sábado, 24 de septiembre de 2022

Relatos inquietantes


Los libros de Eduardo Halfon (Guatemala, 1971) poseen un aire sutil, de soplo medido, que trasciende y sustenta su razón de ser como escritor. No conozco a lector alguno que haya leído por primera vez alguna obra suya y no vaya a buscar otras anteriores o saltar impaciente a correr tras el anuncio de una nueva publicación de su autoría. Halfon es un escritor que cautiva por su prosa fina y delicada, narrativamente sintética, una escritura que fluye desde el ático de su memoria, desde lo que ha visto y escuchado, desde lo que revolotea por sus recuerdos. Aclara y deja dicho en su Biblioteca Bizarra (2018), que le motiva escribir solamente a partir de lo que emerge de su memoria: desde ella y hacia adelante.

En ese ejercicio de querer rellenar los espacios vacíos de la memoria, aun sabiendo de antemano su imposibilidad, Halfon establece sus círculos gravitatorios en torno a ese empeño suyo concentrado en su país, su familia judía, su deambular por el mundo y, ahora con Un hijo cualquiera (Libros del Asteroide, 2022), añadiendo la experiencia de la paternidad y menester en los cuidados de su hijo. Lo hace, como acostumbra, sin abandonar el discurso breve y directo, además de íntimo y confidencial que caracteriza a su literatura. En esta ocasión nos brinda un conjunto de relatos palpitantes, algunos de ellos entrañables, que dan a conocer parte de ese enigma que supone entender el cambio emocional sobrevenido por la llegada de un hijo al hogar y por lo que dicho acontecimiento ha supuesto también en su travesía literaria en marcha, iniciada ya hace veinte años.

Con estos nuevos relatos viene a resaltar las claves que le han valido para seguir escribiendo en medio de tanto bullicio y maraña, recluyéndose para atar cabos, consciente de que no hay nada que se pierda en el día a día para alentar la memoria. Así, por ejemplo, en Historia de mis agujas, Halfon, además de hablar de sus alergias, pañuelos para la nariz y tratamiento de acupuntura, nos revela el momento crucial de asentir su conversión como lector, con la idea de que “la literatura, de una manera muy real, también podía ser una boya”. En Papeles sueltos, uno de sus relatos más destacados, cuenta su incursión lectora en la novela Hambre, del escritor noruego Knut Hamsun, una experiencia memorable y crítica que aviva la controversia existente entre la belleza de una obra artística y su correspondencia ética.

Hay piezas en las que la vida familiar y su hijo se convierten en relatos de misterio y revelación. En la primera de ellas, bajo el título de Un pequeño corte, recrea el parto y circuncisión del recién nacido, que le sirven al autor para examinarse y preguntarse el verdadero peso de ser padre frente a las contingencias sociales y tradición de su estirpe judía ante una decisión inapelable. Sobresale también La nutria verde, un relato hermoso y entrañable de vínculos a través de la inseparable compañía de un animalito de plástico que el padre pone en manos del hijo como regalo tras la vuelta de un largo viaje. En todos ellos, la memoria es siempre el germen y punto de partida, arropada, eso sí, por el contexto elegido como escenario de lo narrado.

Digamos que, en sus mimbres, en los relatos del libro se disecciona la pulsión de la memoria para contar lo sustancial de los recuerdos, epifanías y efervescencias que por allí surgen, impulsados por un fervor literario y humano indisimulables. No te deja impávido Beni, su fábula más estremecedora e impactante, y la más extensa, tal vez su mejor pieza, un relato que se adentra en la sombría historia de Guatemala vista a través de la figura de un hombre impune y despreciable que encarna la maldad del país. Tampoco se queda atrás El último tigre, un cuento extraordinario, asentado en las regiones orientales de Nepal, India y Mongolia con significado familiar premonitorio, que luego recala en territorio sentimental de un padre benévolo y susurrante.


Si hay algo notoriamente propio y distinguido de la escritura del escritor guatemalteco es la calidez de su prosa y la eficacia narrativa de sus libros para agarrar al lector hasta una prometedora estancia en el imaginario de su literatura. Estos relatos chispeantes que albergan Un hijo cualquiera es buen ejemplo de esto mismo, del aprovechamiento de esas facultades naturales que posee su autor. El pacto se establece no tanto con una realidad exterior fabulada, sino con esa voz suya sutil, persuasiva y, a la vez, indagatoria, que nos transporta a su mundo movidos por la curiosidad contagiosa que el narrador propicia.

