martes, 15 de octubre de 2024

Fomento de la lectura


En cada libro hay algo que, igual que en la vida, oscila y predispone a entendérselas con el mundo. Aunque suene extravagante, la gente, en general, se comporta siempre como si todos los libros fueran de la misma especie, sin percatarse de que los libros, cada uno a su manera, contrastan entre sí: unos tienen su pelaje y otros muestran su desnudez. ¿Qué hace quien lee, en verdad? Pues cabría responder que quien lee descifra, ordena, relaciona, imagina, recuerda, descubre, aprende, duda, piensa, compara, interpreta y también crea. Se lee para soltar amarras, leer el mundo y reconocernos en él, para ensancharnos y sentirnos más reales. Dice el escritor Gabriel Zaid que lo que uno lee nunca es lo que lee otro: «Aunque se comparta por completo una lectura, el centro de tu lectura está en ti, como el de la mía está en mí».

A todo esto, llama mucho la atención que, como ya intuyó el filósofo y escritor francés Guy Debord, en nuestro tiempo, parece que todo nos empuja a ser más espectadores que lectores. Bien es cierto que la lectura, por otro lado, es más exigente, requiere control del cuerpo, coordinación, silencio que facilite el diálogo con otro y soledad con uno mismo. Precisamente, en ese compromiso de recogimiento necesario, nos viene a decir el poeta y novelista Vicente Luis Mora (Córdoba, 1970) en su reciente ensayo Construir lectores (Vaso Roto, 29024), es donde aprendemos a convertirnos en lectores. Porque, aunque no obtengamos absolutamente nada de la lectura, aparte del placer de leer, apunta el escritor, no es menos cierto que hasta el más sabio es incapaz de decir en qué consiste tal placer. Pero ese placer, aunque pueda parecer misterioso, que lo es, desconocido e inútil, como apuntaba Virginia Woolf, es suficientemente fecundo.

A lo largo de este animoso y bien documentado ensayo, encontramos motivos y pensamientos abundantes que ensartan muchos de los fundamentos de la función de leer y de su contagio. Dice V. L. Mora que “un libro es un contagio de escritor a lector”. Y dice también que la lectura no es solo distracción, sino que, además, hay en su esencia una gramática dispuesta a ser desentrañada por el lector y por eso mismo no es posible leer todos los libros que se editan, ni hace falta, “porque los buenos libros no son tantos, y los mejores aún menos”. Le importa destacar algo que conforma el espíritu que promueve su tentativa literaria que no es otro que el fomento de la lectura: “Este es un libro positivo, constructor, esperanzado... Porque creo que incluso a través de textos breves puede levantarse una estructura compleja sobre la lectura, la educación y la tradición literaria”. Para él, cada etapa de la vida posee sus particularidades y, por consiguiente, su forma de asumir la lectura, porque cada lector es un mundo y sus lecturas son dispares según su edad, su entorno y circunstancias. La lectura, viene a concluir, requiere, para ser provechosa, de unas condiciones que le sean propicias, incluso hasta aspirar a la relectura, que es como extraer el néctar de la savia de una planta.

Esa es la idea principal que recorre Construir lectores, alentar a la lectura como un acto de amor a la vida y a uno mismo, mediante un texto aparentemente pequeño, pero casi infinito en su capacidad de mostrar el caudal de experiencias literarias que alcanza la condición de ser un buen lector, de entender la lectura con un disfrute extraordinario: “desde que abres un libro y empiezas a recorrer palabras, no sabes qué va a pasar, pero un mundo entero comienza a construirse ante tus ojos y dentro de tu cerebro”. Nos deja sentir lo mucho que los libros tienen en común y el maridaje inesperado que producen entre ellos: “Es un acontecimiento prodigioso –subraya–, del que no puedes despegar la vista: cada palabra, cada frase, abren un nuevo canal navegable en tu mente”. No se detiene en su aserto V. L. Mora, y pone énfasis en resaltar que: “leer es la piedra angular para la construcción del edificio propio”.

Visto del lado del lector, podemos considerar que el libro es una encomienda gratificante sobre la lectura como acto creativo de interpretación y reinterpretación del mensaje del autor del libro y la sorprendente variedad de matices que aporta su discurrir, buen talante y disposición, como queda dicho en estos dos chispeantes aforismos suyos: “La lectura no nos hace mejores personas, pero tampoco peores”; “Leer no nos hace ni buenos, ni malos. Pero nos hace más grandes”. Este es un libro estimulante, de lectura jugosa, un ensayo convertido en un viaje también a otras obras literarias que abogan por ensanchar la importancia de la lectura por todo lo que supone de efervescencia y reflejo de la vida, una consecuencia que deja ver, en un brillante e inteligente texto, lo importante que es rescatar lectores, al fin y al cabo, todos somos pura narración, somos palabras en busca de algo que de sentido e impulso a nuestra existencia.


