martes, 21 de marzo de 2023

Por aquel entonces


Álvaro Pombo
(Santander, 1939), uno de los narradores españoles más veteranos en activo de nuestras letras, es licenciado en Filosofía y Letras por la Universidad de Madrid. Es miembro de la Real Academia Española desde junio de 2004. Lo hizo mediante un discurso que tituló Verosimilitud y verdad, una reflexión acerca de la reserva del término “verdad”, como fuente de razonamiento, y “verosimilitud”, como espiga de lo narrativo-contemplativo. Aparte de publicar artículos, ensayos y libros de poesía, como Protocolos (1973) y Variaciones (1977), destaca, principalmente, por su extensa obra narrativa en la que figuran títulos galardonados, como El héroe de las mansardas de Mansard (Premio Herralde de Novela 1983), El metro de platino iridiado (Premio de la Crítica 1990), Donde las mujeres (Premio Nacional de Narrativa 1997) o El temblor del héroe (Premio Nadal de Novela 2012).

Ahora, con su nueva novela, Santander, 1936, regresa Pombo a su tierra natal, no solo para saldar una cuenta pendiente con su pasado familiar, sino también para abordar, dentro de sus juegos verbales y motivos reflexivos, la memoria histórica, su encaje en la verdad de los hechos y su verosimilitud narrativa, dos aspectos que fluyen de forma persistente en su escritura y que abanderó, como ya dijimos anteriormente, en su discurso de ingreso en la Real Academia. Su protagonista es de su estirpe. Se llama Álvaro Pombo Caller, tío carnaval suyo, un joven que por aquel entonces cuenta con diecinueve años. El autor nos acerca a un Santander que, al igual que ocurre en el resto de España, sufre en el año señalado en el título la confrontación izquierda-derecha, proclamas políticas y debates intelectuales que, de manera creciente, irán agitando sus calles por unos derroteros de confrontación exacerbada y de consecuencias trágicas.

Alvarín, como así le llaman en la familia, es un admirador entusiasta de Primo de Rivera y milita en Falange Española desde 1934. Su padre, en cambio, es un republicano liberal y agnóstico que admira a Manuel Azaña, mientras que la madre, triunfadora en la moda parisina de aquellos años, ha dejado plantado a su padre en Santander y dispuesto a sus hijos bien distribuidos en colegio ingleses y franceses. A través de la correspondencia de cartas entre ella y su hijo se irá conociendo, desde su propio prisma familiar, esa época convulsa de la historia de España. Como le ocurre a cualquier joven impetuoso e ingenuo de su edad, Álvaro anda confuso en medio de tanto embrollo social y, lo mismo que se enaltece leyendo a su líder José Antonio o Sánchez Mazas, se horroriza cuando piensa en la arbitrariedad de las pistolas.

En esa indagación familiar emprendida, Pombo recrea la suerte de su joven tío fallecido en 1936 en el buque republicano Alfonso Pérez, convertido en barco-prisión. Allí mismo, junto a él fueron liquidados otros 155 presos, simpatizantes y militantes de partidos y formaciones de derechas, algunos de ellos pertenecientes a familias de renombre de Santander. Fue una represalia ocasionada por una turba enfurecida que, tras un bombardeo en la ciudad llevado a cabo por la aviación nacional, asaltó el barco arrojando granadas de manos en las bodegas donde se hacinaban los presos. Del desatino de unos y otros trata la novela. El gran acierto de Pombo es que lo hace con decidida ecuanimidad, sin dejarse arrastrar por la simpatía familiar, planteando la disparidad de manera dialéctica con diálogos vívidos en los que la reflexión y el sentido común se imponen a los sentimientos.

Santander, 1936 es una novela de personajes, al igual que es una novela familiar. El autor fija su mirada en Alvarín y sus lances dialécticos con Cayo Pombo, su padre, así como sus controversias epistolares con Ana Caller, su madre, sin perder de vista el entorno familiar y la mentalidad burguesa que los sostiene: la idiosincrasia que había favorecido el enriquecimiento de la familia Pombo. En medio aquel escenario en el que convivían una juventud politizada, con gente uniformada, destaca, especialmente, el retrato íntimo y emotivo de padre e hijo establecido en las conversaciones que mantienen ambos, a ratos paradójicas y sentimentales, y a ratos filosóficas. Sobre este marco despunta el conflicto ideológico ya, a todas luces, desvelado en el hogar, en la manera equidistante de ver las cosas que suceden en la calle, lo que origina un disentir dialéctico y afilado entre ambos.


