lunes, 31 de octubre de 2016

Los avatares de la memoria

Luis Landero, al que siempre leo con placer, escribe: “En los libros leídos está la sombra, el rastro de lo que fuimos, los diversos bocetos de nuestro aprendizaje estético y de nuestra evolución vital, los vestigios de ciertos afanes que un día nos conmovieron y que luego, tras ser devastados por el tiempo, con los materiales de sus ruinas construimos nuestro modo de ser y de sentir, y lo más valioso y secreto de nuestro bagaje cultural”.

Toda literatura es un testimonio de la vida que persigue siempre revelarse. Toda narración, incluso aquella que pretende imitar la vida, es una ficción, un artificio en busca de esa meta, que no es otra más que desvelar una experiencia. El escritor, por tanto, sale al mundo con sus pormenores del pasado, su vida presente, su mirada, sus lecturas, y lo que nos devuelve es una visión de la vida.

Partiendo de esta premisa, Paloma Díaz-Mas (Madrid, 1954) se enfrenta en Lo que olvidamos (Anagrama, 2016), su última novela, a un tema universal: el paso del tiempo. A partir del dolor producido por los estragos de la memoria de su madre, Díaz-Mas construye dos relatos alternos, con asombroso afán de fidelidad, en los que el pasado reciente familiar y la convulsa historia colectiva de un momento clave en la incipiente democracia de nuestro país marcarán la hoja de ruta de su pieza literaria, un libro intimista y emotivo. En esa confluencia personal y política, la propia experiencia de la narradora se transforma, a la postre, en experiencia de todos.

El resultado es un libro absolutamente conmovedor, escrito con un pulso narrativo encomiable y con un título contundente, sin ambages. Lo que olvidamos es un relato breve, registrado en setenta y cinco entradas, que aborda ese surco devastador referido a la pérdida de memoria de una persona que se produce al llegar irremisiblemente a una edad avanzada. Bajo esta evidencia vital, la autora, sin tener que nombrarla, aborda el alzhéimer, una de las enfermedades más crueles y tristes del momento e imparable, a causa del incremento de una población cada vez más envejecida.

Díaz-Mas reconstruye esa experiencia dolorosa a través de su voz narrativa, que comienza con la visita al geriátrico donde reside su madre, una anciana maltrecha y extraviada por la enfermedad del olvido. Allí, en el patio donde se reúnen los internos de la residencia, también dará cuenta de los penosos y entrañables encuentros con algunos de ellos. A partir de la realidad del presente, la protagonista rescata su vida pasada, recordando algunos pasajes de su infancia, entremezclados con estos pequeños momentos del presente que le resultan tan reconfortantes en compañía de su madre. Este sentimiento encontrado, entre la realidad patética e inexorable que soporta y el pasado melancólico de sus vivencias, conforma también otra de las claves del libro, como se verá más adelante, cuando la narradora vaya incorporando más y más recuerdos, hasta confluir en un hecho histórico y trascendental, como resultó que a sus veintisiete años fuera testigo, a pie de calle, de aquel ominoso intento de golpe de estado que tuvo lugar en el Congreso de los Diputados en febrero de1981.

En esta historia personal, familiar y colectiva planea una constante necesidad por recuperar la memoria de nuestros seres queridos en ese destino común, que no es otro que compaginar la tierra donde crecimos con la gente y sus cosas. Y como las cosas son tozudas e insisten en sobrevivir –según nos refiere su protagonista– pueden apañárselas muy bien sin nosotros, sus antiguos poseedores, y reencarnarse en numerosos avatares. Al final, la narradora de esta novela sentencia que la vida de las cosas se nos escapa sin que podamos evitarlo.

Lo que olvidamos es un testimonio sincero en ese sentido pero, sobre todo, es una honda narración, una sentida e intensa historia sobre las intermitencias de la memoria, sobre el olvido y, también, sobre el valor de las pequeñas cosas que nos rodean para, al mismo tiempo constatar que el presente también se nutre de dichos recuerdos y goza de su legado.



lunes, 24 de octubre de 2016

La soledad de los días

Los buenos libros funcionan siempre, nos dice Iñaki Uriarte en sus Diarios. “Lo que sucede –añade–, es que los buenos libros tratan siempre de lo mismo, de unas pocas cosas que no sólo son las más importantes, sino que son las cosas que nos pasan todos los días”. La enfermedad, el hastío, el amor, la violencia o la soledad son algunos de los más nombrados.

