicar. Viajar se convierte en una particular forma de ocio y conocimiento que en los tiempos que corren nos mueve a embarcarnos hacia objetivos lejanos, difícilmente alcanzables antes, que ahora parecen estar más asequibles al bolsillo de la gente normal. No obstante, como decía Paul Bowles, conviene no olvidar que la gran diferencia entre un turista y un viajero radica en que el primero siempre viaja con un billete de vuelta, mientras que el segundo no tiene fecha de regreso prevista.

Esto siempre ha estado presente en los grandes viajeros cronistas, como Josep Pla, Bruce Chatwin o Paul Theroux. Viajar para ellos es trasladarse para adquirir un incomparable enriquecimiento interior, un desafío, y contarlo se convierte en otra tentativa, un traslado con palabras, para dejar por escrito sus experiencias y asombros. Traslado o metáfora, el viaje es, desde luego, imagen del deambular humano que ha venido repitiéndose desde la Antigüedad. Por eso, los libros de viaje, la literatura de viajes de siempre, han constituido un producto textual inagotable que se manifiesta en todos los tiempos y en las más variadas modalidades literarias.

Uno de los elementos más destacados dentro de la poética del viaje es, precisamente, el encuentro con el Otro. Cada cual, dice Ryszard Kapuściński, tiene que saber y experimentar en qué tiene que fijarse durante un viaje y cuáles son los temas de interés que le son propios de su mirada. En ese sentido, afirma que “el encuentro con el Otro, con personas diferentes, desde siempre ha constituido la experiencia básica y universal de nuestra especie”. Patricia Almarcegui, consumada viajera, considera que el itinerario es uno de los elementos más significativos y determinantes para encontrarse con ese Otro del que habla el escritor polaco, un encuentro que origina la verdadera riqueza del viaje y que necesita, con anterioridad, la densidad de una buena preparación.

Profesora universitaria de Literatura Comparada, novelista y ensayista, Almarcegui ha visitado muchos países y residido en Egipto, Irán, Uzbekistán, Japón, Kirguistán, Sri Lanka y Oriente Medio. Su campo de investigación se centra en la Estética Literaria y los Estudios Culturales, derivados con mayor relieve de la Literatura de Viajes. Entre su obra narrativa destacan El pintor y la viajera (2011), Una viajera por Asia Central (2016) y la novela autobiográfica La memoria del cuerpo (2017). En su vertiente ensayística, sobresalen Los viajes de Marco Polo (2013), El sentido del viaje (2013) y Conocer Irán (2018).

Ahora, con la publicación de Los mitos del viaje (Fórcola, 2019), su libro más ambicioso, renueva ese empeño de continuar inmersa en esa labor estética y cultural emprendida hace ya una década, sobre todo, poniendo énfasis en lo que el viaje vela y desvela, su significado y desciframiento, a través de su propia experiencia y la que dejaron recogidas otros titanes viajeros en sus textos, como fueron Marco Polo, Ruy González de Clavijo, Alí Bey, Lady Montagu, Carsten Niebuhr o la admirable viajera suiza Annemarie Schwarzenbach, para quien vida, viaje y literatura son equivalentes. Lo que el lector se va a encontrar en esta compilación suya escogida de sus trabajos publicados en forma de artículos a los que se añaden otros textos inéditos, es, por un lado, una interesante teoría del viaje, para después acometer el testimonio vívido de un grupo selecto de importantes viajeros, intercalando reflexiones de lo que para la autora sugiere de estética y cultura el viaje, lo que aporta, provoca y revela.

El viaje crea asimismo experiencia. Cada desplazamiento interroga sobre la forma de atravesar el mundo haciendo experiencia […] El viaje puede pensarse como un deseo y una necesidad. El viajero se desplaza por escenarios novedosos con los que recorre el mundo y lo interpreta como un espacio de confines”. Insiste en el valor de la vista. Para ella, viajar es descifrar el mundo por los ojos, y subraya que la cuestión no es tanto mirar, como hacerlo de forma diferente. En su enfoque está presente que en el espíritu del viajero observador existe una realidad en su desplazamiento, más allá del lugar de donde viene, y un interés por el encuentro de lo extraño.