Vuelve Pombo a lo grande, enfundado en ese ardor narrativo tan propio suyo, con uno de sus mejores libros, una novela de formación sentimental, política y reflexiva en toda su inquietud e insatisfacción, una historia familiar conmovedora en la que resuenan las armas más destacables de su autor: el talento para captar la exaltación de la adolescencia, su maestría para los diálogos y el tino de una prosa recurrente, ágil y eficaz que atrapa y cautiva de principio a fin. Un regreso que prolonga toda su valía y la calidad literaria propia del autor.



martes, 14 de marzo de 2023

Andar por el mundo


La soledad podría ser un punto de partida, un refugio, una patria, el propio cuerpo, algo parecido a una tonalidad de la voz en la que habitar el refugio de sí mismo. La soledad viene a ser ese laberinto que asume la forma de la encrucijada de lo humano. Todas las soledades se mecen entre laberintos. De ahí que la soledad de quien escribe esté habitada, al fin y al cabo, por una multitud de formas, de letras y de voces que nombran el tiempo. Ocurre que sin soledad nada se hace, nada se puede hacer. Escribir, por ejemplo, guarda para sí una soledad peculiar: la de no estar solos, aunque parezca una contradicción. Por eso el poeta habla de las vidas ajenas como si fueran propias y de la propia vida como si fuera de otros.

Carlos Marzal (Valencia, 1961) vuelve con Euforia (Tusquets, 2023), su nuevo poemario, a mostrar todas estas concomitancias y señuelos de la soledad para abundar en esa idea de andar por el mundo, multiplicada infinitas veces por la delicadeza del gesto de escuchar, de recordar todo lo que está vivo y se puede revivir a través del poema, como asilo para el goce y reflexión de lo que se vive, como goteo verbal desde el silencio y el misterio que tienen todas las cosas en las que caben no sólo la euforia y el canto, sino también la contrariedad y lo arbitrario, lo particular y lo extraño. Por ese deambular de soledades y voces, Marzal nos habla y deja ver sus adentros: Yo no quiero pasar por razonable: / aquí sólo cantamos a la euforia, dice en uno de los primeros poemas del libro, poniendo medida y tono al propósito que lo impulsa.

Para el poeta no hay limitación que valga para tratar asuntos propios y ajenos fuera del ámbito de la experiencia y la libertad. En ese marco compositivo de concisión poética se suceden sus poemas cortos y versos mayormente en endecasílabos. Sostiene, con la elegancia que le caracteriza, y gracias a un estilo directo, natural e incisivo, tan propio suyo, que la poesía tiene como misión rescatar aquello que nunca deberíamos perder de vista: la atención de la infancia, del cuerpo, del tiempo, del lenguaje: En mi cabeza cabe, porque todo / existe en mi cabeza, en qué otra parte/ habría de existir/. Buscar entre los recuerdos es otra misión, no sólo los sucesos, las reacciones y las sensaciones experimentadas durante los momentos evocados, sino también en el detonante de preguntas como las que concitan estos versos: ¿Cuántos libros me quedan por leer, / cuántas cenas me quedan entre amigos, / cuántas veces de verme en el espejo?/ ¿Cuántas migas de pan, y cuántos besos, / cuántos abrigos, di, cuántos saludos, / cuántas piedras al mar, cuánto de cuánto?

La poesía de Marzal y su tono intenso encara cuestiones fundamentales de la vida y el tiempo, de la conciencia y los sentidos, desde el lado de la memoria y la hondura de la mirada: su manera de ser y de estar en el mundo, como queda dicho en estos versos: Igual que no sé bien / qué estoy haciendo aquí, / no puedo decir cómo /escribo lo que escribo. / Reduzco mi experiencia a este accidente: / alcanzo a concretar que escucho voces. Hay un cauce reflexivo por donde corre el verso y por donde asoma también la cruda realidad. El poeta sabe, y es consciente de que ser poeta no consiste en enmendar la plana a la realidad: El mundo no es mejor por un poema, / no lo salva de ser el mismo mundo, / pero yo fantaseo / con esa salvación a mi medida: / particular, concreta e infundada.

Euforia reúne más de cien poemas divididos en cuatro partes: Oigo voces, Ilusionismo, Un verano tenaz y Yo te ajunto. En cada una de ellas, Marzal ahonda en una manera de ser y estar en el mundo como sujeto, una manera de animar también en su exacto sentido: dar alma a su verdad poética ya sea en un momento vivido, en un sentimiento interior o en la propia palabra registrada, para explicarnos qué son las cosas: Las cosas son nosotros, y nosotros / somos también las cosas para el mundo: / cosas que piensan, cantan, y que mueren. Por todo el poemario se escucha ese rumor que se levanta para interpretar su cántico y razón como si llegara impulsado por la melodía de un pájaro: Si tú silbas, me arranco, camarada. / Dame sólo un compás, / y yo te sigo.