La soledad, en concreto, tiene la particularidad literaria de predisponer al lector con cierta generosidad ante el infortunio que padece el personaje de la novela que lleva entre manos. El lector sabe por experiencia que, además, ésta puede llegar a convertirse en una catástrofe, por mucho que uno esté acostumbrado a sobrellevarla. Porque la soledad no es aquello que sucede cuando uno está solo, sino aquello que se siente cuando, en verdad, no puedes estar ya más tiempo contigo mismo.

El libro que traemos hoy a esta bitácora de lecturas es una hermosa cita literaria en la que podemos apreciar las costuras invisibles que anudan la soledad en la vida de las personas. Nosotros en la noche (Random House, 21016) es una conmovedora historia sobre dos seres que habitan en distintos techos, sobrellevando una vida discreta y apartada, en un pequeño pueblo donde todos se conocen. La soledad de ambos es tan exigente como frágil y maltrecha, hasta que uno de ellos emprende la aventura de conquistar la compañía del otro.

Nosotros en la noche arranca con la visita a la caída de la tarde que hace Addie Moore a su vecino Louis Waters, al que conoce de toda la vida y que vive en la calle de enfrente. Ambos son viudos y rondan los setenta años. Addie le hace una insólita propuesta: comenzar a dormir juntos, sin sexo, sólo para charlar en la oscuridad y proveerse del consuelo de la compañía del otro e intentar conseguir un descanso más confortable, cogidos de la mano. Ambos conocen poco de sus vidas privadas, pero la determinación sincera de ella propiciará que sus corazones se junten y compartan un trozo de cada jornada. Noche tras noche, el lector descubrirá la evolución de sus encuentros, al principio embarazosos, después íntimos y comprometidos, hasta despertar la curiosidad y posterior interés de sus vecinos y, por contra, la incomprensión de sus familiares ante una relación que tachan de impropia.

El escritor norteamericano Kent Haruf (Pueblo, Colorado, 1943 – Salida, Colorado, 2014), autor de cinco novelas, dejó para el final de su carrera literaria está conmovedora historia que no le dio tiempo a ver publicada. Esta obra póstuma tan concisa, sencilla y hermosa deja un poso duradero al lector ávido de buenas historias, ese lector que sabe que la modesta tarea del escritor, como diría Elias Canetti, quizá sea, a fin de cuentas, la más importante: la transmisión de lo leído. En eso Haruf es un maestro. Su estilo sencillo y ágil produce un nexo narrativo envolvente, con unos diálogos audaces y verosímiles que, aunque el autor prescinde de puntuar a los ojos del lector, no supone un obstáculo, ni va en detrimento de su lectura. Al final, este recurso de obviar el guion en los diálogos, ofrece otro matiz singular de su autor para agudizar la tensión del propio acto de leer.

Nosotros en la noche es una novela sobria, de mucha contención. Esta versión española, bajo la cuidada traducción de Cruz Rodríguez Juiz, pone por primera vez a nuestro alcance a un escritor desconocido en nuestro país, con una obra en la que su autor solo ha necesitado poco más de ciento veinte páginas para montar una historia verosímil y nada complaciente, repleta de emociones. Haruf muestra su maestría literaria con un inicio sorprendente y un final tan revelador como emotivo, hasta el punto de dejar al lector más sensible apesadumbrado o, al menos, con un sabor agridulce.


Quizás la felicidad sea menos previsible que la desgracia. Nunca la felicidad es segura, y mucho menos infinita. Pero, desde luego, puede ser real y, en este cautivador relato, podemos comprobar sus efectos y hasta compartir con sus personajes sus momentos más entrañables.

martes, 18 de octubre de 2016

Periplos y escalas

No existe un solo modelo teórico que pueda contener la complejidad de la realidad humana a la hora de emprender un viaje. Ninguno puede escapar a la subjetividad del viajero, a su propia condición y a sus legítimas motivaciones.