Patricia Almarcegui reformula en este nuevo trabajo suyo el imaginario del viajero a partir de una teoría mítica y cultural de cómo el viaje se ha ido conformando por las vivencias de quienes lo han volcado como experiencia literaria en textos en los que el viaje les ha implicado en un ejercicio de alteridad, a veces gozoso, otras exigente y no menos intenso y continuado, con esa posibilidad maravillosa de comunicarse con el Otro, sin olvidar que uno mismo es el gran asunto de todo viaje. Porque, al fin y al cabo, viajar conduce inexorablemente hacia la propia subjetividad.

He disfrutado de lo lindo leyendo Los mitos del viaje, un libro fecundo y vindicativo, un oráculo viajero en pos de la sensibilidad de quien viaja en otra dirección, de quien busca nuevos referentes y aspira a conectar su yo viajero con el lugar del otro. Interesantísimo.


lunes, 16 de diciembre de 2019

Huir para aproximarse


Nunca se sabe cómo vivir. No hay un único sentido que dé razón de lo que es vivir. A diferencia de lo que es el mundo, que viene ya conformado, la vida no tiene por qué asumir esa herencia dada, al contrario, no hay formas de vivir ya diseñadas. Heredamos la historia colectiva, pero nuestra exégesis personal contradice la versión impuesta. La soledad de cada cual contiene una historia en la que cabe todo un mundo. Por tanto, salirse de lo establecido es un proceder que requiere apartarse del mundo, para encontrar otras respuestas, otros caminos, incluso llegando a pensar un día que hay que huir del mundo para poder realizar nuestros sueños y anhelos más personales.

Toda esta interesante reflexión es algo que se ha venido dando a lo largo de la historia de cualquier época. En Pequeño elogio de la fuga (Alfabeto, 2019), del ensayista y sociólogo francés Rémy Oudghiri se recoge una amplia gama de respuestas que dieron grandes escritores y artistas a esa consideración filosófica. El apartamiento del mundo, que cada uno de ellos llevaron a cabo a su forma, supone descubrir que alejarse del mundo es otra manera, la más personal, de iniciarse en él verdaderamente, de encontrarse más a gusto con ese universo en el que el yo se interrelaciona con todo lo que le importa, huyendo de la multitud.

¿Quién no ha sentido, al menos una vez en su vida, un deseo acuciante de apartarse del mundo?”, se pregunta Oudghiri en los prolegómenos del texto. Y continúa: “En momentos de desconcierto y desánimo, ¿quién no ha soñado con dejarlo todo, con salirse del juego y desaparecer?[...] ¿Cómo se llega a pensar un día que hay que huir del mundo para poder realizarse? En estas preguntas se encuentran el trazado existencial que sostiene la esencia de este interesante ensayo, una invitación para tratar de comprender mejor en qué consiste esa irresistible atracción que produce el gesto de ruptura con el mundo, ese huir para aproximarse a uno mismo, poner distancia con el resto para entenderse mejor a sí mismo.

Por aquí se asoman las vivencias de Petrarca, que optó por huir de la multitud para aspirar a poner un poco de más coherencia en su vida. También nos topamos con Rousseau, que enfatizó que huir deviene en un renacimiento, un camino que conduce a la verdad individual. Para Tolstói, la huida consiste en un escape, en una forma de emanciparse. A Flaubert y a Guaguin la huida les llevará a un vislumbre y obstinación en el arte de escribir y pintar, respectivamente. Para Emmanuel Bove, vivir fuera del mundo significa instalarse en una fuente de dicha. “Huir, huir sin parar”, escribe Le Clézio, para insinuar que ese escape es una danza en pos de la luz. Llegamos a Pascal Quignard, que entendió que toda vida intensa se consolida al margen de la sociedad.

En otro apartado de la obra se habla de la relación de la huida con la felicidad. En ese sentido se insiste en que la huida posee un hálito revelador que nada tiene que ver con la debilidad o la cobardía, sino que puede llegar incluso a transformarse en impulso creativo. Cuando la huida lejos del mundo nos conduce de vuelta al mundo, entonces se trataría de un empeño estéril. El ámbito de la imaginación constituye, en palabras del autor, el refugio ideal, el lugar propicio, porque en él nada nos impide recorrer con libertad el espacio relegado que, en principio, parecía reservado a nuestros sueños.

