viernes, 31 de enero de 2020

Campos de batalla




La finalidad de la guerra no es matar, sino vencer. La humanidad, cuyos ideales progresan aunque su realidad siga siendo cruel, busca armas capaces de torcer el deseo o la capacidad letal del enemigo sin matarlo. Pero modificar la voluntad asesina de las personas es más difícil de lo que parece. Por fin se descubre un compuesto que, diluido en el agua, provoca una violenta crisis de pacifismo. Fuera de todo cálculo, el compuesto supera toda barrera, escapa a todo control, se expande por todo el mundo. El enemigo ha sido derrotado, pero es muy difícil recordar por qué o para qué, ahora que la guerra ha terminado”.

Antes que nada, hago un inciso para aclarar que este microrrelato lleva por título La finalidad de la guerra, y lo subrayo porque dicen, con mucho acierto, los teóricos del género breve que el título de un microrrelato es clave referencial, que sirve al lector para conjugar y cerrar después el significado del texto que acomete. De ahí la importancia del título, porque formará parte del embrujo que promete la narración que le sigue, hasta el punto de que en él se encuentra el destello que anuncia su misterio, que no es otro que provocar en el lector una expectativa que ha de llevarlo a alcanzar el final del texto, probablemente sea el género que mejor sabe guardar un secreto. El lector de microrrelatos, viene a decir Ginés S. Cutillas, suele leer dos veces el título: la primera al entrar en el texto, la segunda al salir de él.

Dicho esto, y volviendo al principio de esta página, tenemos que decir que la pieza pertenece a La Guerra (Páginas de Espuma, 2019) de la poeta y narradora Ana María Shua (Buenos Aires, 1951), un volumen que contiene, además de este, ciento treinta microrrelatos más de los que la escritora argentina se vale para mostrarnos un amplio corolario de historias mínimas que transitan por los campos de batalla, por las armas y las guerras de antaño, de ahora y de siempre. Todos los títulos que conforman el libro se aúnan en esa misma dirección. Muchos merodean por esas fronteras de someter al enemigo o de resistir a su ataque. Porque en una contienda todo vale, se lee en uno de ellos: “En la guerra y en el amor, todo vale. Vale embaucar y mentir: el arte de la guerra es el arte del engaño, dice Sun Tzu”.

Ana María Shua ha reunido una brillante colección de piezas narrativas engatilladas sobre el escalofrío que nos provoca toda acción bélica, divida en cuatro bloques: el arte de la guerra, guerreros, armas y estrategias. Cada epígrafe es un enigma a resolver por el lector, que tendrá que dirimir si está en uno de los bandos de una guerra justa, en territorio neutral, o simplemente es un mero espectador. Indudablemente hay una verdad que siempre trasciende: “la historia de un pueblo es la historia de sus guerras”. Algunas de estas narraciones dan indicios de la adversidad que se aproxima, otras solo equívocos, la mayoría, eso sí, ocultan su misterio y la retranca que el lector tendrá que captar. Este libro es todo un epítome, un sumario de todo lo que significa el microrrelato: omnívoro, claramente breve y elíptico, un género exigente para el escritor y para el lector que tendrá que resolver el misterio que el escritor suele dejar en suspenso.

Confiesa la escritora en una de sus entrevistas que el tema de la guerra siempre le pareció un asunto de interés que, en cierto modo, define mucho el tránsito de la humanidad a lo largo de la historia. Esto y las propias razones literarias de poder reunir en un libro distintas maneras de abordar la materia bélica, desde los antecedentes del conflicto hasta sus consecuencias, las víctimas, los agresores, los combatientes, las armas, el territorio ocupado, la memoria escrita y los libros sagrados, son parte del material que la han llevado a concebirlo y, concretamente, bajo el manto del microrrelato. El resto proviene de sus lecturas del mundo clásico, de la Biblia y, cómo no, de la inspiración e inventiva.

