lunes, 29 de abril de 2019

La familia y sus demonios


En todas las familias hay mentiras, y también en el amor y en la amistad, entre otras cosas porque para convivir es necesario que cada cual tenga sus secretos […], y es que en gran parte somos nuestros secretos. El perro su pan escondido, el pájaro su nido, el zorro su cubil, el cura los pecados de sus feligreses, el mandatario los secretos de Estado, los enamorados el trémulo fervor de sus miradas a hurtadillas de los demás. No hay nadie que no se lleve un secreto a la tumba, y no hay mayor gloria para un secreto que morir sin haber sido desvelado”.

Cuando destacamos algunos subrayados de una obra leída, como este que antecede, sacado de la nueva novela de Luis Landero (Alburquerque, Badajoz, 1948), Lluvia fina (Tusquets, 2019), marcamos sus epifanías y las señales que despiertan nuestro interés y curiosidad por razones diversas. Nos dan suficientes motivos para pensar en nuestra propia existencia, los justos para no dejar de seguir leyendo, como si se tratara de un viaje sentimental en el tiempo, y de paso, sentirnos próximos al narrador de la historia que nos confía sus secretos y revelaciones de los personajes que viven dentro de ella, gente extraña y, a su vez, muy parecida al mundo que nos rodea. Toda esta pulsión que nos llega, tanto por las palabras, como por las voces y silencios de sus protagonistas, a muchos nos produce un arrebato estimulante que nos obliga a tener bien afilado el lápiz. De alguna manera, en los buenos libros leídos siempre queda el rastro de lo que fuimos.

La escritura de novelas, ese género tan híbrido y excitante, es un arte muy difícil. De hecho, hay tantos detalles que pueden dar al traste con cada una de ellas, que es portentoso que existan tantos libros que han salido airosos en su primera tentativa. Landero es un maestro en ello, un escritor que se dio a conocer con Juegos de la edad tardía (1989), un libro memorable, al que siguieron Caballeros de fortuna (1994), Absolución (2010) y otras novelas como El balcón en invierno (2014) o La vida negociable (2017). Landero es un nombre importante de nuestra narrativa actual, no solo por la destreza y gracia de su escritura, sino por ese don de saber organizar la narración con perspicacia. De la misma manera que para surcar el mar se precisa saber remar, gobernar la embarcación y llevar el timón es algo fundamental, trasladado al arte de novelar es, precisamente ese engranaje lo que da sentido y valor a lo que se concibe como literatura de calidad y, a la vez, de entretenimiento.

Lluvia fina continúa por esa senda tan habitual en Landero. Se trata de una novela trepidante y sombría en la que una reunión familiar que discurre con aparente calma verse alterada hasta convertirse en un río desbordado. ¿Se puede hablar de todo entre los seres queridos? Esta es la pregunta clave que sostiene toda la trama de esta historia familiar. Ningún relato es inocente, y mucho menos todo lo que se cuenta y se esconde en el seno del hogar. Aurora, la esposa de Gabriel, es la narradora de esta novela, conforma el punto de vista y el espejo donde se paran los personajes para hablar de ellos y de los otros, la receptora de sus confidencias y discursos. Será ella el cauce involuntario de una familia donde unos se culpan a otros de sus frustraciones vitales hasta desembocar en un final ominoso de fatales consecuencias. Ellas es la que los escucha.

Gabriel, el hijo más joven de la familia es el que sigue teniendo una buena relación con la madre, y se empeña en reunir a todos para celebrar su octogésimo cumpleaños, invitando a Sonia y Andrea, sus dos hermanas con sus respectivas parejas, con la idea de recomponer sus relaciones que han estado enquistadas durante décadas. En las confesiones que van surgiendo, el lector asiste a un escenario familiar en el que se entrecruzan historias que se desmienten entre sí, y que, a su vez, conforman el hilo de Ariadna por donde cada uno cuenta al interlocutor lo que sabe del otro hasta desmadejar sus resentimientos y frustraciones, provocando que la conversación termine en reproches que nunca se habían echado en cara

Lo que el hermano presuponía de ensayo propicio para limar asperezas, se convertirá en un destrozo familiar inadvertido, en el que todos pondrán de su parte hasta la estampida final en la que cada uno se marcha sin haber limado las asperezas que lo habían mantenido distanciados: una madre autoritaria, empecinada y cruel; una hermana, Andrea, desquiciada por la envidia y el fracaso; otra, Sonia, sobreviviendo al drama de su destino; y desde luego, Gabriel, tan irrelevante e infantil como egoísta.

