martes, 30 de octubre de 2018

Microbiología de la estupidez


Una de las observaciones que el historiador Carlo M. Cipolla dejó bien plasmada en su ensayo Las leyes fundamentales de la estupidez humana se refiere a subestimar el potencial nocivo que conlleva tratar o asociarse con individuos estúpidos, algo que parece difícil de evitar y, peor aún, casi imposible de eliminar de nuestras vidas.

La persona inteligente –dice Cipolla–, sabe que es inteligente. El malvado es consciente de que es un malvado. El incauto anda muy imbuido del sentido de su propia candidez. Pero el estúpido, al contrario que todos estos personajes, no sabe que es estúpido. Y ahí reside el mayor de sus peligros. Esto contribuye poderosamente a dar mayor ímpetu, incidencia y resultado a su inconsciencia devastadora.

Si nos fijamos en la portada del libro que ahora publica Ricardo Moreno Castillo (Madrid, 2018), titulado Breve tratado sobre la estupidez humana (Fórcola, 2018), vemos el famoso cuadro de El Bosco que lleva por título Extracción de la piedra de la locura, una alegoría burlesca y jocosa sobre la estupidez humana, en el que se plasma con suma intencionalidad su poder peligroso y maléfico. La temática del cuadro retrata la creencia de un antiguo dicho holandés que afirmaba que si una persona es estúpida se debe a que tiene incrustada una piedra en la cabeza.

Se supone que el propósito de tan extravagante operación no es otro que liberar a la persona de esa estupidez que se aloja en su cuerpo de manera tan ostensible y perversa. El embudo invertido que luce el cirujano en su cabeza, un grotesco capirote, nos indica lo inconsistente de su método científico. Hay también una crítica implícita a esa fe ciega de antaño en los curanderos, unida a un ataque al clero que se desentiende de la víctima, dejándole como único recurso un vago consuelo de confiar en dios todopoderoso.

Al igual que el cuadro simboliza no solo una farsa popular, sino un indiscutible fresco social que encarna esa proliferación histórica de tontos, necios e idiotas, en este tratado, Moreno Castillo, licenciado en matemáticas y doctor en filosofía, viene a presentarnos un trabajo ensayístico escrito con mucho desparpajo y perspicacia, cuyo título proclama ese maleficio abundante que, tanto antes, como ahora, nunca ha dejado de ser un agente activo y muy frecuente del que jamás hemos podido librarnos. Este librito se apoya en esa casuística histórica y lo hace desde un pensamiento crítico y argumentativo. La estupidez, nos viene a decir, es estruendosa y temeraria, y hasta más dañina que la maldad. El porcentaje de estúpidos se mantiene constante a lo largo de la historia, en gran medida por ese cúmulo de ideologías dedicadas a fomentar la estupidez: “Las ideologías sirven para disimular la ausencia de ideas, como las pelucas a los calvos”.

El libro en sí es un centón avispado por donde se enumeran muchas afirmaciones y citas bien ajustadas al caso, para sostener la afrenta que su autor lleva a cabo contra la estupidez, como por ejemplo esta de Girolamo Cardano, filósofo renacentista: “Ten presente ante todo que la estupidez consiste, enteramente o casi, en tener un concepto exagerado de sí mismo”. Y en esa misma línea, esta otra cita de Montaigne que viene a hacer hincapié en lo mismo: “Nadie está libre de decir estupideces, lo malo es decirlas con énfasis”.

A lo largo de todo este tratado en miniatura, Moreno Castillo, como anticipa en la introducción, pone en juego ese principio de Hanlon, según el cual no se debe atribuir a la maldad lo que pueda ser explicado por la estupidez. De ahí que el propio autor afirme que solo la estupidez se alista a otro orden contrario al entendimiento. “Si pudiéramos suprimir la maldad –dice–, el mundo sería un poco mejor. Pero si pudiéramos suprimir la estupidez, el mundo sería muchísimo mejor”. En otro lugar del libro incide en eso mismo, señalando que la imposibilidad de alcanzar una sociedad completamente justa no vendrá tanto por la maldad humana, como por la estupidez humana: “Si para Unamuno no hay tonto bueno, para Sócrates no hay inteligente malo”.

