En
estos días toda la prensa internacional destaca la marcha
kilométrica de migrantes de países más al Sur que se adentra por
México. Una columna de miles de personas, principalmente hondureños,
avanza decididamente hacia Estados Unidos. Mujeres y niños encabezan
la travesía, destacan los reporteros. Hay cansancio en sus rostros.
Algunos no han comido desde hace días. Huyen del desamparo que les
provoca el caos que arrasa a sus países. No les importa lo que
dejaron tras de sí. Saben que vivir es perder cosas, pero su
indignación y desesperación les empujan a buscar una salida, a
mantener encendida, aunque no se den las mejores condiciones, la
antorcha de la esperanza.
El
nuevo libro de Juan Pablo Villalobos
(Guadalajara, México, 1973) retrata, a la vez que denuncia, la
actualidad de Centroamérica con esa travesía angustiosa que muchos
niños afrontan para alcanzar las tierras americanas del norte en
busca de sus padres, que ya lograron poner pie al otro lado de la
frontera mexicana, y les esperan. En ese viaje de los niños
centroamericanos a Estados Unidos, Villalobos
escribe un puñado de historias sobre ese sueño, bajo la perspectiva
desnuda del reportero, consciente de que la realidad no solo es lo
que es, sino también el modo en que sus protagonistas la miran, la
viven y la cuentan. Y es sabido que el modo de oír y de contar las
cosas ajenas puede llegar a helar nuestras acomodadas conciencias. La
realidad de estos niños que aquí toman la palabra nos conmueven y
llegan hasta avergonzarnos de nuestra condición humana.
Yo tuve un sueño
(Anagrama, 2018) es un título sacado de aquella mítica frase que
Martin Luther King
pronunció en 1963 en su memorable discurso sobre la igualdad racial.
Medio siglo después, Villalobos
la rescata para su libro, porque lo que nos cuentan sus
protagonistas, niños entre diez y diecisiete años, procedentes de
Guatemala, El Salvador y Honduras, tiene mucho que ver con esa
aspiración, con esa esperanza de alcanzar los sueños que cada uno
de ellos lleva dentro, sin importarles los peligros que tendrán que
sortear por el paso fronterizo entre México y EE.UU.
Tal
vez, tenga mucha razón el cineasta italiano Nanni Moretti
cuando confesó en una entrevista aquella frase tan luminosa de que
“una infancia pobre es una riqueza que dura toda la vida”. En
este libro de Villalobos,
las criaturas que transitan por sus crónicas son también pobres e
inocentes que, pese a su precariedad, mantienen con orgullo su
procedencia y su fe en alcanzar su tesoro más anhelado, reunirse con
los suyos, sentirse en familia.
Solo
si la prosa de un escrito logra tener vida, nervio y sangre, un
entusiasmo, diríamos, dicho escrito puede llegar a seducir al lector
y que sienta esa vida, esa garra y esa sangre tan propias de una
buena crónica. El escritor de no ficción se faja en contar los
hechos vívidos de seres reales, sin poder acudir a la libertad que
permiten los libros de ficción. Los testimonios que se recogen en
estas historias tienen esa fuerza reveladora de verdad y vida, de
eficacia aterradora, gracias a ese lenguaje directo, sin viruta, que
pone su autor en el texto haciéndose invisible, para que sean los
niños quienes hablen con su propia voz.
En
una de ellas, quizá de las más intensas y emotivas, titulada El
otro lado es el otro lado,
se resume con minucioso detalle el clima de inseguridad y violencia
que viven los habitantes más vulnerables de la región. Es el
testimonio de un chico salvadoreño, de apenas catorce años, que
regresa de la escuela por una de las calles de su ciudad, cargado con
su mochila y entretenido por el camino con una bolsa de patatas
fritas. Va comiendo a paso tranquilo, es gordito y hace calor, Viene
ya con los deberes hechos de casa de un amigo. Al poco, le sale al
paso un miembro de la Mara
Salvatrucha, una de las
bandas de jóvenes que controlan los barrios de Honduras, El Salvador
y Guatemala, y le acusa de haber pisado aquella parte de la ciudad
custodiada por la pandilla enemiga, la de Los
Mierdas. Ambos saben que
cruzar esa línea es estar dispuesto a recibir una paliza o un
balazo, sin más. El chico le dice que viene de casa de un compañero
de clase y que conoce al Yoni,
uno de los jefecillos de la mara de esta zona, y proceden a
comprobarlo. El Yoni
lo confirma al tiempo que recibe un chivatazo de que la policía le
anda buscando. Tras colgar el teléfono, le obliga a que lleve un
paquete en su mochila y emplaza al pandillero a que acompañe al niño
a su casa y vaya después de unos días a rescatar el contenido de la
bolsa. Cuando regresa a casa del gordito, descubre que este ha huido
a Estados Unidos y es su abuela la que le entrega el paquete sin
cruzar ninguna palabra entre ellos.
En
cada una de las piezas de este libro se concentra la vida palpitante
de quien la cuenta, con su tono y vocabulario, como la que
protagoniza la niña de Voy
a dormir un ratito yo,
una historia tremenda y conmovedora en la que cuenta cómo se las
apaña en una celda abarrotada de indocumentados, sin hueco para
sentarse, hasta la aparición de una desconocida que le ofrece su
lugar para el descanso.
Parecen
relatos, pero son crónicas. Parecen cuentos, pero son historias
verdaderas de niños valientes. La clave está en cómo Villalobos
trasciende esa lógica narrativa llevando al lector al lugar del otro
que cuenta su vida, su desamparo, sus miedos y huida y, sobre todo,
los vientos que lo empujan a ganarse la otra vida que merece. Un
libro conmovedor e implacable, escrito con admirable pulso y nervio.
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