Digamos que este libro es eso, un arsenal de historias reducidas al ámbito bélico, intensas y maquiavélicas, salpimentadas con un humor negro y lapidario de las que el lector sale cariacontecido, con una mueca inquietante. Este es un libro nada amable y abiertamente beligerante con la guerra y sus artífices. En estos mariscales, guerreros, héroes y heroínas, en sus sinrazones históricas y aberraciones religiosas, en los vencidos y sus pérdidas, encontramos la sutileza de una escritura dispuesta a señalar las malas artes, la humillación y el espanto de sus acciones. Shua fija también su mirada en los mitos y leyendas levantados en torno a la guerra, desde diferentes prismas, partiendo del título de cada pieza hasta su lectura final, con la idea de comprometer al lector a resolver el enigma de cada relato o, al menos, de que rastree en su engranaje narrativo aquellos detalles no dichos.

Saber elegir nuestras lecturas es tan importante como aprender a sumergirse en ellas. Este libro es una estupenda oportunidad para ello, una ocasión para inmiscuirse, de la mano de una maestra del género, en todo el despliegue argumental de lo indecible de cualquier guerra, la palabra más gruesa, maldita y lamentable de la que la humanidad ha hecho uso en todo tiempo y lugar. Lo que aquí se cuenta no deja de ser un deleite, un goce literario, aunque al cerrar el libro la actualidad del mundo nos devuelva a la cruda realidad, nada libre de amenaza.


lunes, 27 de enero de 2020

Literatura, familia y caza


Si el ensayo es el centauro de los géneros literarios, como diría el escritor mexicano Alfonso Reyes, un libro de entrevistas, de conversaciones, es una suerte de tentativa proteica. Ya de por sí, su nomenclatura incluye una identidad muy particular: entrever, ver entre, mirar a través de. Su función sería, según su criterio, dar testimonio de lo que acontece en un espacio verbal y en un tiempo determinado para quien se presta al diálogo. Un libro de conversaciones no tiene el rigor hermético de un ensayo. En su favor, la conversación cobra un interés inusitado cuando, bien dirigida, alcanza límites que llegan a sobrepasar las expectativas del lector.

Javier Goñi (Zaragoza, 1952), licenciado en Literatura Hispánica y Ciencias de la Información, periodista cultural y crítico literario desde 1976, publicó en 1985 este interesante libro de conversaciones en torno a la figura de Miguel Delibes que traemos hoy a estas páginas, con la idea de centrar su escritura acorde a ese proceder de mostrar sin ambages al lector un retrato próximo en el que reflejar la personalidad de este ilustre escritor castellano, así como sus secretos y su testimonio vital, con el propósito de acercarnos a conocer su visión del mundo y palpar una particular interpretación de su obra en marcha y, de paso, enterarnos de las cosas más relevantes que sacuden su existencia y de algunos otros pasajes más prosaicos, como su miedo a volar en avión. Se acaba de reeditar en Fórcola el libro aludido, dentro de la colección Singladura, bajo el mismo título con el que se publicó hace treinta y cinco años.

Cinco horas con Miguel Delibes vuelve a las librerías con la misma frescura con la que apareció en su día, y ahora, que se cumplen diez años de su muerte y cien del nacimiento del creador de El hereje, regresa también como un claro homenaje a su figura. Sus libros, su talante equitativo e independiente y su relación con el mundo que le tocó vivir eran a todos los efectos uniformemente coherentes, al menos muchos de los que le conocieron, como el autor de este libro, mantenían que nunca los excesos, ni las interferencias eran propias de su carácter. Delibes era un hombre sobrio y ponderado, amable, caballeroso y circunspecto, como así también lo describía Caballero Bonald en el libro de semblanzas Examen de ingenios, provisto de una dignidad profesional intachable.

