miércoles, 29 de noviembre de 2023

Curada de espantos


Nadie duda ya de que la lectura silenciosa ha sido una conquista. Quienes leemos en silencio y en soledad reconquistamos una soledad reparadora, vaciada de la angustia ruidosa del exterior. Con un libro en las manos nos sentimos acompañados. Es una manera de tomar distancia del eco del día y romper con su inercia. Leer nos reconforta, es como detener el tiempo que nos asigna este mundo. Leer es apoyar el cuerpo en otra postura al tiempo que vivimos. Leer es percatarse de que la vida es también un relato de todo lo que nos conforma y de lo que somos, entre lo muy visible y lo demasiado secreto. A los libros se llega como a las islas mágicas de los cuentos, nos dice Martín Garzo, no porque alguien nos lleve de la mano, sino simplemente porque nos salen al paso. Eso es leer, llegar a un lugar nuevo, sin hacer ruido.

La escritora Ariana Harwicz (Buenos Aires, 1977) en su nuevo libro El ruido de una época (Gatopardo, 2023) nos invita a reflexionar sobre todo lo que concierne a ese entramado establecido por la escritura y la lectura con la vida y sus secretos, con las emociones y sensaciones de lo que las palabras nos dan cuenta por ese hilo continuado que supone vivir y hablar, escribir y leer, recogerse y estar más en silencio. A lo largo de los textos de este volumen, la autora abre cauces para desplegar asuntos esenciales por los que transita la creación literaria, destacando lo que supone la escritura para quien se afana en su desempeño: “Escribir es sustraerse a la vida. Pero para escribir hay que vivir..., lanzarse a la vida, olvidando la escritura, para después lanzarse a escribir, olvidando la vida”. Mientras ese devenir se fragua en el texto, primeramente, hay un compás de espera en busca de alguna resonancia: “Para encontrar la escritura, a veces hace falta no escribir..., sino buscar el deseo de la escritura, la búsqueda de ese deseo ya es un procedimiento literario”.

En El ruido de una época convergen textos que rumian ese ámbito privilegiado de libertad por donde la verdadera literatura se da a valer: “La única condición de un escritor, de la generación, cultura y época que sea, es la de ser único e irreductible”. Sostiene además Harwicz que, aunque la literatura sea una forma privilegiada de memoria, no hay que olvidar que “solo al escribir se puede dejar de ser lo que se es. O desconocer lo que se es”. Comparte igualmente que como ser humano no solo se actúa, habla, piensa y sueña, sino que también se calla. Sin embargo, deja ver que el ser sobre quien callamos representa la verdad: ese ser somos nosotros mismos, y callamos sobre nosotros mismos. Deja ver que con esto la predisposición que todo escritor que se precie establece consigo mismo: “Escribir es poder captar eso que mientras es, ya no es. Cuando estoy lista para volver a escribir, soy como un soldado en posición de tiro, el dedo índice en el gatillo”. Qué cierto es que un escritor, cuando escribe, delata su alma. En este libro se cita a Virginia Woolf para acreditar lo dicho bajo el mismo propósito y conjuro: “Escribir es atravesar las apariencias”.

Por todo ello, podemos decir que la escritora argentina se postula en este libro, concebido como un texto fragmentario, entre el ensayo, la crónica y la literatura epistolar que la autora mantiene con el escritor y traductor chileno Adan Kovacsics, como una firme defensora del desacato artístico, reflexionando acerca del discurso político y creativo establecido por el propio mercado cultural, revelándose contra su entramado concebido como mecanismo de control: “Me han llamado al orden por no adecuar mi habla al uso actual. Me han dicho que lo que digo es violento, ofensivo, por el modo en que lo digo, es decir, que la lengua que hablo es la culpable de la ofensa”. Pero también hay que decir que El ruido de una época es un libro variado que abarca otros ámbitos, además de disparar contra una época.