Halfon sigue dándonos alegría con su literatura recia, con su proyecto narrativo en marcha, explorando en la memoria de su gente y en el presente familiar, como hijo y como padre, como miembro de una estirpe singular, y como escritor sucesivo para reencontrarse consigo mismo. Halfon es un autor que explica lo justo, apenas interpreta y jamás adoctrina. Simplemente cuenta, y lo hace con gusto y garbo.


jueves, 15 de septiembre de 2022

Un hombre privado de sentimientos


Todo editor anhela publicar libros que se vendan bien, que tengan aceptación amplia entre los lectores, pero también libros de los que además le hagan sentirse orgulloso de su oficio. Y si de una manera u otra no coinciden en los mismos títulos, procura crear un catálogo propio con el rédito obtenido por los primeros para probar suerte con aquellos otros de mayor calidad literaria, a sabiendas de que su impacto e interés no alcance a un público más amplio como debiera y merece.

La realidad editorial es esa y, en buena medida, persistente en ingeniársela a la hora de alentar el fomento de la lectura con propuestas más arriesgadas. Por eso mismo, algunos lectores seguimos atentos al eco de lo que algunos sellos editoriales han ido proponiendo en tal sentido, tratando de descubrir, entre otras motivaciones, a autores europeos bien traducidos a nuestro idioma. Libros que han sido bien acogidos por la crítica de su país, así como por lectores de amplio espectro para ponerlos a nuestro alcance: por ejemplo, la apuesta de Acantilado por la obra de Stefan Zweig, la de Tusquets por las novelas de Milan Kundera, la de Anagrama por los textos de Sebald o el decidido propósito de Salamandra en divulgar toda la obra del escritor Sándor Márai, tras el éxito obtenido con la publicación primera de El último encuentro en 1999.

Ciertamente fuimos una legión los que quedamos sorprendidos y encandilados con esta novela y así sucedió con todo lo que después continuó editándose de dicho autor. Estoy pensando en novelas como Divorcio en Buda (2001) o La mujer justa (2004) entre las más destacadas, así como en sus tres libros de memorias, Confesiones de un burgués (2004), ¡Tierra, tierra! (2006) y Diarios: 1984-1989 (2008). En todas ellas subyacen, como telón de fondo, hechos trágicos de la historia colectiva Centroeuropea, al mismo tiempo que un humanismo incontenible descrito en sus páginas como fiel reflejo del empeño de Márai por hurgar en lo recóndito del alma de sus personajes, así como de su propia vida.

Faltaba por descubrir su ópera prima que, para gozo de los lectores, acaba de publicarse hace unos meses, bajo la traducción de Mária Szijj y José Miguel González Trevejo. El matarife (Salamandra, 2022) es un rescate literario afortunado, una novela corta impactante en la que Sándor Márai hace un retrato brillante, a la vez que tremendo y pavoroso, de un hombre, matarife por gusto y soldado por obligación, privado de compasión y ternura. Otto Schwarz, su personaje, es un ser anómalo, despreciable y salvaje, concebido en una noche marcada por la violencia. Aquel día, en el circo al que acudieron sus padres como espectadores, una osa polar se comió de un mordisco la cabeza de su adiestradora.

Otto no tardaría mucho en convertirse en un hombre para quien matar animales en un desolladero berlinés, o liquidar soldados enemigos en el frente, no le supondría ninguna repulsa, ni carga moral alguna, sino una suerte de oficio y aptitud sin más. Márai ha querido reflejar en sus páginas, a través de la figura de su personaje, la desquiciante situación y el trastorno mental que desencadenó también la Primera Guerra Mundial, con la ironía y equidistancia precisas y propias de un cronista de la realidad del momento, consciente de que resultaría imposible pensar que alguien pudiera salir indemne de aquella confrontación, excepto Otto, un ser frío y desaprensivo al que poco o nada le importaba el sentir ajeno.


En El matarife, Sándor Márai describe con brillantez, hondura y tono desapasionado hasta qué punto un ser humano es capaz de modificar su propia naturaleza social asolada bajo los estragos no solo de su insólito comportamiento, sino también de una guerra de naciones tan cruenta y terrible como la que estaba llevándose a cabo. Con mucha sutileza y análisis de los acontecimientos y el alma humana, Márai fija su mirada en el detalle de la conducta indiferente de su personaje para contarnos, sin extravagancias ni recato, una ficción encarnada en la maldad seca de un hombre desprovisto de sentimientos que se mueve por la vida como en campo de batalla, por terreno minado.

