sábado, 25 de febrero de 2017

Enredos incitantes

La literatura, y en particular la novela, –escribe Javier Cercas– no debe proponer nada, no debe trasmitir certezas ni dar respuestas ni prescribir soluciones; al revés: lo que debe hacer es formular preguntas, transmitir dudas y presentar problemas y, cuantas más complejas sean las preguntas, más angustiosas las dudas y más arduos e irresolubles los problemas, mejor. Esto dicho por Cercas, que en principio parece más bien una línea filosófica extraída del universo nihilista de Cioran, conviene tenerlo muy presente, habida cuenta de la cantidad de voces que últimamente siguen cuestionando, en un debate profuso e irresoluble, la salud, vigencia y futuro de la novela. Lo que nadie cuestiona al respecto es que la esencia de la buena literatura no tranquiliza ni a sus autores ni a sus lectores, sino que lo auténticamente literario inquieta. Las verdades de la literatura, pero sobre todo las de la novela, no simplifican la realidad, sino que la complican.

Luis Goytisolo (Barcelona, 1935), escritor de dilatada carrera literaria, nunca rehuyó hablar ni escribir sobre el futuro de la novela. Siempre se postuló como un entusiasta afín a las propuestas de renovación del género. Lo que hoy entendemos por novela, nos dice en su ensayo Naturaleza de la novela (2013), más que un género autónomo, de rasgos claramente definidos y de formación y desarrollo perfectamente delimitados en el tiempo, tiende a ser considerado un producto de aluvión. Por ello, para el novelista barcelonés, la arquitectura y lo que él denomina suprarrelato son dos aspectos claves para producir ese efecto deseado en el lector para que este siga confiando en la novela y en su devenir.

Coincidencias (Anagrama, 2017) es un artefacto literario en pos de una novela en construcción. Goytisolo continúa con su visión crítica de la realidad, utilizando la misma estructura narrativa empleada en los textos escritos en El atasco y demás fábulas (2016), con la intención de rascar la actualidad y reconocer el sustrato de estupor y de estupidez que rigen los mecanismos de nuestra vida en común, por medio de una escritura aparentemente fragmentaria. El lector se encontrará en un hilarante desconcierto, urdido bajo un andamiaje narrativo sujeto a sesenta y tres piezas breves numeradas que aspiran a conformar la novela ideada desde la corriente cotidiana del vagar de sus personajes por la ciudad, que es el escenario por donde se mueven estos textos, donde las casualidades se tornan en una machacona realidad, absurda e irrisoria.

El lenguaje también será protagonista en esa permanente yuxtaposición de las escenas de la vida de los seres ajetreados que van apareciendo por las páginas de la novela. Aquí hay estampas existenciales, como cromos y pasajes de albúmenes diversos que retratan costumbres, modas, ideas, valores, tendencias y fobias, propios de este imparable carrusel de nuestro tiempo moderno, tan vaporoso y fluctuante. El absurdo y lo grotesco, además, está permanentemente ensartado con la frivolidad e inconsistencia de quienes desatan la algarabía de estos episodios concatenados con cierto exhibicionismo en el que no falta sexo explosivo, cocina dirigida, dinero, ambiente consumista que desvela un entramado éticamente precario donde cada uno va a lo suyo, empujado, eso sí, por la inercia de tanta carencia y falso progreso.

Coincidencias es un libro de mirada corrosiva y con mucho humor ácido, por donde el lector deambula identificando perfectamente el escenario narrativo que el autor va filmando a pie de calle, hasta que el lector llega a experimentar la desolación que inspira cada toma narrativa que se despliega ante sus ojos, historias extraídas de esa realidad licuada y nada sólida que parece anegar por entero la vida moderna, a merced de unas simplezas ridículas que la convierten en una burla sucesiva.