Aquí encontraremos un despliegue misceláneo en el que irrumpen aforismos, citas y fragmentos sobre muchos asuntos como, entre otros, la ética del novelista, la música de la escritura o la interconexión y correspondencia de las artes. Es un libro que parte del siglo XXI hacia atrás, preguntándose qué estrépitos y runrunes habrán tenido nuestros antepasados. Qué ruido habrán soportado muchos escritores como Melville, Sandor Márai, Clarice Lispector y tantos otros, cuando escribían, músicos como Mahler o Chopin, cuando componían, o pintores de entonces como Degas o Van Gogh, cuando pintaban. Lo que hace Harwicz en sus páginas es enfatizar lo que ya apuntaba Adorno: que el arte no debe tener una función determinada, al igual que esto otro que decía Rimbaud: “El arte es la pérdida de la moralidad, la literatura no tiene que tener la finalidad de hacernos mejores personas”.

En estos ensayos se condensan aprendizaje, reflexión y experiencia, bajo el sentir de una escritora de verdad, a la que solo le interesa la revelación que aflora de la propia realidad del acto de escribir, consciente de que escribir es disponerse a hacerlo, incluso con la vida en contra. Este es un libro intenso, ameno y radical que ahonda en esa verdad literaria de “contar lo que se esconde detrás de todo”, como anotó Sándor Márai en su último diario. Así lo hace Ariana Harwicz, con inteligencia y garra, comprometida y curada de espantos.


lunes, 20 de noviembre de 2023

Donde todo sucede


Los que no somos poetas y nos manejamos mejor por la acera de la prosa, también abrigamos un cierto pálpito lírico escondido que, de vez en cuando, aflora apelando a la energía de nuestros sentimientos, de nuestro modo de vivir y de percibir el mundo. Al menos, como lector. Llegados a este punto, tiene vigencia aquello que Alejandra Pizarnik decía: “La poesía es el lugar donde todo sucede”. Ahora bien, también decía que, para que tenga lugar, es necesario que el destinatario, esto es, el lector, termine el poema, rescate sus múltiples sentidos y los recree. De ahí que me importe la poesía, como a otros muchos, cuando esta nos muestra el mundo bajo una luz diferente a la de nuestra sensibilidad y, aunque sea solo por un momento, cuando nos hace partícipe de una preocupación, de un hallazgo, de una alegría, de una emoción.

Para Custodio Tejada (Purullena, Granada, 1969) este menester de conexión entre el poeta y su destinatario se condensa en no dejar a un lado la realidad, ni renunciar a expresar la relación del poema con el mundo y consigo mismo. Todos sus libros de poesías, desde Rosas de luz y sombra (2002) hasta Un horizonte de significados (2021) se afanan en conectar su poética con el sentido de un viaje y un encuentro. Ahora, en su nuevo poemario, Brújula Veleta (Entorno Gráfico, 2023), regresa a esa misma idea del viaje como itinerario de vida y entendimiento, como cauce y sentido del vivir, como recorrido de exploración y lectura: “Leer es otra forma de andar por la vida, / de ser camino, memoria, maleta”. El libro en sí es un compendio de sensaciones viajeras, de estancias y miradas que lo convierten en un viaje circular de dentro afuera y viceversa.

Llama la atención el rosario de citas escogidas para encabezar muchos de los poemas del libro, alentados, sobre todo, por el arranque del primero de ellos, perteneciente a Henry Miller y, que, en gran medida, sostiene el pálpito de todos ellos: “Escribir, como la vida misma, es un viaje de descubrimiento. El escritor emprende el camino para convertirse él mismo en el camino”, sostiene el neoyorquino. Realidad, fantasía, odisea, aventura, introspección, al igual que memoria, suspiros, quietud y haikus, conectan entre sí estableciendo “Un itinerario por el lenguaje / como único refugio”. El libro está concebido como un reflejo testimonial, un fluir por el tiempo para escuchar: “El alma de los sitios, / la voz de los paisajes, / las costumbres y su eco... / Eso hace el caminante, / embalsamar la vida en el lenguaje”. Caminar y viajar, nos viene a decir el poeta, son actividades vitales, como hablar, soñar o usar los cinco sentidos. La lectura para el sujeto poético también conlleva emprender un viaje, una indagación o un retiro, como aquí se ve en estos dos versos: “Todo viaje es un libro o un cuarto. / Todo libro es un viaje o una cama”.

