martes, 31 de agosto de 2021

Retrato generacional


Para cualquier escritor la novela arranca cuando ha encontrado la forma que concuerda con la historia que quiere contar. Por supuesto que el escritor puede jugar y preguntarse qué forma le cabe encontrar para su novela. Pero, en verdad, es una pregunta vacía hasta que aparece la idea adecuada, y los cables de la forma y del contenido se tensan, y hacen saltar la chispa necesaria para que fluya la idea narrativa con fuerza suficiente.

Los nombres propios (Sexto Piso, 2021), primera novela de Marta Jiménez Serrano (Madrid, 1990) es claramente autobiográfica, y ahí encuentra su forma para desarrollarse. Suele pasar con la mayoría de los primeros intentos de escribir una novela. Un ardid fundamentado es acudir a los recuerdos de la infancia y las aspiraciones juveniles de un tiempo ya pasado que marcaron un camino que con el tiempo se convierte en un peregrinaje. Dicho esto, estamos ante una novela de aprendizaje o de formación protagonizada por Marta, un personaje que, sospechosamente, se identifica con la autora.

En ese artificio lleno de detalles, la autora aborda la historia de una niña nacida en la década de los 90, que crece en un nuevo siglo, y que se hace mujer en los años posteriores a la crisis económica iniciada en 2008, una generación cuyas aspiraciones se vieron frustradas por la gran recesión que afectó a tantos jóvenes, provocando una indignación generalizada. A través de cuatro capítulos, discurre la biografía de su protagonista, que va desde la infancia y adolescencia hasta la juventud y madurez incipiente, cuatro etapas que dan testimonio de un contexto cargado de cambios, de incertidumbres e incógnitas.

Además, es interesante, y así se va mostrando desde el despliegue de la narración, el proceso de crecimiento de la protagonista a la luz de la relación con su abuela, y esa relación nos deja entrever qué cosas han cambiado para las mujeres de ahora y cómo otras permanecen igual que siempre. Son mujeres de distintas generaciones, y su papel en el hogar y en la sociedad es algo latente a lo largo de todo el libro. De hecho, se percibe una reivindicación recóndita del rol invisible que tiene la mujer dentro del hogar.

Es, por tanto, una novela caracterizada por sus personajes femeninos en los que sobresalen, además de la misma Marta, su madre y, especialmente, su abuela. La presencia de esta última es determinante en las tres primeras partes de la novela. Su muerte desencadenará en Marta un repliegue en su conducta, mucho más reflexivo, y una toma de conciencia sobre los asuntos de la existencia y el porvenir que se le avecina en ese tránsito de pasar de joven a adulta, un proceso que le hará percatarse de que crecer no es tan sencillo y halagüeño.

Volviendo a la estructura del libro, Jiménez Serrano acude a una voz narrativa en segunda persona para dar rienda suelta a Belaundia Fu, esa criatura imaginaria y sensata que acompaña e interpela a Marta a lo largo de los tres capítulos en los que se suceden los conflictos cotidianos, el desacato a lo establecido, el desamor o la muerte: “Te pasan las cosas antes de tener las palabras para nombrarlas”, le dice con sarcasmo su amiga invisible. Y más adelante, con otro giro de tuerca le anima con estas palabras: “Tienes que ser tú –¿no lo ves?– el centro en torno al que gire todo, el coche, la carretera, la ciudad, el mundo entero. El centro que genere el movimiento... Girar es el único modo de no caerse”.


Después, en el capítulo final, la voz narrativa cambia y se articula en primera persona. Marta protagoniza esa parte del relato consciente de que ya le llegó su turno. Su experiencia acumulada y su tránsito por la juventud deja paso a ese vislumbre de incipiente madurez, esa estación tan ansiada de la que las madres hablan de cualquier hijo, de “estar ya criado”, “dentro del mundo laboral” y “asentado emocionalmente”. A todo esto, sin olvidarse de que “hay que hacerse escuchar”. Eleva su voz y consciencia, aun sabiendo que “la vida es más corta que nuestros complejos”. Y tan solo por eso mismo, concluye, “hay que vivirla, al menos, como si fuera larga”.