La nueva novela de Luis Goytisolo se aparta claramente de la concepción clásica de lo que entendemos por novela. Comienza con un calculado desorden, propio de una narración de marcado carácter colectivo, para acabar en una pieza literaria perfectamente armada y solvente. Lo que parece fragmentario va confluyendo en un cauce narrativo común en el que la realidad circundante se apodera del relato, encajando cada acontecimiento en un flujo permanente de sucesos reiterativos protagonizados por transeúntes que responden a todos los estereotipos: gente de negocios avispada, amas de casa entregadas a sus labores, taxistas socarrones, emprendedores oportunistas, indignados, aspirantes a chefs, viandantes anónimos, repartidores silenciosos, conductores cabreados, carteristas al acecho o jubilados aburridos. Detrás de esto, el dinero, la fama, el sexo, el ocio y el trabajo es lo que se perfila como marco de la verdadera cotidianidad, que empuja hacia una realidad simplona y desquiciante en la que tiene cabida cualquier ocurrencia y que acepta cualquier justificación.


Estos enredos incitantes, Coincidencias los llama el autor, forman parte del mundo de sus fábulas. Goytisolo, por tanto, nos propone una parábola de rabiosa actualidad por la que transitan personajes que la habitan desaforadamente, seres que van cada uno a lo suyo, con sus lastres e infortunios, con sus momentos de gloria, sus fobias y ambiciones. La obra en su conjunto es un relato sobre la evanescencia de la vida, una novela burlona y satírica donde la caricatura y el disparate se confabulan para mostrarnos sin concesiones cómo son nuestras vidas de ahora.

domingo, 19 de febrero de 2017

Escuchar a los otros

Estamos siempre convocados a narrar, decía Piglia. De siempre se han contado historias y se seguirá haciendo. La literatura se ocupa de que nunca falte ese cauce, y si pensamos en su futuro persistirá por siempre, porque para eso están los cuentos y las novelas, para enseñarnos la complejidad del mundo, no desde el exterior, sino a través de los ojos de sus protagonistas que viven en ese mundo para contarnos algún secreto. Narrar historias, en definitiva, es el gran modo de intercambiar experiencias entre nuestros congéneres. “Los lectores y los autores”, como afirma el nobel Orhan Pamuk, “reconocen y están de acuerdo en el hecho de que las novelas no son imaginarias por completo, ni tampoco están basadas en hechos reales por completo”.

Podemos suponer que Rachel Cusk (Toronto, 1967) comparte en su totalidad estas revelaciones de los novelistas citados. Sin embargo, lo que le interesa a la escritora canadiense es poner de manifiesto que un buen narrador, además, no sólo es el que propone el sentimiento de la experiencia, sino, sobre todo, quien es capaz de transmitir al otro esa emoción necesaria e imprescindible que exige toda ficción. En 2014, escribió Outline, una novela que obtuvo diferentes reconocimientos literarios en Gran Bretaña y en su país de origen, una obra concebida casi por completo para abordar ese interés suyo por contar historias de gente con todas las armas del diálogo y de sus silencios.

El sello Libros del Asteroide acaba de publicar hace poco esta original novela de la norteamericana con el título A contraluz (2016), bajo la traducción de Marta Alcaraz, una obra, como destaca en grande la faja que acompaña al libro, sobre cómo nos contamos historias y tejemos el relato de nuestras vidas. Este detalle, más una ligera ojeada a su interior, sumado al descubrimiento de una nueva autora extranjera, fueron alicientes sobrados para llevarme a casa un ejemplar de esta prometedora novela que, a la postre, me resultó muy provechosa literariamente, más allá de la frescura de su prosa y del discurrir de las conversaciones y de los relatos de las vidas ajenas contadas por sus personajes.

A contraluz es una novela en la que forma y contenido se aúnan a la perfección, gracias al oficio de su autora, capaz de fundirlos para que el lector se acomode sin menoscabo de perder detalles de las confidencias que sus protagonistas refieren sobre sus vidas. El código secreto de esta inteligente novela viene dado por la pericia de la narradora. Ella es la instigadora que inspira a sus interlocutores a que hablen sin cortapisas, a confesarse con naturalidad y confianza sin importarles revelar secretos matrimoniales, errores y fracasos vitales a una recién conocida. La narradora, que apenas habla, pero siempre predispuesta ante ellos como receptora activa de sus confidencias, es una mujer divorciada y escritora, primordialmente novelista, que vive en Londres y que emprende un viaje a Atenas para impartir un seminario de escritura creativa. Hay mucha semejanza con la propia realidad de Cusk, quien comparte la misma profesión e idéntica situación civil, lo que viene a conformar un dueto narrativo intencionado en el que la ficción y la autoficción se complementan armoniosamente.

