lunes, 31 de mayo de 2021

Orgullo y libertad

En el discurso y relato que conforman la esencia de Castellano (Destino, 2021), el nuevo libro de Lorenzo Silva (Madrid, 1966), hay un propósito, convertido en logro, de ceñirse a lo que la historiografía ha documentado en sus textos sobre la revuelta comunera surgida en Castilla entre la primavera de 1520 y la de 1522. En ese marco histórico, el autor trenza el sustrato de su narración, que, como advierte en el prólogo de su obra, no es propiamente una novela histórica convencional, ni un ensayo, pero que participa de ambos géneros. También es un viaje personal y colectivo en el tiempo y en el espacio, mediante una apuesta estructural que le permite ir y venir del pasado al presente, desplazarse a los orígenes de Castilla y regresar al siglo XXI para ver qué queda de aquel espíritu comunero, o echar una mirada al siglo XIX para saber cómo leyeron los liberales aquellos sangrientos episodios. Todo este cómputo narrativo orilla en unos hechos históricos relevantes que proclamaron el carácter de un pueblo henchido de orgullo y deseoso de libertad.

Esta es la línea narrativa marcada por Silva, ceñida a textos contrastados como los que corresponden a José Antonio Maravall o al trabajo del historiador francés Joseph Pérez, titulado La revolución de las Comunidades de Castilla, sin menoscabo de una complejidad, que recoja y sintetice, con la mayor honestidad y solvencia posible, unos acontecimientos determinantes que pudieron haber cambiado el rumbo de gran parte de nuestra historia: “En ese relato histórico se mezclan y alternan los recursos literarios y la vocación de transmitirle al lector una idea cabal de los hechos, a través de una información suficiente y dándole cuenta de su origen y fiabilidad, labor esta que quizá se juzgue más propia de un oficio que no tengo, el de historiador”. No podemos dejar de señalar que, además, el texto comparte capítulos escritos en primera persona sobre vivencias propias del autor que, de alguna manera, reflejan una conciencia entusiasta y ponderada de su identidad castellana.

Silva aborda, desde lo documental, la sustancia narrativa propicia para que la materia histórica encaje sin fractura en un relato potente, que, aunque no excluye la conjetura, se asienta en una buena puesta en escena de personajes fascinantes. Juana la Loca es liberada por los comuneros para investirla de legitimidad, pese a que ella nunca quiso actuar contra su hijo Carlos. Siguiendo con la galería de personajes, aparece Adriano de Utrecht, obispo de Tortosa, virrey de Castilla y hombre de confianza del rey, que acabó siendo coronado Papa con el nombre de Adriano VI. A lo largo de los capítulos aparecen con mucha visibilidad Juan Bravo, Francisco Maldonado y Juan de Padilla, los tres capitanes impulsores de la revuelta que finalmente fueron ajusticiados. Además de estas ejecuciones acabaron en el patíbulo el obispo Acuña, Pedro Maldonado y hasta un total de veinte procuradores de la Junta de Tordesillas.

Por otro lado, un papel importante en el relato es el que otorga el autor a la esposa de Padilla, María Pacheco, quien, después del fatídico final de su marido, acabó gobernando Toledo durante bastantes meses. Su figura había ganado popularidad al son de su grito, pregonando que ella luchaba para dejar de cobrar el dinero que le correspondía como noble procedente de los impuestos reales abusivos que se obtenían de la gente. Siguiendo la ruta por la que esta mujer luchadora continuó sus pasos, el libro la sitúa en Portugal, concretamente en Oporto, al cabo de diez años de la revuelta, muy delicada de salud. En aquella huida que la lleva a la Puerta del Cambrón por la cuesta de Santa Leocadia, Silva recuerda que “los portugueses nunca la entregaron, como pedía el emperador, ni siquiera después de que este se casara con la infanta Isabel de Portugal”.

Aquí hay que tener en cuenta que el interés que suscita Castellano no depende solo del tema tratado, sino del modo en que está urdida la narración. Este es un libro sobre la identidad como sentimiento personal, en la medida en que su autor la ve, como una forma de relacionarse con el mundo. Y esto podría ser el eje que vertebra el sentido del relato. Según nos cuenta Silva, la identidad castellana es un buen epítome para eso, porque Castilla representa una lengua universal, una lengua que para hablarla no se precisa haber nacido en Castilla, y donde surge un sentimiento que está presente en la propia revolución comunera, que se podría resumir en la aversión al vasallaje de un emperador, señor de Europa, que viene a usar como súbditos a los castellanos sin tener en cuenta sus intereses.