Construir lectores es un libro de fina agudeza y encomio de la lectura, que sacude e invita al subrayado, un texto bien dimensionado y repleto de muchas confluencias literarias y acercamiento a otros libros al alcance de la lectura, lo que absorbe e hipnotiza para quien la practica. Un libro jugoso y a tener en cuenta, editado con mucho gusto, y con una bibliografía nada desdeñable, un ensayo ameno y bien estructurado, que resalta la importancia de leer para descorrer el mundo y sentirlo más vivo y reconocible, que apela a la lectura como forma de construir ciudadanos, de mudarse a una casa más nuestra y de una fidelidad compartida.


miércoles, 9 de octubre de 2024

Explorar el abismo


Hay un desafío literario para todo escritor cuando postula que recordar es inevitable y tal vez necesario. Pero si el escritor añade a esa historia lo más íntimo y lo expone en público, el desafío es aún mayor. Todo depende del modo y del grado en que se lleve a cabo, pues la intensidad y la forma van unidas a la literatura autobiográfica, que, al fin y al cabo, como indica Manuel Alberca en su ensayo La máscara o la vida, “pretende ser literatura de lo vivido y conocimiento de lo humano”. Todo depende, como en cualquier texto literario, del qué y del cómo. De que lo que se cuenta sirva para alumbrar la vida de los lectores, y de que se haga de una forma acorde con lo contado. Importa especialmente que el texto no enmascare la verdad, sino, al contrario, que la reproduzca con destreza narrativa, mediante un conjuro implícito de cercanía y complicidad del autor con el lector.

Ese es el reto que mueve a Neige Sinno (Vars, Francia, 1977) a escribir Triste Tigre (Anagrama, 2024) y tiene que ver con toda esa idea de encontrar un cauce propicio para contar lo indecible y que encuentre resquicio, comprensión y acogida en el lector para hacérsela vivir con la máxima intensidad y, de paso, que entrañe un gesto de insumisión ante la violencia sexual y, en concreto, ante los abusos sexuales a menores. Sinno, que ahora vive en su casa de Guéthary, en el País Vasco francés, tras haber dejado atrás su estancia en Estados Unidos y sus casi veinte años en el Estado de Michoacán, en México, y que, ella misma es la traductora de su libro al castellano, explora con mucha valentía su descenso al abismo, sin caer en sentimentalismos, para contarnos cómo su padrastro, de veinticuatro años, comenzó a abusar de ella cuando apenas tenía siete años.

Sinno fabula Triste tigre sin otros límites que lo que le dicta su conciencia creadora y la coherencia de su memoria, como respuesta a una necesidad de escribir sobre un lastre personal y, también, sobre el alcance de lo vivido como proyección colectiva. Aunque la autora, durante mucho tiempo, permaneció callada, ya que había decidido no poner por escrito esta experiencia, hasta que un día lo acabó haciendo, consciente de que su historia es una historia difícil de contar a los demás, pero que había llegado ya el momento de darle visibilidad. Según ella misma cuenta: “Eso no quiere decir que la palabra, o la literatura, haga el papel de una terapia. Al contrario, la escritura solo puede surgir cuando el trabajo ya está hecho, o al menos una parte del trabajo, la que consiste en salir del túnel”. Hay, por tanto, en el libro una tensión permanente entre la experiencia vivida, el recuerdo de la misma y la interpretación de los hechos desde el presente, dirigido a un lector y a una sociedad dispuestos a escuchar y a discernir lo que había sufrido.

Por eso mismo y por la razón que la propia narradora destaca en asumir que “Un hecho se vuelve real cuando se puede retomar a través del lenguaje”. Neige Sinno desvela que lo que la mueve a escribir este libro no encaja en presentarse como víctima, sino que propone una catarsis: estar dispuesta a elegir qué hacer con lo que nos han hecho: “Escribo este libro en busca de la verdad. Una verdad difícil de determinar, difícil de formular, una verdad más allá de las apariencias”. Y todo eso lo consigue subrayando que “La depredación sexual no tiene tanto que ver con el poder físico como, sobre todo, con una relación de dominación, es decir, con el poder”. Conmueve leer cómo el hecho de vivir a diario consiste en aprender a vivir, en entrenarse para vivir, en cómo procurar encontrar la forma, la manera de hacerlo pese a cualquier despropósito: “Crecí en la mentira –nos dice. Esa mentira me constituye. Incluso está relacionada con el descubrimiento de mi identidad... Descubrí mi identidad al mismo tiempo que tenía que ocultar lo que me ocurría”.

