miércoles, 24 de octubre de 2018

Ganarse otra vida


En estos días toda la prensa internacional destaca la marcha kilométrica de migrantes de países más al Sur que se adentra por México. Una columna de miles de personas, principalmente hondureños, avanza decididamente hacia Estados Unidos. Mujeres y niños encabezan la travesía, destacan los reporteros. Hay cansancio en sus rostros. Algunos no han comido desde hace días. Huyen del desamparo que les provoca el caos que arrasa a sus países. No les importa lo que dejaron tras de sí. Saben que vivir es perder cosas, pero su indignación y desesperación les empujan a buscar una salida, a mantener encendida, aunque no se den las mejores condiciones, la antorcha de la esperanza.

El nuevo libro de Juan Pablo Villalobos (Guadalajara, México, 1973) retrata, a la vez que denuncia, la actualidad de Centroamérica con esa travesía angustiosa que muchos niños afrontan para alcanzar las tierras americanas del norte en busca de sus padres, que ya lograron poner pie al otro lado de la frontera mexicana, y les esperan. En ese viaje de los niños centroamericanos a Estados Unidos, Villalobos escribe un puñado de historias sobre ese sueño, bajo la perspectiva desnuda del reportero, consciente de que la realidad no solo es lo que es, sino también el modo en que sus protagonistas la miran, la viven y la cuentan. Y es sabido que el modo de oír y de contar las cosas ajenas puede llegar a helar nuestras acomodadas conciencias. La realidad de estos niños que aquí toman la palabra nos conmueven y llegan hasta avergonzarnos de nuestra condición humana.

Yo tuve un sueño (Anagrama, 2018) es un título sacado de aquella mítica frase que Martin Luther King pronunció en 1963 en su memorable discurso sobre la igualdad racial. Medio siglo después, Villalobos la rescata para su libro, porque lo que nos cuentan sus protagonistas, niños entre diez y diecisiete años, procedentes de Guatemala, El Salvador y Honduras, tiene mucho que ver con esa aspiración, con esa esperanza de alcanzar los sueños que cada uno de ellos lleva dentro, sin importarles los peligros que tendrán que sortear por el paso fronterizo entre México y EE.UU.

Tal vez, tenga mucha razón el cineasta italiano Nanni Moretti cuando confesó en una entrevista aquella frase tan luminosa de que “una infancia pobre es una riqueza que dura toda la vida”. En este libro de Villalobos, las criaturas que transitan por sus crónicas son también pobres e inocentes que, pese a su precariedad, mantienen con orgullo su procedencia y su fe en alcanzar su tesoro más anhelado, reunirse con los suyos, sentirse en familia.

Solo si la prosa de un escrito logra tener vida, nervio y sangre, un entusiasmo, diríamos, dicho escrito puede llegar a seducir al lector y que sienta esa vida, esa garra y esa sangre tan propias de una buena crónica. El escritor de no ficción se faja en contar los hechos vívidos de seres reales, sin poder acudir a la libertad que permiten los libros de ficción. Los testimonios que se recogen en estas historias tienen esa fuerza reveladora de verdad y vida, de eficacia aterradora, gracias a ese lenguaje directo, sin viruta, que pone su autor en el texto haciéndose invisible, para que sean los niños quienes hablen con su propia voz.

En una de ellas, quizá de las más intensas y emotivas, titulada El otro lado es el otro lado, se resume con minucioso detalle el clima de inseguridad y violencia que viven los habitantes más vulnerables de la región. Es el testimonio de un chico salvadoreño, de apenas catorce años, que regresa de la escuela por una de las calles de su ciudad, cargado con su mochila y entretenido por el camino con una bolsa de patatas fritas. Va comiendo a paso tranquilo, es gordito y hace calor, Viene ya con los deberes hechos de casa de un amigo. Al poco, le sale al paso un miembro de la Mara Salvatrucha, una de las bandas de jóvenes que controlan los barrios de Honduras, El Salvador y Guatemala, y le acusa de haber pisado aquella parte de la ciudad custodiada por la pandilla enemiga, la de Los Mierdas. Ambos saben que cruzar esa línea es estar dispuesto a recibir una paliza o un balazo, sin más. El chico le dice que viene de casa de un compañero de clase y que conoce al Yoni, uno de los jefecillos de la mara de esta zona, y proceden a comprobarlo. El Yoni lo confirma al tiempo que recibe un chivatazo de que la policía le anda buscando. Tras colgar el teléfono, le obliga a que lleve un paquete en su mochila y emplaza al pandillero a que acompañe al niño a su casa y vaya después de unos días a rescatar el contenido de la bolsa. Cuando regresa a casa del gordito, descubre que este ha huido a Estados Unidos y es su abuela la que le entrega el paquete sin cruzar ninguna palabra entre ellos.

En cada una de las piezas de este libro se concentra la vida palpitante de quien la cuenta, con su tono y vocabulario, como la que protagoniza la niña de Voy a dormir un ratito yo, una historia tremenda y conmovedora en la que cuenta cómo se las apaña en una celda abarrotada de indocumentados, sin hueco para sentarse, hasta la aparición de una desconocida que le ofrece su lugar para el descanso.

Parecen relatos, pero son crónicas. Parecen cuentos, pero son historias verdaderas de niños valientes. La clave está en cómo Villalobos trasciende esa lógica narrativa llevando al lector al lugar del otro que cuenta su vida, su desamparo, sus miedos y huida y, sobre todo, los vientos que lo empujan a ganarse la otra vida que merece. Un libro conmovedor e implacable, escrito con admirable pulso y nervio.

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