Márai es un maestro en la indagación del alma. Entrar en las páginas de sus novelas es rebuscar en los corazones de sus personajes para encontrar sus fisuras y momentos claves que definieron sus vidas. Su prosa concisa, afilada y a veces gélida logra que resulten devastadoras sus historias por las verdades que pone al descubierto. Con esta de El matarife, escrita a sus veinticuatro años, comenzó su bagaje y forja de estilo. Se lee de una sentada y no sin escalofríos.



miércoles, 7 de septiembre de 2022

Los giros de la realidad



La literatura debe apelar a la imaginación. La imaginación es de hecho la carne y la sangre de la literatura, como diría Cynthia Ozick. Incluso va más allá: la literatura –sostiene la escritora estadounidense– no es más que un pacto necesario entre el lector y el escritor para crear un espacio de controversia e imaginación común, capaz de dar sentido al texto. Aun sabiendo que los seres humanos somos imponderables, y rara vez se nos puede aprehender solo con palabras. Sin embargo, los lectores descubrimos cada vez más que toda narración se hace de palabras y elipsis. Palabras y silencio que se encarnarán en personajes, en acciones que urdirán argumentos y tramas, en ideas acerca del mundo y en referencias a espacios y tiempos donde transcurrirá la historia imaginada, dispuesta para sorprendernos.

Si hay un género literario que encaja como ninguno en lo dicho y que siempre alimentó en mí el entusiasmo por la lectura, y sigue haciéndolo todavía, es, sin duda, el cuento. Precisamente el cuento, por lo que posee de laboratorio en su concepción, es pura dinamita, un género bien aquilatado para reflejar, en su brevedad, muchos de los contratiempos que la épica cotidiana nos reserva. Podríamos decir que un cuento es un acontecimiento dramático que implica a alguien que comparta con nosotros, los lectores, lo común de su condición humana en una situación inquietante, insólita e, incluso, cómica, tanto en su atmósfera, en su trama, en su lenguaje, tanto como en la complejidad de su desenlace.

Los cuentos reunidos en Quitamiedos (Talentura, 2021), de Trifón Abad (Murcia, 1979), su segundo libro de relatos tras Que la ciudad se acabe de pronto (2018), finalista del prestigioso Premio Setenil de Cuentos, surgen de nuevo bajo ese mismo dictado efectista y épico, con aire de apariencia invisible e insólita. Albergan un cierto orden temporal del que se proveen los personajes que lo habitan, apurando sus vidas cotidianas, pero estas se verán condicionadas por la irrupción de algo inesperado, sobrevenido, como quien no quiere la cosa: narraciones de apariencia insólita que recalan en lo cotidiano, historias que se sumergen a veces en lo fantástico y siempre acaban ofreciendo al lector un soplo de inquietud o miedo.

En los once cuentos de ahora, lo que le importa a su autor es la dosificación de la información y el crescendo reforzado de cada relato en el que, de una manera u otra, lo extraño, el miedo y lo controvertido de sus personajes conformarán el germen determinante de la historia. En esa misma idea de la que hablaba Poe, la de concebir el cuento como una esfera en la que los detalles que aparecen al principio de la narración ya contengan y vaticinen su final. En el primero de ello, que pone título al libro, narrado con precisión, atento a los detalles, un casco de moto parece estar implicado en un accidente mortal que esconde inquietantes conexiones. En Réplica, el segundo de los cuentos, punteado con imágenes y diálogos reveladores, el afán obsesivo de un padre, coleccionista de figuras de Star Wars, tensará al límite sus arrebatos hasta llevarlo a su propio aislamiento.

En los cuentos de Beneficencia, así con en Tapiyuka o en Antípodas, nos encontramos con tres situaciones que brillan por su realismo, que en el fondo, a lo largo de cada una de sus historias, se va colando con cierta incomodidad una incertidumbre que va trepando, como si algo ominoso respirara bajo la superficie de las palabras. Llegamos a Subterfugios, uno de los mejores relatos, en el que se cuenta cómo alguien es capaz de aislarse en plena pandemia dentro de su coche, encerrado en su propio garaje, como lugar de refugio, sin sospechar de los peligros del inframundo que allí mismo se ocultan.


En cada pieza del libro, Abad presenta la singularidad de un tema que entrelaza en su propia ambientación, sorprendiendo al lector por su pulso narrativo y variedad de situaciones: negocios con cadáveres, lugares paradisíacos en los que está proscrito hablar, plantas salvajes, impulsos obsesivos, magia negra, atropellos, adicciones bajo la presencia de un secreto misterioso. Las peripecias de Quitamiedos viven en una aparente sencillez, pero curiosamente esta se desdobla y se precipita hacia una anormalidad con un soplo cotidiano.

