martes, 31 de enero de 2023

Seguir estando, seguir siendo


El poeta y ensayista Javier Sánchez Menéndez (Puerto Real, Cádiz, 1964) se mueve en un territorio filosófico-literario en el que sobresale la fuerza de una voz personal atenta al razonamiento y a la experiencia crítica de la vida que se hace valer por medio de la exigencia de una escritura condensada. La suya disfruta de lo lindo con la geografía del aforismo. Se divierte con los límites de su composición. En sus fueros combina reflexión con ironía, inteligencia con humor, crítica y denuncia con remanso y placer. De ahí que tampoco renuncie a destacar la importancia que tiene lo callado y lo no dicho, como así nos recuerda: “El silencio debe ser el compromiso de la utilidad. Hay que insistir. Hay que seguir insistiendo. El silencio es encontrar la dulzura perdida: la libertad”.

No podía faltar aquí en La jaula (La isla de Siltolá, 2023), su séptimo libro de aforismos, esos ecos del silencio que, como deseo y potestad del saber vivir, surcan la mente y dialogan con nosotros mismos. El lenguaje del silencio, su tiempo y significados conforman un centenar de aforismos que decantan su esencia a modo de destellos y gestos, de simientes que cortejan lo indecible del entendimiento y de los sentidos, alternando lo insólito con lo frecuente, casi como plegarias: “El silencio es nuestra consciencia, pero también es nuestra confianza”; “El silencio es contemplar, es atender y es entender. El silencio es claridad”; “El silencio en la lectura es el paso previo al alimento”. Como ya dejó dicho en su anterior libro Para una teoría del aforismo (2020): “Baste una sola palabra para construir un aforismo, una palabra única: soledad, silencio, vacío, quietud...”

En paralelo a estas reflexiones, Sánchez Menéndez despliega otras secciones elegidas a modo de sucesión de oraciones y sentencias de una o dos líneas, apenas esbozos, trazos de observaciones de la realidad que exploran la cercanía y, de paso, el sentido último de la vida. Con ellas sacude al lector, subvierte el significado habitual de las palabras que andan ocultas tras lo cotidiano del vivir, para incitarnos a la reflexión, a la lectura de Cervantes y de Virgilio, y a todo lo que se insinúa a nuestro paso. Pero también, si es preciso, añadiendo algunas líneas más cuando se trata de exaltar la vida: “Existen diferentes maneras de vivir, de entender la vida, de comportarse, de disfrutar. La primera es estar pendiente de todo, intentar controlar, estar; la segunda es contemplar, a tender y entender. Solo la segunda nos acoge”.

De todo ese saber vivir, de ese concepto fragmentario de conocernos, de los que habla Goethe también se hace eco el poeta: “Unos piensan que la vida sigue siendo una melodía. En realidad, la vida tan solo es un instrumento”. En esa andadura vital de permanencia y esclarecimiento sobre el pulso de nuestra existencia está muy presente el sentido de la palabra escrita y de su relevancia: “La palabra es la esencia del concepto y en su naturaleza habitamos”. No es fácil calibrar el alcance de este libro durante su inicio y primeros compases. Hay que aguardar hasta haber concluido sus más de cuatrocientos aforismos para sopesar no solo la carga poética y filosófica de lo leído, sino también para apreciar su rescoldo y valía. Es un libro concebido con la idea de provocar la introspección de leernos un rato, de rumiar lo leído, para poner lumbre y sabor a la paradoja, a la verdad no dicha que transcurre, como si nada, por el hilo del presente.


Sánchez Menéndez nos pone delante de un espejo y defiende a ultranza el valor del silencio, de la lectura, de lo que nos rodea, con ideas y chispazos, no para salir de dudas, sino para entrar en ellas. En La jaula se pone mucho de esto en juego, mucho que pensar, para que cada cual entienda lo que quiera y sepa entender. Sus aforismos se dejan ver de nuevo como enunciados autosuficientes y autónomos que apelan al lector a que se involucre en una lectura recurrente, desde el propio pensamiento o paradoja que lo promueve convertido en piedra de toque, en resquicio y refugio de alguna verdad implícita. Diría que, en su esencia e intencionalidad, los aforismos que se hospedan en sus páginas tienen mucho que ver con sacarnos de nuestras casillas para remontar vuelo, con la idea de otear y rebatir lo que somos y pensamos.

