jueves, 29 de diciembre de 2022

Almacén literario


Lo que viene a reunir
Emilio Gavilanes (Madrid, 1959) en Bazar (La Discreta, 2020) no se entiende como un mero acopio de textos diversos ocupados en ofrecer al lector la impronta de escribir divagaciones en cualquiera de sus formas, a fuerza de tomar un desvío tras otro, pero sí como un ejercicio libre de entender el mundo y posicionarse en él por tanteo y aproximación, por medio de notas e impresiones donde engarzar la vida con la palabra para ocuparse de la memoria, de la infancia, de los libros, del cine, del paso del tiempo, de lo que concierne al amor, a los sueños, a los deseos o a las pérdidas, como relato sustancial de la experiencia y los hechos vividos.

Digamos que Bazar, en sentido figurado, tiene bastante de mercado persa por lo variado de sus páginas, colorido y sugerencias. Podríamos denominarlo como un almacén literario donde la percepción de la vida se deja sentir en cualquiera de sus apartados, encontrando acople en el microensayo, el cuento, el aforismo, el haiku, o en decenas de anotaciones, a modo de diario y textos de diversas fragancias que invitan, una y otra vez, a tomar lápiz en mano para subrayar y después volver a remarcar. La sensación es parecida a la de callejear por distintas estancias, atentos al aroma de sus intersecciones, y el resultado, de buqué, de regusto que se antoja duradero.

A modo de un cuaderno de bitácoras, los textos reunidos en Bazar, mayormente de carácter autobiográfico, conforman una obra de gran coherencia formal, pese a su disposición fragmentaria e híbrida. El libro de Gavilanes responde a un interés contemplativo del mundo, cuya lectura, además de entretenida y jugosa, produce una cierta complacencia melancólica inusitada. En Bazar hay pasajes e imágenes en los que se han ido colocando trazos de palabras que responden a planteamientos de lo que importa de verdad al escritor. Es el caso, por ejemplo, de algunas evocaciones suyas de la infancia capaces de rememorar la nuestra y aflorar episodios similares de aquellos años de nuestra niñez que siguen ahí latentes y no olvidados, atentos a cualquier soplo de relumbre, vengan del juego de las canicas o de las aventuras de Tintín.

El libro, por otra parte, se revela como un poso estimulante de sensaciones, dotado de esa fragancia propia de los bazares que emulsionan con el resto de los sentidos. En Bazar hay alusiones a la lluvia, a las calles de Madrid, a las vicisitudes del escritor, a lecturas de los clásicos y a las películas inolvidables. Hay evocaciones del mundo rural, narraciones sobre la presencia y ausencia de la madre, los amigos del colegio, retazos de conversaciones escuchadas en la calle, y de haikus, como dedos que señalan el mundo. Como también hay, y así lo expresa el propio autor, “el llamado flujo de la conciencia”, que viene a decirnos que no se manifiesta solo verbalmente hacia fuera, sino que también se acopla en el pensamiento, a modo de monólogo interior.

Por ese diálogo introspectivo de adhesión incondicional transita Gavilanes para decirnos que es un entusiasta lector de Baroja, que lee con interés a Carpentier y a Saramago, que ve películas de Chávarri, y revisita la Ilíada como historia imperecedera de la lucha del hombre con los dioses y su destino. Gavilanes lee con fruición a Pessoa. Le gusta el pálpito de Salinger, Cortázar, García Márquez y Rulfo, como también el de Chéjov, Updike, Pla, Delibes o Piglia. Y, sobre todo, se aviene a destacar el valor de la literatura como caudal para la memoria y para la recreación de la vida: “La literatura explica cómo deben ocurrir las cosas, pues nada ocurre como debe. Y en el fondo explica cómo han ocurrido realmente”.


A medida que leemos el libro, a saltos o de corrido, llegamos al convencimiento que todo en él se convierte en pretexto para hablar de la vida, del paso del tiempo y de su huella. Todo parece observado desde ese devenir del tiempo que hace que las cosas queden de una manera impredecible, como así lo afirma el propio autor al concluir el libro: “Ves que las cosas se suceden, no suceden meramente. Ves la forma de tu vida. Sabes por qué, para qué ocurrieron todas las cosas. Es un momento extraordinario. Todo fluye sin esfuerzo y tú estás dentro de ese fluir. Y lo bueno y lo malo que te ha ocurrido son igualmente justos, necesarios. Ves que los episodios independientes forman una historia. Significan juntos”.