Decía Einstein que el universo y la estupidez son lo más expansivo que se conoce. Moreno Castillo propone en su epílogo, cuidando de no pasarse de listo, un recetario para combatir ese determinismo histórico expansivo de la estupidez, pese a que no confíe en el éxito de sus propuestas. Sin embargo, leer, leer y leer, según él, puede que sea el filón y el refugio necesarios para tener la mente despierta y la cabeza en su sitio: libros de toda índole, de ficción, de humor, de filosofía, de historia.

Este breve tratado es un alegato contra la estulticia, un ejercicio inteligente e incisivo para descifrar e interpretar su lado opuesto, el del conocimiento. Hay, por tanto, mucho de instrucción e inquietud en el mismo, que cobra rabiosa actualidad, y que su autor expone con mucha audacia y tino. Somos víctimas de la estupidez y convivimos con ella sin remedio.


miércoles, 24 de octubre de 2018

Ganarse otra vida


En estos días toda la prensa internacional destaca la marcha kilométrica de migrantes de países más al Sur que se adentra por México. Una columna de miles de personas, principalmente hondureños, avanza decididamente hacia Estados Unidos. Mujeres y niños encabezan la travesía, destacan los reporteros. Hay cansancio en sus rostros. Algunos no han comido desde hace días. Huyen del desamparo que les provoca el caos que arrasa a sus países. No les importa lo que dejaron tras de sí. Saben que vivir es perder cosas, pero su indignación y desesperación les empujan a buscar una salida, a mantener encendida, aunque no se den las mejores condiciones, la antorcha de la esperanza.

El nuevo libro de Juan Pablo Villalobos (Guadalajara, México, 1973) retrata, a la vez que denuncia, la actualidad de Centroamérica con esa travesía angustiosa que muchos niños afrontan para alcanzar las tierras americanas del norte en busca de sus padres, que ya lograron poner pie al otro lado de la frontera mexicana, y les esperan. En ese viaje de los niños centroamericanos a Estados Unidos, Villalobos escribe un puñado de historias sobre ese sueño, bajo la perspectiva desnuda del reportero, consciente de que la realidad no solo es lo que es, sino también el modo en que sus protagonistas la miran, la viven y la cuentan. Y es sabido que el modo de oír y de contar las cosas ajenas puede llegar a helar nuestras acomodadas conciencias. La realidad de estos niños que aquí toman la palabra nos conmueven y llegan hasta avergonzarnos de nuestra condición humana.

Yo tuve un sueño (Anagrama, 2018) es un título sacado de aquella mítica frase que Martin Luther King pronunció en 1963 en su memorable discurso sobre la igualdad racial. Medio siglo después, Villalobos la rescata para su libro, porque lo que nos cuentan sus protagonistas, niños entre diez y diecisiete años, procedentes de Guatemala, El Salvador y Honduras, tiene mucho que ver con esa aspiración, con esa esperanza de alcanzar los sueños que cada uno de ellos lleva dentro, sin importarles los peligros que tendrán que sortear por el paso fronterizo entre México y EE.UU.

Tal vez, tenga mucha razón el cineasta italiano Nanni Moretti cuando confesó en una entrevista aquella frase tan luminosa de que “una infancia pobre es una riqueza que dura toda la vida”. En este libro de Villalobos, las criaturas que transitan por sus crónicas son también pobres e inocentes que, pese a su precariedad, mantienen con orgullo su procedencia y su fe en alcanzar su tesoro más anhelado, reunirse con los suyos, sentirse en familia.

Solo si la prosa de un escrito logra tener vida, nervio y sangre, un entusiasmo, diríamos, dicho escrito puede llegar a seducir al lector y que sienta esa vida, esa garra y esa sangre tan propias de una buena crónica. El escritor de no ficción se faja en contar los hechos vívidos de seres reales, sin poder acudir a la libertad que permiten los libros de ficción. Los testimonios que se recogen en estas historias tienen esa fuerza reveladora de verdad y vida, de eficacia aterradora, gracias a ese lenguaje directo, sin viruta, que pone su autor en el texto haciéndose invisible, para que sean los niños quienes hablen con su propia voz.