Estas son algunas de las reverberaciones de la vida de un buen número de artistas que optaron por apartarse del mundo, fugarse en pos del recogimiento a esa estancia personal donde suceden muchas revelaciones. Decía Emerson que el hombre grande es el que en medio de la muchedumbre mantiene con perfecta mansedumbre la independencia de la soledad. Todo lo que trasciende por las páginas de esta obra de Oudghiri no hace más que confirmar que la huida en sí es vastísima, enciclopédica, y depende del tipo de prófugo que la emprende. Cruzar ese umbral conlleva propiciar un desvelamiento fascinante, como sostenía Cioran: «Solo quien se pone al margen de todo, quien no hace lo que los demás, conserva la facultad de comprender realmente».

Pequeño elogio de la fuga es un ensayo ameno, breve e incisivo, un viaje hacia el descubrimiento de ese yo fugitivo, un libro que alumbra ese afán de huida que anda latente en nosotros toda la vida, como así lo ha venido recopilando la historia de la literatura, y así lo recoge Rémy Oudghuiri al final del epílogo de su brillante trabajo: “El secreto que la literatura nos transmite desde hace siglos es que huir del mundo, lejos de sellar nuestro destino al excluirnos, en realidad nos acerca a él”.

Dice César Aira que todo el trabajo del ensayista se resume en el hallazgo del tema antes de ponerse a escribir. Aquí debo decir que Oudghiri lo tenía bien urdido y acotado. Y podemos suponer, con tranquilidad, que dijo toda la verdad sobre todas las cosas sobre las que valía la pena hablar sobre el gesto de romper con el mundo para aproximarse mejor a él.


lunes, 9 de diciembre de 2019

Un hombre de interior


Cada hombre y cada mujer guardan la clave de un proyecto genuino, diferente como las respectivas huellas dactilares, que los convierte en seres únicos e inconfundibles.[...] Y ello es así porque la experiencia nos ha demostrado que es mucho más llevadero caminar por la vida presentando su parte más homologable con las costumbres sociales que haciéndolo sin ese escudo opaco […] Nací en el seno de una familia de clase media, de la pequeña burguesía de los pueblos, en la que aún perduraba la huella de una época más brillante[...] Aquel niño, que como todos los niños tenía una mente curiosa, rendida a la exploración de su entorno y al juego, sólo empezó a conocer la cara abrupta de la vida al enfrentarse a dos realidades: una religión penosa y oscurantista y la enfermedad”.

En estas palabras, extraídas de la breve reseña que Campos Reina (Puente Genil, 1946 – Córdoba, 2009) hace de su vida en los prolegómenos de Diario del Renacimiento, uno de los tres volúmenes que la editorial Random House incluye en su estuche de la colección Debolsillo, bajo el título de Parques cerrados, cabe el sentir de la escritura de su dietario. Recoge la huella de un tiempo azaroso vivido y, a su vez, la travesía gozosa de un período de plenitud creativa y de incontenible exigencia vital, una etapa de madurez en la que el secreto de las cosas y el aire que las convierte en fuente de inspiración se intercalaron con la precariedad de su salud. Se publica conjuntamente con otras dos obras suyas, su poesía completa y el ensayo De Camus a Kioto. Todas ellas se aúnan en un mismo motivo: rescatar la figura de este autor de culto, del que ahora se cumplen diez años de su fallecimiento, considerado, en el ámbito de la crítica literaria, como un prosista singular y prodigioso, de afán perfeccionista, uno de los escritores andaluces más sobresalientes de la segunda mitad del siglo pasado.

Juan Campos Reina, autor silente, como lo califica Luis Antonio de Villena, que huía de toda notoriedad, estudió Derecho y ejerció como funcionario público en tareas de inspección de trabajo, se estrenó en 1988 con su primera novela Santepar, un libro insólito y personalísimo, escrito con un lenguaje rico y bien cuidado. Fue muy celebrado por la crítica del momento. Además de esta obra seminal, que de algún modo marcaría su obra, publicó Un desierto de seda (1990), El bastón del diablo (1996) y La góndola negra (2003), tres obras que componen la Trilogía del Renacimiento. También hay que sumar Fuga de Orfeo (2006) y El regreso de Orfeo (2006) y la colección de relatos Dulces tormentos recogidos en una edición de 2011.