Triste tigre es un libro punzante de no ficción y al mismo tiempo plenamente literario, entre la autobiografía y el ensayo (calificado por algunos como libro-acontecimiento), un texto armado de franqueza y talento narrativo, bajo la esencia y dignidad de una mujer que se presenta ante el lector con respeto, dignidad y frescura: “¿Por qué pensar que solo la ficción puede aventurarse en el territorio de lo indecible? El testimonio es una herramienta de análisis. Pero una herramienta bien afilada llega al hueso. Y, cuando se llega al hueso, el arte nunca está lejos”. Todo el libro en sí es una conversación interior con un interlocutor imaginario que está ahí presente todo el tiempo. Quizás para Neige Sinno alcanzar dicho objetivo obedezca a lograr una confabulación con el lector, como forma de entendérselas con ese obsesivo sentimiento que ronda por la cabeza de la víctima de hacerse preguntas, de saber: ¿Por qué lo hizo? ¿Por qué a mí? Preguntas que, con los años, ha de asumir y que no siempre tienen respuestas.


En suma, lo que destila Triste tigre es un ejercicio narrativo admirable y descarnado, guiado por la veracidad, convertido en un implacable espacio de verdad con sus entresijos literarios, tan potente y cercano como personal. Este es un libro inteligente y nada condescendiente, que se lee con intensidad, con una prosa de muy buena hechura y muy bien armado literariamente, un relato que sacude por lo que cuenta y cómo lo hace quien lo ha escrito, una autora que realza el hecho de que la literatura nace de la vida y es inseparable a ella, aunque lo que se cuente sea terrible.

jueves, 3 de octubre de 2024

Contar lo extraordinario


Uno no lee cuentos para soñar y evadirse a otro mundo, sino que lo hace para descubrir todo lo que en el mundo y en la imaginación de quien lo cuenta permanecía escondido, para ver donde antes no se veía. A eso aspiro cuando tengo un libro de relatos entre las manos y, de paso, a sorprenderme con lo leído. Porque uno no lee porque quiera escapar de la realidad del mundo que le ha tocado vivir, ni lo hace para sustituirlo por otro hecho a nuestra medida, sino para sentirnos más reales y reconocibles, aunque lo que leamos sea extraño y fantástico. Es algo consabido que trato de tener siempre presente como lector, para tratar de recrear ese mundo imaginario que el escritor pone a mi disposición y convertirlo en un mapa de hallazgos propiamente mío. Poder encontrar esa fascinación excepcional y trascendencia es la mejor forma que entiendo para identificarme con la magia de la literatura, con la posibilidad de que me alcance, siempre que el narrador logre contarme lo extraordinario con solvencia y pericia, hasta atraparme.

Todo lo dicho anteriormente me sirve de preámbulo para destacar mi lectura de La versión de Judas (Talentura, 2024), el reciente libro publicado de Manuel Moyano (Córdoba, 1963), una colección de diez relatos que, según nos cuenta el propio autor al final del mismo, muchos de ellos aparecieron de forma individual en distintas publicaciones a lo largo de los últimos veinticinco años y que ahora convalida con otros de nueva creación, en su vuelta al cuento. Autor curtido en colecciones de relatos, entre los que destacan El oro celeste (2003) y El experimento Wolberg (2008), también en novelas, como La coartada del diablo (2006) y El imperio de Yegorov (2014), finalista del Premio Herralde de Novela, además de algunos ensayos y obras de no ficción, entre las que sobresalen sus tres libros de viajes: Travesía americana (2013), Cuadernos de tierra (2020) y La frontera interior: viaje por Sierra Morena (2023), regresa a la narración breve con un jugoso repertorio de cuentos en los que sobresalen lo fantástico y lo extraordinario.