Llegado al punto final de su lectura, sobreviene algo parecido a la sensación de volver de un rescate que, aunque no acredita salvación de nada, sin embargo, provee de la recompensa gozosa de un tiempo recobrado. Es lo bueno que tiene la buena literatura, en cualquiera de sus géneros y formatos, que sigue dando motivos para probar nuevos incentivos. Y, desde luego, un buen libro de aforismos se presta, como pocos, a refinar ese gusto recóndito que tenemos para condensar y simplificar la complejidad del mundo, lo que nos importa, para seguir estando, para seguir siendo un poco más de lo mismo.


martes, 24 de enero de 2023

Juego de espejos


Los escritores parece que viven con el detector de ideas siempre activado. Saltará la alarma en su interior, en cuanto tropiezan con una idea con posibilidades. Ideas que pueden llegar de muchas maneras: a través de un paisaje, de una conversación somera con un vecino, de las noticias de la prensa, de algo trivial del día a día o de su mismo interior, convocadas por la memoria. Le basta con observar su propia vida y proximidad, para que el escritor encuentre montones de acontecimientos susceptibles de ser convertidos en relatos: la pérdida fortuita de alguien, un recuerdo de la infancia, las propias relaciones familiares o, simplemente, una situación absurda.

Por estas lindes encuentran resquicios y ardor los nuevos relatos de José Ovejero (Madrid, 1958), Mientras estamos muertos (Páginas de Espuma, 2022) para desplegar su imaginación y hacer visible las inquietudes de quienes habitan sus historias, consciente de que armar un cuento es una labor digna de un artificiero, de tal manera que, al menor fallo, puede que el artefacto te estalle en la cara. Los cuentos de Ovejero no son del todo pólvora de fantasía, ni del todo material explosivo de la realidad. Se ajustan, como bien dice el propio escritor en el primero de sus relatos, a la idea de un credo que significa que “escribir es disfrazar las cosas para poder ver su rostro real”.

Son historias que transitan, en su mayoría, por el lado íntimo de sus protagonistas, seres tan imaginarios como reales, gentes que no precisan hablar mucho, porque en sus silencios hablan también de sus cosas, de sus recuerdos y de sus aspiraciones. Algo así, tan enunciativo, sobre la importancia y el valor del silencio en las personas, nos cuenta el narrador de Recuerdo del suicida, un relato trágico y familiar muy emotivo, con estas palabras tan determinantes: “Los silencios se parecen aún menos que la manera de hablar; basta con oír a una persona estar callada para saber mucho sobre ella”. Son historias que convocan a un destino de cercanías, que se insertan en las tensiones y conflictos de la vida de sus personajes que, en sus sencillas biografías, aparecen reflejos de sus vidas cotidianas y son resonancias de asuntos más grandes.

En los dieciséis relatos que forman el libro, el autor abre, con estilo directo y claro, el mapa de sentimientos y apegos individuales y colectivos que disecciona con un lenguaje urdido para que tras nuestra lectura, nuestra imaginación opere con él en sintonía a su poética: “Es lo bueno de escribir, que puedes ordenar el mundo aunque sólo sea durante unas páginas... Uno escribe sobre lo que se niega a marcharse de su cabeza”. Es el mapa de aquella España de los años setenta, de una época en la que las familias manejaban sus trincheras y apariencias con recelos de no verter hacia afuera sus secretos, con la sola aspiración de bienestar y mejores andanzas para los suyos.

Pero en Mientras estamos muertos no solo se habla del lado intrínseco familiar. Aquí hay historias que hablan también de la conciencia personal, de las clases sociales, de la violencia y la ternura, del amor, de las cosas que nos rozan y arañan, de la fragilidad de la vida y del peso del pasado, como es el caso de Él, ella, uno de los mejores cuentos del libro, quizá el más entrañable, revelador, original y audaz de todos, escrito bajo el desafío de narrar dos vidas en un mismo párrafo sin punto, durante dieciséis páginas, casi hasta el final, para abordar una historia conmovedora y desconcertante de lucha por la vida y por la memoria común.