El buen debut de Santepar le dio pie a seguir su imparable senda narrativa que tuvo que compaginar con su trabajo y sus controles médicos. Todos tenemos fuerzas suficientes para soportar los males ajenos, decía La Rochefoucauld. La salud precaria de Campos Reina le acercó aún más a ese sentir compasivo del mundo. De igual manera, no le impidió concebir un plan literario existencial en el que no cabría el descanso ni el abandono ante la adversidad, porque para él nadie es demasiado fuerte ni demasiado débil para ser consolado. Por eso entiende que no puede prescindir en absoluto de la palabra. Viene a decirse que el lenguaje ayuda a vivir y a no morir.

Para él, lo dice en su diario, el tiempo es el que consuela, apacigua y cura. Es la vida la que en primer lugar se defiende. Resistir es mantenerse a flote desde el dolor, algo que ya lo vio claro Stendhal: «Un medio para consolarse es mirar de cerca el propio dolor». Y en esa verdad estampada en su cuerpo al haber visto tan cerca la muerte escribe: “Y es que el dolor, no ya poético y espiritual, sino el físico, ese que se te mete en los huesos durante interminables semanas y contra el que nada pueden los calmantes, el que me enseñó incluso a aislarme de mi cuerpo, es el maestro de la vida”.

Nunca se sabe cómo vivir. Esto es algo que trasciende en su obra. La vida, para Campos Reina, es algo que hay que inventar. No hay un único sentido que dé razón de lo que es vivir. A diferencia de lo que es el mundo, la vida no se hereda, no es algo que a uno le venga dado, al contrario, hay que darse a sí mismo una forma, y no hay formas puras. Es lo que el propio escritor se insinúa en estos versos de su poema Del ser: “Estoy en el secreto de las cosas,/ penetrado de luz, desarraigado,/en la estela de magma palpitante/ que de la escoria arrastra la ceniza”. En el diario también da muestra de ese pálpito de manera constante, a través de las muchas lecturas de sus autores preferidos: Dante, Goethe, Mann, Camus o Gil-Albert, a los que evoca de continuo. “Cuando escribo –dice en una de las entradas–, hasta la desmesura debe partir de mi estética, de mi irracionalidad, de mi sentimiento... Los círculos concéntricos en mi entorno configuran el proyecto de mi obra”.

Lo que el lector encuentra dentro de los tres volúmenes de Parques cerrados es un amplio marco literario, tres piezas exquisitas que conforman la condición humana de un autor enigmático, de extraordinaria lucidez y versatilidad al que leer y escribir dan sentido a su existencia, alguien implicado a quien cada momento de la vida se expone a entenderse con su punto de vista, con la perspectiva que el mundo le ofrece. Vivir para él es aceptar este movimiento, esta transformación.

En Parques cerrados se percibe la sutileza de la observación de un escritor de estilo depurado, meticuloso y elegante, capaz de contagiar el placer de la lectura, el gozo de lo efímero, sus anhelos y éxtasis, pero también el dolor y el abismo del discurrir del tiempo. Campos Reina pertenece a esa estirpe de escritores olvidados que cuando uno los lee resultan inolvidables.


domingo, 1 de diciembre de 2019

Testimonio vital


No me considero un gran escritor. En Italia se tiene la ambición de levantar catedrales; a mí, en cambio, me gusta construir iglesias rurales pequeñitas y sobrias. Y con eso me basta. He escrito mucho: cuando cumplí noventa y un años, celebramos mi centésimo libro. Créeme, no hay una sola página que no haya escrito con absoluta sinceridad, movido por el único deseo de contar historias. Más que escritor, creo que soy cuentacuentos, es decir, una persona que extrae del placer de la narración todas sus posibilidades de expresión”.

Nada le impide a un autor de alma combativa, experimentada y curtida en tantas contiendas personales y colectivas en las que ha sabido salir airoso, mostrarse así de esta manera, sin ambages, sin alharacas, tal como es, y máxime cuando la destinataria de esta confesión no es otra que su pequeña biznieta de cuatro años a la que quiere dejar por escrito su testimonio vital, su verdad vivida en poco más de un centenar de páginas en las que concentrar no solo su intensa trayectoria profesional, sino los episodios más significativos que su memoria guarda de su largos años de vida y lucha.

