viernes, 28 de agosto de 2020

Al otro lado del mundo

Decía Elías Canetti que “yo” es una palabra tajante. Y francamente es así. Uno cuando hace recuento de su vida se sitúa en ese tiempo pretérito en el que pudo haber tenido otra dimensión de la que ahora ha dado como resultado lo que uno es, siente y sueña. En la vida ocurre como en el póquer, apunta Rafael Reig, que solo te puedes descartar una vez y tiene que ser antes de los cuarenta años. Luego hay que aprender a jugar sin cartas: de farol. La vida azarosa es la que mayormente se impone en este juego que llamamos vivir. Pero la voluntad algo tiene que ver en todo ello, porque la vida no es una casa de apuestas pero sí tiene unas cartas repartidas en suerte a las que sacarle jugada.

El protagonista de Bajamares (Ediciones Insólitas, 2020), de Antonio Tocornal (San Fernando, Cádiz, 1964) premio de Novela Corta de la Diputación de Córdoba 2018, no tuvo que esperar tantos años para descartarse y apostar por una suerte de juego de solitario ante las cartas de la baraja que el destino le puso en sus manos: un trabajo apartado y rutinario de guardafaros en un pequeño islote de nombre Roque Espino. Una oferta de trabajo tan radical como esa, vacante tanto tiempo, que le apartaría del mundo para vivir en un permanente confinamiento, no será un inconveniente para él, sino que le propiciará alcanzar una vida reglada de introspección, tiempo para el ocio y posibilidades para el conocimiento.

Allí el incipiente farero, desde los diecinueve años hasta su vejez, encontrará sentido a su existencia, un lugar donde vivir en soledad y en silencio, en un paraje hecho a su medida donde solo hay arena y lagartos, rocas y erizos de mar, un cementerio poblado de marineros náufragos que a lo largo de los tiempos han ido llegando a sus playas, una higuera solitaria y la inmensa bóveda del cielo. En los inicios del relato, el propio protagonista expone, con mucho desparpajo, el sentido de todo esto: “Una isla no es una cárcel como la percibe la gente de tierra firme; es lo contrario: el insoportable encierro del revés, donde cada punto cardinal oculta una posibilidad. Cada horizonte es la posibilidad de un pez volador, de una vela, del vapor de una caldera, de una marea de medusas o de la aleta de un delfín [...] Cuando uno tiene tanto tiempo, la posibilidad es lo que más valor tiene”.

Cuidar del faro no le ocupa mucho tiempo, es una rutina fácil. Lo que cuenta son las posibilidades que puedan llegar a darse en un espacio en el que todo lo que sucede depende de aquello que se espera sacar provecho. De tal manera que, conforme se va desarrollando el quehacer rutinario salta la necesidad de encontrar un vínculo con el exterior que ponga alcance y valor a lo que sucede fuera de la isla. Ese valor lo encontrará el protagonista en el conocimiento que surge de la palabra que pone nombre a las cosas y al entendimiento. La adquisición de una enciclopedia se convertirá en un rico y determinante soliloquio ilustrado con el que acompañar sus horas y, al mismo tiempo, ir enriqueciendo su condición humana.

En Bajamares alternan varias voces narrativas, al tiempo que se aprovechan algunos documentos oficiales para dar cuenta de detalles circundantes a la realidad por la que transcurre el relato, como contrapunto al resto de la estructura narrativa, a la que se añade, además, como impronta, el lamento despechado de la madre, ya muerta, del farero. Todo este engranaje conforma un artefacto sorprendentemente bien urdido, y así lo destaca el crítico Nadal Suau en su brillante prólogo del libro, “de cómo una ficción logra dejar de serlo sin dejar de parecer alucinada. El lugar extraño al que nos conduce Bajamares es ambiguo, legendario, atravesado por secretos y silencios. La novela no solo transcurre en una isla sino que es, tal vez, una isla”.

Nos gustan las historias insólitas de gente solitaria y egregia, como la que transita por esta estupenda novela de Antonio Tocornal, porque nos permiten conjurar nuestros propios temores y realizar a través de ellas lo que tal vez en nuestra propia vida no nos atrevimos a experimentar, pero algo muy distinto es querer que nos pasen a nosotros. Sí, porque lo que se nos va desvelando a medida que el relato avanza es que no hay vida en la que no aparezca un puente entre el mundo del sueño y el de las cosas reales. Para nuestro protagonista lo importante de vivir no son los años que se viva, sino el conocimiento y la experiencia que se hayan podido obtener durante esos años. El contacto con la naturaleza, la pesca y la caza le permiten mirar a la muerte de frente, sin miedo. Tiene conciencia de que la meta en la vida no es prolongarla, sino llenarla de sentido, dignidad y memoria.