Este libro nos recuerda que la novela es, sin lugar a dudas, el más dúctil de los géneros literarios. Independientemente de su formato, la novela se nutre de la vida, de sus pasiones, sus horrores, sus glorias, sus convulsiones, sus desacatos, y lo mismo puede echar mano de la realidad que de la fantasía, de la verdad, que de su negación, de la ficción, que de la historia. Silva hace lo propio compaginando la fuente de los hechos con escenas narrativas que hilan una historia intensa, veraz y, a la vez, conjugando lo personal con lo que debió ser dicha verdad histórica, escrita con esa pulsión literaria que la convierte en vibrante y que tanto nos gusta a los que nos acercamos a la Historia con inusitada curiosidad. Aquí, desde luego, trasciende un latido de empatía que el lector celebra agradecido.


lunes, 24 de mayo de 2021

Profeta de la posmodernidad

Siempre he leído las entrevistas con placer. En verdad, es un género que cuando se hace bien se convierte en una breve biografía o semblanza de la que obtenemos de primera mano lo más hondo y privado del testimonio del otro interlocutor. En estas conversaciones reunidas en Vivir en tiempos turbulentos (Tusquets, 2021) que Peter Haffner, periodista y ensayista suizo, mantuvo con el filósofo y sociólogo Zygmunt Bauman (Poznan, Polonia, 1925- Leeds, Gran Bretaña, 2017), uno de los intelectuales europeos más influyentes de nuestra época, el lector se va a sumergir en una suerte de diálogo vívido y jugoso que culminará en un final abierto a la reflexión. Un final, como corresponde a un libro que se precie, en el que no hay respuestas definitivas, pero sí un pálpito recurrente de la realidad que, en palabras de Bauman, estaría dentro de todo lo que significa el marco de vivir en una época de incertidumbres, de tiempos líquidos donde nada es del todo indiferente, donde nada permanece indemne y sin contacto: “La única entidad cuya esperanza de vida se ve hoy incrementada es la entidad individual... Nosotros nos mantenemos estables en el marco de un contexto que cambia de forma constante”.

Bajo la traducción de Lorena Silos Ribas, nos vamos a encontrar a lo largo de estos diálogos con un Bauman que habla con mucha naturalidad y soltura sobre su obra y su vida. Cuatro conversaciones, una en febrero de 2014, las otras tres en abril de 2016, que abordan también aspectos candentes de la sociedad, como son la responsabilidad del individuo, la experiencia, las circunstancias del presente y el desafío de un futuro cargado de incertidumbres. También se reflexiona en ellas sobre pasajes cruciales de la historia polaca y europea, así como sobre el sentido del amor y la búsqueda de la felicidad. Además, nos brinda un buen puñado de luminosas ideas que constituyen el núcleo de su pensamiento: la modernidad líquida, el trato a los desfavorecidos de la historia, el auge de los fundamentalismos o la ambivalencia del carácter y destino del individuo a la hora de conformar su compromiso con una vida moralmente humana. Persiste mucho en esto último, y por eso recalca que: “Saber tomar no solo una decisión correcta, sino también una incorrecta, es el mejor terreno para la moral”.

El libro está estructurado en diez epígrafes que conforman, a modo de capítulos, la esencia de los contenidos que van surgiendo a lo largo de las preguntas que el entrevistador va engarzando ágilmente conforme se suceden las respuestas de Bauman. Y así, por ejemplo, descubrimos, en la que lleva por título Intelecto y compromiso, su sentir y actitud intelectual respecto a la escritura y a la política. Para él, la tarea del intelectual consiste en observar lo que sucede en la sociedad en la que vive, “un cometido que va mucho más allá de los intereses personales y profesionales”. Por eso considera fundamental que el deber de los intelectuales no sea otro que “servir al pueblo” y, desde luego, “salvaguardar los valores que no dependen de los vaivenes de la escena política”. Respecto a la pregunta de para qué escribe, Bauman contesta que en el por qué lo hace es donde encuentra el verdadero sentido de su oficio. Sencillamente, un día sin escribir para él es un día perdido, una traición a su vocación genuina. “Para vivir, no he aprendido nada más que a escribir”, concluye.

