“Quiero matar a mi padre”. Con esta frase tremenda arranca Vengo de ese miedo (Tusquets, 2022), de Miguel Ángel Oeste (Málaga, 1973). En ella cabe toda la reacción producida en el narrador por ese sentimiento intenso y prolongado de terror, de pánico difuso que lo atenaza constantemente. Miedos que están ahí y que son miedos cotidianos, de casi todos los instantes de su existencia que le llevarían a minar su mente con pensamientos fulminantes: “Durante muchos años, estos sentimientos avivaron el deseo de acabar con él. Tal vez así pudiera librarme de la aprensión y la influencia dañina que tenía sobre mí. Sentía que al hacerlo me estaba liberando del miedo que me producía su figura, una figura que iba creciendo en mi interior, que se había instalado como una tenia alimentándose de mi organismo”.
En estas primeras líneas encuentra su autor el cauce necesario para lanzarse, a través de la voz de su narrador, a escribir un relato familiar para resaltar el poder liberador de la escritura como forma de abrir puertas a lo que uno, difícilmente, se atrevería a descorrer, sin rebajar la inconveniencia del rencor, la pena y los recuerdos tristes o, simplemente, aprovechar la escritura como recurso atenuante para plantar cara a la memoria y mostrar, sin pudor, lo que hasta ahora no estaba dicho del miedo a un padre castigador, azote sin límite y perseguidor insaciable. Un padre que encarna la maldad en los tres tipos de miedos que se conocen: miedo a la amenaza, miedo al ataque y miedo que surge al dolor.
Narrado en primera persona, el mismo autor quiere dejar ver cómo ha sido el proceso de escritura, desde el momento decisivo de plasmar por escrito todo lo sufrido en aquel tremendo período de la infancia y adolescencia, contando las terribles vivencias que causaron ese miedo endémico incrustado en su piel, y que aún persiste. Piensa, una y otra vez, en cómo acabar con ese miedo, y no encuentra otra mejor manera de aniquilarlo que no sea otra que pensar en cómo matar a su padre. No encuentra en su propósito la complicidad de su hermano, que tampoco muestra entusiasmo en que escriba el libro que lleva entre manos. Considera que mejor sería pasar página, como él ha hecho hace tiempo, y le recomienda no remover la inmundicia y las broncas vividas.
Conforme nos vamos adentrando en el libro, el lector vislumbra, dentro del testimonio desgarrador por el que transita, que hay un propósito recurrente en el libro de indagar en los límites de la escritura. La sensación es esa, de que el autor lo ha concebido de esa forma deliberada. Se podría sostener que, aunque el miedo subyace y aflora permanentemente en el libro, sin embargo, el gran tema del libro no es otro que el de la propia escritura y sus efectos, tanto del lado de quien escribe la historia, como del lado de quien la lee. Oeste viene a decir que la escritura es una manera combativa de estar en el mundo. Y también, que escribir es un modo de ver y de transitar por el pasado y el presente de otra forma, como la que proyecta el narrador, por un lado, escarbando en sus entrañas, pero, a la vez, empujado a distanciarse para emprender ese viaje o rastreo terapéutico propiciado por la escritura.
Por eso mismo, el autor trata de volcar toda su carga emocional posible para sustanciar en la escritura la magnitud del miedo vivido y la destrucción sufrida en casa, sin esconder que acaso fuera posible otra manera de afrontar aquel espanto, como así hizo su hermano, sin rebeldía ni enfrentamiento. Vengo de ese miedo es un testimonio aterrador de supervivencia, de destrucción existencial, urdido bajo la esencia que distingue a la literatura de contar al lector lo que alcanza la memoria y la experiencia de quien la lleva a cabo, de imaginar al otro, de contar lo que nadie ha registrado y quiere recuperar, como aquí da cuenta de ello el narrador, transpirando lo vivido hasta arañar las heridas y soltar todo el miedo acumulado.
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