Hacer brotar una buena historia de asuntos corrientes tiene su miga. Tiene que estar muy bien contada para que nos seduzca y atrape a un tiempo. Ha de resolver su misterio con su dosis de aventura y anomalía. Trifón Abad sorprende por eso mismo, por su fuerza narrativa y, sobre todo, por su buceo en las emociones y rarezas de quienes las protagonizan. Los lectores, ya se sabe, amamos la épica, y en estos cuentos se notan sus latidos y sus giros.


jueves, 1 de septiembre de 2022

Fermento del aforismo

El aforismo posee esa bella rareza de abastecerse de observaciones de la realidad circundante y del pensamiento. Con ellas sacude al lector, subvierte incluso el significado habitual de las palabras que ocultan las ideas y los hechos, y así procura incitarnos a la reflexión. Ensayar esto no es solo intentarlo, es abrir posibilidades, producir fulgor, incursiones, tajos, asentar algo conciso para decir mucho más, procurar cabidas y, en definitiva, encender esa chispa en la que, como Platón nos recuerda, si uno se demora en sus destellos, de repente se produce algo nuevo: una conjetura, un hallazgo, una revelación o una teoría para entender y desgajar nuestra realidad común, existencia y juicio. Esto implica asumir que el aforismo, a su vez, es desconcertante, tras él se esconde un desafío de intuiciones que, en su levedad, promueve una incitación, un reto o fermento de algo relacionado con el sentido inasible de la vida.

Por estos márgenes, vislumbres y supuestos traza sus aporías aforísticas el escritor y crítico literario Vicente Luis Mora (Córdoba, 1970) en su nuevo libro Teoría (Mixtura, 2022), un título revelador, que viene a reforzar la idea que lo inspira y promueve: un compendio dialéctico, un laboratorio aforístico desde donde ensayar y atisbar el alcance de este género como pensamiento breve, desde su propio esbozo o balbuceo. En su libro anterior, Nanomoralia (2017) ya dejó simientes bien dispuestas, apuntando en dicha dirección. Pero es ahora, con más astucia y hondura, cuando se presta a desarrollar su dialéctica en torno al aforismo, como razón y pulso del pensamiento. Tocar y parar, a modo de esgrima intelectual, es su propósito para llevar casi trescientas breverías a la captación plena y comprensible del conocimiento, impulsado por la cita de Elizabeth Bishop que las precede: «Es como imaginamos el conocimiento: oscuro, callado, claro, móvil, plenamente libre».

Teoría posee, por tanto, ese rango de rareza inesperada, proveniente de alguien dispuesto a jugar con los conceptos, con la esencia discursiva del lenguaje aforístico y su ámbito. Encontramos razones filosóficas, sentido del humor, epifanías afinadas, contingencias poéticas por las que parece surgir de forma súbita una verdad intuitiva, un fogonazo de lucidez al dictado de su brevedad. El autor más que ponerse a pensar sobre el aforismo, parece que es la escritura la que le conduce a un pensamiento gravitatorio alrededor del aforismo. “El aforismo es luz balbuceante”, afirma, para empezar. Y apuntando en la energía de esa luz dice: “El pensamiento es energía hecha luz y luego convertida en energía de nuevo (energía expresiva)”. Sin abandonar este interludio alusivo aparece este otro: “El lenguaje y el silencio son los polos positivo y negativo de la electricidad del cerebro”.

El libro en sí, por otra parte, reúne y organiza su contenido con una singular nomenclatura alfabética que antecede a cada aforismo que lo clasifica: a. Cuercebro (cuerpo+mente), b. subjetividad, c. teoría y d. lenguaje. De manera que cada texto anuncia con estas letras cómo se interrelaciona su naturaleza y sentido, en muchas ocasiones con más de una e, incluso, hasta con las cuatro: “En teoría, somos lo que decimos que pensamos”; “Pero es al revés –confirma a continuación–. Hay que leerlo al revés” (Pensamos que decimos lo que somos, en teoría). Vicente se las ingenia con picardía, malicia, astucia y travesura para acomodar sus enunciados y aproximarnos a ellos, valiéndose también del mecanismo de la paradoja, la paráfrasis, la antítesis, figuras que encuentran su generoso acomodo, por ejemplo, en estos tres aforismos: “Si después de la vida no hay nada, pues no hay nada, que no es poco”; “El aforismo como cura: como cura de humildad”; “Un iluminado no fanático, eso es un pensador”.

Vicente Luis Mora se mueve en un territorio filosófico-literario de no fácil clasificación por lo complejo de los asuntos tratados en su libro, un campo de cultivo que a él le mueve como experimentación del pensamiento y paradojas del lenguaje. Teoría es, por eso mismo, un libro intuitivo, de ideas jugosas y estimulantes, provisto de un sinfín de ecos internos sobre audaces conjeturas alrededor del aforismo, la vida y el lenguaje. Un libro en el que su maquinaria textual se dispone en un diálogo vivo entre el autor, la palabra y la conciencia, propiciando preguntas que vienen de la incierta posición en la que, a veces, se encuentra el propio autor en su algarabía de voces: “¿Soy teórico, creativo o crítico?”

Leer un nuevo libro de aforismos es la aventura de meterse en una mina en busca del mineral valioso. Uno lee con ese ánimo, no sólo para encontrar la sorpresa placentera e inquisitiva de la palabra escrita, sino en busca de mapas y señales que muestren vetas de reflexión y luz. Aquí, en Teoría, podemos encontrar fermento abundante de ese filón.