Los viajes, además, precisan de un impulso mítico, aunque particularmente alguno de esos impulsos resulte más humilde y de andar por casa que los de los tiempos heroicos, cuando aquellos hombres de entonces iban a conquistar ciudades, como lo hicieron Agamenón, Aquiles y Ulises con Troya; o como Jasón y sus argonautas cuando se aventuraron a robar en tierras ignotas los vellocinios de oro; o como el fornido Hércules cuando tuvo que enfrentarse al temible león en Nemea; o como el joven Eneas cuando asumió los designios de los dioses que lo llevaron a fundar las ciudades del Lazio.

Los países invisibles (Fórcola, 2016) de Eduardo Lalo (Cuba, 1960) es una mirada al mundo por donde late inequívocamente todo ese espíritu clásico del mito viajero, pero, a su vez, es una indagación, una andadura en busca de respuestas, con la plena conciencia de saber que nunca se llegará a vislumbrar del todo lo que representa cualquier tierra extraña.

Lo que propone el escritor y fotógrafo puertorriqueño en este interesante ensayo es una especie de periplo físico y mental, acompañado de la lectura de muchos libros, por distintas ciudades del mundo, un viaje experimental que le traerá de regreso a San Juan, donde vive, para reivindicar la garra simbólica que poseen los países invisibles, como Costa Rica, territorios ninguneados por el discurso oficialista de las naciones poderosas de occidente, y que a lo único que aspiran es a huir de su estancamiento y olvido.

Mientras esa necesidad puertorriqueña permanece en el tiempo, arrastrando las secuelas históricas de la conquista española, y ahora agravadas por el nuevo colonialismo norteamericano, este escritor viajero e indomable, que responde al nombre de Eduardo Lalo, no esconde en absoluto su identidad, ni su vocación literaria y filosófica, para mostrarnos, desde su conciencia, el trasfondo de esa invisibilidad programada y latente que soportan países como el suyo.

Todo libro está destinado a alguien. Puede que el acto de escribir sea una tarea solitaria, pero siempre es un intento de llegar a otra persona que también lo leerá en solitario. Lalo sabe que la escritura y la lectura tienen esa particularidad y muchas otras confluencias con el hecho de viajar y ver mundo. En Los países invisibles hay también un recorrido crítico por algunas capitales y ciudades europeas a las que el autor asocia con la capital de su país, por medio de ese hilo conductor consumista, tan propio del mercado global, que se extiende por todo el planeta.

Eduardo Lalo firma un libro intenso y emotivo, un periplo biográfico con abundantes escalas literarias. Aquí hay lugar para ver cómo el escritor sobrelleva su pasión por los libros a través de las muchas lecturas que hace de sus escritores favoritos, así como de felices hallazgos encontrados por el camino. Robert Walser, Kafka, Pessoa, Peter Sloterdijk o Susan Sontag, entre otros, conforman parte de la órbita de su universo literario. “Escribir desde la invisibilidad –subraya el puertorriqueño– significa ampliar el campo miope de lo visible”. Por eso es procedente la invitación pertinaz que encuentra el lector en el texto para hacerse la pregunta clave sobre si la literatura es la que crea la visibilidad de las cosas que existen, no solo para ser leídas, sino, mayormente, para examinarlas, entenderlas o refutarlas.

Los países invisibles, galardonada con el Premio Juan Gil-Albert Ciutat de Valencia, es una obra breve, pero densa, de mucho calado ético y social, que no solo contiene una crónica viajera y un ensayo filosófico en sus entrañas, sino que va más allá, proponiendo una reflexión desde la experiencia vivida por el autor y desde la memoria autobiográfica, sin tener que acudir al distanciamiento de sí mismo para hacer posible la estupenda narratividad que consigue mostrarnos: el descubrimiento de otro mundo, invisible y cierto.


lunes, 10 de octubre de 2016

El escritor de posdatas

En primer lugar, voy a tratar de cumplir con lo que decía el memorable Oscar Wilde, que me parece, además, un valioso consejo a tener muy en cuenta: “El principal deber de un crítico, –o en mi caso, de un reseñista entusiasta– es contener su lengua en todo momento”. Pero este aserto no impide tampoco desatarse un poco porque, en el fondo, la literatura en sí misma es apta para arrebatos y propicia para el fuego.