Ese yo tajante del que hablábamos al inicio es una constante que surca la narración de este impresionante libro lleno de imágenes y metáforas. Un yo narrativo que Tocornal ha sabido manejar con el pulso sostenido de una prosa rica en léxico y epifanías, un semillero con el que el personaje de su libro trasciende lo cotidiano en pensamiento, sueño o posibilidad: “Yo no tengo forma de saber si, en sesenta años –toda una vida–, mi trabajo le ha estirado la vida a alguien. Porque yo siempre me he movido en el terreno de la posibilidad y por lo tanto de la ignorancia”.

Bajamares es una buena novela, un texto refractario de soledades y silencios, evocaciones curtidas y enigmas personales, que nos remiten también a todo lo que tiene el mar de fiereza, soledad y calma. Nos gustan las novelas en las que van ocurriendo cosas hasta llegar al desenlace. Sin embargo, en esta de Antonio Tocornal, este orden secuencial zigzaguea intencionadamente a la hora de evocar, de pensar, de soñar. Por eso encandila su protagonista, por su manera de concebir la vida como una aventura quebrada e incierta, convencido que esta solo adquiere sentido una vez vivida.


domingo, 23 de agosto de 2020

Sobrevivir al pasado

“El 13 de septiembre de 1940, en Buenos Aires, la tarde estaba lluviosa y la guerra europea tan lejos que se podría haber creído que todavía eran tiempos de paz [...] Entre esos transeúntes furtivos, un hombre de 38 años, Vicente Rosenberg, protegido por su sombrero, avanzaba con paso calmo pero indeciso hacia la puerta del Tortoni, un café de moda donde era posible, en esos tiempos, cruzarse con Jorge Luis Borges y las glorias del tango o con refugiados europeos como Ortega y Gasset, Roger Caillois o Arthur Rubinstein. Vicente era un joven judío. O un joven polaco. O un joven argentino”.

Así arranca El Gueto interior de Santiago H. Amigorena (Buenos Aires, 1962), que publica Random House. Amigorena, escritor, director y productor de cine, que vive en Francia desde los once años, donde ha desarrollado su carrera y ha adoptado el francés como lengua literaria, nos relata en esta conmovedora novela el enigma familiar de su abuelo Vicente, una historia de un judío que se marchó de Polonia dejando allí a sus padres y hermanos a la intemperie, en el gueto de Varsovia. Desde una distancia a más de doce mil kilómetros, el narrador reconstruye una historia dramática y apesadumbrada sujeta a un personaje que, a medida que avanza la novela, se hace reo en su silencio interior, en la impotencia y en la culpa que le reconcome por haber abandonado a sus seres queridos.

Lo decisivo de este libro inquietante y perturbador es que todo lo que importa al protagonista sucede fuera de él. Del mismo modo que Vicente no está donde debería estar, porque se ha convertido en un exiliado que se encuentra fuera del drama, sin embargo persiste en él un vínculo profundo y trágico que le impulsa a “vivir en la oscuridad”, entre la inmediatez del presente y la lentitud del pasado que le lleva hasta aquel desastre europeo cuya memoria histórica sigue viva. De esa otra parte del Atlántico recibe por carta noticias de su madre que le cuenta la difícil situación por la que están atravesando: “La vida no es fácil, pero nos vamos organizando. El problema es la multitud. Trajeron a muchos judíos de otros barrios. Llenan las calles de tristeza. Se puede decir que nosotros tuvimos suerte. Aunque, como a todos, nos cuesta encontrar qué comer”.