Cada uno de ellos conforma la historia familiar conjunta, como un palímpsesto, compuesto de capas de narraciones y segundas narraciones por donde todos vierten, polarizan y versionan la verdad de sus vidas. Todos están ahí con sus razones y discordias, y la presencia de cada uno refleja algún resquemor hacia el otro. Todos andan necesitados de un interlocutor para destapar la verdad oculta, el drama de una familia desavenida y maltrecha.

Lluvia fina es otra admirable novela de Landero, un libro que ahonda en el vínculo familiar, ese que aparentemente nunca o casi nunca desaparece en nuestras vidas, al que todos estamos obligados a proteger, pero que, en este caso, al final salta por los aires. Queda una sensación sombría de advertencia final, mediante la que se deduce que siempre es más conveniente no decir todo lo que pensamos de los demás, ya que, en cualquier hogar, la discreción es la única salvaguarda de la convivencia, y la mejor manera de cohesionar la familia se halla más en los silencios que en las conversaciones. Quizás sea así.


martes, 23 de abril de 2019

El futuro es el mismo para todos


Escribir sonetos en la poesía de hoy es una rareza. Dicen los poetas que está pasado de moda, y es que, ajustarse a las exigencias técnicas a las que obliga el soneto clásico, requiere de una madurez y de un constante esfuerzo que no todos los que escriben poesía logran salir airosos de tamaño empeño. El soneto es como la piedra angular en la que descansa gran parte de nuestra poesía desde que Boscán y Garcilaso lo introdujeran con éxito en nuestra literatura bajo el soplo influyente de Petrarca. Lo han cultivado con solvencia poetas contemporáneos tan dispares como Gerardo Diego, Rafael Alberti, Lorca, Miguel Hernández con su libro El rayo que no cesa, y en las obras de la generación de la posguerra hasta Blas de Otero, Ángel González o Carlos Edmundo de Ory que lo hicieron con fervor y espíritu renovado.

Hoy traemos a esta bitácora de lecturas el último libro del poeta y traductor Juan José Vélez Otero (Sanlúcar de Barrameda, Cádiz, 1957), Pasmo (Valparaiso, 2019), con prólogo de Luis Alberto de Cuenca en el que nos confiesa que contiene “cuarenta y cinco sonetos de forja impecable, sin una sola alteración silábica ni rítmica. Una de esas escasas series de sonetos a los que no puede ponerse pega formal alguna”. Que lo diga un poeta como él, que también ha practicado con notoriedad esta variante rítmica, pone en alza la arquitectura del poemario y su valía.

En ese desafío compositivo, Vélez Otero ha querido reconducir su modo de percibir el mundo acotándolo en una partitura en la que su pauta rítmica se despliegue bajo el endecasílabo para mayor significancia y brillo. Cada poeta tiene un recorrido propio y, aunque los recorridos son infinitos, el lector percibe que este libro del poeta gaditano encuentra esa forma particular de manifestar su vivencia personal de la realidad que le inquieta en un conjunto poético en el que el formato elegido, se adecua a ese ritmo deseado y persuasivo que encaje palabra con palabra y enlace sonido con sonido, y alumbrar con maestría el soneto capaz de trasmitir lo indecible.

El libro viene dividido en tres secciones. En la primera, que consta de catorce sonetos, el poeta nos habla desde la madurez y nos va mostrando las consecuencias del paso del tiempo: “Murió la vida y anda entre reflejos / buscando explicación inexplicable; / vivió la muerte, deuda inacabable, / saludando a la dicha desde lejos”. Y amplía en los versos que siguen: “Este hombre sin dónde ni sin cuándo, / extranjero en sí mismo y de la vida, / anda mordido, sin saber, buscando / al otro que perdió.” Y en otro pasaje el sujeto lírico reflexiona: “... la ciudad / ha cambiado; también yo con la edad / veo todo más triste y amarillo.” Y como consecuencia, alimentan su quehacer poético la pérdida de la ilusión, la desesperanza: “Hundidos los cimientos, no sostengo / ni porvenir ni ayer, y en el presente / se me pudre la historia, la simiente / de la ilusión que tuve y ya no tengo.”