Goñi nos presenta un texto dinámico muy bien estructurado en cinco capítulos, con prólogo y epílogo. El primero de ellos transita por la infancia. En el segundo, la conversación se convierte en un largo paseo por los caminos de Castilla. El tercero desvela los entresijos de su profesión periodística y las vicisitudes que tuvo que sortear con la censura como director de El Norte de Castilla. En el siguiente capítulo, Goñi se acerca al entrevistado con preguntas en torno a su faceta provinciana y burguesa. En el último se detiene para mostrarnos su alma ecológica. Para Delibes el cuidado de los recursos de la naturaleza es tan importante para el presente como vital para el futuro: «El progreso debería avanzar como andan los hombres prudentes. No dar el segundo paso antes de haber afianzado el primero».

Estamos ante un testimonio que nos acerca a un escritor que, según deja entrever el autor del libro, vivió sus inquietudes vitales y literarias más para adentro que para afuera, que se desentendió todo lo que pudo de exponerse al público. No estar del todo presente en el ambiente literario fue siempre una característica suya. Sin embargo, su apartamiento, unido a ese rasgo pesimista tan suyo de ver las cosas, le valieron para agudizar su perspicacia en el desarrollo de sus novelas. En estas conversaciones descubrimos a un Delibes nada disperso en el tratamiento de sus ideas y en los temas que más le importaban: «No me he considerado nunca un intelectual, que es un hombre que utiliza ideas y ensaya con ellas. Yo soy sólo un manipulador de personas», confiesa, refiriéndose a los personajes de sus libros.

Nos revela Goñi que Delibes es un buen conversador, un hombre bien precavido, que rara vez se arriesga a decir una vaguedad, que se encuentra mejor y más a gusto cuando habla a través de sus personajes, de lo que saben y comprenden. Aunque sus inicios de escritor fueron algo tardíos, su oficio como periodista le valió para desempeñar la sagacidad narrativa de sus obras con mayor soltura, al igual que su propósito de conocer Castilla, con la vivacidad de un cronista experimentado. Anduvo de aquí para allá, con la escopeta al hombro o como senderista, rastreando palabras, perdices, utensilios o costumbres lugareñas. Sus novelas alcanzaron un éxito inusual en su tiempo y muchas lo acrecentaron cuando se trasladaron al teatro o al cine. Algunas, como Las ratas o Lo santos inocentes son de una crudeza naturalista que coinciden con la aspereza de la literatura del socialrealismo. A esto se suma lo que más de una vez Delibes aireó refiriéndose a su tesis de que la ecología y la caza son perfectamente compatibles.

En fin, el nombre de Delibes ha venido a quedar indisolublemente ligado al de su tierra. Su narrativa está estrechamente vinculada con la geografía rural del territorio por el que transitó su vida y su obra. Javier Goñi ha sido capaz de resumir toda la vida de un destacado hombre de nuestras letras en apenas doscientas páginas, dándonos a conocer muchos detalles de la integridad personal de un escritor preocupado siempre por la pureza del lenguaje, la cercanía familiar y el deleite de la caza, que dio vida, a través de su prosa pulida, a un sinfín de personajes como El Mochuelo, El Nini, Paco “El bajo”, Menchu o Cipriano Salcedo, reconocibles y entrañables protagonistas que conectaron sus sentimientos con nosotros mientras leíamos sus historias.

El rescate editorial de un libro de interés literario y cultural como esta estupenda biografía dialogada es un acontecimiento a celebrar, no solo porque engrosa la coherencia del catálogo del sello que la edita, sino porque ofrece una nueva oportunidad al lector de hoy de acercarse a una figura entrañable de nuestra literatura, arquetipo de escritor honesto, que dejó una copiosa obra con marcado carácter castizo. Un disfrute.


domingo, 19 de enero de 2020

Semilla o fruto de razón


Dice Schopenhauer que «cuando un pensamiento acertado surge en un cerebro, tiende a la claridad, y pronto la alcanzará, porque lo que ha sido pensado claramente encuentra con facilidad su expresión adecuada». Desnuda, es como la verdad nos parece más bella. Los aforismos poseen esa gracia de persuadirnos de la mejor manera y que consiste en no decir nunca más que lo que merece ser dicho. Como escritura liminar, es todo un semillero para leer reposadamente y pensar por lo breve. El aforismo es un artefacto verbal que se asienta entre la literatura y la filosofía, entre lo personal y lo analítico, entre lo ético y lo estético, pero también es «el camino más corto entre la poesía y el pensamiento», tal como subraya Andrés Trapiello.