En otros cuentos, Ovejero también deja entrever, a través del narrador, cómo escribir decanta y conjuga el verbo ser y el propio quehacer de quien lo ejercita como escritor, con reflexiones en torno a la literatura y su conjuro, como estas: “La vida hace añicos las certezas... No es posible escribir una obra autobiográfica sin hablar de lo que sucede a nuestro alrededor, porque todo lo que sucede a nuestro alrededor nos sucede a nosotros... No soy escritor porque me fascina la literatura sino porque me fascina la realidad... No es un refugio; es, por el contrario, un pasillo por el que acceder a las habitaciones cerradas de mi vida”.

Llegado al punto final del libro, uno no puede dejar de sentir que las historias leídas tienen mucho que ver con la vida y el fluir de quien las ha escrito, sus ecos se palpan, al menos así se nos insinúa e interpela. Diría que el libro es un juego de espejos en el que se palpa la piel de su autor, en el que queda impreso su yo refractado en muchas de las historias. Ovejero conmueve y lo hace con su libro más personal y fundido con su estirpe imaginaria, que pone rumbo a lo que el escritor sabe de antemano: “que la literatura no puede ser un sucedáneo de la vida”.


miércoles, 18 de enero de 2023

La realidad es el motivo


La realidad del universo, la naturaleza de las cosas, afirmaba Lucrecio hace casi veintidós siglos, consiste en átomos y vacío y nada más. Llegamos a la existencia, continúa, igual que llegaron todas las demás cosas, como consecuencia de una vasta cadena de experimentos casuales. Y en esa sucesión ininterrumpida cabe desplegar destellos de luz, como insinúa el filósofo romano, para atenuar el desconcierto que provoca la enfermedad cuando aparece y se deja notar, asunto, además, fundamental y candente en la literatura.

La protagonista de El sótano (Anagrama, 2023) recala en ese ámbito anómalo de la enfermedad acudiendo a su desafío, rastreando en el amplio soporte existencial que Lucrecio desplegó en De rerum natura, un libro amigo para ella en el recorrido físico, anímico e indagatorio de su propio ser y circunstancias: “La enfermedad había hecho posible que me concibiera al margen del sistema, había reafirmado en mí el rechazo al estado del mundo y el deseo de ir por libre”. Podemos reconocer en ella la voz de su autora, recientemente fallecida, Begoña Huertas (Gijón, 1965-Madrid, 2022) y, cómo no, ese binomio representado por la literatura y la enfermedad, como la puesta en común de asuntos universales que nos competen a todos.

En su anterior libro, El desconcierto (2017), un testimonio conmovedor tras dos años de lucha con su enfermedad, nacido desde la experiencia del dolor, su impacto y parálisis, pero, también, nacido desde las entrañas de la literatura, decía Huertas lo siguiente: “Este es un texto inesperado, que no contaba con escribir. Pero de repente me encuentro haciendo literatura, es decir, intentando poner orden donde no lo hay”. Es ese mismo pálpito el que se vislumbra en esta novela de ahora, que nace póstuma, una reflexión incisiva en torno al propio cuerpo que nos constituye y quiere vivir: “un yo hecho de cosas, de objetos que, como prótesis, nos sostienen, nos refuerzan, nos constituyen”.

Más que el deambular de una mujer en crisis existencial por una enfermedad, la novela transita por la desazón de una mujer que ingresa en una clínica de lujo para atemperar su inquietud y curarse de la dolencia que arrastra. “De todas las preguntas que me hago sobre mi estancia en la clínica, la más desconcertante y a la que le doy más vueltas es por qué llegué allí. Y sin embargo tal vez es la que tiene la respuesta más simple”, confiesa la protagonista. Da cuenta más adelante que ha releído la novela El proceso, de Kafka, y concluye que: “La enfermedad, como el proceso, te cambia la vida pero te obliga a seguir igual, como si no pasara nada... Usted está detenido –o enfermo–, cierto, pero eso no le impide cumplir con sus obligaciones. Debe seguir su vida normal. Es la parte más cruel”.