El libro, bajo el impulso de una voz narrativa en primera persona, está estructurado en diez capítulos en los que se teje una relación de cercanía entre los personajes que van apareciendo y la propia narradora. La gracia de esta relación espontánea que surge entre ellos la pone el papel de médium que adopta Faye, la narradora, un rol de interlocutora casi invisible, casi sin interferir en los monólogos de sus acompañantes, pero si se trata de opinar sobre asuntos candentes, como el matrimonio, no le importa manifestarse irónicamente: “El matrimonio es, entre otras cosas, un sistema de creencias –se apura en matizar–, un relato, y aunque se manifiesta en cosas muy reales, sigue un impulso que, en última instancia, es un misterio”.

Estamos ante una novela ágil y viva que aporta una reflexión variada sobre la naturaleza de las relaciones humanas, sobre la perenne y devastadora distancia que existe entre la gente o, como viene a decir uno de los amigos griegos que transitan por estas páginas, sobre la aversión inevitable que existe entre hombres y mujeres, en la que cada uno trata de sobreponerse de la mejor manera posible con lo que denomina franqueza.

En A contraluz el lector asiste como testigo a la esencia de la literatura, que a su vez es el tema central del libro: contar historias, algo que es lo único que justifica la verdadera razón de ser de la inventiva, de esa convocatoria para narrar que apunta Pamuk y Piglia.

Rachel Cusk firma un libro lleno de literatura y vida, algo que a muchos lectores tanto nos gusta, historias inventadas y verosímiles con alma y carne, y esa es la clave de la tradición narrativa: involucrar al lector para que no escape, seducirlo para que escuche y permanezca fiel a la lectura.


lunes, 13 de febrero de 2017

Vivir es eso

La vida sigue su curso y hace que se alternen las sorpresas y los contratiempos. No hay día que no ocurra algo de esto, aunque, si te paras a pensarlo detenidamente, la mayoría de las veces, lo que sucede es bien poca cosa, la rutina es la dueña y señora de todo acontecer cotidiano. Cada día de la semana parece un calco del anterior. Miras y ves que todo gira en el mismo sentido, como el cangilón de una noria: vueltas, más vueltas y vuelta a empezar.

El lector de Karmelo C. Iribarren (San Sebastián, 1959) penetra al abrir sus libros en un mundo en el que vivir se parece a esa atracción de feria, algo conocido y común a la vista de todos, en la que lo cotidiano se esparce por sus páginas, en unas coordenadas bien delimitadas, tan solo al pairo de esa incansable ruleta que es el tiempo, una manera de observar las cosas, vividas y contadas desde la proximidad y la experiencia del poeta. Lo relevante de todo esto es que el poeta, aun buscándose a sí mismo al escribir sobre su intimidad y rutina, habla de los demás sin necesidad de nombrarlos, sin aferrarse al énfasis de advertírnoslo, sino desde ese tono coloquial y transparente, tan particular suyo, basado en la mirada y en el recuerdo de lo vivido.

Una nueva antología de su obra, bajo el título de Pequeños incidentes (2017), publicada por Visor acaba de ponerse en los escaparates de las librerías, casi simultáneamente a una nueva edición corregida y ampliada de su estupendo poemario Las luces interiores (2017) en el sello Renacimiento, que vienen a sumarse a su producción poética iniciada hace veinticuatro años con su primer libro Bares y noches (1993).