Para un poeta, como León Molina (San José de Las Lajas, Habana, 1959), consciente de que la poesía está hecha de lo que se dice, pero también de lo que se calla, como decía Ángel Crespo, el cauce del aforismo es en buena medida, una corriente propicia para que el pensamiento y la epifanía surja del ojo poético y se estampe con afilado sentido. La buena acogida de su creación aforística iniciada con Mapa de ningún sitio (2015) le impulsó a continuar la senda de la prosa mínima antologando dos publicaciones sobre el género. En la primera de ellas, Verdad y media (2017), reunió una amplia colección de aforismos españoles editados entre el periodo que va de 2001 a 2016. En la segunda, bajo el título de La poesía es un faisán (2019), el autor se centró, en esta ocasión, en recoger una amplia selección de textos cortos publicados en español sobre la poesía y los poetas que mejor mostraran el vigor expresivo del género.

En cambio, ahora, con Tirar la piedra y esconder la mano (La Isla de Siltolá, 2019), vuelve a sus andanzas aforísticas de creación propia para acotar su decir concentrado sobre todo lo que rodea a su mundo. A Molina no le aflige subrayar sus preocupaciones existenciales, ni las vanidades que el propio vivir contagia. Sabe que “todos los mundillos impiden ver el mundo”, por eso escribe. Como también sabe, y así lo expresa en uno de sus aforismos que: “Mejor que un proyecto de vida, vida para los proyectos”. El tiempo se encargará de sancionarlo todo. Por eso, en otro de sus alumbramientos, se apresura en poner el acento en la incertidumbre de vivir: “En realidad vivimos por si acaso”.

En este nuevo volumen, Molina opta por la vertebración temática para organizar su escritura aforística, algo que el lector atento agradece, teniendo en cuenta que esta forma de presentación permite al lector saltar de asuntos a su conveniencia, de manera más acorde a su gusto, una posibilidad muy en consonancia con las características del género y el libre albedrío. Y con una advertencia implacable, que debe ser bienvenida para tantos chiflados de los libros, como es mi caso: “Para tener una relación plena y gozosa con los libros es necesario tener una vida rica al margen de ellos. Se trata de una relación de pareja al fin y al cabo”. Así también lo creo, hay vida más allá de ellos.

Los aforismos de León Molina aglutinan máximas, reflexiones, apuntes, epifanías, proposiciones, notas, fragmentos, una amplia tentativa en la que bien podría encajarse el conjunto de sus cerca de quinientos aforismos que conforman la totalidad del libro, en el que destaca, además de su brevedad, su plasticidad, preocupación ética y el gusto por la paradoja. Dividido en treinta y cinco epígrafes, que van desde la belleza, la lectura, la soledad, el pensamiento y las cosas de la vida, para continuar con el humor o la intimidad y compañía, hasta acabar en la memoria y la libertad. El volumen conjuga por partes toda la versatilidad que las expresiones contienen, un modo escueto pero amplio, valga el oxímoron, de aproximarnos a la filosofía y a la poética de quien lo firma.

Cada postulado suyo persigue un enunciado lacónico donde esparcir un asombro, un vislumbre condensado, una epifanía con algo por descifrar o algo que da qué pensar, como este aserto suyo tan poético: “El que lee para distraerse hace lo mismo que un lector, pero no llega a serlo. Un avión vuela, pero no es un pájaro”. El espíritu aforístico del libro anda por un decir concentrado de todo lo que rodea y acota el discernir del tiempo, en donde Molina subraya sus preocupaciones existenciales así como sus contradicciones: “Me concentro fácilmente. Lo atribuyo a que he llevado una vida muy diversa”.