Los nombres propios es una novela entretenida y sugerente que refleja un intenso y detallado retrato generacional, escrita con un fraseo desbordante, bajo un texto de ritmo intenso que refleja el puzzle que conforma la identidad y el peregrinaje de una vida, desde la infancia a la madurez, un camino común de aceptación, pero aquí, desde el lado vívido femenino.


lunes, 23 de agosto de 2021

En busca de un mundo propio


La literatura es en esencia forma. Lo primordial son las frases. La manera en que las frases están construidas y cómo se insertan en los párrafos. Lo importante es el ritmo, también, su pálpito y melodía. Y no nos podemos olvidar de la ambigüedad, así como tampoco del modo en que las emociones, en circunstancias insólitas y extrañas, son atrapadas por el lenguaje. Lo importante son los estados de ánimo de los personajes y la atmósfera que los rodea. Y un poco más allá, la conciencia abrumadora, los asuntos amorosos, la soledad, el dolor, la muerte, el más allá. Pero eso sí, huyendo del sentimentalismo y de la sensiblería barata. En definitiva, el escritor conjuga todo esto y lo ensambla para transmitirnos su visión del mundo, mediante frases escritas, para tocarnos el alma, para promulgar y defender el misterio de lo que la palabra alcanza.

Lo malo de una isla desierta (Pre-Textos, 2021) posee toda esta idea formal en la que se aglutinan frases para construir una trama con historias que cuentan aspectos de la vida, del mundo y de la naturaleza humana. Su autor, Javier Echalecu (Madrid, 1981) reúne por primera vez dieciséis cuentos desde los que narra la perplejidad de la existencia, el paso del tiempo, y, también, el juego literario de la hipótesis de la creación que se deja disuadir por lo simbólico, el enigma y, a veces, por el surrealismo, para dar respuesta a la duda, la incertidumbre y la expectación por lo venidero. Sobre estos pilares establecidos, Echalecu quiere asentar sus cuentos, bajo la lumbre de la cita de Ángel Zapata con la que arranca el libro: “El cuento debe parecerse a la vida en esa cualidad que tiene la vida de no parecerse a nada”.

Y es así como el autor asume su voz propia, por medio de una voz narrativa que no solo tiene que ver con la persona del narrador, su tono y sus recursos, sino también con el binomio de lenguaje y sentido. Pero también se deja ver en algunos de sus cuentos, como es el caso de Llamada de emergencia o Alarmantes niveles de felicidad, un cierto aire cortazariano, aunque en ambos el desencadenante de la inspiración cambia de rumbo para discernir, por ejemplo, cómo el confort aflora en situaciones insospechadas. En cambio, en Amor androide, el relato más extenso de todos, nos encontramos inmersos en el futuro, en un progreso exponencial. Otra vez el tiempo se hace imponderable y empuja su devenir, como prolongación cuántica de nuestra realidad cotidiana. Aquí representa un papel predominante la tecnología, su influencia contagiosa, su ilimitado alcance y, por tanto, el vértigo de su codificación que despierta tantos recelos.

Hay otros relatos, como el de Leónidas Gagarin, cosmonauta, que sostiene que “nada en este mundo guarda menos parecido con un hombre que su propia vida”, o como el de Mientras esperamos a la persona que amamos, más incisivo al subrayar que “el único miedo que existe en el mundo es el miedo a la muerte, y que toda nuestra vida consiste en ir poniéndole un nombre tras otro, en buscarle una representación tras otra para volverlo más comprensible”. También hay cabida para el humor y el juego lingüístico, como se muestra en Adverbios en mente, una curiosa derivación narrativa alrededor del adverbio para concluir en un deseo de lograr con ello la descripción mejor de lo que acontece.