Moyano, escritor de gusto por lo insólito como válvula de escape para abrirse a otros tiempos y lugares, recurre a este territorio narrativo tan exigente y propicio para sus fantasías, que, generalmente giran a través de una idea inquietante, con palabras medidas que avanzan con la misión de sorprender, a la vez que busca interpretar la realidad, en su afán de que el mundo real ceda al que ha imaginado. Le importa resaltar esto y, por eso mismo, lo deja dicho en la antesala del libro con esta cita de Luis Buñuel: «La realidad, sin imaginación, es la mitad de la realidad». Entramos en el primero de los cuentos que nos habla de una historia sobre la muerte absurda de un oficinista, una fatalidad proveniente de una incomprensible beligerancia de las naciones que se movilizan para adueñarse de los nombres de las constelaciones del cielo. El relato nos conducirá a discernir la falacia de supremacía de sus dirigentes. El segundo relato es una historia surrealista, con aire de comicidad, que sucede en un tren donde el tiempo y el espacio devienen en una broma infinita, una pesadilla en la que un ingeniero viaja aturdido, sin lógica ni certezas.

Hay relatos como La ciudad soñada, sorprendente y con reminiscencia de las Mil y una noches, pero que también posee un punto de realismo mágico en su atmósfera y armazón. Algo parecido ocurre en el siguiente relato, La casa de la calle Ulloa, uno de los cuentos más sobresalientes del libro: la historia de un hombre solitario que entabla amistad con un perro vagabundo que le llevará a un lugar misterioso donde una extraña criatura se oculta al acecho. Moyano deja ver en muchos de sus relatos la esencia del hombre como el más misterioso de todos los seres, debido precisamente a la conciencia de existir y de saber también que dejará de existir. Y pese a esta certeza de provisionalidad, sus relatos reflejan ese otro empeño tan incierto como humano de trascender y perdurar.

Y es así cómo desarrolla Moyano los puntos de inflexión de sus historias, escapando de lo consabido, dando paso a lo insólito para que entre en acción con su correspondiente vuelta de tuerca a lo razonable, por medio de una voz narrativa que no solo tiene que ver con la posición adoptada del narrador, su tono y sus recursos, sino también con el binomio de lenguaje y sentido, de oficio y seducción propia, como ocurre con el relato de El libro, un conjuro para perpetuar su existencia y evitar su olvido, o lo alegórico cifrado en el cuento que cierra el volumen y que pone título al mismo, una historia reveladora cuyo cónclave de gente poderosa y simbólica persigue “la salvación del hombre”, “la felicidad universal”.


Creo, en definitiva, que esta vuelta al cuento de Manuel Moyano es una celebración bienvenida, que confirma su talento y oficio de enfrentarse al género, dando paso a un juego de impactos y perplejidades que narra, con palabras sencillas, pero hondas, la complicada suerte de compartir destino con el resto de los seres vivos, llevando a sus personajes hacia un mundo de sombras y extrañezas, obligando al lector a obrar como testigo. Un pulso extraordinario entre escritor, lector y personajes, que confirma que las buenas historias también viven fuera de la lógica.


lunes, 30 de septiembre de 2024

Allí desde siempre

Desde la curiosidad y perplejidad del título, el poeta León Molina (San José de las Lajas, Cuba, 1959) presenta su nuevo poemario estableciendo un juego con la polisemia de “puntal” que, como es sabido, posee un sentido de barra o viga que sujeta algo, y también, como extremo de una montaña que se asoma abruptamente al vacío. Por ese “puntal”, que da lugar a una extensa toponimia, planea el poeta sus vuelos y hallazgos entrevistos. Uno se imagina que el poeta se pone a mirar, a leer y a escribir en soledad, delante de la ventana de su estancia, frente a uno de esos puntales que asoman en la aldea albaceteña donde vive desde su infancia, y que, como he podido saber, lleva el nombre precisamente de “Puntal del aire”, una realidad persistente y reveladora para que el poeta se arrobe y juegue con sus atisbos: con la viga que sujeta los vientos, con el puntal al que se asoma el aire, el puntal donde él mismo se asoma a diario a recibir el aire que sopla allí desde siempre.

León Molina es fundamentalmente un observador del mundo que pisa y de sí mismo, un poeta incardinado con la naturaleza, maestra del silencio y de la que, a su entender, todo parte. Según él, la naturaleza es el nido que incuba las palabras. Hay certezas inmutables en ella de las que extrae su verdad poética, unida a esa percepción simbólica que encarna el contacto con el paisaje. Este poemario de ahora reproduce ese sentir de soplo ligero, cercano y evocador, urdido también con la idea de provocar nuestra curiosidad y discernimiento, sin la inquietud de perderse, como así destaca en los versos finales de uno de sus poemas: Para saber dónde se está / hay que perderse. Pero para un poeta como él, la realidad no basta, es preciso situarla en torno a uno mismo: Si todo gira en torno a ti / no te engañes, es sólo porque todo / gira sin cesar en torno a todo. Su mirada poética discurre a través del tiempo vivido y su espacio natural, sus confluencias literarias, el amor, y el devenir de los días. No hay poema para él sin ventana.