En una de ellas, quizá de las más intensas y emotivas, titulada El otro lado es el otro lado, se resume con minucioso detalle el clima de inseguridad y violencia que viven los habitantes más vulnerables de la región. Es el testimonio de un chico salvadoreño, de apenas catorce años, que regresa de la escuela por una de las calles de su ciudad, cargado con su mochila y entretenido por el camino con una bolsa de patatas fritas. Va comiendo a paso tranquilo, es gordito y hace calor, Viene ya con los deberes hechos de casa de un amigo. Al poco, le sale al paso un miembro de la Mara Salvatrucha, una de las bandas de jóvenes que controlan los barrios de Honduras, El Salvador y Guatemala, y le acusa de haber pisado aquella parte de la ciudad custodiada por la pandilla enemiga, la de Los Mierdas. Ambos saben que cruzar esa línea es estar dispuesto a recibir una paliza o un balazo, sin más. El chico le dice que viene de casa de un compañero de clase y que conoce al Yoni, uno de los jefecillos de la mara de esta zona, y proceden a comprobarlo. El Yoni lo confirma al tiempo que recibe un chivatazo de que la policía le anda buscando. Tras colgar el teléfono, le obliga a que lleve un paquete en su mochila y emplaza al pandillero a que acompañe al niño a su casa y vaya después de unos días a rescatar el contenido de la bolsa. Cuando regresa a casa del gordito, descubre que este ha huido a Estados Unidos y es su abuela la que le entrega el paquete sin cruzar ninguna palabra entre ellos.

En cada una de las piezas de este libro se concentra la vida palpitante de quien la cuenta, con su tono y vocabulario, como la que protagoniza la niña de Voy a dormir un ratito yo, una historia tremenda y conmovedora en la que cuenta cómo se las apaña en una celda abarrotada de indocumentados, sin hueco para sentarse, hasta la aparición de una desconocida que le ofrece su lugar para el descanso.

Parecen relatos, pero son crónicas. Parecen cuentos, pero son historias verdaderas de niños valientes. La clave está en cómo Villalobos trasciende esa lógica narrativa llevando al lector al lugar del otro que cuenta su vida, su desamparo, sus miedos y huida y, sobre todo, los vientos que lo empujan a ganarse la otra vida que merece. Un libro conmovedor e implacable, escrito con admirable pulso y nervio.

sábado, 20 de octubre de 2018

Deconstrucción


Bien es cierto que el término deconstrucción fue utilizado primero por Heidegger en su obra Ser y tiempo, hasta la llegada de Derrida que lo incorpora a su obra para abordarlo, no tanto en la medida de que se trata de la reducción a la nada, sino para mostrar cómo esta se ha abatido en el tiempo, en los significados de las etapas sucesivas de la experiencia, un planteamiento que también se mueve entre la negación y la afirmación de los signos.

La nueva novela de Isaac Rosa (Sevilla, 1974) parece concebida bajo esta subversiva envoltura retórica. Nos cuenta una ruptura amorosa, la descomposición de una pareja partiendo de un relato que comienza por el epílogo y termina con el prólogo, ensamblados por capítulos que van de atrás hacia delante. Sus dos protagonistas alternan la tensión de sus monólogos bajo la compostura racional de ese ego desvalido que ambos exhiben, sin poder evadirse de esa verdad universal acerca de la vida en pareja: ninguno de ellos puede cubrir la parcela del otro.

Cada pareja, cuando se enamora y se frecuenta y convive y se ama es única. Llegan a tener su propio lenguaje que solo pertenece a ellos dos. Ese habla propio e íntimo está poblado de inflexiones y sobreentendidos que incumben solamente a dos hablantes y que invalidan la inclusión de alguien ajeno a su vida en común. Pero cuando llega el momento en el que aparecen las desavenencias en una pareja, ninguno de los dos tiene en su mano la forma de evitar el riesgo de que esa feliz convivencia se acabe, porque todo amor humano implica siempre la exposición absoluta al otro, y nunca excluye la posibilidad de su apartamiento y desaparición. Y cuando llega la separación también muere ese idioma creado al uso del amor, ya que ha dejado de tener sentido.

En Feliz final (Seix Barra, 2018) Rosa aborda la volatilidad del amor, los errores de cálculo, su trasiego y desafío constante a través del relato confesional de Antonio y Ángela, padres de dos hijas a los que no les importa narrar su naufragio. Cada uno a su manera, constata que una ruptura es una brecha dolorosa y lleva su tiempo de desafectos, pero también una posibilidad de fuga. Cada uno de ellos examina al otro, hurga en sus discrepancias y engaños. Los dos hablan también del amor que se prometieron, de su admiración mutua, del placer de sus encuentros y de las esperanzas que se dieron: “Nosotros íbamos a envejecer juntos”, dice él en el epílogo, y lo mismo dice ella en el prólogo, sin predicarlo hacia afuera, por la sencilla razón de que esa aspiración se convirtiera con el tiempo al final en irrisoria y mezquina.