León Molina es fundamentalmente un observador del otro y de sí mismo, un autor incardinado con la naturaleza, maestra del silencio y de la que, a su entender, todo parte: “La naturaleza es el nido que incuba las palabras. Y las demás son falsas”. Hay certezas inmutables en ella de las que extrae su verdad realista e idealista, unida a esa percepción naturalista y simbólica que encarna su contacto. Este libro reproduce ese sentir de aire ligero, cercano y fragmentario urdido para también leernos un rato, con la idea de provocar nuestra curiosidad y discernimiento.

Tirar la piedra y esconder la mano es un libro fecundo, un destilado de pensamientos y sentimientos bien pulidos, con gusto y halo poético, dispuestos a preguntarnos sobre la filosofía del porqué de las cosas, esa misma que refleja su autor en la que “todos somos notas al margen” en el libro de la vida.

sábado, 11 de enero de 2020

Leer con el cuerpo


Joan-Carles Mèlich (Barcelona, 1961) es licenciado en Filosofía y doctor en Filosofía y Letras por la Universidad Autónoma de Barcelona. En la actualidad, ejerce de profesor titular de Antropología y Filosofía de la Educación. Es autor de un buen número de obras ensayísticas sobre filosofía, ética y educación. Su pensamiento filosófico transita sobre todo en torno a la cuestión ética. Su obra, en gran medida, gira sobre las diversas formas en que se presenta la filosofía, especialmente, en su expresión simbólica, mítica y ritual. La educación es un campo fundamental en su quehacer docente y uno de los temas más significativos de su obra, así como la memoria y el testimonio. Entre sus publicaciones destacan La educación como acontecimiento ético (2000), Filosofía de la finitud (2002), La lectura como plegaria (2015) y, también, La prosa de la vida (2016).

Con su nueva propuesta, La sabiduría de lo incierto (Tusquets, 2019), Mèlich incide en el valor de la lectura y la felicidad de leer. Nunca nacemos huérfanos, dice al respecto. Y lo explica afirmando que traemos con nosotros mismos una biografía conformada por voces y relatos anteriores a nuestra existencia, una biografía literaria: “No podemos dejar de ser herederos, venir al mundo es recibir una herencia literaria, una herencia narrada, la herencia de una biblioteca”. Es más, y esto es algo que se percibe a lo largo de todo el texto, hay un denominador común que se subraya: “los libros también nos leen a nosotros mismos”. La lectura, viene a decirnos, no nos dará sobreabundancia, sino más bien vinculación. Y tal vez por eso nos deja entrever que nunca aprendemos a leer, porque leer lleva una vida.

Mèlich es un filósofo, pero también un escritor en busca de la eficacia de la palabra, con la misma pasión de desarrollar una idea que de volcarla a través de las palabras necesarias. Y en este sentido, prefiere el texto fragmentario donde desplegar mejor el soplo semántico de sus ideas que la retórica extensa del tratado. Prefiere el ensayo acompañado de la estética de una prosa clara y porosa que cualquier otro estudio alambicado o metafísico. Lo que el lector del libro va a comprobar es que el autor le habla con proximidad de la lectura como experiencia vital, es decir, cómo esta incide en lo concreto, cotidiano y corporal de nuestra condición humana. Y añade que, cuando el placer de leer, el placer estético, su deleite sensual y emotivo llegan a quien cultiva la buena lectura, la recompensa es maravillosa, de una satisfacción intelectual útil, fecunda.