Haber leído Euforia es tener la sensación de haber tomado un rumbo que lleva consigo la voz y el silencio persistente de otros rumbos y vientos favorables. Hay en ello un ejercicio de conciencia, una travesía de lectura en la que está presente la vida e inventiva reflejadas de su autor, un mundo entretejido de vivencias, recreaciones y posibilidades en las que se encuentran muchos de los jirones desperdigados e inconclusos de andanzas y reflexiones que podrían acercarse a las propias del lector sumido en ese instante, en ese gesto, a salvo, incluso, de la obstinada realidad y compromiso de lo que acontece más allá del poema.

Ojalá la literatura pudiese salvar las cosas un poco antes de ser encontradas de una vez y para siempre. Las sensaciones recibidas tras la lectura del libro de Marzal es que en su poesía se escucha la escritura sin atisbos de salvación alguna, tan sólo con la voz propicia y clara de quien habla con el mundo, lo interroga, le pide respuestas, le pregunta por qué, lo sacude y hasta lo invoca con gozo y desenfado. Marzal firma un gran poemario.



martes, 7 de marzo de 2023

La extrañeza de vivir


Las palabras tienen sed de otras palabras y así se hace el lenguaje. Una palabra no dicha guarda el aliento de algo que alguien, tal vez en un tiempo pasado, hubiera deseado escuchar. La vida es por eso mismo, también, un relato inacabado de todo lo que no sucede o está pendiente de revelarse. Es lo que somos, aquello que se distribuye a partes iguales entre lo muy visible y lo demasiado secreto. También lo que no está expuesto nos hace quienes somos. Digamos pues que el relato de nuestra vida está hecho de una ausencia completamente nuestra. En ese ámbito, la vida puede significar tantas cosas, que encontrar las palabras precisas para contarla es precisamente encontrar el secreto que jamás nos confesaron o no supimos verlo a tiempo.

En El corazón del daño (Random House, 2023), María Negroni (Rosario, Argentina, 1951) desata todo ese sentir sobre lo que la palabra y el lenguaje urden, el significado de lo que supone contar aquello guardado en la memoria, y que ahora recobra sentido y apremio, mediante una mezcla de géneros. Negroni, poeta y ensayista, construye un libro, en teoría una novela corta, que la misma voz narrativa no logra aclarar del todo, pero que nos permite vislumbrar la mezcla, la ruptura, la gracia de quien sabe hilar fino con las palabras, trasladándose al pasado y repasando su vida a través de los ojos de alguien como ella, que capeó como pudo la férrea y nada complaciente mano de su madre. La voz narrativa es la de la propia escritora, quien tuvo que acudir al refugio de los libros para reconfortarse y encontrar el amor que se le negaba en casa.

Desde esa estancia duradera que fueron los libros para ella, encuentra resquicio para establecer conexión con quien le negó afectos y cuidados en la tierna infancia: su madre. Así lo deja escrito en el preámbulo del libro, que titula Advertencia: “Más probable es que la vida y la literatura, siendo ambas insuficientes, alumbren a veces –como una linterna mágica– la textura y el espesor de las cosas, la asombrada complejidad que somos. Es lo que busqué, Madre. Darte, como en el Apocalipsis, un libro a comer. Un pequeño libro de mi puño y cuerpo...” Con esas mimbres construye una novela autobiográfica que se arma con ráfagas de intensidades poéticas, casi aforísticas, apartándose de los hilos narrativos convencionales. Pese a este despliegue narrativo tan particular, surgen escenas en las que no solo aparecen pasajes de la infancia y juventud, sino que también brotan esquejes de su vida adulta, hijos, pareja, emigración, estancia en Nueva York y continuas citas de autores de su gusto.

La misma narradora manifiesta en ese diálogo consigo misma dilemas y tribulaciones respecto a lo que ha venido determinando ese escaso margen de coincidencias establecido por su progenitora con ella: “Mi madre: la ocupación más ferviente y más dañina de mi vida... Nunca sabré por qué mi vida no es mi vida sino un contrapunto de la suya, por qué nada de lo que hago le alcanza”. Como si se echara en cara no haberse rebelado a tiempo o con más poder de determinación. Es esa determinación la que irrumpe en la importancia de la forma de narrar esta novela de manera fragmentaria, dejando al pairo la memoria para que sea esta misma la que impulse a su construcción, parecida a un rompecabezas. La memoria que construye la novela es la de la propia autora, aunque se imponga, de vez en cuando en ella, el sentir de la madre: “Mi madre siempre fue la dueña del lenguaje... Sabía dónde y cómo herir”.