Por otro lado, en el planteamiento del autor de Tiempos líquidos, la búsqueda de la identidad es la tarea y la responsabilidad vital de toda persona, y esta empresa de construirse a sí mismo constituye al mismo tiempo la última fuente de arraigo. Además de este enfoque, alude a la precariedad de tanta gente desfavorecida. La felicidad, otro de sus temas estelares, se ha transformado, de aspiración ilustrada para el conjunto del género humano, en deseo individual. Aunque es consciente de que su búsqueda no alcanzará una circunstancia estable, porque si la felicidad puede ser un estado, solo puede ser un estado de excitación espoleado por la insatisfacción.

Conforme vamos escuchando su voz, sus respuestas y referencias, llegamos a la conclusión de que Bauman no ofrece teorías o sistemas definitivos, se limita a describir nuestras contradicciones, las tensiones, no sólo sociales, sino también existenciales que se generan cuando los humanos nos relacionamos. Para él, la identidad en esta sociedad de consumo se recicla. Es ondulante, espumosa, resbaladiza, acuosa, tanto como su persistente metáfora preferida: la liquidez. Lo «líquido» de la modernidad, nos viene a decir, se basa en la contraposición entre sólidos y fluidos: mientras que los primeros se mantienen fijos y estables en su forma, los segundos, por el contrario, fluyen, están sometidos a continuas transformaciones. Surge así la asociación de manera inevitable, vinculando lo sólido con el mundo de ayer, mientras que lo líquido vendría a representar la modernidad, nuestro presente más inmediato.

Vivir en tiempos turbulentos es un libro abierto y ameno que capta la experiencia fragmentada de un hombre armado de luminosos argumentos del mundo circundante, un intelectual de largo recorrido que acuñó la terminología de definir la modernidad como “un tiempo líquido”, un pensador que dio cuenta, con precisión y altura de miras, del tránsito de modernidad “sólida”, esto es, estable, repetitiva, a una “líquida”, flexible, voluble, en la que las estructuras sociales ya no perduran el tiempo necesario para solidificarse, porque son más instantáneas, escurridizas y caprichosas. Este es un libro que contagia tanto por su claridad de exposición, como por su frescura, y por todo lo que muestra del pensamiento y del perfil humano de Zygmunt Bauman.

La grandeza de un libro, da igual el género al que pertenezca, estriba en ver si creó el espacio suficiente, incluso en pocas páginas, para que resuenen dentro de ellas una continua cascada de ecos que conciten al lector a la emoción y al pensamiento. A todo esto, lo mejor que se le puede pedir a un libro es su final, no tanto por lo que tenga este de sorprendente, brillante o redondo, sino porque, como subraya Enrique García-Máiquez, acaba y seguimos. Es decir, por lo que sus palabras, sus ideas, sus frases, su tono y latido logren penetrar en nosotros. De una manera sutil, los buenos libros nos enseñan que más allá de su punto final hay mucho desafío, pensamiento y vida por delante.


miércoles, 12 de mayo de 2021

Sed de venganza

Todo el mundo sabe por experiencia propia que, poco o mucho, las personas podemos equivocarnos sin más. He aquí una constante decisiva y, en muchos casos, concluyente, que se da en la vida de cualquiera de nosotros. Esa experiencia común a todos se conjura de forma permanente en la realidad de nuestra existencia y condición humana. Por eso mismo, nadie puede confiar plenamente en sí mismo. Nadie puede asegurar del todo quién será mañana, qué posición adoptará en el mundo, ni tampoco pronosticar las consecuencias o el alcance de sus actos. Llegamos así a un punto crucial que tiene mucho que ver con el sentido de la novela que nos ocupa, esto es, que los muchos interrogantes de nuestra vida lo que más demanda son respuestas.

Sobre todas estas disquisiciones filosóficas se erige la trama de El oficio de la venganza (Punto de vista, 2021), de L. M. Oliveira (Ciudad de México, 1976), una novela con fuste, que marca el inicio de la nueva colección de narrativa que el sello editorial acaba de lanzar. Su autor, ensayista y profesor de Filosofía, cuenta en su haber con varias novelas ya publicadas: Bloody mary (2010), Resaca (2010) y Por la noche blanca (2017). En esta de ahora, además, está muy presente la idea de que la vida nos viene no solo de fuera, sino de dentro. Por esa segunda razón nos vamos a encontrar en sus páginas con el ímpetu de un hombre achicado que trata de solventar la adversidad sobrevenida, la misma que inevitablemente le empujará a una venganza imparable.