En el vértice de todo lo que Andrea Camilleri (Porto Empedocle, Sicilia, 1925 – Roma, 2019) quiere transmitir en Háblame de ti. Carta a Matilda (Salamandra, 2019) hay una decisión moral y “una necesidad imperiosa” de hacerlo por escrito a modo de legado. No quiere que los demás le digan a su biznieta, cuando esta sea mayor, cómo era su bisabuelo. Por eso escribe esta emotiva carta para ella, para dejarle un vívido retrato suyo que resuma lo que dio de sí su larga vida entregada a la escritura, sus convicciones políticas, su manera de saber o creer saber sobre sí mismo, los demás y el resto de lo que la vida le deparó.

Un escritor, y mucho más un escritor de novelas como él, es ante todo un ser humano que ha corrido ese riesgo que transita entre las vidas de ficción que ha concebido y la suya propia, con muchas perplejidades y dudas, incluso, sobre la consideración imaginaria o real del territorio que pisa. En este sentido, considera que la mayoría de las veces esa complejidad de acotar el propio mundo es clave en la literatura: contar algo es más difícil que decirlo todo. Camilleri, con el pretexto de hablar de sí mismo, esboza su visión del mundo. Nos cuenta, con el alma puesta en hacerse entender y desde la perspectiva crepuscular de sus años, cómo el triángulo formado por su compromiso político, su dedicación al teatro y su vocación literaria le dieron suficientes ganas de vivir y soporte para ejercer su libertad creativa y desarrollo personal.

Le dice a Matilda que tuvo la suerte de descubrir muy joven los ensayos de Montaigne, un hallazgo fundamental para entender mucho su propia vida. Le dice que tenga muy en cuenta que “a vivir la vida se aprende con la práctica”. Por eso arranca su carta partiendo de la realidad del momento presente: “El mundo ya no tiene el mismo aspecto que en mi juventud y mi madurez. Han contribuido a ello los cambios políticos, económicos, civiles y sociales, los descubrimientos científicos, el empleo de la tecnología más avanzada, las grandes migraciones de masas de un continente a otro o el relativo fracaso de nuestro sueño de una Unión Europea”. Y a partir de aquí se centra en destacar los años de su niñez y juventud, dos etapas que tuvieron un escenario político dramático que fue agravándose en apenas unos años. Abandonó el fascismo de su infancia y abrazó al poco tiempo las ideas comunistas. En Roma se afanó en una entusiasta actividad como profesor y director teatral que se prolongó durante más de veinte años, hasta que, en 1994, casi con setenta años, descubrió que escribir novelas se convertiría en una apasionante y fructífera aventura que ya no abandonaría hasta sus últimos días.

En el recorrido por cada una de las etapas de su vida persiste en la entrega y entusiasmo por el trabajo, su fuente de alegría. Y en esa idea de vivir con intensidad su desempeño, sin olvidarse de sus orígenes, Camilleri se despide de su pequeña con el sentido propósito de añadirle algo más a la vida para darle sentido: “siempre debemos tener una idea –puedes llamarla también un ideal– y aferrarnos a ella con firmeza, pero sin sectarismo, escuchando siempre a quienes sostienen otras convicciones, defendiendo nuestras razones con determinación, explicándolas una y otra vez, e incluso, por qué no, llegando a cambiar de idea”.

Con una escritura tersa, esencial, casi elemental y nítida, Camilleri da vida a la partitura de esta emocionante carta. Su habilidad queda probada por esa manera de llamar a las cosas por su nombre, de plantarse ante sí mismo y hacer un recuento de su vida para poner de relieve la magia que posee la literatura, en cualquiera de sus vertientes, para que la memoria se convierta en un relato próspero y luminoso donde contar los hitos importantes de la vida de un hombre.

No siempre es fácil recibir una gran herencia, ni material ni, en particular, espiritual. Camilleri se empeña en entregar su legado moral, quizá a toda la generación nacida en este siglo, desde su bagaje cultural y filosofía de vida contestataria, tan propia del carácter siciliano, añadiendo una encendida voluntad ética y estética con las que reivindicar la plenitud y el significado de vivir.

Háblame de ti es, por todo ello, un relato admirable, un libro inteligente, emotivo y, en cierto modo, didáctico que pone de relieve que la ilusión del ser humano posee un significado indestructible.