Y mientras tanto, la literatura y la vida se conjuran. Se confabulan para aseverarnos que la vida nunca se aparta del todo de la infancia. Es lo que el lector va observando a medida que avanza su lectura al comprobar cómo Negroni, además de empeñarse en acotar su ajuste de cuentas con su madre, se afana en imponer a su testimonio el sesgo de una poética en la que la extrañeza de vivir decanta también su bagaje literario. Y en ese sentido no deja de insinuarlo con perplejidad, tirando del hilo de autores como Pessoa, Albert Camus, Stendhal, Pavese, Djuna Barnes o Clarice Lispector: “Todo es tan complicado, tan enteramente cierto. O la vida es un viaje hacia la nada y la escritura un atajo”.


María Negroni consigue acercarnos al estado más íntimo de su proceso creativo, mediante un lenguaje preciso que sacude y pugna por hacerse oír, por hacerse ver, que se repliega para dar paso a la frase siguiente. Y en esa estructura recurrente que quisiera decirlo todo, absolutamente todo, como si fuera la última oportunidad a su alcance, la última frase, destaca la importancia de lo indecible, de ese silencio del que parte la escritura, tomando como referencia esta cita inapelable de la filósofa María Zambrano: «escribir es defender el silencio en que se está».

Estamos siempre convocados a narrar, decía Piglia. El corazón del daño es un claro exponente de esa idea, una obra íntima micrografiada a modo de novela ensayística, extraordinariamente bien escrita, con una acústica en la que se escucha el latido de su autora, una pulsión en la que las palabras concluyen a su modo, alentadas por un alma que no para de matizar la escritura desde las entrañas de una hija que revuelve el amor incapaz de su madre. Un libro óseo, envolvente y admirable.



martes, 28 de febrero de 2023

Solo cuenta el presente


Una novela no es simplemente una ficción, una invención que se acerca o se opone a lo que es real y lo simula, lo disfraza y lo esquiva. Una novela es más bien una provocación creada entre lo que hay y no hay, lo que existe y no existe: un manifiesto a propósito de vidas posibles en las que indagar sobre lo particular, lo inadvertido e indecible de sus existencias, tensiones y angustias. Una novela permite al lector poner rumbo hacia el eco y el silencio persistente de otros derroteros, para afinar su propia posición como individuo frente al claroscuro de lo narrado, una suerte de libertad, cuyo interés reside en percibir el contrapunto de lo leído, su laberinto y sus sensaciones.

Lo que se cuenta en Hotel Splendid (MalasTierras, 2023), de Marie Redonnet (París, 1947) no es solo el presente continuo de una mujer infatigable, de la que desconocemos sus rasgos, su nombre y edad, dedicada en cuerpo y alma a dirigir los designios del negocio de un hotel ruinoso heredado de su abuela, construido a orillas de un pantano, sino que es la voz narrativa de alguien que, además de estar volcada en no sucumbir a la maraña de adversidades que se van sucediendo allí, se siente diferente a sus otras dos hermanas. No le preocupa el porvenir. Lo que cuenta para ella es el presente, el día a día. Sabe que el hotel no es lo que fue antes, pero es el único de la zona. Tan solo a una mujer emprendedora, como lo fue su abuela, se le habría ocurrido construir un hospedaje tan cerca del pantano.

La narradora de la novela reside en el hotel, pero no lo hace sola. Allí se hospedan también sus dos hermanas, Ada y Adel, la una siempre enferma, la otra actriz frustrada, ambas desencantadas de la vida y desentendidas del trabajo diario del hotel, como si no fuera con ellas. A pesar de esta carga, la actividad del hotel se mantiene a duras penas, gracias a la compañía ferroviaria que envía, cada dos por tres, a su personal cualificado: ingenieros, geólogos y prospectores, para llevar a cabo estudios y ensayos sobre el terreno en el que se construye la vía férrea que cruzará frente a los aledaños del hotel. El hotel, por si fuera poco, será foco de averías y hasta de infecciones provenientes del pantano. Inevitablemente todas estas circunstancias determinarán el futuro inmediato del hotel y sus moradores.

En Hotel Splendid, Marie Redonnet describe con brillantez, hondura y tono desapasionado hasta qué punto un ser humano es capaz de sortear las acometidas de cualquier contratiempo. La narradora de este impresionante relato se sobrepone a los problemas económicos que no paran de acuciarla. Redonnet fija su mirada en el detalle de la conducta indiferente de las hermanas, frente al tesón de la que sostiene en alza el espíritu combativo. Es la narradora y hermana pequeña la que, sin extravagancias ni recato, impone su lucha, como compromiso de continuar con la obra heredada, absorbida por completo en la gestión del Splendid: “Hago todo lo que puedo por mis hermanas. Madre me las confió al morir. Ella quiso que Ada y Adel volviesen al Splendid. Para mí es una tremenda responsabilidad. Ahora mismo me siento fuerte. El Splendid aguanta. Es el dique lo que no aguanta”.