El protagonista de esta trepidante historia, Aristóteles Lozano, vive felizmente con su pareja Julieta, una joven escritora en ciernes a quien ama. Ambos habitan en un confortable apartamento, sin problemas económicos aparentes y acompañados de Jamón, un perro buldog francés. Digamos que Lozano atraviesa por un buen momento en su vida afectiva. A todo esto, se une su consagración como crítico de literatura que firma bajo seudónimo y su vocación gozosa de poeta secreto alejado de cualquier tipo de reconocimiento. Sin embargo, esa paz y serenidad se van al traste cuando aparece Cristóbal San Juan, hijo de la vecina de al lado. Cristóbal tiene toda la pinta de ser un hombre taimado que, por donde anda, lo sacude todo, la mejor manera, según él, de entenderse consigo mismo para ir al encuentro de Dios. Ese misticismo recurrente lo sostiene con soltura, gracias al carácter solapado de impostor procaz. Su aparición trastoca todo el bienestar de Aristóteles, hasta el punto de que se fuga con Julieta, llevándose también a Jamón. Aristóteles cae en un desasosiego profundo, víctima del dolor producido y de no saber salir airoso del estado anímico en que ha quedado. Pero poco a poco descubre una transformación que le incita a tomar represalias, a pensar en un ajuste de cuentas que planea perpetrar más pronto que tarde.

La novela de L. M. Oliveira se acerca a un tratado sobre la venganza. A lo largo de sus páginas podemos encontrar un buen puñado de interesantes reflexiones sobre la venganza, cuyo punto álgido podría señalarse en la ingeniosa clasificación que determina sus tres maneras de consumarla: la venganza reactiva, la más primaria; la venganza obsesiva, la más insistente; la venganza fría, la más prolongada. De las tres, la última es la de más largo trayecto, la más meticulosa y razonada. La venganza fría, nos viene a decir el narrador, requiere la misma paciencia y peripecia que requirió la escritura de El Conde de Montecristo, por ejemplo. ¿Qué hacer por amor? ¿Los celos y la venganza se anteponen al amor? ¿Puede el pusilánime envalentonarse para salvar su honor? A todas estas preguntas se enfrenta Aristóteles Lozano cuando Cristóbal San Juan le arrebata lo que más quería.

Al inicio del relato, el acercamiento de Cristóbal logra transformar la idea que Aristóteles tenía sobre su relación con Dios. Él es un católico sin fe y Cristóbal le persuade ofreciéndole algo en qué creer. Por ello podemos decir que, en su treta, Cristóbal se vale de un discurso evangelizador para acaparar la atención y predisponer la conciencia del otro hasta conseguir el engaño. Llegado a este punto, hay un fuerte sentimiento en Aristóteles Lozano, un rebrote que deviene en sed de venganza, cuando ni siquiera remotamente lo hubiera contemplado en su fuero interno.

El oficio de la venganza es una historia vívida que, sin pretender exponer una tesis filosófica, puede acabar siendo vista de esa forma, una historia que se desarrolla en las proximidades de ese límite establecido entre aquello que tiene sentido y aquello que carece de él. Hay, por tanto, una reflexión sobredicha por el protagonista que encajaría en esta contundente afirmación: “existen afrentas que revuelven los ánimos de tal forma que la única salida que le dejan al espíritu es la rebelión”. Es, por otra parte, una road movie escrita en primera persona que transcurre por Nueva York, Barcelona, Roma, Michoacán, Ciudad de México y Seúl, un trazado narrativo ágil de mucha agudeza y garra, la suficiente para que el plan incontrolable en el que le va la vida al narrador trascienda y cure su desdicha.