También se da paso al más allá en el relato sobre la lechuza cornuda, o se acude a lo mítico y a la dura realidad, en Sísifo desencantado, para contarnos cómo algunos hombres carecen de destino y todo es una vuelta a empezar. Las casualidades no existen, sostiene el relato La frustración, en el que nos cuenta la vida anodina de un hombre que recibe, desde hace un año, todos los lunes, y a la misma hora, la llamada de un desconocido que le anuncia un acontecer próximo. Algo equidistante sucede en Mosaico, un cuento en el que el ángel de la guarda parece desacreditarse ante la desidia y el desdén de otro personaje singular. El paso del tiempo permea de nuevo en Imagen del futuro, el relato que pone fin a la colección, escrito en primera persona, como la mitad de su repertorio. Nada mejor que un mundo propio, ese es el mensaje predominante, más que preocuparse de cómo transcurre el tiempo. Es así como imagina el narrador la vida que le lleva en su isla desierta “donde no falta de nada, ni lo bueno ni lo malo, nada salvo tiempo”.


Todos los personajes que aparecen en Lo malo de una isla desierta viven un conflicto consigo mismos, alguno de ellos perpetuo. Otros personajes andan inactivos o, más bien, adocenados en el tiempo, como si ninguna tensión les abocara a actuar, a elegir y, como consecuencia, a cambiar. Los relatos de Echalecu se mueven en estos dos flancos antagónicos: necesidad de cambio o inacción por temores inconfesables para actuar. Por ambos se deslizan el devenir y la posibilidad de escapar al destino, con cierto aire de incredulidad.

Un debut sorprendente, en gran parte, porque en estos cuentos se producen situaciones nacidas de alguna paradoja o extrañamiento, suspendidas por un instante desde donde el autor irrumpe con su primera frase, y después con otras para que cada relato despliegue su audacia y trasmita el recado de convertirse en un mundo propio. Las buenas historias viven en lo sencillo que nos rodea, pero curiosamente lo hacen fuera de la lógica.


miércoles, 11 de agosto de 2021

Cuentos perturbadores


La literatura está hecha de nombres propios que, de una manera u otra, desmitifican la especie humana. Muchos de ellos, al no tragarse la mentira de la equivalencia y de la semejanza, como apunta el escritor Fabio Morábito, han escrito textos maravillosos que, a base de lenguaje, han condensado la propia controversia del lenguaje para acercarnos a la realidad del mundo con la palabra exigida. En ese propósito de encadenar palabras y dotarlas de un lenguaje recurrente se atienen, como el caminante que salta sobre las piedras de un arroyo, donde la argucia del escritor entra en acción para hacerlo tan solo sobre algunas de ellas, las que les permiten saltar hacia las otras para alcanzar la orilla deseada.

Agota Kristof (Csikvánd, Hungría, 1935, Suiza 2011) pertenece a ese grupo selecto de autores, una voz propia, implacable y desafiante que escogió el aprendizaje de leer y escribir en otro idioma, despojándose de su lengua madre, para alcanzar una orilla literaria más propicia a desvelar el verdadero sentido de su realidad y de su imaginario para entenderse con el mundo. Tuvo que salir de su tierra a los veintiún años, huyendo de la invasión soviética. Fue a parar a Suiza, donde permaneció hasta sus últimos días, y allí desarrolló su carrera literaria en francés, el idioma del que no sabía nada y que acabó dominando y haciéndolo suyo. Kristof fue una mujer luchadora e indómita cuyos anhelos se vieron chafados por la guerra. Gracias a su carácter bizarro salió adelante, con nuevos sueños en el horizonte y ganas enormes de cumplirlos.

Ciertamente, fue su obsesión por la escritura, a pesar del desconocimiento del idioma, lo que la llevó a escribir Da igual, un conjunto de cuentos plagados de crudeza y fatalidad, y que ahora publica la editorial Alpha Decay, un cauce literario que le permitió registrar su conflicto con el mundo. El libro se compone de un buen puñado de narraciones breves, cada una de ellas con su vuelta de tuerca, con el giro recurrente capaz de señalarle al lector que, más allá de lo escrito, se entrevé otro significado, un matiz oculto, un fuero despiadado o, simplemente, una cruda consecuencia. Algunos se muestran sencillamente directos, severos y realistas, y, en cambio, otros aparecen forjados en un caleidoscopio metafórico en el que se agitan angustias, pesadillas y sorprendentes paradojas.