Sin apenas desviar su sino, el libro cuenta cómo es un día dentro del hotel, y otro y otro, cómo se vive en la anomalía de sus habitaciones, casi indemne a lo que surge de nuevo, a las tuberías atascadas, a lo que, pareciendo lo mismo, empeora. Se podría decir que nada se repite exactamente igual, que cada desperfecto no es la reiteración de una pauta, sino la secuencia de una dinámica difícil de atajar que confirma no solo el mal estado del lugar, sino la sensación inevitable de no saber qué catástrofe está por llegar. Y es este rasgo característico el que hace que la novela en sí resulte sobresaliente, gracias al recurso que utiliza su autora de ir sosteniendo el tono y la deriva de la narración en un creciente desafío.


El estilo de Redonnet, bajo la traducción de Rubén Martín Giráldez, de aparente ligereza en su sencillez, con una manejo admirable del tiempo narrativo, y con una prosa seca, dispuesta en oraciones cortas, sin apenas adjetivos y vocabulario reducido, es capaz de resaltar lo catastrófico que se va sacudiendo consecutivamente. La voz narrativa, acompañada del pantano y del hotel, conforman el eje por donde transita la historia a su propia suerte, o sea, a la de un vivir casi improbable, lejano y extraño que se aferra al presente, a la tiranía de lo real, a esa realidad opresiva que viven sus personajes en un pantano que todo lo devora y de cuyo peso solo queda responder con desasosiego, tensión y esperanza.

Diría que Hotel Splendid es una novela hipnótica, kafkiana y alegórica sobre la fatalidad y la decadencia, que se lee de una sentada, un hallazgo sorprendente, pero al mismo tiempo una lectura que pone en alza la defensa apasionada y a la vez desinteresada de todo lo efímero e inútil y al mismo tiempo trascendente que tiene de épica la buena literatura.


martes, 21 de febrero de 2023

Detrás del visor


En 1839, nació en París una práctica asociada al reciente nacimiento de la fotografía: la fotografía post mortem, una manera de honrar y recordar a los fallecidos que se popularizó por aquellos entonces, para mostrar a los muertos como si, en realidad, no lo estuvieran. De pie o tumbado, el cadáver, acompañado de su familia o solo, aparecía fotografiado como si estuviera dormido. Ese memento mori, plasmado en fotografía, se convirtió en un testimonio de amor y recuerdo de la familia. A lo largo del tiempo, esas imágenes espectrales siguen fascinándonos. Hoy en día, la forma que tenemos de rememorar el fin de la vida de nuestros seres queridos dista mucho de aquella costumbre, que honraba a la muerte y consolaba a sus deudos a través de imágenes, difícil de desligar su aire escalofriante.

Anoxia (Anagrama, 2023), la nueva novela de Miguel Ángel Hernández, reverbera ese aire inquietante y misterioso en torno a esa práctica fotográfica de antaño a través de su protagonista, Dolores Ayala, una mujer que vive un duelo prolongado tras la trágica muerte de su marido y que, ahora, un encargo inesperado le permitirá reactivar su viejo estudio fotográfico, sobreponerse a su abandono personal y, sobre todo, la conducirá a impulsar sus ganas de vivir detrás del visor de su máquina de fotos, de volver a captar el detalle de un paisaje, de un momento irrepetible o de un rostro impávido, para llevarlo al laboratorio, a la magia del revelado y fundido que culmina su oficio. Esta oportunidad la llevará a poner fin a una inacción prolongada, un vuelco inusitado a la vida anodina que lastraba.

Pero hay que subrayar que Anoxia, además de transmitir ese pálpito lúgubre que tiene la fotografía de los muertos, posee un título poderoso y metafórico que nos sitúa en 2019 en el entorno de un pueblo costero del Mar Menor en el cual un temporal de lluvias ha provocado una catástrofe ambiental: inundaciones y miles de peces amontonados en la orilla de la playa, aleteando en su lucha por respirar para no morir. Al propio tiempo, la vida de Dolores pugna por sobreponerse de esa falta de vitalidad que le viene de lejos y que ahora, con la llegada del fotógrafo Clemente Artés, un anciano singular y discreto, recuperará el aire que le faltaba. Clemente se convertirá en el artífice de que Dolores dé un giro exponencial en su vida a través de esta particular tarea de fotografiar a los difuntos, y se pregunte qué secretos conservan en la conciencia sus familiares guardando las imágenes de los que ya no están.