Esta nueva colección, con un brillante y hermoso prólogo a cargo de Luis García Montero, abarca una selección de sus diez poemarios escritos entre La condición urbana (1995) y Haciendo planes (2016): ciento setenta y siete poemas con un mismo denominador común, la sencillez de los días. Por estas piezas transitan versos espinosos del recuerdo cotidiano, guiños a la vida corriente. Por aquí aparecen mujeres soñadas, deslumbrantes y pasajeras, asoman historias pertrechadas sobre la barra de un bar, días pesados, días sin sobresaltos, vividos como si el tiempo nos debiera algo, así como momentos prometedores haciendo cualquier cosa interesante o incierta, como juntar palabras para elaborar un poema, aun sabiendo que enamorarse es fácil a pesar de sus estragos. Los paraguas, la playa y las farolas de las avenidas son testigos de los balances existenciales en muchos de sus poemas. Vivir, viene a decirnos el poeta, se reduce mayormente a esquivar los sueños que tenemos: algunos provienen de la marquesina de una parada de autobús o de las intermitencias de rostros de mujeres evocando amores inconfesables. La vida, según se cuenta en uno de sus poemas, transita como en un tablero del juego de la oca, evitando casillas penadas o sorteando esquinas de viento y lluvia. La vida se lo va tragando todo, escribe el poeta, sólo el tiempo pasa a su ritmo y los bares, de nuevo, se convierten en refugio para saldar estos pequeños incidentes: La vida sigue –dicen–, / pero no siempre es verdad. / A veces la vida no sigue. / A veces sólo pasan los días. // ... Y luego, un día / llega el viento y nos dispersa, / borrándonos.

Karmelo C. Iribarren no escribe para profesionales de la literatura, ni para exquisitos, sus versos tienen vocación popular, emocionan sin tener que elevar la voz, desde ese tono íntimo y discreto que suena tanto a verdadero. No hay poemas en él de asunto misterioso. Lo que sí descubre el lector en ellos es su efecto misterioso. Su poética consiste en jugar al solitario delante de sus lectores, una partida que prueba su suerte por el mero hecho de sorprenderse, con la naturalidad propia de quien no se engaña ni pretende engañar a nadie. Y con esta verdad tan suya nos ha venido haciendo adictos a su juego a los que lo seguimos desde que elegimos por azar un libro suyo por primera vez.


El poema, en verdad, cuando su autor se pone en el lugar de uno, sin cartas marcadas, sin artificio, sin adverbios y apenas adjetivos, al pulso y ritmo tan sólo de nombres y verbos, algo que Karmelo maneja admirablemente, logra entonces su latido sin hacerse esperar, como el pálpito de la vida, y nos dejamos ganar por su voz.

La poesía de Iribarren tiene la gracia de la sencillez y la brevedad compositiva, adora la distancia corta y el discurso directo, ya sea en la soledad de una cafetería, en una parada de taxis, o simplemente paseando bajo la única protección de un paraguas, sin tener que apretar el paso. Porque de eso tratan sus versos: de empaparse de lo que pasa por delante de sus ojos. Sin ojos para contarlo, no habría poema.

miércoles, 8 de febrero de 2017

Efímeras existencias

Al igual que sucede con el cine, una obra literaria contiene numerosos efectos especiales (recursos narrativos y estilísticos) que un lector avezado detecta y aprecia. El lector curioso que se acerca a un libro de microrrelatos se pone en la misma posición que hace un buen aficionado al cine cuando se sienta frente a una pantalla a ver unos pases de cortometrajes: la concentración y el detalle sobre la acción filmada del espectador y el libro que toma entre sus manos el lector, conformarán toda una tarea para no perderse ningún detalle del guion ni de la historia narrada y, además, ser capaz de interpretarla.

Como bien dice Juan Pedro Aparicio, veterano escritor y consumado entusiasta del género breve, el microrrelato está sujeto a leyes distintas de las que gobiernan las otras formas literarias. Se diferencia del cuento clásico no sólo en el tamaño y la concisión, sino, sobre todo, en su naturaleza elíptica, que es lo que verdaderamente conforma su esencia. En el microrrelato lo que se sugiere y presupone, lo que se calla y no se nombra, tienen mayor resonancia que lo que se dice o se muestra a los ojos del lector.