En todo este panel de notas que presenta Bazar, el lector se va a encontrar con un interesante expositor de evocaciones y recuerdos, tan peculiar como sorprendente y ameno, diseñado como un observatorio luminoso de textos en el que se postulan, a su vez, los entresijos literarios de su autor, un escritor de vocación reflexiva y lenguaje conciso, que deja entrever siempre en su obra el resorte inapelable de lo mucho que tiene en común la escritura con la vida.


jueves, 22 de diciembre de 2022

Un viaje siniestro


El miedo es un lastre que nos aterra, que nos empequeñece y nos devora. Uno tiene miedo a perderse; tiene miedo al fracaso; tiene miedo al dolor, y a lo que viene después. Y apenas en su vida hace otra cosa. El eco del miedo, como ocurre en la vida del protagonista de esta lacerante historia, viene de lejos, de su infancia y juventud, hasta alcanzar la muerte de sus padres. Su hogar no era un techo propicio a los afectos, a la comprensión y al entendimiento como cualquier casa de vecino, sino que era un infierno, un foco de miedo indescriptible. Allí, hasta lo indecible estaba sometido al dominio de un padre abusador y egocéntrico, brusco e irascible, al que había que evitar cualquier alteración que lo sacara de sus casillas y lo condujera a un daño mayor o a una catástrofe infame.

Quiero matar a mi padre”. Con esta frase tremenda arranca Vengo de ese miedo (Tusquets, 2022), de Miguel Ángel Oeste (Málaga, 1973). En ella cabe toda la reacción producida en el narrador por ese sentimiento intenso y prolongado de terror, de pánico difuso que lo atenaza constantemente. Miedos que están ahí y que son miedos cotidianos, de casi todos los instantes de su existencia que le llevarían a minar su mente con pensamientos fulminantes: “Durante muchos años, estos sentimientos avivaron el deseo de acabar con él. Tal vez así pudiera librarme de la aprensión y la influencia dañina que tenía sobre mí. Sentía que al hacerlo me estaba liberando del miedo que me producía su figura, una figura que iba creciendo en mi interior, que se había instalado como una tenia alimentándose de mi organismo”.

En estas primeras líneas encuentra su autor el cauce necesario para lanzarse, a través de la voz de su narrador, a escribir un relato familiar para resaltar el poder liberador de la escritura como forma de abrir puertas a lo que uno, difícilmente, se atrevería a descorrer, sin rebajar la inconveniencia del rencor, la pena y los recuerdos tristes o, simplemente, aprovechar la escritura como recurso atenuante para plantar cara a la memoria y mostrar, sin pudor, lo que hasta ahora no estaba dicho del miedo a un padre castigador, azote sin límite y perseguidor insaciable. Un padre que encarna la maldad en los tres tipos de miedos que se conocen: miedo a la amenaza, miedo al ataque y miedo que surge al dolor.

Narrado en primera persona, el mismo autor quiere dejar ver cómo ha sido el proceso de escritura, desde el momento decisivo de plasmar por escrito todo lo sufrido en aquel tremendo período de la infancia y adolescencia, contando las terribles vivencias que causaron ese miedo endémico incrustado en su piel, y que aún persiste. Piensa, una y otra vez, en cómo acabar con ese miedo, y no encuentra otra mejor manera de aniquilarlo que no sea otra que pensar en cómo matar a su padre. No encuentra en su propósito la complicidad de su hermano, que tampoco muestra entusiasmo en que escriba el libro que lleva entre manos. Considera que mejor sería pasar página, como él ha hecho hace tiempo, y le recomienda no remover la inmundicia y las broncas vividas.