Estamos siempre convocados a narrar, decía Piglia. De siempre se han contado historias de pérdidas y se seguirá haciendo. La literatura se ocupa de que nunca falte ese cauce para mostrarnos la complejidad del mundo, no desde una atalaya, sino a través de los ojos de sus narradores, capaces de contarnos lo inefable. Oliveira lo hace, con talento literario y buscando un punto de vista moral que le dé sentido a todo lo que cuenta.


sábado, 1 de mayo de 2021

Secretos de un lugar

La memoria suele marcar en la piel la huella frágil de alguna verdad. Se podría decir también que la memoria es una suerte de búsqueda civil de la verdad. Y en todos los lugares hay una memoria colectiva que alude a esa verdad secreta que permanece silenciada por algún motivo. Es la literatura, gracias a su capacidad de visualización, la que, en gran medida, construye la memoria del mundo que nos rodea, la que nos nombra e interpela como habitantes de cualquier lugar. Por eso la literatura es un testimonio de la vida y persigue siempre revelar más que mitigar lo callado. Toda narración, por tanto, es una indagación, un artificio en busca de esa meta, la cual no es otra que desvelar una experiencia personal o colectiva, presente o pretérita. Es tarea del escritor salir al mundo a descorrer cortinas para mostrar otra mirada de la realidad, algo sorprendente, algún misterio que pide ser contado.

Los ojos cerrados (Galaxia Gutenberg, 2021) rastrea ese ámbito delimitado por la historia de un lugar y los secretos de sus habitantes. En esta nueva novela, Edurne Portela (Santurce, 1974) nos traslada al imaginario de Pueblo Chico, una aldea de montaña, para bucear en la memoria de un lugar agreste y recóndito que sobrelleva calladamente su historia más reciente, marcada por la guerra civil, una historia que aglutina tanto a víctimas como a verdugos y a testigos silenciosos. En ese mismo enclave, además de Pedro, un anciano distante y misterioso, conviven otros personajes singulares de los que se nos cuentan pasajes de sus vidas presentes, intercalados con otros más oscuros del pasado.

Todo lo que vamos a saber nos viene inducido por la voz detonante de Ariadna, una joven escritora que acaba de perder a su padre y llega al pueblo con su pareja a instalarse, sin más motivo que apartarse un poco del mundanal ruido, darse un respiro y, al mismo tiempo, con la mirada y los oídos bien atentos para recordar su infancia y, como no, para saber todo lo necesario sobre la vecindad y la relación de los habitantes del lugar con su familia y entre sí, ya que allí también vivió su padre. Entre ella y Pedro se establecerá una conexión equidistante y misteriosa pendiente de un hilo que, llegado el momento, propiciará un buen motivo para reescribir lo que aún permanece callado en la historia del pueblo. Mientras se produce ese encuentro entre el pasado y el presente que representan ambos y que conformará el eje sobre el que se sustenta la novela, la voz narradora nos desvela que “a Ariadna no le importaría que se le apareciera algún fantasma de esos que habitan la sierra, los desaparecidos de antaño, y le explicaran unas cuantas cosas que ella, por muchas vueltas que le dé, no consigue entender”.

El padre de Ariadna apenas le contó nada de su pasado, de su infancia y adolescencia en Pueblo Chico, y de aquella época tan trágica y violenta que le tocó vivir hace cuarenta años. Una vez allí, no le queda otra que indagar a través de los personajes que van apareciendo en escena el pasado de un pueblo que, si bien ha marcado el semblante de muchos de los vecinos, sin embargo, a medida que transcurre el relato se atisba una cierta posibilidad de esperanza, la que muchos de ellos claman por aceptar la memoria en la que se esconde el silencio, la vergüenza y la culpa de su historia pasada. Piensa ella que hay motivos suficientes para la reconciliación y para entender lo que su progenitor nunca quiso revelarle.

En Los ojos cerrados nos encontramos con un relato de prosa sencilla e incisiva en el que se entrelazan dos voces narrativas, una en primera persona que cuenta hechos acaecidos en el pasado y otra voz en tercera persona que ofrece todo lo que le acontece a Ariadna en el presente mientras se va relacionando con esos mismos vecinos que siguen sujetos y agazapados a esa parte sombría de la historia viva de Puerto Chico. Los personajes de esta novela mueven sus silencios cotidianos en un ámbito de soledades compartidas, en complicidad con la niebla compañera del lugar. Esta historia imaginada, como apunta su autora al concluirla, “bien pudiera haber ocurrido en cualquier pequeño pueblo de nuestra España desmemoriada”.

Portela firma una novela escabrosa e intensa, de lectura ágil, en la que, conforme avanza su narración, la atmósfera se expande sigilosamente tomando la delantera, creando una dosis más de suspense y tensión al relato, sumando su protagonismo al misterio de los personajes. Ahí está lo más sugerente del libro, en ese aire consentido que transita por todo el texto, un recurso bien urdido para romper con ese mundo cerrado y todos sus secretos.