Puntal del aire (Trea, 2024) reúne cincuenta y siete poemas breves, en su mayoría, dividido en cuatro albores creativos por los que transitan una perspectiva vital más sosegada y experimental. Encontramos más enraizado su persistente asombro por la naturaleza y el paso del tiempo: ... la lluvia nos recuerda / que el tiempo sigue arando / como una vieja yunta; por el silencio, la memoria, el amor y el asombro del instante. Hallamos vivencias y ecos desde el significado del paisaje, siempre presente en su poesía: Otros ojos mirarán desde aquí / cuando yo ya no esté. / Frente a ellos estará mi mirada / que ayudó a construir este paisaje. Hay estados de ánimo, resonancias de amor, reflexiones en torno a la vida y evocaciones de días pretéritos y atajos de la memoria. Y en cuanto a su presentación formal, su poesía viene a estar concebida en el estilo que nos tiene acostumbrados: íntima, coloquial y breve, con aire de letanía aforística en la conclusión de muchos poemas, como vemos en estos versos finales de cuatro de ellos: Saber es repetirse ante el ocaso; Soy un hombre final / el último de los que he sido; Todo es verdad cuando se apaga; Nada es humano si no arde.

Molina, poeta de espíritu caribeño y alma herida también por la belleza del haiku, hunde sus pies en la tierra, como el árbol, para cantar a las aves, asomándose a las ramas incontables donde anidan. Sabe el poeta que escribir poesía no es solo tener una verdad, sino encontrar las palabras y los efectos y afectos que vislumbran, ya sea para traernos un pájaro negro e innominado o un diminuto petirrojo, ya sea para contemplar la quietud y el silencio de un bosque conocido: No hay más hondo descubrimiento / que lo nuevo en lo mismo, / los velos que caen de la quietud. Le importa al poeta encontrar su voz en la propia soledad y, así desgranar la voz del mundo: En la quietud miro mi mano/ y el lápiz. Esperando.

No nos equivocamos al afirmar que no hay poesía sin poema y que no hay poema sin poeta, ni lector de poesía que no esté dispuesto a ser parte de un eco de sonidos y sensaciones que puedan devenir en verdad salida de su propia interioridad. Decía Paul Celan que todo el que ha participado en conversaciones sobre lo poético, ha tenido la sensación de que tales conversaciones normalmente pudieran no tener fin, que nacen de la vida y la rebasan. Puntal del aire sugiere una conversación que deviene en empatía y reclama ser escuchada hacia dentro y hacia fuera, un libro cuyo eje central y directriz es la vida, o mejor dicho, el campo, el aire y el bosque copado de poesía.


El poeta, mientras escribe a intervalos sobre cómo descifrar el mundo y la vida, enmarca su mirada en la naturaleza, en el paisaje afín a sus reminiscencias. Deja ver que, en esa atención puesta, ya convertida en poema, pasan cosas ante sus ojos, dejando que se cuele la verdad del mundo, la realidad que nos conforma y examina. De allí, desde siempre, emerge esa verdad poética asentada de lo indecible. Este es un libro de lectura gozosa que revela el deambular creativo de su autor, un poeta curtido en vivencias con la naturaleza, que examina con talento y tino cómo todo vivir necesita de su liturgia y de su alimento, algo que la buena poesía dispensa para entendernos mejor con el mundo.


miércoles, 25 de septiembre de 2024

Miradas sobre el mundo


Desde que hace ya al menos treinta años me hice con mi primer libro de aforismos, los ejemplares venideros de este género, tan particular y fragmentario, no han parado de hacerse sitio entre las baldas de mi biblioteca. Su origen parte del momento en que adquirí por aquel entonces el Oráculo manual de Gracián, un hallazgo que provocó en mí un fervor inusitado por esta obra maestra, origen e impulso continuado de esta rumia perpetua que conforman los aforismos en mi senda de lecturas. Esa sintaxis reducida a su mínima expresión, que le confiere una fuerza semántica máxima, fue un reclamo que quedó marcado para mí, una invitación para entendérmelas con una forma literaria tan exigente y concisa. Los mejores aforismos, además, admiten infinidad de interpretaciones. Y los que más me interesan no son las verdades comúnmente aceptadas, sino las enigmáticas afirmaciones que se burlan de cualquier convención.