En El gueto interior la verdad histórica de las escenas que se van conociendo contadas por su madre Gustawa, sobre el horror continuo de lo que sucede en el gueto, se alternan con las que el narrador va ofreciendo al lector sobre las ocupaciones del protagonista como dueño y administrador de una tienda de muebles en Buenos Aires. Lo destacado entre ambos polos es la sencillez de cómo el relato, escrito sin sobresaltos ni alardes retóricos, da cuenta de qué manera se puede sobrellevar una vida normal con el lastre de otra dolosa, y cómo se pueden manejar ambas, lejos de tus raíces, en un destino forzado por las circunstancias. Amigorena logra que su relato posea ese rango sutil de contarnos una historia inquietante a través de una voz interior modulada, con la idea de que lo no dicho sobrepase al silencio, de tal manera que sea capaz de llevar al lector a pensar lo que antes no hubiera imaginado.

Estamos ante un relato que aborda el confinamiento interior de un hombre que cuenta el horror de la vida malograda de su gente, deportada a esos campos en los que los nazis convertirían la muerte en una mecánica monstruosa, puramente industrial, que habla de los silencios en una familia y muestra la condición del exiliado, condenado a vivir en un gueto interior inclasificable en el que los silencios acechan tanto, como la culpabilidad. “En el libro, el sueño se vuelve una metáfora del gueto de Varsovia. Pero también tiene algo que ver con esa idea de que la identidad quizás es algo que no hay que fijar y que también puede ser una prisión”, aclara Amigorena en una reciente entrevista.

El gueto interior tiene algo de liberador en el propósito de su autor, en el sentido de dejar fluir la historia de una estirpe condenada al escarnio de la historia: “la historia de mi sangre”. El pasado, viene a decirnos, tiene que ver con la muerte y vivir anclado a él nos aleja del presente, que es lo más significativo de la vida. El libro cierra con unas páginas memorables en las que Amigorena pone su voz para concluir: “Escribía para sobrevivir a mi pasado. A menudo escribí que el olvido era más importante que la memoria”.

Todo lo que posee El gueto interior de prosa fluida y cuidado lingüístico se debe en gran medida al oficio de Martín Caparrós, el traductor del libro, primo de Santiago H. Amigorena y nieto, igualmente, del protagonista de esta emotiva historia. Dice Caparrós al final del texto que esta “es una historia casi argentina, casi polaca, desplazada”. Una historia que le ha obligado a aplicarse en la traducción, más si cabe, al tratarse de un relato de un pariente querido, que supera con creces esa labor que supone mantener una relación estrecha con las palabras de otro idioma sin más vínculos. Sin embargo, aquí se trata de volcarlas al suyo propio mezclado con su propia sangre, una empresa tan sentimental y excepcional que nada se asemeja a lo que todo traductor lleva consigo de invisibilidad. Aquí, desde luego, trasciende un latido de empatía literaria que el lector celebra agradecido.


lunes, 17 de agosto de 2020

Un pulso extraordinario

Pedro Ugarte

La claridad (Páginas de Espuma, 2020) es el título del último libro de cuentos de Marcelo Luján (Buenos Aires, 1973) que recientemente ha obtenido el Premio Ribera del Duero, uno de los certámenes más prestigiosos dentro del género en el ámbito internacional. El libro reúne seis cuentos de excelente factura, y cuyo contenido es duro, incluso trágico, trágico en el sentido más clásico de la palabra: porque en ellos se desarrollan hechos fatales, que los protagonistas no podrán de ningún modo evitar.

Ese carácter trágico de las historias se subraya en una de las características más originales del libro: el anuncio anticipado de las desgracias que están por llegar. El imperioso narrador de La claridad, violando con seguro descaro las convenciones del género, adelanta la fatalidad del desenlace: “Nada de lo que sucederá dentro de un rato debería suceder nunca, pero sucederá de todos modos”; “Según la hoja de ruta, debería llegar a la autovía poco después de la medianoche. Y eso es lo que nunca sucederá”. Frases parecidas salpican todos los relatos: a la dureza temática de sus historias, Marcelo Luján les incorpora la inquietante certidumbre de su inevitabilidad. El lector no solo se dirige hacia desenlaces crueles, sino que lo hace siguiendo una desasosegante vereda, una vereda llena de señales premonitorias, de susurros que no solo sugieren, sino que además sentencian.

Creo que ese es uno de los hallazgos del libro: a la atmósfera progresivamente inquietante se le añade la promesa explícita, declarada, de la fatalidad. Un escritor debe sentirse muy seguro de sus fuerzas para jugar de esa manera con la curiosidad del lector, para atraer su atención con pases de muleta tan arriesgados, unos pases que podrían malograr la faena, pero eso no ocurre en ningún caso.