Hablar con agallas de la derrota es una necesidad fundamental de todo ser humano. Ahora, desmantelados del hogar común, después de trece años de amor y de sueños rotos, solo les queda recopilar justificaciones que ya no les valdrá para rearmarse como pareja. Ella dice que “enamorarse es acumular nostalgia para el futuro”. Él, en cambio, más teatral, sostiene que “enamorarse es construir un personaje”. En la suma de ambas apreciaciones encontramos su verdadera relectura, su reajuste y el confinamiento al que han llegado.

Tal vez, como dice Alain Botton, el matrimonio sea un poco como una sábana que nunca se llega a extender a la perfección: cuando conseguimos alisar un lado nos encontramos con más arrugas y pliegues en el otro. Aquí, en la novela de Rosa se llega a más. Nos muestra la piel que tapa esas sábanas, su carnalidad y deterioro, “su combustión acelerada”, pero con un contrapunto luminoso que resume muy bien el significado de liquidación del amor: “la pérdida de un relato común”.

En el amor, el final ni se espera ni se desea, aunque venga precedido de un desgaste del estado de bienestar que lo nutre y que parecía que nunca se iba a consumir. Solo el desamor rotundo anhela la llegada de un final liberador, pero no es fácil gestionar los meandros que llevan el curso de una ruptura. Feliz final afronta ese conflicto originado por la fractura de una relación matrimonial, un relato a dos voces, la de un hombre y una mujer que, como tantos otros, se enamoraron, vivieron una ilusión, tuvieron hijos, y sostuvieron un proyecto hasta que llegaron los problemas: silencio, celos, dudas, precariedad, que avivaron el desencanto, el apagón sentimental y su finiquito.

Todos leemos desde una inevitable conciencia y credo, y aunque queramos desvincularnos de estos principios cuando se trata de literatura, no es fácil escapar de ellos si lo que estamos leyendo se involucra tanto en hechos que conciernen a nuestras vidas. Entonces se complica la objetividad de lo leído escurriéndose hacia los sentimientos y experiencias personales. Este libro concita a ese sentir, porque es posible, como se destaca en su contraportada, que el amor sea un lujo que no siempre podamos permitirnos tan gratuitamente como habíamos pensado.

domingo, 14 de octubre de 2018

Cuaderno de notas


Pese a que la literatura, como el aire, cada cual la respira a su modo, a mí me gusta la literatura que se mezcla con la vida, como diría Karmelo C. Iribarren, que se tizna de ella. Mi vida de lector está inscrita en ese entramado, y eso no quita para que la curiosidad me empuje también a traspasar la puerta de otros libros más herméticos y experimentales. Sin embargo, donde mejor y más dichoso me hallo es sumergido en ese tipo de lecturas en el que la escritura se junta con lo vivido, y viceversa.

Uno de los géneros en los que esa afinidad mejor se postula para probar esa suerte de encuentro es el diario. Precisamente, el diario es el lugar desde donde un escritor nos habla en primera persona, sin intermediarios, sin personajes interpuestos, sin que el autor nos oculte su propia identidad. El diario no tiene por qué ser esencialmente una confesión, un discurso de sí mismo, como bien subraya Blanchot, sino más bien un memorial, un archivo desvelado por medio del cual el escritor se ata a la vida, a la realidad cotidiana, para revelarnos vivencias y pensamientos suyos.

Confieso que el último libro que he leído encaja con fortuna en ese tipo de texto que transita por la vida, a modo de viaje de ida y vuelta, con paradas en la intimidad, el humor, la soledad, la perplejidad, la noche y la literatura. Me refiero a Lecturas pendientes (Ediciones Nobel, 2018), de Pedro Ugarte (Bilbao, 1963), un cuaderno de anotaciones, un diario sin datar que abarca un extenso período de su vida, que va desde 1999 hasta el 2017, un libro fecundo y sincero, de lectura ágil, escrito con mucho humor e ironía, tan poblado de evocaciones, anécdotas, reflexiones y aforismos, como de referencias literarias.

Llama la atención el texto, de reminiscencia japonesa, que figura en la portada del libro y que parece establecer una relación irónica con el título de la obra. Tal vez haya una metáfora implícita y alusiva a esas lecturas pendientes que tienen una apariencia lejana, más allá de nuestro ámbito cultural, de cuya existencia apenas llegamos a sospechar: lenguas, alfabetos, signos o símbolos remotos. Quizá contenga un fondo de nostalgia del saber, de no haber llegado aún a esa cultura alejada que, hoy por hoy, no figura entre las lecturas que manejamos.