Por todo esto dicho, confieso que ando siempre al acecho de las publicaciones aforísticas que se presentan. Me gusta rastrear por las lindes editoriales en busca de novedades sobre este género literario tan sugerente que cuenta cada vez con más atención y con más entusiastas por el lado de la lectura, así como por el lado de la escritura, cada vez con más poetas que lo practican, como es el caso de Itzíar Mínguez Arnáiz (Baracaldo, 1972) autora de los poemarios La vida me persigue (2006), Que viene el lobo (2016), Qwerty (2017) o sus más recientes, Pan y circo (2023) y Game over (2024), libros que interpelan al lector con mirada melancólica y esperanzadora de la vida y el juego de vivirla. Ya, desde su poesía, sentimos ese pálpito implícito de asombros y hallazgos de la realidad del día a día con esa voluntad concisa y entremetida de hacernos cavilar, con guiños permanentes al lector para animarlo a acabar las elipsis de sus poemas.

La poesía de Itzíar Mínguez crea síntesis, se insinúa al lector en ese ámbito aforístico cercano a la confidencia, al pálpito de la realidad del sujeto poético, sin apenas artificio, tan solo con la audacia de la palabra ajustada para atrapar el interés del sujeto lector que lo acompaña. De esa levedad poética tan característica suya, da cuenta en Nubes y claros (2021), su estupendo debut en el género aforístico, un libro efervescente en perspicacia, precisión y alcance, en el que destaca su plasticidad, preocupación ética y el gusto por la paradoja. Vuelve ahora con una segunda entrega de aforismos bajo el título de Puntadas sin hilo (Apeadero de Aforistas, 2024), un libro que parece concebido como un diario de pensamientos y refutaciones. Pero diría más, un libro que constata lo que muchos sentimos acerca de esta forma de escritura, que no es otra que considerar el aforismo como un género tan autobiográfico como cualquier otro, pero con la diferencia de que, en su esencia, se trata de una autobiografía minimalista, de puntadas sobrevenidas, elaboradas con intermitencias.

Ciñéndonos a su contenido, nos encontramos aquí con un buen número de miradas que tratan de explicar el mundo desde la reflexión, la perplejidad y el humor. Son casi doscientas breverías que vienen a localizar asuntos cotidianos más recurrentes para resaltar su contrapunto y paradojas, como así dejan ver estos ejemplos escogidos a vuelapluma: “Nos pasa también lo que nos pasa”; “Toda amenaza lleva implícita una promesa”; “Los lunes son el garbanzo negro de la semana”; “Al que nunca da puntadas sin hilo se le acaban viendo todas las costuras”. El aforismo tiene que sorprender y hacerte cavilar. Lo sabe Itziar Mínguez que pone sus miniaturas en esa tangente, al servicio de la agudeza y la ironía, sin soslayar que arranquen sonrisas y burlas al mismo tiempo: “Los borrachos siempre dicen la verdad excepto cuando tienen que confesar el número de copas que se han tomado”; “No hay amor tan incondicional como el que profesamos a los viernes. Seguimos amándolos aunque no nos den nada a cambio”; “Solo camino mirando al suelo cuando tengo la cabeza en las nubes”.

Son puntadas persuasivas alejadas de toda pomposidad y extravagancia, finas puntadas surgidas de la experiencia que, más que parecernos nuevas, es que dan en la diana de una manera certera e inesperada, como así muestran estos aforismos: “Hay personas tan discretas que siempre se dan por eludidas”; “Disimular es de sabios”; “Hay gente que practica la hipocresía con total sinceridad”; “Una certeza suele ser el resultado de sumar muchas dudas durante demasiado tiempo”. En ese deambular aforístico, Itzíar Mínguez explica el mundo en ese quehacer diario que se tiene, tejiendo palabras que surgen de las vivencias, de pretender ver en el lenguaje algo que emite cierta radiación, algo que predispone a sentir el fervor de las palabras, bajo la idea de lo que verdaderamente ellas manifiestan de vida y de historia.