Los seis cuentos de La claridad guardan, además, discretas filiaciones. Podrían ordenarse como una exposición temática de hechos sombríos: la violación, la autodestrucción, el accidente o el asesinato son, de forma sucesiva, el tema de los cuatro primeros (Los dos siguientes también podrían calificarse temáticamente, pero hacerlo sería destripar su contenido). Hay otros enlaces subterráneos: el primero y el tercero se desarrollan en el mismo paisaje desolado; mientras que el segundo y el cuarto, que pueden leerse de forma independiente, mantienen sin embargo un hilo narrativo singular. Por último, la sexta pieza (la más ajena a cualquier forma de violencia, pero la más inquietante al mismo tiempo) aborda en sus páginas finales el título del libro y arroja, sobre él, más claridad.

Todo esto configura un libro cohesionado, un libro compuesto bajo la declarada intención de, además de escribir cuentos, escribir un libro de cuentos. Parece que se va imponiendo en el género la exigencia de que los libros de cuentos se conciban como una unidad, ya sea esta temática, estructural o argumental. Así y todo, el libro de Marcelo Luján no habría necesitado plegarse a ese objetivo: su mirada literaria se basta y se sobra para fabricar la mejor argamasa literaria. Los cuentos de La claridad, más allá incluso de simetrías textuales (“Puede que haya sido la belleza”, “Puede que haya sido el azar”, “Puede que haya sido el deseo” son las frases que dan inicio, respectivamente, a los cuentos primero, tercero y quinto de la serie) se unifican en una visión ardua de la existencia, donde todo parece trascurrir cuesta abajo (es decir, con facilidad), pero donde esa facilidad solo es un modo de acelerar la llegada al infierno. Buenas personas, con el firme deseo de llevar vidas organizadas y de afrontar las pequeñas adversidades de la vida, se ven varadas de repente en ciénagas horribles, y abocadas a un final siempre áspero y difícil, casi siempre trágico también.

Marcelo Luján escribe con enorme seguridad, lleva a sus personajes hacia un mundo de sombras y obliga al lector a obrar como testigo. Un pulso extraordinario entre escritor, lector y personajes, que es lo que distingue a la mejor literatura.


martes, 11 de agosto de 2020

Una visión de conjunto

“El problema es que desconocemos lo que queremos. Quizá no queremos más que ser felices. Pero la respuesta «dime lo que necesitas para ser feliz y entonces seré capaz de aconsejarte lo que debes hacer» tampoco es válida, porque no sabemos lo que necesitamos para ser felices. Quizá alguien diga: «Para ser feliz necesitas sabiduría», pero ¿qué es la sabiduría? O: «Para ser feliz necesitas la verdad que te libere», pero ¿cuál es la verdad que nos libera? ¿Quién podrá indicarnos dónde encontrarla? ¿Quién podrá guiarnos hacia ella o señalarnos al menos la dirección apropiada?”

Desde luego, Ernest Friedrich Schumacher (Bonn, 1911 - Suiza, 1977), economista e intelectual prestigioso a nivel internacional, se acerca con estas palabras a la idea y visión de conjunto, un tanto escéptica, de lo que ha supuesto para él llegar a cimentar su concepción del mundo después de décadas luchando contra su propia perplejidad, como así lo subraya el filósofo Jordi Pigem en el prólogo de la nueva edición de Una guía para los perplejos (Atalanta, 2019) bajo la traducción de Guillermo Saiz-Calleja, un libro sorprendente y brillante centrado en una filosofía renovadora sobre todo el quehacer económico.

Schumacher trabajó durante veinte años al frente de la Junta Nacional del Carbón de Gran Bretaña. Sus ideas y críticas a los sistemas económicos de Occidente fueron bien conocidas en el mundo angloparlante, especialmente en lo referente a su propuesta global de impulsar una tecnología descentralizada. Protegido por Keynes, encontró un puesto en la Universidad de Oxford que le valió para salir del confinamiento al que estuvo sometido tras la Segunda Guerra Mundial debido a su origen alemán. Luego, en 1955, tras su determinante viaje a Birmania como consultor económico del país, instalado en un monasterio budista, alentó a que la economía debe perseguir maximizar el bienestar solo para satisfacer las verdaderas necesidades humanas. Para hacer esto posible, proclamó públicamente que “la producción de recursos locales para las necesidades locales es la forma más racional de vida económica “.