El libro despliega su poemario bajo tres diferentes estadios. En su primera parte, bajo el título de Los ojos del viaje, el poeta refrenda a la realidad y a la fantasía como una odisea conjunta que pone rumbo al viaje. En Geografía y destino, segunda parte, encontramos un amplio recorrido por lugares, momentos y entusiasmos vívidos, en los que el asombro de un hormiguero, de un cuadro de pintura en un museo, de un callejón de Toledo, del memorial trágico de Hiroshima y Nagasaki, de la recurrente melodía de la película de Casablanca o del simple discurrir silencioso por aceras y bordillos de algunas calles, se conjuran en significados emotivos y simbólicos. Finalmente, en Metapoética del paso, el sentir del viajero, la ligereza de lo efímero, las prisas, el no viajar, la brújula veleta de entender el mundo y la paradoja de la vida, se hacen hueco para que la palabra y el silencio tomen posiciones y pongan sentido acompasado al ritmo de vivir.

La vida como testimonio irrepetible, la memoria remota y reciente y, sobre todo, la vida como bitácora de experiencias, son claves aquí. Está más presente que nunca el mundo vivido y evocado al que acude el poeta como reconocimiento del sujeto ético propio, comprometido con la historia y sus resonancias, pero sumido en un presente movible e inconformista. Brújula Veleta constituye un poemario de tono efusivo y confesional por donde discurre la vida de un paseante de mirada viajera, atento al sentido poético de añadir dosis de asombro y humanidad al hecho de vivir, consciente de que “Los ojos nunca viven / el mismo tiempo”, pero dejan ver lo que le ha tocado percibir.


Las piezas reunidas en este volumen contienen un nexo entrañable al que alude el poeta sobre el sentido del viaje, dando paso a las emociones de quien lo emprende desde la verdad vivida y el paso del tiempo. Custodio Tejada se interesa en deambular por esa senda de la palabra y descubrir su sitio más auténtico con el que explorar y poner razón poética a la andanza de lo aprehendido. Lo hace con esa idea de Lorca de entender la poesía como algo que anda por las calles. Que se mueve, que pasa a nuestro lado, nos acompaña y nos hace guiños.


martes, 14 de noviembre de 2023

Poética obrera


Resulta cada vez más convincente saber que un escritor es alguien a quien le cuesta decir lo que quiere expresar en pocas palabras, y más bien te dice, como lector: “te voy a poner un ejemplo de lo que te quiero revelar”. Y ese ejemplo se convierte en la novela entera. En realidad, de este proceder surgen los grandes temas de las novelas, que no son otros que los que provienen de las experiencias personales, únicas y propias que cada autor rescata, las que mayormente nutren su literatura. Se podría afirmar, por tanto, que escribir es sustraerse a la vida. Por eso, un texto nos hace sentir lo particular e insólito que reflejan sus voces. Pero, como subraya la escritora Ariana Harwicz, “el mérito de la emoción no es literario, el mérito es todo de la vida. Y viceversa”.

Lo que conmueve y emociona de Diario de un peón (Periférica, 2023), de Thierry Metz (París, 1956 - Burdeos, 1997) es todo lo sensitivo desplegado por la voz de su protagonista desde el lugar que cuenta la historia, desde una obra y como peón de albañil. Dice Jean Grosjean en el prefacio del libro que leyendo sus páginas “comprendemos hasta qué punto escribir no consiste ni en adornar, ni en aderezar, ni en maquillar: consiste meramente en iluminar la realidad”. Lo que aquí se narra, a modo de diario, es el trabajo de un peón. Pero este libro tan singular guarda consigo una efervescencia que lo convierte en reportaje y poema. En cierto modo, este relato insólito, se convierte en una epifanía reveladora, la de un obrero de la construcción que trabaja ocho horas al día, cargando y descargando bloques de hormigón, removiendo arena y cemento y cavando zanjas, un obrero capaz de remover poesía mientras faena.