Sigue desvelándonos más lecturas y, especialmente, cómo se las apaña en compañía del resto de pacientes con quienes alterna conversaciones y paseos, comidas y confidencias, de manera natural, sin ninguna intención calculada: “Todos parecíamos compartir la ilusión de estar allí por voluntad propia, como si no hubiera sido una enfermedad, o un terroríficamente impuesto, lo que nos había conducido a aquel lugar, sino nuestra libertad para elegir”. Todos ellos provistos de un ánimo puesto en el tratamiento lánguido de una curación que se demora en llegar. Por eso mismo, porque “el cuerpo no es pasivo ante lo que se le pone delante”, decide poner punto final a todo esto y marcharse, ante el desgaste continuado de su dolencia.


Si la clínica era un universo aparte en el que cada paciente buscaba su órbita de cura, para nuestra narradora, esa experiencia le había servido, sobre todo, de pulsión interior, de toma de conciencia, de saber que nada vivo es inmune al paso del tiempo y a su estropicio. El sótano indaga en ello, en lo que somos, pero más aún en ese tic tac o pulso que nos impele a seguir vivos, como es el deseo de la protagonista: “Porque aunque yo transija, al fin, y acepte lo oscuro, no me siento cómoda transmitiendo esa oscuridad a mi alrededor. Después de todo, quiero hacerme entender.”

El sótano es una novela que nos sumerge en una atmósfera turbadora que araña y nos interpela, un relato de fascinante incertidumbre escrito con muy buenas hechuras y que destila, a su vez, mucha literatura. Y lo consigue de una manera implacable. Aquí, además, hay destellos filosóficos y sentido moral al son de la enfermedad y su atávica intemperie. En este libro aparece de nuevo Begoña Huertas, dando lumbre a los designios literarios que llevó tan a gala como escritora hasta sus últimos días, para mostrarnos admirablemente las confluencias entre la literatura y la vida, y viceversa, si es que no es más.


jueves, 12 de enero de 2023

Una gran dama del surrealismo


Toda novela, en su definición más general, como bien apunta Henry James, es una impresión personal y directa de la vida: “eso, para empezar, constituye su valor, que es mayor o menor según la intensidad de la impresión”. Y añadía que, aun siendo importante el interés de la novela por lo humano, no lo es menos porque capte también el aire de realidad que envuelve su historia, dispuesta con libertad y verdad sentida. James dice, muy ciertamente, que la única obligación que de antemano podemos exigir a una novela, sin incurrir en la acusación de ser arbitrarios, es que sea interesante.

La escritora Ara de Haro, doctora en Historia del arte y profesora titular de la UNED rescata en su nueva novela, La pintora pelirroja vuelve a París (Alianza Editorial, 2022), la figura de Remedios Varo, una de las más singulares pintoras de la vanguardia española. Haro propone en sus páginas, animada por ese conjuro jamesiano sobre la novela aludido anteriormente, seguir desde la ficción los pasos y avatares de esta mujer fascinante, para acaparar nuestra atención e interés sobre la verdad indómita de su vida, la que corresponde a quien pertenece a la estirpe de la extrañeza y de la singularidad.

Nada en la vida ni en el trabajo de esta gran dama del surrealismo fue previsible. Nada se ajustó a la norma, ni a la lógica común. Su figura, no es tan conocida como la de sus contemporáneas Frida Kalho o Leonora Carrington, quizá, entre otras cosas, porque no hizo gala de llevar una vida pública exuberante, estuvo sostenida de manera más íntima y enigmática, como aquí se cuenta en el libro, en los contornos e inmediaciones de su propio mundo, erigido entre Barcelona, París y México, y entre los hombres que amó sin desmayo, sobreponiéndose a los problemas, estragos y desconcierto de aquellos años convulsos marcados por la guerra en Europa que le tocó vivir de lleno.