De alguna manera, hay un déjà vu de la lectura, como dice Antonio Basanta: ese reconocerse en una palabra, en una frase, en una descripción, en una idea. Como si ese sentir de lo que se cuenta en lo leído lo hubiéramos experimentado ya nosotros de una manera vaga e inconcreta. Y así, conforme vamos avanzando en el libro, esa sensación no se pierde, porque hay un empeño decidido del autor de que no despeguemos de una de las tesis fundamentales del texto: la lectura ligada a la curiosidad como parte importante en la búsqueda del conocimiento. Pero también subyacen dos asuntos muy ligados entre sí, una doble pregunta que fundamenta la lectura: ¿Por qué y para qué leer?

Leemos porque leemos”. El reino del lector no es el reino de la identidad sino el de la metamorfosis. No se lee, nos dice Mèlich, esperando obtener la respuesta de quiénes somos, sino para ver lo que nos pasa. Todos los que amamos los libros sabemos que no leemos para tratar de ser mejores personas, sino para ser más, o para ser de otra forma. Es decir, que al leer un libro lo que esperamos encontrar en él es nuestra propia vida. Aún más, no queremos tener una sola vida sino muchas vidas. Y los libros hablan de nuestros deseos: “Al lector le puede sobrevenir lo mejor o lo peor. Siempre que abrimos un libro o que volvemos a él, siempre que lo recordamos, surge una inquietud: ¿qué va a pasar ahora? La respuesta es la misma: lo ignoramos”.

La primera parte del libro gira en torno a esa idea de la herencia de una biblioteca que viene conformada por la tradición transmitida del recuerdo vivo de las narraciones y de los hechos y personajes que se han ido incrustando en nuestra piel, podríamos decir, poblada de símbolos, llena de resonancias, de referencias de autores clásicos como Platón, Descartes, Montaigne, Dostoievski, Kafka, Zweig y otros muchos de lecturas venerables, como así las designa el autor. En la segunda parte, el enfoque se orienta hacia la condición lectora y, por tanto, más centrada en la interpretación y en lo no dicho. Es necesario subrayar, como indica el autor, que lo no dicho es tan importante como lo dicho, que la lectura no se limita a ver lo que dice el libro, sino también a vislumbrar lo que no está en él escrito. Es lo que viene a confirmar otra de las tesis que sostiene el libro: toda lectura inquieta porque abre un universo de incertidumbre.

Podemos afirmar que La sabiduría de lo incierto es también un compendio aforístico entretejido dentro de un trabajo ensayístico bien armado, rebosante de alegría y perspicacia, inteligente, jugoso. Un libro que provoca una profunda reflexión sobre el valor de la lectura y sus entresijos, no como poder, sino como ámbito de aprendizaje e interpretación en el que el cuerpo se implica, como se dice al final del mismo: “porque leer es acariciar, y la caricia no sabe lo que busca; espera, pero no sabe lo que espera”. El resultado de su lectura confirma que estamos ante un libro ameno, convincente y oportuno.


domingo, 5 de enero de 2020

Un ser ausente


La historia de mi abuelo es la mía. Lo es porque refleja perfectamente mi relación con los lugares, mi forma de juzgarlos y de aferrarme a ellos. Es la historia de cómo los interiorizo de manera casi obsesiva. Pensaba que el origen de mi interés estaba en la lectura de otros autores y ahora me doy cuenta de que debía echar la vista un poco más atrás. Tenía que remontarse a una historia que había escuchado en miles de ocasiones, aunque mi padre me la explicara una sola vez”, escribe Álex Chico (Plasencia, 1980) en las páginas finales de Los cuerpos partidos, su última novela que acaba de publicar la editorial Candaya en su colección de narrativa.