En la segunda parte los sonetos miran más a los placeres cotidianos y sus paradojas, al amor, el desamor, el malestar de una gripe, el gozo de oír música, la soledad: “Me gustas como el aire, como el vino, / lo mismo que me gustan los pasteles...” Podríamos decir que el sujeto poético se convierte en algo más carnal, más humano: “Ah, de tu boca, amor, y no respondes / ah, de tu boca roja rosa esquiva...” La edad que todo lo muda inexorablemente: “Perdí mi tren y tengo ya cincuenta / cincuenta primaveras bien cumplidas; /.../ El chicle de mi edad no sabe a menta, / más bien sabe a alcanfor. /.../ La luz de la ilusión duerme al sereno; / también te fuiste tú. No me dejaste / ni un vaso en que beberme mi veneno.” Aquí la ironía es un arma de la que se valen sus versos para mostrarnos un alejamiento que le permite distanciarse de sus tribulaciones.

En la tercera parte resuena ese pulsar del tiempo: “Tic-tac, tic-tac, tic-tac, era la vida...”, en el que está presente el desengaño, pero también los gozos de una infancia que se fue con sus días felices. El sujeto lírico se siente perdido y se busca, pero no encuentra respuestas a la sinrazón de la vida y le pregunta a dios: “¿Y a Ti quién te pidió que me nacieras?” para decir más adelante: “Estás, no des más vueltas atrapado, / no existe solución, eres humano.” En esta parte el poeta recurre a la contemplación de algunas fotos de otras épocas de su vida pasada para contrastar aquellos momentos que congeló la imagen con la cruda realidad del momento en que vive. En esta ocasión su decir es más existencialista, ha perdido, en cierta medida, el tono irónico que le servía como máscara y se acerca de frente a una verdad con la que no está de acuerdo, pero que asume como inevitable y, a su vez, le permite sobrellevar su día a día.

Pasmo en su conjunto es un poemario muy humano y nada condescendiente ni apacible. Sus sonetos reverberan crudeza y nostalgia, apelan a la reflexión sin omitir las pérdidas y angosturas de la vida, pero con la dignidad, conciencia y cordura de cincelar una verdad esencial que transcurre por todo el libro: el paso del tiempo, un mismo devenir para todos. Y lo mejor del libro es que nos hace pensar y, al mismo tiempo, se deja leer con gusto, desde esa claridad con que se nos muestra lo sincero, lo abierto a la verdad.


miércoles, 10 de abril de 2019

La escritura y la vida


Como el protagonista de mi novela anterior, me sentaba a escribir delante de unas imágenes. En El instante del peligro, Martín escribía sobre una sombra inmóvil proyectada sobre un muro, unas imágenes del pasado. Ahora yo me encontraba también ante unas sombras del pasado. Ecos y fantasmas de un tiempo que se había ido”, nos cuenta el narrador de El dolor de los demás (2018) que más adelante percibe cómo la mirada del pasado es capaz de transformar el presente: “Viajar en el tiempo siempre modifica las cosas”.

¿Cómo se convierte alguien en escritor, o es convertido en escritor? Una buena pregunta para la que Ricardo Piglia en Los diarios de Emilio Renzi (2015) tiene esta respuesta: “Un escritor se autodesigna, se autopropone”. Se trata, según él, de una construcción deliberada. “No es una vocación, a quién se le ocurre, no es una decisión tampoco, se parece más bien a una manía, un hábito, una adicción, si uno deja de hacerlo se siente peor”. Escribir cambia sobre todo el modo de leer los libros y la vida, nos viene a decir Miguel Ángel Hernández (Murcia, 1977), dando crédito a lo que el escritor argentino otorga a su oficio de empeño, decisión y contingencias que empujan y determinan el modo en que el escritor llega a ser, se reconoce y se da a conocer.

Lo que se cuenta en Aquí y ahora (Fórcola, 2019), su nuevo libro, está fechado entre julio de 2016 y mayo de 2017, implementado con un epílogo que titula El sentido de un final, escrito entre julio de 2017 y Enero 2019, es todo un acontecer sucesivo de escritura, desde el propio hecho de vivir, leer, viajar, noches de farra, amor e insomnio a través de un diario ágil y desbordante, escrito en segunda persona, como ya experimentó en sus dos anteriores entregas, Presente continuo (2016) y Diario de Ithaca (2016), pero que en esta ocasión, matiza su autor en el prólogo, surgió por una especie de pulsión de escribir todo lo que le llevó a documentar sus iniciativas e indagaciones en el propio proceso de creación de su novela, El dolor de los demás, en la que estaba inmerso. Por lo que la novela en proceso y el diario en marcha se han abastecido entre sí, hasta el punto de formar parte de un mismo proyecto literario, “un continuum entre ambos libros”, en palabras de Hernández.