Era una mujer valiente, en el territorio del amor, pero lastraba un miedo interior que traía de aquella España en guerra de la que huyó. Descubrimos, conforme vamos leyendo, que no acaba de encontrar su verdadero lugar en el mundo. Por eso vuelve a París en 1937, centro del universo artístico, junto con el poeta surrealista Benjamín Péret, al que conoció en España luchando en el bando de la República. Remedios nunca pedía nada a cambio, nos confía la narradora del libro: “Lo único que quería era que todo saliese perfecto. Ella también jugaba a ser otra, a ser la fantasía del hombre con el que pasaba unas horas, a crear una historia inmortal en un tiempo limitado”.

Además de asistir a reuniones presididas por André Breton junto a otros destacados agitadores del surrealismo, Varo conoció también a Max Ernst y Leonora Carrington, al rumano pintor Victor Brauner, con el que mantuvo una intensa relación afectiva, a Esteban Francés, otro de sus amantes, un hombre celoso y posesivo del que se deshizo a tiempo, así como a un buen número de artistas bohemios con los que compartió gustos, resonancias y muchas desavenencias con todo lo convencional que aquel mundo artístico de ayer ofrecía. Nadie podía imaginar en aquel círculo plagado de hombres que aquella mujer fina y pelirroja, de sonrisa fácil y enamoradiza, llegaría finalmente a culminar una carrera artística de éxito en tierras lejanas, fuera de París.


Todo esto lo cuenta muy bien Ara de Haro, con una prosa envolvente llena de diálogos vívidos, en la que pone voz a la artista, tanto con su palabra y juiciosos pensamientos, como con su mirada, su oído y su silencio. Diría que la autora reivindica a Remedios Varo sin obedecer a ninguna excentricidad preconcebida, sino alentada por una dosis precisa de justicia poética que requiere su figura histórica como artista y como mujer batalladora, orgullosa de su género. Principalmente, el lector descubre lo que el alma de esta mujer despliega y deja ver, el latido de su pincel pintando desde su interior, cautivo de desbordante imaginación, tocado, a su vez, de cierto pálpito místico, quizá esotérico, iniciado, a su modo, desde casi niña.

La pintora pelirroja vuelve a París es una novela breve de apenas 130 páginas, tan sencilla como magnética, escrita con admirable pulso narrativo, un libro absorbente (se lee de una sentada), que cuenta la apasionante y desconocida vida de Remedios Varo, pintora española surrealista de la década de 1930, compañera de Lorca y Dalí y exiliada finalmente en México, donde murió en 1963, una de las pocas pintoras españolas reconocidas a nivel internacional, injustamente silenciada por sus compañeros de generación.



jueves, 5 de enero de 2023

Entender el mundo


Una de las diferencias que existe entre ensayo y novela está en el lugar que ocupa en el texto el tema en uno y otro género. En la novela, como bien apunta César Aira, el tema se revela al final. Para nosotros, ciertamente, lo literario de la novela lo reconocemos en la dilación del tema y, por supuesto, en la alteración de sus intenciones. En cambio, en el ensayo ocurre al revés, como subraya el escritor argentino: «el tema está antes, y es ese lugar el que asegura lo literario del resultado». Es, por tanto, cuestión previa. Bien podríamos decir, siguiendo esta estela argumentativa, que el ensayo es la pieza literaria que se escribe antes de escribirla, cuando se encuentra el tema.

Los ensayos de Juan Arnau (Valencia, 1968), astrofísico y filósofo, especialista en budismo y pensamiento oriental, concitan a entendernos bien con su contenido, precisamente por esa razón de encontrarnos ante un escritor que, una vez elegido el tema, sabe exponerlo con inteligencia, originalidad y espontánea elegancia, con la particularidad de decirnos algo nuevo, pero haciéndolo pasar por viejo, y sin necesidad de poner mucho ahínco en sus propósitos, sino más bien volcado en remover la verdad y el valor cognitivo del mundo que nos rodea y rige nuestras vidas. Más allá de su predisposición didáctica, los libros de Arnau destacan por su prosa limpia, escueta y estimulante que invita y persuade al lector a seguir la corriente y entresijos de sus ideas.