En Lecturas pendientes hay muchas claves de la vida y de la obra de su autor, y, por tanto, hay una cronología implícita que recorre distintas etapas suyas: infancia, juventud y edad adulta. En su conjunto, es un libro más reflexivo que sentencioso, en el que sobresale la memoria vivida y la vida recordada. Cada referencia, sea personal o moral, social o de ámbito hogareño, desemboca en ese océano que conforma su vida literaria donde ha venido vertiendo su caudal intelectual, sus sueños y contradicciones. La poética y la manera de entender el mundo del autor también están presentes, a la que se suma esa pizca sentimental y afable tan suya, que en nada oculta al hombre verdadero que va consigo, orgulloso de su tierra, de su vocación y de sus convicciones.

Ugarte pone cautela en que su diario, sus anotaciones, como le gusta llamarlo, no deriven hacia la melancolía, como aconseja Iñaki Uriarte, fascinante diarista al que el escritor bilbaíno cita en más de una ocasión. Pero, desde luego, es inevitable que por algunos de sus pasajes se cuelen algunas añoranzas de Bilbao, su ciudad y enclave, enlazadas por los recuerdos personales de su gente y de sus calles, como así lo deja dicho: “Cada uno de sus rincones cuenta alguna historia y un pedazo de tu vida, distinto según el rumbo que tomes, regresa del olvido con solo dar un paseo”.

Lecturas pendientes es un diario jugoso y hermosísimo, un ensayo sucesivo por el que transita un hombre exigente con la literatura y amable con la vida, un hombre nada recatado en el compromiso de su vocación de escritor. Sin dejar de lado los temas universales, como el amor, la vida y la muerte, Ugarte, más o menos al azar, hace acopio de sus andanzas y va hilando sucesos y gustos, momentos, sensaciones, anécdotas y reflexiones, sobre sí mismo y sobre el mundo que le rodea. Ningún aspecto queda fuera de su mirada: estilo, cultura, familia, afectos, sexo, política, trabajo, conciencia..., y, sobre todo, libros y literatura.

Dice Pamuk que ser escritor es descubrir, luchando pacientemente durante años, la segunda persona que se esconde en el interior de uno y el universo que convierte a esa persona en lo que es. La trayectoria literaria de Pedro Ugarte concita a pensar que, en esencia, esa reflexión del escritor turco es un fiel reflejo de lo que su dilatada carrera como narrador de cuentos y novelista ha supuesto en su vida real y en su obra artística, hasta el punto de que el lector de este diario pueda llegar a pensar al final del mismo que, incluso, la literatura tal vez sea la experiencia más valiosa que el ser humano ha podido crear para comprenderse a sí mismo, por esa capacidad que tiene de hablar de nuestra propia historia como si fuera la de otros, y de la de otros como si fuera la nuestra.

Y es así. A veces uno siente que la vida es como su propia letra, que ni le gusta ni la entiende del todo. Pero llegan libros como este que reparan apagones, para decirnos que la vida de uno no es más que un fluido de lecturas en curso. Y que lo que más interesa de ella es el resultado total, más que sus partes, como se le debe pedir a un buen libro, según Virginia Woolf, que nos haga pensar e invite a subrayar lo que merece la pena. Seguimos necesitados de ello. Tenemos muchas lecturas pendientes, muchas, y no debe importarnos que no tenga fin.


lunes, 8 de octubre de 2018

La lucha por la vida


Se cumplen ahora tres años del fallecimiento de Henning Mankell (Estocolmo, 1948-2015), autor bien conocido del género negro, gracias a sus novelas protagonizadas por el célebre inspector Kurt Wallander, iniciadas con Asesinos sin rostro (1991), y que además dejó publicado, antes de su desaparición, un hermoso y conmovedor libro de memorias, un archivo interior, se podría decir, en el que, bajo el título de Arenas movedizas (2014), examina su vida desde la penosa enfermedad del cáncer que padeció y que, en muy poco tiempo, acabaría definitivamente con sus sueños.

Antes de alcanzar la fama con sus novelas policiacas, Mankell, con apenas veinticinco años de edad, debutó como novelista con un libro de marcado acento social que, ahora, se edita por primera vez en nuestro país, y en el que se vislumbra ese calado social tan comprometido de su obra, que ya venía de lejos, de su propio ambiente aventurero y de los ideales de Mayo del 68, unido a sus escaramuzas viajeras y a sus vivencias en aquel París tan reivindicativo por el que transitó en plena juventud.