Tras aceptar el trabajo, irá percibiendo ese embrujo que el propio Artés le irá volcando: “la certeza de que la fotografía tiene un sentido, que sirve de ayuda a los que quedan”. En ese aprendizaje y en las conversaciones entre ambos le dará motivos para hablar de la memoria, del paso del tiempo, la vida y la muerte y de cómo el pasado posee ese peso ineludible en el presente de los vivos. Percibe encontrar de nuevo el reducto necesario para dejar atrás sus momentos sombríos y sentirse útil disparando fotos, a diferentes horas, incluso, de su pueblo que ya llevaba tiempo sin retratar, ahora ya casi liberada de las ataduras que la llevaron a un retiro dilatado tras el accidente mortal de Luis, su pareja.

La vemos latir con sus fotos y daguerrotipos, con su despertar artístico, consciente de que ante lo que desaparece, el valor del testimonio de una imagen, de una foto, rebota el recuerdo. Es un acto de memoria: “Las imágenes calman, cauterizan las heridas. Le dan forma a un vacío, lo nombran, lo hacen visible, pero también protegen de él. En ocasiones, incluso logran apresarlo”. Tal vez por eso mismo, Dolores haya llegado a esa certeza de concebir que dar forma a ese vacío pudiera valer para convertir su viejo estudio fotográfico en un pequeño museo con sus fotos y con el legado recibido de parte de Clemente Artés, pero al margen del Archivo Fotográfico de la Región que dirige su director, un granuja de mucho cuidado.


En Anoxia, la historia revela una mirada femenina en creciente efervescencia. Narrada en tercera persona, todo lo que acontece en ella lo vemos desde el punto de vista de Dolores, una mujer encogida por su drama personal y que, por un azar del destino, reconducirá su vida, recuperando su mejor imagen y empatía, a medida que se desata su yo interior. Hernández maneja con maestría los tiempos de la narración para que así ocurra y conozcamos verdaderamente a su personaje, con sus aristas y contradicciones, propósitos y sentimientos. Deja entrever sus propias obsesiones, como autor y profesor de Historia del Arte, lo que nos lleva a inferir no solo lo que deja ver la imagen, sino también la repercusión de esta en la memoria y en el discurrir del tiempo. De ahí que trasciendan en su contexto ideas de Roland Barthes o Susan Sontag sobre la fotografía, como también dejó entrever en El instante del peligro (2013), otra novela suya, en la que destacaba el mecanismo interno de las cuestiones éticas y estéticas del mundo del arte, especialmente de la fotografía.

Dice Miguel Ángel Hernández en el epílogo de su diario Presente continuo (2016) que “la escritura y la vida se comunican entre sí, constantemente”. Por eso mismo, en otro de sus libros de diarios, Aquí y ahora (2019) sostiene que, cuando esa comunicación se da, surge lo inesperado: “Escribir es también estar atento a lo inesperado. Porque lo inesperado, precisamente por inesperado, es lo que activa y moviliza lo que habías planificado en tu cabeza”. Es lo que ocurre en esta apasionante historia, una novela excepcional que se aleja del tono autorreferencial de sus tres novelas anteriores, para entrar a lo grande por el canal de la invención literaria, la ficción, construyendo un relato habitable, sugerente y lleno de sentido, como este que lleva Anoxia dentro en sus páginas.


martes, 14 de febrero de 2023

La vida tiene bemoles


Vivimos en la mente, y desde ella nos expandimos. Vivir tiene mucho que ver con negociar con nuestras rarezas y la normalidad de los días. Al final, ¿qué importa más: vivir o saber que se está viviendo?, se preguntaba Clarice Lispector. A los escritores les basta con observar su propia vida y vecindad para encontrar múltiples referencias y fragmentos de lo que su propia existencia representa para sí mismo, como quien desvela un secreto, una perplejidad o alguna sinrazón que acrecienta su desconcierto y le impele a contarlo. A los lectores también nos pasa. Hablamos con nosotros mismos, conscientes de que en el fondo de nuestros corazones guardamos alguna divergencia o rareza con la que tenemos que apañarnos.

Termino de leer El peligro de estar cuerda (Seix Barral, 2022), de Rosa Montero, un libro entre el ensayo y la ficción en el que se destaca precisamente la idea de que “ser raro no es nada raro”, y en el que se viene a decir que la vida tiene bemoles, esto es, genialidad y locura: “De hecho, lo verdaderamente raro es ser normal [...] Todos somos raritos, aunque, eso sí, algunos más que otros [...] Las rarezas abundan [...] Quienes nos dedicamos a juntar palabras tendemos más al descalabro mental [...] Estar loco es, sobre todo, estar solo [...] Hay una frase de Henri Michaux que me encanta: «El yo es un movimiento en el gentío». Muy cierto; en el gentío que nos habita, el yo es un garabato fugaz, una estela de humo que va mudando de forma constantemente”.