Conforme nos vamos adentrando en el libro, el lector vislumbra, dentro del testimonio desgarrador por el que transita, que hay un propósito recurrente en el libro de indagar en los límites de la escritura. La sensación es esa, de que el autor lo ha concebido de esa forma deliberada. Se podría sostener que, aunque el miedo subyace y aflora permanentemente en el libro, sin embargo, el gran tema del libro no es otro que el de la propia escritura y sus efectos, tanto del lado de quien escribe la historia, como del lado de quien la lee. Oeste viene a decir que la escritura es una manera combativa de estar en el mundo. Y también, que escribir es un modo de ver y de transitar por el pasado y el presente de otra forma, como la que proyecta el narrador, por un lado, escarbando en sus entrañas, pero, a la vez, empujado a distanciarse para emprender ese viaje o rastreo terapéutico propiciado por la escritura.

Por eso mismo, el autor trata de volcar toda su carga emocional posible para sustanciar en la escritura la magnitud del miedo vivido y la destrucción sufrida en casa, sin esconder que acaso fuera posible otra manera de afrontar aquel espanto, como así hizo su hermano, sin rebeldía ni enfrentamiento. Vengo de ese miedo es un testimonio aterrador de supervivencia, de destrucción existencial, urdido bajo la esencia que distingue a la literatura de contar al lector lo que alcanza la memoria y la experiencia de quien la lleva a cabo, de imaginar al otro, de contar lo que nadie ha registrado y quiere recuperar, como aquí da cuenta de ello el narrador, transpirando lo vivido hasta arañar las heridas y soltar todo el miedo acumulado.


Oeste atina en la manera de ir desbrozando ese cúmulo de acontecimientos sórdidos que se dan en el seno de un hogar desgajado por la presencia de un maltratador progresivo y continuado. Logra encararnos con el mal y sus destrozos, dejando ver cómo el miedo puede llegar a ser paralizante y cómo cambia a quienes alcanza. Y a pesar de algunas reiteraciones y páginas que precisarían de afinación y poda, el libro, conviene subrayarlo, posee una potencia fabuladora encomiable, y un sesgo literario potente, diría inmenso y despiadado, que habla mucho y bien de alguien como su autor, que arde de anhelos y esperanzas por utilizar la escritura como verdad, para lograr con su impulso creativo y descomunal un asidero para contar la vida y, de paso, dar escape a los deshechos que arrastran con ella.


martes, 13 de diciembre de 2022

La burla de los años



El tiempo es un incordio, no solo porque pasa muy de prisa y casi no nos damos cuenta, sino por esa manía del orden que lleva consigo: primero esto, después aquello, después lo de más allá, y así sucesivamente. Todo a la vez no puede ser, pero en cambio, en nuestra cabeza y en nuestro corazón todo puede ocurrir simultáneamente, y no digamos cómo se acorta en nuestra memoria cuando tratamos de abordar el pasado para descifrar aquellos momentos cruciales de nuestra existencia. Entonces, ese hilo de Ariadna, que es el tiempo, se va desenredando mientras tiramos de su cabo y negociamos con sus sombras.

La escritura tiene mucho que ver con esta tentativa de desmadejar el pasado. La escritura es, precisamente, ese oficio indicativo capaz de rastrear en el tiempo para dar con sus claves, concebido igualmente para alimentarnos de lo recóndito e inexplicable que atesora. Nos encanta el misterio. Por eso también leemos. Uno lee desde lo que es y con todo lo que es. Cada palabra tiene su propia biografía para cada uno de los lectores, y no digamos para quienes la escriben. Quien se dispone a la tarea de escribir quiere saber, ver y reconocer formas, es decir, sentidos y significados de las palabras que está usando. En esa indagación a lo largo del tiempo es donde podríamos decir que se encuentra el principio de toda escritura.

De todo esto va La radiante edad (Talentura, 2021), de Antonio Báez Rodríguez (Antequera, 1964), una novela ceñida al paso del tiempo y sus matices, a la brevedad de la vida, en la que su narrador trata de burlar sus límites, sin salir de su entorno y círculo familiar, sin dejar de darle cuerda al reloj de la existencia, como si tuviera dentro de sí un termostato emocional que regula su estado de conciencia, con la intención de propagar sus lecturas y escarceos importantes de lo vivido: “Cuando me fui a vivir con mis abuelos maternos a la ciudad, donde a mi abuelo lo habían colocado como portero en un edificio, me dedicaba durante horas a mirar mi recuerdo en la oscuridad como si lo contemplase en una pantalla de cine”, (pág. 30).