La literatura tiene mucho que ver con esto último, con propagar el fuego. El escritor –subraya Juan Tallón en su estupendo libro Mientras haya bares (2016)– escribe porque algo en él no anda bien, porque algo arde dentro, y el lector lee porque lejos de los libros hace mucho frío. En ocasiones –añade–, el fuego se descontrola y el lector inexperto salta por la ventana, con desorden. En cambio –concluye–, el lector curtido sabe que conviene aguantar porque la gracia de la literatura está precisamente en arder.

Sesenta y cinco momentos en la vida de un escritor de posdatas (La Isla de Siltolá, 2016), de Álex Chico (Plasencia, 1980), contiene ascuas suficientes para alumbrar y abrigar a cualquier lector curioso que quiera adentrarse en un formato de hechura reducida, por donde transita todo un microcosmo radiante y fragmentario al calor de la literatura.

No es fácil abordar críticamente un libro de estas características, como tampoco lo es hablar de ninguno de los géneros breves de que dispone la literatura. La posdata siempre fue un salvavida, un recurso útil para añadir al final de una carta manuscrita, después de haberla firmado, y subrayar algo que se olvidó y no estuvo presente mientras se escribía. Sin embargo, las posdatas que encontramos en el libro del escritor extremeño no parecen provenir de un añadido epistolar, sino que su origen, más bien apuntan al ímpetu y a la fuerza propia que se formula en un encabezamiento, en una frase feliz, en una reflexión, en una experiencia vivida e, incluso, en una pulsión creativa.

Desde sus preliminares y desde el arranque del libro, el autor y el personaje se saludan y se desean todo tipo de suerte, a sabiendas de que “lo peor de un escritor es que piensa que todo le pertenece”. El escritor de posdata que transita por este libro es el trasunto de Álex Chico. El referido personaje, E.P., no es otro que el propio autor enmascarado, al que no le importa emitir señales para que el lector le identifique con él en sus juegos y disertaciones: “Mi única originalidad consiste en pasar como propias citas ajenas. En eso reside la destreza de un escritor: en que el lector piense que ha sido el primero en decirlas”. Más adelante confiesa lo siguiente: “Yo no escribo. Yo releo”. Y cuando se suelta el pelo, divaga y esparce las dudas de otros creadores: “Deberíamos prestar más atención al hecho de que alguien, en un momento de su vida, abandone aquello para lo que parecía destinado”, porque “el verdadero escritor –dice– prefiere lanzarse por la ventana, saltar al vacío”, y esto, ya saben los lectores experimentados, lo hacen muy pocos.

La memoria, los libros y la escritura son los anclajes que sostienen el universo de este inteligente libro. Sesenta y cinco momentos... es un compendio literario lúcido, un recipiente jugoso de pequeñas fugas y breves remansos, un inventario de poéticas que resumen al lector sobre quién anda detrás de todo ello: un escritor joven que contrajo, leyendo, esa infección crónica y enfermiza que tiene su origen en el contacto permanente con los libros.

Cuentan que Pessoa, al morir, pidió sus anteojos. De alguna manera expresaba así la última voluntad de un lector irredento, alguien que, incluso, en el más allá, quería seguir descifrando enigmas. Álex Chico firma un libro que sigue por esa senda marcada por el portugués, una preferencia que consiste en no dejar de leer ahora ni en el más allá.


Leemos para encontrarnos, dice Harold Bloom. Álex Chico convoca por igual a este llamado del crítico americano a escritores y lectores. En este texto tan bien cuidado hay sesenta y cinco puntos de encuentro, sesenta y cinco apelaciones, sesenta y cinco vocativos que confirman las intenciones de su autor, que no es más que dar lumbre a las confluencias de la literatura con la vida. Un librito audaz escrito con mucho gusto.

martes, 4 de octubre de 2016

Las urgencias de la vida

En Nuestra historia (Páginas de Espuma, 2016), el nuevo libro de relatos de Pedro Ugarte (Bilbao, 1963), hay como una sensación de que algo necesariamente tenía que expresarse y contarse así, con esas mismas palabras y en ese mismo orden, hasta conformar un puzzle poliédrico por donde han de transitar diez historias familiares, cada una de las cuales con su propio descosido de infelicidad y sus propias tribulaciones, que propondrán otras maneras de dirimir las desavenencias que se dan entre sus personajes.