Desasosegantes o “despiadados”, como así se anuncia en la cubierta del libro, estos relatos de Kristof no defraudan a quienes ya disfrutamos de dos de sus obras capitales como son La analfabeta y Claus y Lucas. La muerte, el destino, la soledad del individuo, el abandono o la libertad son asuntos recurrentes, pero también confluyen la guerra, la venganza y muchas relaciones familiares fallidas. Agota Kristof posee una gran imaginación que sabe encajarla en extraordinarias miniaturas narrativas en las que destaca, además de condensar pasajes de la vida en dos o tres párrafos, la perfidia con la que está construida sus historias, su toque maligno y la atmósfera inquietante que las envuelve. De ninguna de ellas se augura un final benévolo, ni siquiera un barrunto de esperanza. Todo se reduce a una inquietud persistente de que algo malavenido se aproxima. La vida es así, sin medias tintas, viene a decirnos, un propósito literario dispuesto para que el lector se deje llevar y así lo crea.

Los cuentos aquí reunidos no solo conforman las primeras exploraciones literarias en lengua francesa de la autora, sino que, al mismo tiempo, condensan su poética. El diálogo como forma narrativa se encuentra muy presente en muchos de ellos. A veces, como le ocurre al primero de ellos, El hacha, la voz de una mujer se impone en un persistente monólogo mediante el cual le cuenta al médico las extrañas circunstancias de la muerte de su marido. En mi casa es otro relato en el que una sola voz mantiene un diálogo consigo misma para establecer que el hogar, además de refugio, es pórtico de tiempo, soledad y confort. En otros, la voz narrativa interpela y dialoga con más interlocutores, como ocurre con Los números equivocados, La casa o Las calles, dejando al desnudo algunos de los temas candentes de su escritura, como son la pérdida y el exilio.


Es extraordinario cómo Agota Kristof maneja al lector en estos veinticinco cuentos, hasta el punto de que compartamos la ferocidad y el desgarro de lo narrado como pesadillas reveladoras, y eso sea precisamente lo que nos haga sentirnos más próximos a esa intemperie desatada que atraviesa cada pieza donde se dan cita conflictos, maldad y anhelos poco indulgentes.

Da igual es un libro intuitivo y minimalista, de estilo vivo, seco y expresivo, escrito desde la verdad y la desnudez del lenguaje, que subyuga al situarse más allá de lo verbal. Por eso engancha, por su fuerza y embrujo.


martes, 3 de agosto de 2021

Un laberinto en miniatura



“Este libro se escribió durante los sucesivos estados de alarma decretados por el gobierno, que obligaron al confinamiento de toda la población. Es, por tanto, un libro encerrado en sí mismo, como parece corresponder al acto de escribir. He procurado que esta escritura confinada no asfixiase al libro. Está escrito sin mascarilla. Detestaría que su lectura requiriese de un respirador artificial, o aún peor, de una traqueotomía”.

Así arranca, y a este desafío se atiene, el más reciente libro de Juan Gracia Armendáriz (Pamplona, 1965). Fuego amigo (Contrabando, 2021). Es la voz de la memoria, escrita desde el presente, surgida de la experiencia personal, mediante una forma abierta y fragmentaria que persigue recrear el conjunto de una vida jaleada por la enfermedad y la escritura. El libro, en su conjunto, es un mosaico diarístico: son los fragmentos de una explosión que, sin embargo, se dejan recomponer para dar lugar a un todo que revela vida y entidad literaria.