El protagonista es un niño observador que después se ve transformado en un joven disconforme con su mundo circundante, en un escritor en ciernes que, en cambio, se siente feliz rememorando aquella infancia en la que podía proyectar imágenes de películas que veía en el cine, en su habitación a oscuras, sobre la manta que su madre colocaba en el ventanal para impedir que se colara la luz de la calle. En ese mundo imaginario se deja ver la vida, contemplada como laberinto por donde transcurre su educación sentimental, por los pasillos del aprendizaje, de muchos recuerdos dotados de inocencia y diversión, haciendo sombras en las paredes con su abuelo, así como pasajes taimados propios de la pubertad, de ambientación estudiantil, como también otros más controvertidos, de puntos suspensivos, en los que pone en juego su incipiente madurez, su ruptura con lo establecido, hasta su posterior incursión en la literatura.

Llegado a este punto, descubrimos cómo al narrador de La radiante edad le gusta jugar con su rol de escritor, sin rubor alguno. No le importa contestar con desenfado a una mujer, con la que se reúne en la habitación de un hotel, interesada en saber a qué se dedica, diciéndole que él es un falsificador, que escribe libros que ya han sido escritos, como escaramuza y diversión creativa de escritura paralela. De la misma manera que tampoco se corta, en otro pasaje del libro, en revelarnos por qué escribe: “Escribir me permite abrazar las sombras de tiempos diferentes, perseguir a alguien por caminos contrarios, arrojarme por cada puente en el que me encuentro con la posibilidad de haber sido cualquiera de los tantos que me ha negado la vida”, (pág. 132).

Pero esto que leemos, aun pareciendo memorias y confesiones, es una obra de ficción y, evidentemente, su inventiva es la herramienta de la que se sirve Báez para alumbrar el sentido de la obra, no solo la vida de su protagonista, sino la suya propia se deja entrever, curiosamente, en un orden misterioso que conecta causa y efecto. De la ficción se sirve, pues, para perseguir esa sombra propia como es la identidad. Y es ese rasgo, en su claroscuro, en su eco proveniente de la memoria y la experiencia, donde encontramos la clave narrativa del libro que pretende empatizar con el lector, la que resalta y justifica el sentido de su título: “como si la radiante edad del cosmos, que era la mía, lo engullese todo en sus agujeros negros”, (pág. 179).


Contrariamente a lo que piensan muchos, no solo se escribe para entretener, y eso que la literatura es una de las cosas más entretenidas que hay a nuestro alcance, ni tampoco se escribe por el mero hecho de contar historias, y mira que la literatura está llena de relatos extraordinarios. Se escribe, como diría Vila-Matas, para atar al lector, para cautivarlo y subyugarlo, para entrar en el espíritu de otro y, tal vez, quedarse allí, con la condición, como ocurre en esta sugestiva novela, de que lo leído desentrañe la extrañeza inherente de la vida, y de que lo haga con cierto aire burlesco y compasivo, como así sopla por sus páginas.


jueves, 8 de diciembre de 2022

Escalas por el mundo



Dejando a un lado la experiencia, la ficción ofrece una de las mejores maneras de entender a la gente distinta de uno mismo. A menudo la ficción resulta más útil que la experiencia vivida, sin apenas coste y, encima, nos llega en un envase más manejable y ordenado para entender las cosas con cierta facilidad. Como diría
Ursula K. Le Guin, la experiencia nos pasa por encima como una apisonadora y solo comprendemos lo sucedido años después. En cambio, la ficción aporta una comprensión fáctica, psicológica y moral mucho mejor que la realidad. Por eso mismo, los escritores que desean que entendamos sus historias de un modo más comprensible consideran que no encuentran otro cauce mejor para ello que la ficción.

Pero nada imaginario estaría fuera de un viaje, de una odisea, que no comporte una aventura para el lector. Prestarse a eso mismo, a participar como pasajero, será un aliciente, un pasaje prometedor, a sabiendas de la incertidumbre que corre, sin importarle probar con dicha suerte. Estas líneas nos sirven como recurso introductorio al libro que traemos a esta bitácora de lecturas, por todo lo que, a mi juicio, guarda de analogía y correspondencia con ese territorio reservado a la literatura como mapa de exploración y aventura. Gonzalo Campos Suárez (Palma de Mallorca, 1976), médico, escritor de cuentos y de teatro, vuelve al género narrativo breve, tras su primera incursión con Mi bello Fauvel (2018), finalista del XXV Premio Andalucía de la Crítica, con su nuevo libro Karaoke (Sloper, 2022), un volumen de relatos que invita al lector a una travesía con distintas escalas por diversos lugares del mundo.