Ginés S. Cutillas (Valencia, 1973), como buen teórico del género, hace acopio en su libro Lo bueno, si breve, etc. Decálogo práctico del microrrelato (2016) de todas las particularidades que caracterizan toda la narrativa breve, un género que, en estos momentos, parece recobrar mayor auge creativo, como se aprecia en el incremento de publicaciones de autores curtidos en el cuento, así como en las nuevas voces afines al género chico que están surgiendo y que animan el panorama, en gran parte, por la amplitud de su eco en las redes sociales. Ahora, al poco tiempo de la publicación de este más que interesante manual, Cutillas presenta un segundo volumen de microrrelatos, Vosotros, los muertos (Cuadernos del Vigía, 2016), que contiene cincuenta y ocho miniaturas literarias cuyo tema central gira en torno a la paradoja de la muerte en todas sus variantes: desde la aniquilación sentimental y mundana, el fallecimiento común y la pérdida de algún familiar, hasta el crimen atroz e impredecible de seres anónimos y extraños. Si en Un koala en el armario (2010), su primer volumen, la temática era de índole variada y menos constreñida, digamos más desinhibida, en esta nueva colección de microrrelatos, el valenciano centra, fija y apura sus historias, casi al completo, sobre el lado escabroso de la muerte y sus oscuras confluencias.

Los personajes desfilan por estas ficciones, casi de perfil, como la escritura jeroglífica, se aturden, se extrañan y emprenden acciones insólitas que sobrepasan lo esperado. El lector asiste a un entorno mortuorio que capta las extrañezas de los vivos y la fantasmagoría de los muertos. La piedra sepulcral, la arrogancia de la muerte y los nombres de quienes la suscriben conforman las escalofriantes historias de las voces de estos muertos. Aquí subyacen malentendidos en los nombres, familias que se deshacen de sus miembros con asombrosa naturalidad, gente que sin conocerse de nada saben los nombres de quienes acaban de encontrarse, seres confundidos en el habla, vivos sepultados que piden amparo, soldados muertos de miedo que batallan con chaquetas color de sangre, una máscara que otorga invisibilidad, el miedo de descubrir la respuesta a una inquietante pregunta a través del buscador de internet, la parca que se refleja en el grifo del cuarto de baño, la venganza de un grupo de desalmados divorciados sobre el mítico Cupido, las voces de nuestros desaparecidos, la vida como desdoblamiento, un vecindario del que desaparecen las puertas, la escalofriante puesta de largo de una joven, la aparición insólita de unas imponentes piernas de mujer en la pared de una casa, gente, en definitiva, desubicada, que trata de sortear la muerte mientras otros se desviven en convocarla...

Vosotros, los muertos es un arsenal de pequeñas historias, intensas y lapidarias, perversas y espeluznantes, salpimentadas con un humor muy negro, de las que el lector sale sobrecogido y con una mueca inquietante y una sonrisa en los labios de carácter amargo.

Cutillas ha reunido una brillante colección de piezas narrativas engatilladas sobre la brevedad de un escalofrío. Cada título es un enigma que sumerge al lector en la incertidumbre. Algunos dan indicios de lo que viene, otros sólo equívocos, la mayoría, eso sí, ocultan su misterio.

Uno termina la lectura de estas historias con la sensación de haber asistido a una convocatoria próximo al espíritu de las narraciones extraordinarias de Poe, al espectro mortuorio de Lovecraft, a los crímenes ejemplares de Max Aub o a los relatos sobrecogedores e insólitos de Roald Dahl.


Vosotros, los muertos tiene esas resonancias y ese hormigueo propio de lo fantástico, un libro nada amable y bastante inconformista alrededor de la muerte. De lectura muy recomendable.

viernes, 3 de febrero de 2017

La realidad y la ficción

Siempre nos contamos una historia. Nos movemos en la ficción de ser y no ser. Nos apañamos con la inventiva que otorga esa verdad emocional que siempre va con nosotros a todos lados. Dice J.M. Coetzee que “cuando nos inventamos nuestra autobiografía estamos ejerciendo la misma libertad que tenemos en los sueños, donde imponemos sobre los elementos de una realidad recordada una forma narrativa que es nuestra, por mucho que esté influida por fuerzas que apenas entendemos”. La lección, según se deriva de lo expuesto, es que no podemos escapar del pasado, ni somos libres de reinventarnos.