El libro de Montero es, sobre todo, una autoexhortación de citas y reflexiones, una especie de manifiesto y elogio de los raros, en el que se incluyen también remembranzas y anécdotas emocionantes sobre cómo actúa la mente en la invención del proceso creativo: “De eso precisamente va este libro –nos dice. De la relación entre la creatividad y cierta extravagancia. De si la creación tiene algo que ver con la alucinación. O de si ser artista te hace más proclive al desequilibrio mental, como se ha sospechado desde el principio de los tiempos”. Hay, además, una vertiente autobiográfica muy clara contra la resignación de dejar de escribir, de no perder la escritura, de no perder el nexo con la vida, de trasladar al papel lo que sucede en el imaginario: “Cuanto más te gusta la idea de lo que vas a escribir, más miedo te da no estar a la altura de tu musa. Merodea siempre la obra, como también merodea la locura. La cuestión es saber quién termina ganado”.

El peligro de estar cuerda parte de la experiencia personal de su autora y, especialmente, de numerosas lecturas y memorias de grandes luminarias de las letras, como Pessoa, Virginia Woolf, Stefan Zweig o Silvia Plath, entre otras muchas, con la intención de ofrecernos en su despliegue ensayístico un apasionante texto sobre los vínculos entre la creación literaria y el desarreglo mental. Comparte con el lector muchos asombros y curiosidades sobre cómo nuestro cerebro se las compone para crear, desmenuzando muchos de los factores extraliterarios que interfieren en el proceso. El libro habla de la prodigiosa herramienta que es la escritura, un don que tiene sus repercusiones, como señala esta cita de Bukowski resaltada por la autora: “Escribir es un don y una enfermedad. Me alegro de haberme contagiado”.

Rosa Montero vuelve a cautivarnos, como hizo anteriormente con La ridícula idea de no volver a verte (2013), con entretenidísimas páginas cargadas de buenas resonancias literarias. En esta ocasión, se identifica con las experiencias vividas por otros muchos autores y autoras como Proust, Onetti, Dickinson, Emmanuel Carrère, Úrsula K. Le Guin o Doris Lessing. De sus vidas y libros extrae vivencias y significados que enriquecen la lectura no solo del libro, sino también de la vida, la soledad y la intemperie a las que cada uno se enfrenta a la hora de arriesgar con la escritura, de creer en el poder de las palabras. Soledad e intemperie que comparten, en muchos aspectos, los raros, los locos y los artistas, sobre todo los escritores, obsesionados buscadores de historias que fijan su conjuro en las palabras como resquicio irrefutable para dar forma al mundo, a su mundo: “encerrada a solas, en una esquina de tu casa, inventando mentiras”.

Viene también a sostener que la consonancia de ser diferente, de sentirse raro, inadaptado o extraño con el resto, pende de un hilo suelto que conecta con los sentidos y las emociones, que responde y hace frente a la inconformidad de la vida de un yo agitado por las acometidas del destino. La escritura se confabula aquí para alumbrar, inquirir y darle cuerda al reloj de nuestra cabeza: “Escribir es un milagro poderoso que, paradójicamente, nace de la impotencia, y que permite a quien está preso de sí mismo (de su cabeza fallida, de su neurosis, de un mundo irreal) construirse una existencia lo suficientemente válida”. Todo esto se pone aquí en valor. La conciencia de la escritora está presente, conciencia de que escribir la salve: “juntar palabras para poder aguantar el miedo de las noches y la vacuidad de las mañanas”.


Este es un libro estimulante, de lectura jugosa, un ensayo convertido en un viaje narrativo por todo lo que supone de efervescencia la otredad de la creatividad y su reflejo en la vida, una consecuencia que deja ver, en un brillante texto, lo que tiene de verdad y de espejismo la propia vida del artista y del lector: “Los humanos somos una pura narración, somos palabras en busca de sentido”.

En El peligro de estar cuerda encontramos una vida examinada, valiéndose además del resorte inapelable de lo mucho que se parece la literatura a la vida, un itinerario sagaz que desvela, en gran medida, los linderos por donde transcurre la propia concepción literaria que ha ido encarnando Rosa Montero. Son los libros que ha leído los que nos hablan de ella.



martes, 7 de febrero de 2023

Novela intimista


Se me antoja que Monfragüe (Tres Hermanas, 2022), de Javier Morales (Plasencia, 1968) es un libro intensamente hermoso, un texto depurado al que le encaja bien la etiqueta de novela intimista. El narrador, desde la madurez de su presente, agazapado en el laberinto de su propia memoria, regresa a una infancia recobrada, de pandilla y de juegos de niños, para rememorarla y contarnos detalles de un tiempo pasado en el que el colegio y la naturaleza son focos de atención en un viaje sentimental cargado de aventuras, heridas, fantasía y nostalgias.