Puntadas sin hilo es un libro intuitivo que no da pábulo a nada superfluo, incluso cuando toca asuntos intrascendentes, y viene a constatar que la ironía de su composición reside en que el aforismo, siendo la forma que menos tiempo lleva leer, es la que más tiempo lleva entender e interpretar. Aquí hay motivos, paradojas y soplos suficientes para ensartar la aguja de nuestra sonrisa y empatía con buen provecho.


sábado, 21 de septiembre de 2024

Hijos de la siembra


Mario Cuenca Sandoval (Sabadell, 1975) es profesor de Filosofía, poeta y novelista, autor de varias novelas, entre las que destacan LUX (2021) y El don de la fiebre (2018). Publica ahora Aurora Q. (Galaxia Gutenberg, 2024), obra galardonada con el XVII Premio Málaga de Novela, una novela-ensayo que indaga sobre un caso real ocurrido hace ya más de cuarenta años, con el propósito de rastrear el origen de unos hechos trágicos, así como la crueldad de los mismos, sus posibles causas, sus detalles y la agitación que provocó el suceso. Se aparta de cualquier asomo de interpretación, ciñéndose a relatar, por medio de la singular voz narrativa, la del doctor Mateo Jiménez-Irisarri, que será la que va a sostener todo el relato a modo de un informe clínico sobre todo lo que aconteció con los niños David y Raquel S. en 1981, declarados unos “niños salvajes”, que vivían al margen de la sociedad y cometieron unos crímenes.

El riesgo que asume el autor en esta nueva tentativa literaria es dejar en manos de esa voz experta, neutra, clara y determinista el relato como un caso clínico. Lo cierto es que la novela, a medida que vamos avanzando, estremece. La manera de contarlo, nada convencional, queda dispuesta en sesenta capítulos, de apenas dos páginas cada uno, a modo de reportaje, enlazado con notas a pie de página, y dividido en seis secciones, o mejor dicho, sesiones, ya que todas ellas conforman el ciclo del seminario, que encaja mejor al discernimiento establecido por el autor para contar la historia. Tanto por lo que hicieron esos niños de doce años, como por la manera en que fueron tratados por el sistema judicial y por los medios de comunicación, el libro, en buena medida, es la contraposición de un relato que aboga por exponer una radiografía de la condición humana, con muchas referencias de autores padres de la psiquiatría, como Sigmund Freud y Jacques Lacan, los más nombrados, además de alusiones a escritores, como Allan Poe y Julio Cortázar, y a pensadores, como Foucault y Wittgenstein.

Si la literatura es un remedio contra lo real, como afirmó Antonine Compagnon, Mario Cuenca recrea, a modo de ensayo-ficción, una narración concéntrica para rescatar los hechos acaecidos en 1981 referidos a aquellos dos niños que caminaban descalzos y cubiertos de sangre por el arcén de una autopista, mediante un narrador veraz, el doctor que imparte un seminario en el que se aborda el caso de “los niños del Arca”, para alumbrarnos en algún campo introspectivo del conocimiento relacionado con el suceso, como apostilla el propio conferenciante: “Porque no estamos aquí para regodearnos en lo macabro, sino para interpretarlo con las herramientas del análisis”. El autor pone en manos de esta voz experta en la materia la incursión narrativa, planteando dudas y conjeturas, con el fin de explicar el sentido y motivo de los hechos, y avanzar la trama para llegar a acercarnos a un resultado lo más imparcial posible.

Este planteamiento ingenioso de novelar permite que Aurora Q. parezca una novela de intriga o, más bien, una novela en marcha que se arma ante los ojos del lector y le invita a participar, a rellenar los huecos dejados por el autor, para que la experiencia de la lectura se convierta en cómplice. Diría que, en esta operación, Cuenca Sandoval atina en su lance narrativo, pese a la dificultad formal de acometer ficcionalmente la historia, dando cancha al conferenciante con sus argumentaciones, para que sea él quien incorpore a su audiencia al análisis y circunstancias de la fiereza de los niños, y a las claves para comprender por qué estaban solos y abandonados: madre psicótica, autismo hereditario, vacío paterno, y otros motivos más intrincados. Todo ello a pesar de que la investigación posterior descubriera que, en realidad, los niños pertenecían a una secta aislada en el bosque.


De manera eficaz, sin abandonar ciertos rasgos de ironía, Cuenca Sandoval pone su prosa directa y clara con la voluntad de construir un relato en el que los antecedentes y el devenir de unos sucesos se interponen al designio de un misterio, eligiendo las palabras exactas para contarlo de la forma más concisa posible, y colocando las partes al servicio de un juego narrativo lleno de piruetas jugosas y retóricas, pero a la vez, convincentes. Aquí hay un compendio de comportamientos humanos que despiertan la atención del lector, no solo por la sensación de proximidad ante los hechos relatados, sino también por la verosimilitud de la realidad representada y su verdad innegable.