Un peón que, pese al cansancio de una rutina diaria exigente, saca tiempo para escribir algo parecido a una tonalidad de voz en la que habitar el refugio de sí mismo e intentar volcar su fatiga en palabras conciliadoras, casi a media voz: “Todo es posible. En efecto, el hombre no solo precisa de herramientas para encontrar las palabras, sino asimismo de lápices de colores con los que insuflar su aliento a lo que escribe. Y de ese mico que es nuestra mirada”. Se le ve trabajando de cerca y de lejos, en la calle o al borde de la carretera, atento a la pala y a la piqueta. Reconocemos su silueta y vamos descubriendo cómo al final de la jornada las palabras le esperan para constatar que la vida de cualquiera puede narrarse como un catálogo de mudanzas y azares. El silencio del obrero queda patente y dispuesto, nos dice. El tiempo fluye de igual modo para cada obrero. Y cada obrero transita por él a su manera.

Thierry Metz, poeta autodidacta trajinó toda su vida como temporero agrícola, jornalero y albañil. Se mataba a trabajar y, durante los periodos de desempleo, escribía poemas. Era su pasión. En Diario de un peón, relata, mediante un lenguaje conciso y detallista, la crudeza del oficio que desempeñaba como peón del gremio de la construcción, sin sentir rubor ni vergüenza por ello, y mucho menos animadversión. Tampoco lo idealiza, sino que recurre a entenderlo y considerarlo como reflejo y copia de la vida misma, mostrando sus entresijos y estados de ánimo, a través de un sentir poético y primigenio que busca que la realidad se manifieste con otro sentido. Es consciente y no se olvida de la ingratitud y dureza del trabajo, del cansancio de las manos: “Lo que define al peón está inscrito en lo que señala. Un curro alimenticio, dicen”.

Conforme vamos leyendo, nos damos cuenta de que lo que da aliento al relato proviene de un alma poética vívida, la misma que converge con la vida prosaica de buscarse el sustento. Al leer estas páginas nos percatamos de que cada detalle descrito, cada impresión, cada gesto tiene que ver con volcar la vida a la literatura, lo que implica tocar tierra. Los días se suceden, los compañeros del tajo van y vienen, el capataz da instrucciones y los alrededores conforman un escenario vivo susceptible de resonancias a través de la observación y la evidencia. Es la escritura para él un arma poderosa para zafarse de la soledad, de la rutina y de lo prosaico: “Da igual dónde esté. Ahí está la obra. Siempre. Está lo que no espera, la piedra, el pájaro, el hombre. El arco iris de todo ello. El dolmen”.


Thierry Metz se apartó de su andadura literaria y de la vida casi al unísono. La muerte de uno de sus hijos lo sumió en una inconsolable tristeza que lo empujó al alcoholismo. Anduvo recluido varias veces en diferentes clínicas psiquiátricas y a los pocos meses después se suicidó con tan solo cuarenta y un años, poniendo fin a una obra prometedora, en la que su propio instinto y su nítida hondura pesaron más que la técnica y lo que esta representa. Lo destacable de su legado hay que verlo en la sencillez de su escritura, tocada de vivencias y sentimientos. Diario de un peón es un excepcional testimonio que así lo confirma, un librito de poco más de cien páginas que encandila, capaz de ofrecer albores de poesía entre ladrillo y cemento.


martes, 7 de noviembre de 2023

¿Por qué leer?


Para responder a esta pregunta podríamos hacerlo discrecionalmente, según el tipo de lector que seamos. La lectura, en sí misma, es una reafirmación de los motivos que impulsan la curiosidad del lector para llevarla a cabo. Nadie duda de que quien lee se siente acompañado. La lectura, paradójicamente, nos sumerge en nuestra subjetividad y nos da la posibilidad de descubrir nuestras emociones, afectos y aflicciones. En ese mismo trayecto acaba revelándose como algo que apenas nos redime de las incontables decepciones y reveses de la propia realidad. La lectura se convierte en un resquicio para sumar compañías y restar soledades, para entender un poco mejor el mundo o pensarlo de otro modo. Leer, como bien dice el poeta
Javier Sánchez Menéndez, provoca afectos y, también, efectos.