En este libro hay gente que está destinada a hacer todo lo que puede y, además, es lo único que se siente capaz de hacer de esa manera y no de otra. Gente admirable que posee un don especial al alcance de muy pocos, como saber hacer un regalo en cada momento sin equivocarse. Otro tipo de gente, en la misma línea de aciertos que la anterior, tiene la gracia particular de arreglar cualquier asunto que se le encomiende con tan solo hacer una llamada de teléfono. Pero no vayan a creer que todo resulta consecuente con lo supuesto, porque habrá que prepararse para lo imprevisto, habrá que indisponerse o compadecerse cuando aparezcan seres desubicados, depresivos y erráticos que pospongan las urgencias de la vida.

Las ilusiones para todos los Jorges que protagonizan estos cuentos, no desaparecen del todo, sino que parecen esfumarse de un modo temporal de sus legítimas aspiraciones. Quizá después, al retornar de los sueños que todos tienen, sus vidas cotidianas les parezcan insulsas, como una imitación defectuosa y solo aproximada de lo que anhelaban vivir. Aquel niño que un día sorprendió a su padre con la resolución de un crucigrama, o aquel amigo empeñado en reunir a la peña de antaño para rescatar de las cenizas el pasado que los unía, ambos, en sus respectivas historias, añoran ese tiempo en el que todo era más sencillo, “tiempos en que la moral de un niño, el bien y el mal, el premio y el castigo, aún tenían sentido e interpretaban con claridad un mundo sin mentiras ni doble fondo”.

No hace mucho que Ugarte dijo que las ideas para la concepción de sus relatos le vienen por tres conductos: por una frase feliz, por un personaje que se le presenta o a través de una situación. El lector tiene con esta confesión el germen de cómo el autor bilbaíno se enfrenta a este género tan exigente como es el cuento. Para un escritor de relatos, con la veteranía y oficio con la que se maneja él, que sabe desde qué ángulo tiene que exponer la peripecia de sus historias, que conoce lo complicado que es reducir al mínimo posible los artificios técnicos, a semejanza de los buenos actores que apenas se maquillan, no hay mayor preocupación que el arranque de la historia.

Podría decirse que para Pedro Ugarte enganchar al lector consiste en darle un empujón al comienzo y precipitarlo hasta el final del cuento, como evidencian estos tres ejemplos: “Entonces no supe darme cuenta, pero aquel iba a ser el día más importante de mi vida”, dice el narrador al principio del cuento Vida de mi padre, “De Elsa yo sabía lo que puede saber un hombre de su esposa: algo menos cada día”, así arranca el relato que lleva por título Enanos en el jardín, o como irrumpe Para no ser cobarde, otra historia pensada para encajar en ese arrebato: “Habíamos malvendido el piso”.

Nuestra historia es un puñado de relatos escritos con esa fuerza que otorga la narración en primera persona. Ugarte aprovecha esa fórmula eficaz para engatusarnos con las uñas afiladas de su prosa y contarnos estas historias extraídas de la vida contemporánea de la gente que habita nuestras ciudades, desde el seno familiar, desde ese núcleo primario en el que sus miembros guardan tantos secretos.

Una vez más, cinco años después de El mundo de los Cabezas Vacías, Ugarte regresa brioso y desafiante por el territorio del cuento, o lo que es lo mismo, por sus fueros, un género que tan bien conoce y domina, para mostrarnos con su prosa honda e incisiva el origen urbano de las historias precarias de sus habitantes. Nuestra historia es un libro hermoso que se sumerge, precisamente, en la cotidianidad de sus moradores para descubrirnos sus contradicciones y la parte risible de sus apuradas vidas.


La ficción hace que nos fijemos más en la vida, incluso en la ajena, una práctica que a su vez nos hace mejores lectores de los detalles que ofrece la buena literatura, que a su vez nos hace mejores lectores de la vida. Y así sucesivamente.