Con un entramado argumental que transita entre la memoria real y la memoria inventada, esta novela de ensayo ficción, como le gusta denominarla a su autor, una forma híbrida, fronteriza y heterogénea de abordar un relato que aglutina ficción, memoria, crónica, ensayo y diario de viajes, acomete la reconstrucción de un ser ausente: la historia de su abuelo, ya fallecido, al que no conoció. Toda biografía, como ocurre en la salida de un laberinto, arranca, en primer lugar, con el inicio de un desplazamiento, de una búsqueda, como así deja escrito Vicente Valero en su libro Los Extraños, un texto que aquí encuentra sus resonancias. Viene a decirnos que lo que importa de la búsqueda de la vida de un ser ausente, por muy lejos que haya podido estar de uno, hay que encontrarlo en las huellas y cicatrices que han permanecido a lo largo del tiempo, más que en los recuerdos, porque estos podrían, incluso, no existir.

Precisamente es ese el epicentro del libro: la indagación personal, la búsqueda de la figura del abuelo desconocido, pero muy presente en el credo y el ámbito familiar. Álex Chico así lo deja dicho en la nota final del libro: “Los cuerpos partidos es, en buena medida, una narración oral consignada por escrito”. Pero también es una reflexión sobre una época, allá por los años sesenta del siglo pasado, en la que muchos españoles partieron rumbo a otros países de Europa en pos de un trabajo, de un sustento familiar que en su tierra baldía y yerma era imposible de albergar esperanza alguna, una representación de una realidad del pasado donde se aúnan el desarraigo, el desplazamiento y la esperanza de mejora que toda emigración concita: “Nadie emigra sin que medie el reclamo de una promesa”, en palabras de Magnus Enzensberger, que en el libro se cita.

Cualquier migración desencadena conflictos, independientemente de la causa que la haya originado, de la intención o necesidad que la mueva, así como de su carácter voluntario o involuntario que la impulsa, como apunta el narrador, a los que se añade un buen número de obstáculos que todo desplazado tiene que sortear: nuevas condiciones de vida, adaptación a un lenguaje extraño o restricciones sociales respecto a los otros: “No existe un solo relato para la emigración, ni una única lectura que pueda resumirla completamente”. En este contexto, cualquiera, como su abuelo, con suerte, aspirará a regresar a su tierra cuanto antes para recomponer su vida y dejar de sentirse invisible: “Fueron para unos meses y se acabaron quedando varios años. Fueron para unos años y no volvieron hasta unas décadas más tarde. Ese era el peaje, la consigna no escrita: un año más y después otro distinto”. Aun así, muchos no regresaron.

Álex Chico prolonga su calidad literaria que ya iniciara con Sesenta y cinco momentos en la vida de un escritor de posdatas (2016 y Un final para Benjamin Walter (2017). En Los cuerpos partidos hay un itinerario, un trayecto que también emprende el propio autor, desde el propio seno de la creación literaria, en busca de su personaje, Manuel Chico Palma, que dejó Belicena, una aldea granadina para poner rumbo a Bousbecque, una pequeña población francesa, con la finalidad de escribir la crónica de la historia que andaba inmersa en su cabeza a la espera de poder emerger para ser compartida. La vida es algo holístico, y no menos la literatura. Todo es materia narrativa. Y es esa materia la que facilita el arranque poderoso de esta historia que escribe Álex Chico, un relato con ese gancho verosímil que le lleva a poner en funcionamiento su maquinaria interior para favorecer que lo indecible pueda ser decible.

Los cuerpos partidos se une a esa trayectoria fecunda en madurez y estilo de sus obras anteriores. Su prosa límpida y su mestizaje de géneros, encuentra un sello propio, gracias a su buen manejo de las posibilidades del juego narrativo, ese que da la ficción como amplitud de engranajes de la realidad para cristalizar un universo literario. El suyo se asienta con mucho oficio y determinación en la memoria, el lugar y los límites de la creación literaria.

El autor, consciente del artefacto literario que ha puesto en marcha, en el que la realidad no se opone a la ficción, y en el que la hipótesis y la conjetura se muestran propicias a plasmar la naturaleza de su tentativa literaria, viene a decirle al lector que elija cómo quiere nominar a esa realidad que está leyendo. Esa misma que tanto nos abruma y que, sin embargo, exigimos a los libros que leemos, sin importar su forma literaria.