Ricardo Moreno Castillo (Madrid, 1950), autor siempre dispuesto a abordar los asuntos importantes de la condición humana, como así dejó escrito en sus anteriores libros Breve tratado sobre la estupidez humana (2018), Los griegos y nosotros (2019), Breve tratado sobre la felicidad (2021) o Qué hay de nuevo, Chesterton (2022), vuelve ahora con otro ensayo narrativo, comprometido y subyugante, para examinar las razones del por qué leer es bueno y para mostrarnos la multiplicidad del universo lector. La vida con libros (Fórcola, 2023) es, como indica la cubierta del mismo, una invitación a la lectura, sostenida, en esta respuesta elocuente de su autor: “Fundamentalmente, porque leer es muy entretenido. Y es además un entretenimiento silencioso y solitario, que no perturba a quienes están más cerca”. Y por eso mismo cobra pleno sentido su consideración de que “el buen lector pide paz y la siembra”.

Las metáforas y evocaciones que transitan por el libro son hermosas y provocadoras, dando a valer que en la lectura no hay leyes preestablecidas, sino que son los lectores quienes han de desarrollar sus propios métodos: “Ciertamente, un buen lector no aspira a mayor galardón que el poder seguir leyendo sin interrupciones”; “Para cualquier lector empedernido, un libro es un ser vivo”. Infiere Moreno Castillo en que “el libro es el arma para luchar contra la soledad, la rutina y lo prosaico”. Viene a decirnos también que la buena literatura brota de las buenas y constantes lecturas precedidas: “Todos los grandes libros cuentan la misma historia, la historia de cualquiera de nosotros, por eso nos reconocemos en ellos.” No persigue que su libro se convierta en académico, no. Lo único que le importa es que trate de despertar el amor a los libros.

Esa es la idea principal que recorre La vida con libros, alentar a la lectura como un acto de amor a la vida y a uno mismo, mediante un texto aparentemente pequeño, pero casi infinito en su capacidad de mostrar el caudal de experiencias literarias que alcanza la condición de ser un buen lector, aquel que “no lee para huir de la vida tranquila, sino que ama la vida tranquila que le permite dedicarse a la lectura”. Alguien dijo que leer es el vicio sin castigo por excelencia. Y alguien, como Moreno Castillo, apela a esta otra verdad añadida de que “ningún lector impenitente puede imaginar una eternidad feliz sin libros”. Nos deja sentir lo mucho que los libros tienen en común y el maridaje inesperado que producen, especialmente los clásicos: “Releemos a los clásicos porque cada relectura ilumina la anterior, y nunca terminan de decir lo que quieren decir”.

Necesitamos reflexionar sobre la relación que los lectores mantenemos con el objeto de nuestra devoción, los libros, para vislumbrar de qué manera y por qué razones convendría extender nuestro fervor, incluso para comprender las razones de quienes no leen. Como dice el poeta León Molina: “No pasa nada por no leer. Pero si lees pasa de todo”. De todo, y es frecuente, por otra parte, que no haya un factor determinante para establecer si la lectura de un libro nos va a encandilar o no, sino la suma de varios factores. Lo bueno es encontrar el eslabón para caer en la cuenta y gozar de su compañía, porque como señala Moreno Castillo: “La lectura no evade de la vida cotidiana, sino que le da un relieve que sin la imaginación sería plana”.


Una vez más, leer sobre leer nos conmina a entender la lectura como acto de posesión, de hacer nuestra las circunstancias que promueven el texto. Lo que leemos en La vida con libros contagia, gracias a su estilo directo y persuasivo, un libro que nos convoca al acto de leer, señalando que los buenos libros rebosan sus confines dispuestos a enunciar que la parcela que el buen lector prefiere labrar está entre lo leído y uno mismo. A ese fin nos conduce, como también a leer por intuición, saltando de un género a otro, buscando diversión, originalidad y vuelo a nuestra propia sagacidad imaginativa. Moreno Castillo no se corta en resaltar la importancia de leer, leer para tener la cabeza ocupada y siempre lista, leer para descorrer el mundo y sentirlo más vivo y reconocible, leer para mudarse a una casa más nuestra.