El lector asiste a un streptease de alguien que cuenta con soltura episodios de una vida, la suya y la de los demás. Pero en este caso, el autor también nos aproxima a la desnudez de su escritura y a los entresijos del proceso creativo compartido con los que, por alguna razón, saben en lo que anda metido. Y en toda esa desazón de conseguir un estado mental para armar la novela que lleva entre manos, tiene sentido recurrir a lo que nos decía el recién desaparecido Ferlosio: “tanto si funda su argumento en sucedidos como si los inventa, la representación narrativa tendrá siempre idéntico carácter de ficción”. Desde luego, Hernández no se aparta de ese apunte ferlosiano. Descubrimos en su diario que escribir una novela es un ejercicio de incertidumbre y misterio. Tampoco es esquivo a revelarnos el secreto de su creación literaria y sus efectos colaterales, secreto que no es otro que insistir en extraer palabras de ese fondo silencioso en el que la ficción es ineludible.

Escribir siempre cambia la realidad”, leemos en una de las entradas del libro. Y lo justifica con algo que al lector le consuela: “El autor nunca se puede quitar de en medio... El autor no puede esconderse. La vida propia afecta al modo en que percibimos el mundo”. En Aquí y Ahora se entrevé esa poética en la que también está presente el significado de lo que el tiempo aporta a la escritura y de lo que el tiempo da a la vida. En estos diarios la escritura fluye en un tiempo continuo que viene del pasado con aspiración de futuro. El presente de estos textos conforma esa realización del futuro: su novela en curso. Y esa es la verdadera razón de ser de este diario: el tiempo de la vida que encarna su proceso y la necesidad de escribir.

Este es un libro pleno de literatura, un festín jugoso donde se comparte no solo el vértigo de escribir, sino también el de disfrutar de libros y autores. “Los libros no son inocuos –escribe en otra de sus entradas–, actúan en la realidad”. Por aquí están presentes Vila-Matas, Carrère, dos novelistas por los que Hernández siente admiración, como también lo hace por Chirbes y muchos otros. Su caudal lector es inagotable. Sabe que leer aproxima a esa verdad literaria que encierra la existencia: “la vida, sin duda, tiene la estructura de la ficción”, y que resulta tan necesaria para seguir escribiendo.

No me importa repetirme, y lo digo a boca llena: Miguel Ángel Hernández pertenece a ese grupo selecto de escritores españoles que gozan de esa voz propia y arriesgada que tanto gusta a los lectores exigentes, esa que se encuentra en la senda de la literatura de calidad, esa que compagina escritura con verdad y vida.


sábado, 6 de abril de 2019

Todo es un decir


El pensamiento breve y, por ende, el aforismo es un género milenario que nació con algo de estatuto, de código o, incluso, de principio. Lo podemos comprobar en las máximas, sentencias y proverbios que ya comenzaron a proliferar en la época clásica de la mano de filósofos griegos y latinos. Ha conservado desde sus orígenes la naturaleza instructiva propia de una escritura deontológica, proclive tanto a la descripción como a la prescripción de normas y reglas, y nunca ha dejado de tener cultivadores a lo largo de la historia de la literatura. El aforismo contemporáneo está alejado en cierta medida del tono grandilocuente, didáctico y moralista de etapas anteriores. Pero conviene resaltar que, aunque ha virado, el compromiso con la reflexión y la verdad, más el añadido del humor, permanecen, siguen estando en su esencia. En definitiva, como afirman algunas voces acreditadas, el aforismo es un género fronterizo entre la poesía y la filosofía.