En la mente del mundo (Galaxia Gutenberg, 2022), su espléndida faceta de ensayista cobra protagonismo de nuevo para dar cuenta de ese torbellino, llamado vida, en dos aspectos: el deseo y la percepción, como formas de entender y posicionarse en el mundo. Viene a decirnos que conocer es importante, pero aún lo es más comprender lo conocido, pero también desliza que “lo vivo está vivo precisamente gracias a la aventura de sus contornos”. Y por eso mismo, en esa aventura, cabe la magia de la imaginación para sostener el riesgo constante de vivir, para señalarnos cómo la mente encarna un papel fundamental en la construcción de la realidad. Arnau resalta esa idea de Leibniz que sostiene que “cada persona es un ángulo desde el que ver el mundo”, y la desarrolla en el sentido de su perspectiva particular.

La tesis del libro es sencilla y antigua: el ser vivo como centro del universo, como observatorio de percepciones y deseos. En el hombre, nos dice el ensayista, anida una manera de ver con los ojos de otro, compatible con los deseos propios. Lo absurdo de todo ello es la insatisfacción que produce. Pone de ejemplo cómo Tolstoi, Spinoza, Rousseau, Wittgenstein, Thoreau o Gandhi abogaron por una vida sencilla para sortear sin estridencia esta desazón de deseo continuo, tan solo encontrando sustancia y simiente en la invención de lo cotidiano, sin alardes de poseer propiedades, ni ambicionar arquetipos sociales, tan solo aspirando a encontrar en la conciencia individual el agarre y entendimiento verdaderos de experimentar una vida más plena, acorde a su manera de entender e interpretar el mundo.

Desde una perspectiva filosófica en general y budista en particular, el libro de Arnau desarrolla la idea de pensar en el significado que supone para cualquiera de nosotros aspirar a un mundo personal mejor, más pleno. Y para encauzarlo, como ya hicieron estos ilustres personajes citados más arriba, no haría falta ejercer tantas actividades, ni pretender acaparar tanto, sino que bastaría con el ejercicio fundamental de cultivar la mente en el propio reducto personal. La cultura mental, escribe el filósofo, es primordial para mejorar nuestro mundo. Y en esa imbricación se fundamenta la idea que impulsa el libro, en el trabajo mental como cauce para mejorar el entendimiento de las cosas del mundo y el impulso persistente de los deseos que tanto nos fascinan y nunca se agotan.


El teatro de la mente, el mito, la metáfora, el tiempo y la evolución conforman los capítulos y engranaje del libro. Primeramente, fija su foco en la representación del mundo desde nuestra mirada, conciencia y deseos. Después con el mito viene a reflejar esa idea ancestral de que el mundo está hecho de impresiones, de tradiciones y sueños humanos. A continuación se detiene en un capítulo dedicado a la metáfora como canal de entendimiento hacia lo complejo de la realidad: “Cuando algo es esencial para la vida, como el amor o las ideas, las metáforas se multiplican y proporcionan un amplio abanico de puntos de vista”. Los dos últimos capítulos se complementan entre sí. Es el tiempo y la evolución los que acaparan aquí su protagonismo, como fenómenos y consecuencias de ese discurrir llamado vida. “El tiempo de la vida –escribe– es todo menos uniforme”. De ahí que su percepción y su velocidad no parezcan comportarse igual a lo largo del transcurso de la vida. “El tiempo es una experiencia mental”, concluye.

Ajeno a cualquier automatismo docto, En la mente del mundo el lector se va a encontrar con un fresco ensayístico animado por una erudición afable de jugosa experiencia, un texto, a su vez, ameno, templado y profundo, que rastrea en la esencia de la vida como conciencia y exaltación del ser. Este libro de Arnau, impregnado de ideas gentiles de la Grecia antigua, de la filosofía hinduista y de pensadores de la Ilustración, se ocupa admirablemente de hacernos partícipes del principio de correspondencia que todas estas tendencias filosóficas guardan entre sí, de su valor simbólico y vigencia para entender nuestro mundo de hoy. Un manuscrito poroso y convincente.