El hombre de la dinamita (Tusquets, 2018) es su opera prima, y nace bajo la experiencia que el autor obtuvo en sus años de joven activista. Durante unos años, a partir de 1970 convivió emancipado con una mujer militante del partido maoísta en Noruega. Fue una época profusa de lucha, en la que los jóvenes pretendían romper con el poder establecido. Estas vivencias marcaron el pulso político y la simiente de muchas de sus futuras narraciones. Este libro es muestra significativa de todas esas experiencias que se concretan en un relato desgarrador situado en 1911 en un pueblo minero de Suecia, en el que se esboza la situación laboral de la clase obrera de aquellos años y de las décadas posteriores, a través de la vida de su aguerrido personaje. Es la historia de Oskar Johansson, un dinamitero que sobrevivió a una explosión en un túnel con el que se pretendía abrir paso al ferrocarril que llevaría el progreso y la prosperidad a aquella comarca. Aquel día, las noticias del trágico accidente fueron determinantes para los que conocían al joven Johansson. Los periódicos hablaron de que “nadie pudo evitar el horrendo final”. Lo peor de todo, como se cuenta en el libro, fue que “aquella noticia nunca llegó a desmentirse”.

Estamos ante una novela social que recuerda a aquellas de la estirpe barojiana de “La lucha por la vida”, pero en un ámbito menos miserable que la reflejada en el Madrid de la misma época. Por entonces, en el norte de Europa el movimiento social escandinavo ya comenzaba a situarse a la cabeza del continente en su defensa de los derechos de los trabajadores, empujado por un socialismo emergente y esperanzador. Eran tiempos de liberación. Y por estas lindes transcurre la novela en su trayecto nada conformista. Lo que mejor define a una época no es precisamente lo que tuvo mucho de éxito en su tiempo, sino por el contrario, lo que se le resistió de alguna manera y encontró esa rebeldía de perdurar en su lucha.

Mankell consigue esa simbiosis narrativa capaz de conjugar los tiempos y mostrar la superación de su protagonista ante la dura adversidad sobrevenida, y cómo no, centrar el relato en su vida, en la lucha de superación que el propio individuo mantiene consigo mismo y con el Estado, al que se somete, resistiéndose a ese destino desde su soledad y manteniendo el tipo, pese a lo adverso de las situaciones por las que va transcurriendo su vida menguada. “El socialismo combate la soledad”, dice Johansson, ya de mayor. “La gente está muy sola. Hablan de si su situación económica es buena o mala, hombres o mujeres, hablan de lo que les interesa y se arrastran suplicando compañía”. La solidaridad de la clase trabajadora, la más desprotegida, está en constante alerta para este inquebrantable luchador que fue Henning Mankell.

La desilusión no tardará de llegar a la conciencia de su personaje. Al principio, en los primeros años de superación, con un ojo menos, con una mano perdida, sin pelo y con el abdomen medio descosido, los progresos sociales acompañaron a su mejoría, fueron etapas de avances y consolidación de una vida mejor. Después, el estancamiento y el retroceso de aquellos logros dieron paso al desencanto: “Uno siempre ha sido un obrero. Todo ha cambiado, pero no para nosotros”, concluye. Ya, jubilado, años después, juzga la decadencia de ese socialismo, que se ha ido al traste con esa idea romántica bautizada como Estado del Bienestar, desbaratado y dirigido por una estructura perniciosa de funcionarios inútiles e indolentes. Quizá esto último sea lo más deplorable que Johansson admita a sus ochenta años, ya enfermo en la cama de un hospital.

El hombre de la dinamita es una novela beligerante y de plena actualidad, que cuenta una historia colectiva desde el punto de vista de un luchador, un hombre herido en el cuerpo y en sus sueños, consciente de que, en último término, lo único que nos queda en la vida es sobrevivir.

Mankell lo dejó bien dicho en Arenas movedizas: “vivimos para dejar olvido”. Pero, mucho, mucho antes, en esta conmovedora novela, objeto de mi reseña, ya dejó escrito que haber querido ser otro no es lo que cuenta. La vida no es más que el arte de sobrevivir frente al olvido venidero. Y lo que cuenta no es más que eso: la lucha por la vida.