Por Monfragüe transita una voz empeñada en reencontrarse con esa parte importante de su existencia, de volver a los lugares de la infancia, con la idea preconcebida, dictada por una de las citas que preceden al libro, la de Walter Benjamin, que dice que: «Quien intente acercarse a su propio pasado sepultado tiene que comportarse como un hombre que excava». Es a lo que está dispuesto, a no dejar escapar la oportunidad de convocar al pasado, de mirar atrás y escribir un libro sobre el Parque Natural de Monfragüe, aun sabiendo que será solo un procedimiento para hablar, sobre todo, de su vida de colegial, de sus compañeros de clase, de los campamentos, de los que ya no están, como los profesores y su amigo Marcos.

Se trata pues del regreso de un escritor a su pueblo natal, Verania (nombre imaginario que recuerda a Plasencia), con el deseo de reconstruir su pasado desde la propia escritura y su entorno: el colegio y la familia, la calle y el río Jerte, el parque y sus roquedales y buitres, para llegar a ciertas certezas que quedaron arrinconadas con el paso de los años. Volver la mirada atrás es su propósito. Considera que “para que las heridas cicatricen hay que restañarlas con palabras, inventarse una ficción, un regreso, un viaje de vuelta. Regresar a ese momento, al abrazo”. Cicatrizar ese abrazo es lo que le impele a ello, a concebir la escritura como aliada de su propósito: “Escribir es lamer nuestras heridas”, confiesa. Y una de esas heridas la desencadena un episodio escolar sufrido por alguien cercano, un hecho al que alude el protagonista a lo largo del relato como agresor y víctima de acoso.

Monfragüe es un libro concebido en dos tiempos narrativos, uno en 1982 y el otro en 2018, dos fechas que conectan la niñez y la edad adulta. Hasta el parque que atraviesan el Tajo y el Tiétar llega el narrador y protagonista de la novela, un escritor curtido en años que camina y contempla sus sendas y señales. Estos paseos por la naturaleza le llevan a recordar los años de su infancia y adolescencia, cuando vivía junto a su familia en las cercanías de aquella demarcación extremeña. En su deambular aparecen recuerdos de Manuel, aquel profesor de Naturales que le enseñaba poemas de Machado, versos en lugar de rezar antes de comenzar las clases. También recalan autores que han ido acrecentando su pasión por la literatura, como Hölderlin, Kafka, Camus, Capote, John Berger, Coetzee o César Aira, entre otros.

Ahora, en esta nueva etapa de adulto y escritor, viene a darse consejos estéticos a modo de recetario con la palabra escrita, al igual que estímulos para sus inquietudes literarias, acogiéndose a esa idea de Nabokov de tener presente que «la literatura siempre nace de una mentira que contiene la verdad de la vida y de nuestra existencia». Otras observaciones suyas tienen que ver con la cultura y el medio ambiente y, por supuesto, con los libros. De los primeros dice lo siguiente: “La cultura y el medio ambiente han sido los dos ejes que han definido mi trabajo y mi vida”. De los libros y sus vínculos se refiere con inconfundible afectividad: “Tocar un libro es como acariciar un rostro que vas conociendo poco a poco”.


Digamos que el libro aglutina dos viajes, uno al parque de Monfragüe y otro al pasado del protagonista, un trayecto común, a través de la escritura, que trata de cerrar una herida de antaño, al igual que poner la realidad en su sitio y, a su vez, recordarnos que contar una historia del pasado no es un juego inocente. El pasado y el presente, por tanto, aquí no andan separados en capítulos. Su acierto para engarzarlo se encuentra en la técnica narrativa de conjugar el presente y el pasado con medida sutileza, de manera que casi pasa desapercibido para el lector. Es lo que sucede y lo que pretende el autor: que el sentido de la historia quede mejor reflejado así, por medio de la superposición de sus voces temporales.

Monfragüe es una novela breve e intensa, de apenas cien páginas, que se lee con sumo agrado, un texto que viene a constatar, además, que lo que no se escribe se pierde sin remedio en el olvido, que la vida es, sobre todo, dar cuenta de lo que somos y de lo que fuimos. Por ese hilo conductor transita su fábula, por un fino alambre suspendido en una prosa sencilla y pujante, diría que poética, para contarnos una historia ceñida a la memoria, a la culpa, a la conciencia, al amor, como también a los agravios, y donde el tiempo examina y pone a prueba nuestra condición humana.