Fue a finales de agosto de 1977, pocos días antes de su muerte, cuando Schumacher, que ya destacaba en el ámbito intelectual por sus artículos y, sobre todo, por la publicación en 1973 de Lo pequeño es hermoso, le mostró a su hija el contenido de su nuevo libro con el que iba a profundizar sobre esa idea suya relacionada con el pensamiento ecologista y el bienestar general de la población. Con Una guía para los perplejos quería culminar lo que no había dicho con la obra anterior que tanta fama y alcance internacional le había otorgado y que dio pie a muchas consideraciones en las políticas económicas de Occidente.

Todo lo que tiene de breve Una guía para los perplejos lo tiene de profundo, un título que hace referencia y tributo a la obra del filósofo, médico y rabino andalusí Maimónides. “Aquí es hacia donde me ha llevado la vida”, le dice a su hija. Con esta declaración confidencial resume el significado de esta obra suya, catalogada por él mismo como el logro más importante de su trayectoria intelectual, el lugar donde encontrar los fundamentos filosóficos en los que creyó y persiguió en vida. Se trata, por tanto, de un empeño en abordar igualmente sus teorías sobre el desarrollo sostenible y la tecnología adecuada tan necesarias, que, engarzadas con una visión filosófica alternativa logren implicar y a la vez articular otro proceder a un mundo económico imparable, más preocupado por dinamizar ad infinitum la producción y el consumo que el bienestar.

Schumacher responde a dos de las preguntas que, según Kant, resumen la tarea filosófica: ¿qué puedo conocer? y ¿qué debo hacer? Y para llevarlo a cabo, sostiene que “una de las formas de contemplar el mundo en su conjunto consiste en valerse de un mapa, es decir, de algún tipo de plan o esquema que nos muestre dónde encontrar las distintas cosas [...] las más sobresalientes, las más relevantes para orientarse”. Schumacher cree que esta perspectiva hace uso de un alto grado de abstracción pero que, desde luego, se aferra a la realidad y aporta orientación a lo que todo grupo humano aspira: a la felicidad.

En ese sentido, el mapa diseñado por él en Una guía para los perplejos se basa en cuatro hitos fundamentales: el mundo, el hombre y su bagaje, el aprendizaje y la vida en común. Todos ellos conforman su propuesta metafísica, antropológica y moral, que lógicamente se van a confrontar con las ideas hegemónicas de siempre y con las de ahora. Lo que desarrolla Schumacher mantiene viva su vigencia después de más de cuarenta años de haberlas razonado. Así, frente a ese mundo atenazado de datos y secuencias económicas, propone un orden relevante de niveles del ser, defendiendo la capacidad de autoconsciencia y trascendencia del individuo. Destaca frente a ese conocimiento utilitarista y reducido de un universo físico-matemático, la necesidad de explorar y conocer otras realidades espirituales que desemboquen en una ética asentada en la sabiduría y la solidaridad.

Para el pensador alemán todo es digno de ser tenido en cuenta, y, por supuesto, los temas vernáculos. Schumacher se apoya en autores cristianos, en el pensamiento budista y en las culturas tradicionales para hablar de una prosperidad más humana y menos exultante. Lo que importa es que “cuanto más elevado sea el nivel del ser, más grande, rico y maravilloso será el mundo”. A lo que podría añadirse lo que Tomás de Aquino, otro autor de referencia suyo, destaca: “El conocimiento se produce en la medida en que el objeto conocido se encuentra dentro de la persona”.

En suma, este es un libro luminoso que indaga en los problemas divergentes que parten de la arrogancia materialista de una economía que no tiene en cuenta el restablecimiento social, un texto que propone un cambio de mentalidad moral en el que el arte de vivir consista siempre en sacar algo bueno de lo malo, de lo que no funciona, porque “sabemos cómo producir lo suficiente sin emplear ninguna tecnología violenta, inhumana y agresiva”. La emergencia climática ya es un hecho y requiere actuaciones urgentes. Lejos de perder vigencia, una obra como esta adquiere cada vez más sentido y actualidad en nuestros días. El de Schumacher es un legado importante, un manuscrito medular de su filosofía al alcance del entendimiento de quienes nos gobiernan y pueden hacerla efectiva.