El nuevo libro de la escritora francesa Delphine De Vigan ( Boulogne-Billancourt, 1966), Basada en hechos reales (Anagrama, 2016), bajo la traducción de Javier Albiñana, viene a constatar lo dicho anteriormente por el escritor sudafricano, incluso abundando en la idea de que la novela como género parece tener un interés fundamental en afirmar que las cosas no son lo que parecen, que nuestras vidas aparentes no son nuestras vidas reales. Queda claro que el lector que se sumerja en esta novela descubrirá, como diría Nietzsche, que ningún artista soporta la realidad. De ahí que uno de los debates más candentes hoy en día en los círculos literarios se ciña sobre los límites de la ficción. Quizás seguir discutiendo sobre la realidad y la invención conduzca a un terreno pedregoso y resbaladizo si ignoramos que toda historia contada se habilita por medio de un lenguaje creativo que genera ficción por sí mismo, por el solo hecho de juntar palabras.

Precisamente, Basado en hechos reales se implica de lleno en el asunto de la autoficción hasta inmolarse. La novela de De Vigan arranca tras un periodo creativo estéril por el que atraviesa la escritora, como afirma la narradora, su alter ego, en la primera frase del libro: “Pocos meses después de que apareciera mi última novela, dejé de escribir”. La novelista se refiere a un paréntesis de laxitud y desgana que le sobrevivo tras el éxito de Nada se opone a la noche (2012), un tiempo incómodo a causa del aluvión de críticas que le llegaron desde muchos frentes, motivado por el retrato perturbador y brutal que la autora hizo de su madre y de su familia, un relato calificado por muchos de despiadado y reprobable.

La narradora, que lleva el mismo nombre que la autora, su mismo oficio y también la misma sequía creadora, conoce a una agradable admiradora suya en un bolo literario. Este encuentro, aparentemente fortuito, conformará el inicio de una relación de amistad que promete continuidad. La vida personal y artística de ambas, dos almas aferradas a la escritura y al mismo mundo circundante que las oprime en sus respectivas carreras, darán cuenta del estado de ánimo y de la crisis existencial que sobrellevan como almas gemelas. A partir de aquí, la relación de estos dos personajes se estrecha cada vez más hasta alcanzar unas cotas de intriga y desasosiego que pondrán en peligro su futuro, como ya se anuncia en las primeras páginas del libro. La entrada en escena de L., la amiga de la que solo conocemos la inicial de su nombre, una mujer culta, delicada y sofisticada desquiciará por completo a la escritora, hasta absorber insidiosamente su vida diaria.

Escrita con esa fuerza que imprime al texto la voz narrativa en primera persona, el lector se deja llevar, incluso con la sensación embarazosa de ser testigo del desgaste de una relación punzante y angustiosa en la que nada parece demasiado disfrazado, pero sí bastante inquietante e incierto. La novela permite varios niveles de lectura, ya que a la vez que contiene una absorbente y entretenida trama en clave de intriga, invita a ir más allá de la mera ficción para explorar la pugna y el juego entre realidad y ficción que aflora en los diálogos, cuestiones metaliterarias que están muy presentes en las intervenciones de sus protagonistas a lo largo de todo el texto.

Basa en hechos reales posee esa atmósfera frágil e inestable que subyuga. De Vigan ha escrito una novela intensa, opresiva y eficaz para atrapar al lector con un relato perturbador de suspense psicológico, que mira al abismo de la realidad y de la ficción, que reflexiona sobre el poder de la literatura. Mucha gente, como dice la narradora, sabe que nada de lo que escriben los escritores les es del todo ajeno. Saben que hay un hilo conductor, algún motivo que los vincula a la historia que se cuenta. Pero aceptan que se trastoque, que se condense, que el texto se disfrace, o sea, que se reinvente, nos dice. Y en eso estamos de acuerdo. Puede que las historias que nos contamos sobre nosotros mismos no sean verdad, como también subraya Coetzee, pero son lo único que tenemos.

Delphine De Vigan, de la misma manera, ha querido plasmarlo así en otra de sus historias, con esta estupenda novela en la que se sopesa la realidad y la ficción, un trasunto que alcanza el interés del lector dispuesto a dejarse llevar por la propia experiencia y por la deriva de una historia angustiosa que explora la vida como sustancia literaria.