En el meollo de los doce relatos de Karaoke nos vamos a encontrar con historias en las que sus protagonistas no se cortan un pelo en poner rumbo a otros lugares, o en las que los personajes, sin cambiar de sitio, dan rienda suelta a sus deseos y a sus sentimientos. Encontramos individuos dispersos en distintos escenarios y épocas que descifran la extrañeza inherente de sus propias vidas en una línea narrativa dotada de un factor sorpresa en la que puede aparecer alguna situación particular y familiar inquietante o incómoda. Karaoke, por tanto, refleja la vida y trasiego de sus protagonistas, que lo mismo irrumpen en Japón o en el Medio Oeste norteamericano, que vagan de aquí para allá en un crucero por los fiordos noruegos, por Tierra Santa, Baviera, París o Venecia, hasta orillar en una remota isla caribeña para esperar a que todo acabe.

El periplo comienza con el relato que pone título al libro, uno de los mejores. Su protagonista es un guía turístico japonés llamado Yukio. Lleva el nombre de su abuelo, que fue un heroico kamikaze. Sobre él pesa la memoria de su ancestro, una figura a la que profesa respeto y veneración. Yukio adora el silencio y le gusta leer a Mishima. La cercanía de Kayoko, una joven guía con la que entabla relación, no le sacará de la melancolía que arrastra. No hay un porqué para entender cómo los fantasmas hacen de las suyas y cómo aquí cambian el destino de las cosas. En el siguiente relato, el escenario es Venecia, un destino que nos traslada al año 1577 en el que Sebastiano Venier rige los destinos de esta República. Pasar a la historia es su deseo y decide confinar a Guido en una celda hasta que el artista de Murano culmine la escultura que el mismo gobernador le ha encomendado sobre su figura. El artista, contrario a su suerte, procederá a vengarse para sorpresa de todos. En Un día de lluvia, la presencia de un payaso en el interior de un taxi, acompañado de una talla de la Virgen, augura la extrañeza de que algo sobrenatural va a tener lugar, inevitablemente. En otro, nos encontramos con un hombre consternado por la extraña transformación que viene del lado de su mujer, que ha empezado a hablarle en una lengua que parece eslava y que no logra entender.

La presencia de un supuesto filipino dispuesto a chafar las expectativas de un viajero es el leitmotiv de Diario de un crucerista, un relato tan cómico, como disparatado, que transcurre a bordo de un crucero por el Mar del Norte. La voz narrativa en primera persona de Tu secreto y mis sospechas relata el sentir de una mujer que odia a los pusilánimes, pero tiene la osadía de enamorarse de uno de ellos, un informático cautivo de un misterio escondido. ¿Puede acaso una vida caber en un instante? En esta pregunta cabe entero el relato de Un lugar en el mundo, otra de las historias del libro, en la que la vida de sus dos protagonistas, uno en Baviera, otro en Paris, devienen en algo tremendamente inesperado y feliz. Finalmente, el libro acaba su periplo con Tríptico del Medio Oeste, una envolvente historia familiar de dos hermanas y dos cuñados conectada en tres piezas al más puro estilo teatral, tres actos en los que el diálogo es el propulsor que pone rumbo a unos finales tragicómicos a cuál más sorprendente.


En resumidas cuentas, estos ingeniosos cuentos de Gonzalo Campos, de escritura ágil y audaz, vienen a desvelar que las buenas historias se hallan en cualquier rincón del mundo, que surgen de la fantasía, de la propia realidad, del presente o del pasado, pero curiosamente lo hacen también fuera de toda lógica. La magia está en ver cómo se resuelve ese condicional, cómo encaja y se desarrolla en la historia, sin importar su ubicación y límites, ni que nada sea todo lo que parece, pero, de un modo u otro, lo que sí importa es que nos seduzca y nos identifique con algunos de sus personajes. En Karaoke suceden estas cosas.