martes, 13 de diciembre de 2022

La burla de los años



El tiempo es un incordio, no solo porque pasa muy de prisa y casi no nos damos cuenta, sino por esa manía del orden que lleva consigo: primero esto, después aquello, después lo de más allá, y así sucesivamente. Todo a la vez no puede ser, pero en cambio, en nuestra cabeza y en nuestro corazón todo puede ocurrir simultáneamente, y no digamos cómo se acorta en nuestra memoria cuando tratamos de abordar el pasado para descifrar aquellos momentos cruciales de nuestra existencia. Entonces, ese hilo de Ariadna, que es el tiempo, se va desenredando mientras tiramos de su cabo y negociamos con sus sombras.

La escritura tiene mucho que ver con esta tentativa de desmadejar el pasado. La escritura es, precisamente, ese oficio indicativo capaz de rastrear en el tiempo para dar con sus claves, concebido igualmente para alimentarnos de lo recóndito e inexplicable que atesora. Nos encanta el misterio. Por eso también leemos. Uno lee desde lo que es y con todo lo que es. Cada palabra tiene su propia biografía para cada uno de los lectores, y no digamos para quienes la escriben. Quien se dispone a la tarea de escribir quiere saber, ver y reconocer formas, es decir, sentidos y significados de las palabras que está usando. En esa indagación a lo largo del tiempo es donde podríamos decir que se encuentra el principio de toda escritura.

De todo esto va La radiante edad (Talentura, 2021), de Antonio Báez Rodríguez (Antequera, 1964), una novela ceñida al paso del tiempo y sus matices, a la brevedad de la vida, en la que su narrador trata de burlar sus límites, sin salir de su entorno y círculo familiar, sin dejar de darle cuerda al reloj de la existencia, como si tuviera dentro de sí un termostato emocional que regula su estado de conciencia, con la intención de propagar sus lecturas y escarceos importantes de lo vivido: “Cuando me fui a vivir con mis abuelos maternos a la ciudad, donde a mi abuelo lo habían colocado como portero en un edificio, me dedicaba durante horas a mirar mi recuerdo en la oscuridad como si lo contemplase en una pantalla de cine”, (pág. 30).

El protagonista es un niño observador que después se ve transformado en un joven disconforme con su mundo circundante, en un escritor en ciernes que, en cambio, se siente feliz rememorando aquella infancia en la que podía proyectar imágenes de películas que veía en el cine, en su habitación a oscuras, sobre la manta que su madre colocaba en el ventanal para impedir que se colara la luz de la calle. En ese mundo imaginario se deja ver la vida, contemplada como laberinto por donde transcurre su educación sentimental, por los pasillos del aprendizaje, de muchos recuerdos dotados de inocencia y diversión, haciendo sombras en las paredes con su abuelo, así como pasajes taimados propios de la pubertad, de ambientación estudiantil, como también otros más controvertidos, de puntos suspensivos, en los que pone en juego su incipiente madurez, su ruptura con lo establecido, hasta su posterior incursión en la literatura.

Llegado a este punto, descubrimos cómo al narrador de La radiante edad le gusta jugar con su rol de escritor, sin rubor alguno. No le importa contestar con desenfado a una mujer, con la que se reúne en la habitación de un hotel, interesada en saber a qué se dedica, diciéndole que él es un falsificador, que escribe libros que ya han sido escritos, como escaramuza y diversión creativa de escritura paralela. De la misma manera que tampoco se corta, en otro pasaje del libro, en revelarnos por qué escribe: “Escribir me permite abrazar las sombras de tiempos diferentes, perseguir a alguien por caminos contrarios, arrojarme por cada puente en el que me encuentro con la posibilidad de haber sido cualquiera de los tantos que me ha negado la vida”, (pág. 132).

Pero esto que leemos, aun pareciendo memorias y confesiones, es una obra de ficción y, evidentemente, su inventiva es la herramienta de la que se sirve Báez para alumbrar el sentido de la obra, no solo la vida de su protagonista, sino la suya propia se deja entrever, curiosamente, en un orden misterioso que conecta causa y efecto. De la ficción se sirve, pues, para perseguir esa sombra propia como es la identidad. Y es ese rasgo, en su claroscuro, en su eco proveniente de la memoria y la experiencia, donde encontramos la clave narrativa del libro que pretende empatizar con el lector, la que resalta y justifica el sentido de su título: “como si la radiante edad del cosmos, que era la mía, lo engullese todo en sus agujeros negros”, (pág. 179).


Contrariamente a lo que piensan muchos, no solo se escribe para entretener, y eso que la literatura es una de las cosas más entretenidas que hay a nuestro alcance, ni tampoco se escribe por el mero hecho de contar historias, y mira que la literatura está llena de relatos extraordinarios. Se escribe, como diría Vila-Matas, para atar al lector, para cautivarlo y subyugarlo, para entrar en el espíritu de otro y, tal vez, quedarse allí, con la condición, como ocurre en esta sugestiva novela, de que lo leído desentrañe la extrañeza inherente de la vida, y de que lo haga con cierto aire burlesco y compasivo, como así sopla por sus páginas.


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