La publicación de Suma breve (Trea, 2018) viene a constatar no solo el argumento que precede, sino que su autor, Miguel Catalán (Valencia, 1958), escritor y doctor en filosofía con una tesis sobre el pragmatismo clásico, pertenece a esa estirpe de hombres de hoy con el espejo retrovisor bien colocado sobre ese pensamiento clásico que se sustenta en la concentración conceptual. Entre su obra literaria destacan las colecciones de aforismos y textos breves, ahora reunidos en este volumen reciente que abarca toda su producción desde 2001 a 2018, y, por otra parte, un amplio tratado sobre el engaño, la impostura y la mentira titulado Seudología, del cual, y hasta el momento, se ha publicado nueve volúmenes, acreedores de distintos premios de ensayo.

Los enunciados breves de los que se ocupa esta reseña comprenden un mosaico de andanzas y paradojas, textos bienhumorados que comparten estancia con desolaciones. En su mayoría son textos reflexivos y filosóficos extraídos de la realidad cotidiana y de propios pareceres del autor, que corresponden a un hombre atento al devenir de los días por donde transcurre la paradoja y la perplejidad de esto que llamamos vida. Sobre la misma base que decía Unamuno, “nada más fecundo que lo paradójico”, Catalán escruta sus breverías, y vuelve a reforzar la misma idea, apoyándose en esta otra de Oscar Wilde: “El camino de las paradojas es el camino de la verdad”.

Podemos afirmar que ante tanta confluencia terminológica y tanto bucle semántico en torno al aforismo, Catalán se enfrenta a esta abundancia formal a través de la paradoja, un campo que encaja con su manera de entender el mundo y este género literario que para nada se acomoda en un concepto unívoco, y menos cuando se viene a interpretar lo que se cuece en el interior de uno mismo y en el acontecer de las cosas, como se aprecia en este ejemplo: “Hace poco acepté esa creencia tan extendida de que no conviene hacerse demasiadas ilusiones. Ahora solo me falta acertar con la dosis”. O en este otro: “Ya está todo escrito, pero de otra manera”. Tampoco desaprovecha añadir a sus textos más descriptivos la sorpresa de un atisbo risueño, de una dosis de humor: “Siempre fue una mujer coqueta. Se estuvo quitando años hasta llegar a los ochenta; a partir de entonces, empezó a añadírselos”.

En cuanto a su composición, Catalán no se priva de ensanchar el corsé de lo sucinto que encierra el aforismo. En su confección, cuando es preciso, se amplifica y es, por tanto, la amplitud del pensamiento la que determina su margen, y no al revés. A veces, con una sola línea es suficiente, pero en otras muchas, el párrafo se constituye en elemento defensivo y de ataque. Para él, el aforismo no es solo un relámpago o un dardo, también puede ser un trueno extensivo o un juego de razones y perplejidades, lo que en un campo de batalla sería fuego a discreción.

En Suma breve lo mismo encontramos sutilezas, esbozos o sarcasmos como este: “En los buenos tiempos soy epicúreo, en los malos, estoicos”, que amplitud regocijantes en sus reflexiones. Una enorme variedad de registros en un constante batir de alas. Sus aforismos comparten un núcleo ético y existencial que se hacen presentes en casi todas sus epifanías. Todas, bajo el amplio paño que otorga la paradoja, como impulsión del lugar común, nos viene a decir José Montoya Sáenz en el brillante prólogo del libro. La paradoja que se aviene a examinar lo que sucede con las cosas de la vida y sus contradicciones, de las que todo sujeto, como aprendiz permanente de la vida, no se libra.

En este compendio aforístico, todo es un decir, un aire de pensamientos y contrasentidos que van implícitos en esa “quemante luz de verdad” de la que habla su autor, por donde se entrecruzan ingenio y deber, recogimiento y ventanas al mundo, certezas y equívocos, lumbres, consuelo y delicias, con mucho humor y sentido crítico. Miguel Catalán firma un gran libro que depara una fecunda y gozosa lectura.

martes, 2 de abril de 2019

Los vencedores de la Bastilla


La Bastilla, símbolo de la autoridad arbitraria de la monarquía absoluta, era una poderosa fortaleza que dominaba los barrios populares del este de París. En su origen se construyó como una fortaleza contra los ingleses durante la Guerra de los Cien Años, pero Richelieu la convirtió en prisión del Estado. Por su calabozos pasaron algún tiempo importantes figuras de las letras, como Voltaire, el marqués de Sade o Diderot. Pero, el 14 de julio de 1789 la ciudadela cambiaría de sino cuando una multitud de trabajadores parisinos, enardecidos y armados con palos, garrotes, sables, mosquetes, arcabuces y pistolas, asaltaron aquel emblemático bastión. A partir de ahí todo daría paso a un giro radical del curso de la Historia en la lucha por los derechos y la libertad de la humanidad.