De nuevo el escritor navarro recurre al diario, ese género misceláneo que le supuso su mejor carta de presentación ante la crítica y el público lector. De ambos lados obtuvo su recompensa con Diario del hombre pálido (2010) y Piel roja (2012), un excelente doble diario fundado en la dolorosa lucidez que proporciona la enfermedad, como dijo atinadamente Pedro Ugarte. Su nueva tentativa muestra sintonía con lo anterior, pero se desmarca en pos de una escritura más implicada con su vocación de escritor, dejando ver sus costuras. “A cierta edad –subraya en una de sus entradas– uno ya debería conocer sus limitaciones, pero si alguien te ofrece la posibilidad de hacerlo, te enfundas un traje de artificiero y caminas con tu detector de minucias”.

Gracía Armendáriz confirma que en todo diario hay siempre una selección de materiales, pero lo impulsa un propósito de “no dejar nada importante a los cuervos”. Con esa premisa se embarca en la singladura literaria de ahora que, con frecuencia, se deja caer en el aforismo, en la crítica literaria, en el poema en prosa e, incluso, en el pensamiento breve, donde la cita es seleccionada para completar su propia poética sobre la escritura. En esta ocasión también se aproxima al ensayo y a sus matices pertinentes, ya que en el ensayo cabe cierta forma de literatura de viaje introspectivo. Digamos que estamos ante un claro exponente de lo que sería un diario literario, un periplo que, en su propio laberinto, aglutina multitud de confluencias, experiencias y formas de expresarse.

Dicho de otro modo, el escritor se dirige a sí mismo para devolvernos, como sugiere el subtítulo, Los restos de la escritura que es la que va y viene sobre sus pasos. Lo que importa, viene a sugerirnos, no son las palabras sino lo que hay entre ellas. En todo lo que está escrito en este dietario siempre hay algo no escrito, o bien porque no se explicita, o bien porque queda entredicho. A todo esto, vuelve una y otra vez. Nos dice el autor algo así como que no se escribe con el mismo cuerpo con que se vive. Ese triunfo del pensamiento sobre el cuerpo es quizá la prueba más cabal de la intensidad del trance de escribir, lo mismo que leer es también fundirse, dejarse atravesar, componer con las cosas del mundo.

Todo lo que trasciende por estos apuntes es lo propio de un escritor consagrado a su oficio, esa adicción a su propio universo creativo, que no escapa del vacío y se vuelve hacia su vocación literaria, algo que le sacude y, al mismo tiempo, le empuja a pensar y a escribir sobre su significado, sentido y conocimiento. Este es un libro pleno de literatura, un festín jugoso donde se comparte no solo el vértigo de escribir, sino también el de disfrutar de libros y autores. Como lector avezado nos aproxima a las lecturas de sus escritores favoritos, como son Delibes, Arreola, Baroja, Faulkner, Onetti, Benet o Ribeyro, entre otros, autores que le concitan a seguir atento a lo que sucede alrededor del mundo, de su historia personal, oficio y alma de escritor, construyendo así vívidos fragmentos que interpretan el presente de su vida anotada.

Fuego amigo es una obra repleta de citas de un buen número de autores. Algunas de ellas le valen como antesala de las cinco partes del libro. La primera de ellas la encabeza una cita de Salvador Elizondo que sirve de pórtico del libro y declaración de intenciones. La segunda se asienta en una cita de Ernest Jünger, y podría decirse que es la parte más literaria del libro. En las dos siguientes se alude a Ricardo Piglia y a William Faulkner respectivamente, y en ellas se compacta todo el sentido de la obra. Y por último en la quinta, la más personal y emotiva, con sendas citas del músico Nick Cave y del grupo Pink Floyd, se produce el desenlace del libro.


Dicen algunos que el diario podría ser como la huella dactilar del escritor. Por mucho que trate de fingir, un diario siempre dice mucho de su realidad, tanto con la palabra escrita como con los silencios guardados entre líneas. En todo caso, Fuego amigo conforma una inagotable miscelánea que invoca literatura y vida. Este es un libro sagaz y ameno que apela a la conciencia del escritor y establece que la literatura, como vocación, no admite templanza, sino pasión y resiliencia.