Se acaba de publicar 14 de julio (Tusquets, 2019), de Éric Vuillard (Lyon, 1968), un libro escrito con anterioridad a El orden del día (2018), la apasionante novela galardonada con el prestigioso Premio Goncourt 2017. En esta de ahora, el escritor francés refleja, desde una perspectiva nueva, aquel hecho histórico crucial iniciado con la toma de la Bastilla para focalizar, por medio de una vibrante y apasionada crónica, el desarrollo del levantamiento y el papel y suerte que desempeñaron sus protagonistas de a pie, representados por una ciudadanía anónima y hambrienta, sublevada contra el poder establecido y dispuesta a acabar con él, harta ya de tantas calamidades y abusos.

Vuillard se adentra, valiéndose de la turba, para contarnos en dieciocho capítulos todos los detalles que se fueron sucediendo en aquella amarga jornada y, a su vez, tan llena de grandes esperanzas. Previamente repara en un hecho determinante sucedido en las postrimerías del Antiguo Régimen, una noche del 23 de abril de 1789, cuando los obreros se rebelan contra Réveillon y Henriot, magnates del papel pintado y de la sal, respectivamente, que anunciaron recortar aún más el salario mínimo, quemando dos monigotes, que representaban a ambos empresarios, delante del ayuntamiento. Fue suficiente para caldear los ánimos y, a partir de ahí, una turbamulta de miles de hombres, mujeres y niños saquearon mansiones y palacios. La guardia cargó contra ellos y decenas de muertos llenaron la calle.

Pero esto no es todo, en el capítulo siguiente, el autor recoge la situación económica del país y sus cuentas bajo el mandato de Necker que supervisaba el Tesoro: “Así, durante todo el periodo que precede a la Revolución, se asiste a curiosos tejemanejes sobre los fondos del Estado. La deuda pública no deja de aumentar y el pueblo pasa hambre. Se especula en la bolsa con los préstamos. Francia se halla casi en bancarrota”. La debacle, por tanto, estaba cantada y el pueblo enfurecido se encamina con lo que encuentra a su paso hacia la fortaleza de la Bastilla, símbolo del poder absolutista y despótico. Los manifestantes exaltados llegan a las Tullerías. La guardia recibe órdenes de aporrear a todo el que se cruce. La gente para defenderse improvisa barricadas con piedras y sillas.

La noche previa al asalto nadie dormía en París: “La noche del 13 de julio de 1789 fue larga, larguísima, una de la más larga de todos los tiempos. Nadie pudo dormir. En torno al Louvre deambulaban pequeños grupos, mudos, acechando siniestramente. Las tabernas no cerraban. En los muelles, durante toda la noche peregrinaron seres solitarios, extrañas sombras. Hacía un calor achicharrante, no había modo de conciliar el sueño; fuera la gente buscaba un poco de viento, un poco de aire”. Y así hasta la mañana, la multitud se va espesando y cada vez es más compacta. El bullicio es ya imparable. Hacia el bastión enfilan tenderos, vagabundos, taberneros, obreros y aprendices en pos de conquista. Es el pueblo el que avanza.

Vuillard se hace eco de estos hechos, se convierte en cronista de a pie, y lo hace con una prosa punzante y vívida, con un fraseo ágil, acorde con lo que acontece. Todo se sucede y se abre camino a golpe de efectos superando todos los contratiempos. No hay nada que pare esta impronta, ni nadie que la dirija. Es la ciudad de París la protagonista y hacedora de la rebelión en marcha. Y eso el lector lo percibe. Se impregna de esta épica urbana que llena sus páginas, de su plasticidad, de sus correrías y desmanes.

14 de julio, como dice su autor, es “una bifurcación de la historia en un momento trascendental” y en el que ningún personaje del relato está inventado, sino sacado de los archivos de la ciudad, por lo que el escritor es fiel con la intra-historia de tanta gente anónima, reescribiendo lo que sus habitantes, de manera colectiva, dejaron ya escrito para la posteridad y mayor gloria de París.

Este es un libro intenso y veraz, escrito con esa pulsión literaria que lo convierte en vibrante y que tanto nos gusta a los que nos acercamos a la Historia con discreción.