martes, 17 de septiembre de 2024

Allí y entonces


Grandes viajeros cronistas, como Josep Pla, Bruce Chatwin o Paul Theroux establecieron que todo viaje es simbólico, un traslado para adquirir un incomparable enriquecimiento interior, un desafío, y, para ellos, contarlo se convierte en otra tentativa transformadora, una travesía con palabras, para dejar por escrito experiencias y asombros vividos. Por eso mismo, todo libro de viajes vela y desvela una reminiscencia que tiene que ver con el yo del que la escribe, como gran asunto del viaje. Cualquier trayecto viajero supone una experimentación sobre uno mismo. James Salter (Nueva York, 1925 - Sag Harbor, Suffolk, 2015), aunque no se prodigó mucho en ello, pertenece a esta estirpe de cronistas viajeros, comprometidos con la necesidad de visualizar sus andanzas y sentimientos para después, de la manera más cabal consigo mismo, ponerlo en palabras y convertir la tentativa en literatura.

Salter, escritor de fuertes experiencias vitales, fue piloto de combate en 1957 en la guerra de Corea y también se llevó un tiempo apartado de su actividad literaria, en una actitud parecida a la que ya acostumbró a sus seguidores Salinger. Publicó su primer libro con treinta y dos años. Ahora bien, desde sus primeras incursiones literarias, considera el autor norteamericano que la literatura es, antes que nada, un arte, y, por lo tanto, que, frente a ella, lo que cabe experimentar no solo son buenas historias, sino que debe suscitar emociones estéticas. Como también cree que la literatura hace que nos fijemos más en la vida; que practiquemos en la propia vida, que, a su vez, nos hace mejores lectores de la literatura, lo que, a su vez, nos hace mejores lectores de la vida. Y así sucesivamente.

Es ese círculo vital por el que transitan los hilos de los reportajes literarios y crónicas de viajes que se reúnen en There and Then, título original del libro que ahora presenta la editorial Salamandra a los lectores como En otros lugares, bajo la estupenda traducción de Aurora Echevarría. La obra reúne un conjunto de dieciocho textos en los que la mirada atenta del autor deambula de un lugar a otro en busca de algún reflejo de lo vivido por determinados lugares del mundo, tras sus propios pasos, rescatando una suerte de vislumbres a través de las imágenes y vivencias que sus andanzas le fueron reportando en sus muchas escapadas viajeras: “Tal vez en los viajes siempre está esa idea de algo ya impreso en nosotros que buscamos inconscientemente. A veces no tan inconscientemente”, como deja dicho el propio autor en el preámbulo del libro.

James Salter, reconocido como uno de los más destacados escritores de ficción estadounidense, autor de libros memorables como Años luz, La última noche, Todo lo que hay o el extraordinario ensayo El arte de la ficción, nos lleva ahora a sus lectores a un viaje a través de treinta años de su vida, explorando diversos lugares como París, los Alpes, Tokio, Colorado y Hollywood, con esa idea suya de resaltar el placer de estar vivo para poder contarlo. Salter captura la esencia de este propósito al tiempo que la de resaltar la singularidad de cada destino, ofreciendo una visión en la que está muy presente la naturaleza de su quehacer literario, como ya dejó dicho en una de sus novelas: “Llega un día en que adviertes que todo es un sueño, que sólo las cosas conservadas por escrito tienen alguna posibilidad de ser reales”.

Acompañamos al escritor en su periplo por un amplio y sugerente mapa de encuentros con lugares como Montmartre, el cementerio de Montparnasse, así como avenidas y travesías de un París legendario: “Hay un París de Balzac, un París de Victor Hugo, de Turguénev, Babel, Zola, Proust y Colette que aún existe”, nos dice con admiración el autor neoyorquino. También nos habla de los monarcas franceses a través de sus visitas a los castillo del Loira. Nos traslada a otros destinos viajeros centroeuropeos, como Basilea, Zúrich o El Tirol, para después tirar millas y marcharse a Las Rocosas, al Gran Cañón del Río Colorado, hasta dar a continuación un salto a Japón, el país de dos autores que admira, Mishima y Kawabata, tomando el pulso a los hoteles de Tokio, “ciudad enorme y abarrotada”. Y así va venteando sus correrías e incursiones, con soltura y pasmo, dejando ver su pericia, agudeza y disfrute, propias de un bon vivant.


En otros lugares encontramos las contraseñas, asombros y encantamientos que tuvo especialmente Salter por algunos lugares de Europa Japón y EE.UU., un amplio recorrido biográfico, emotivo e intenso, dentro de una recopilación de textos poblados de hallazgos y connotaciones vitales y literarias en los que la ciudad no solo es escenario de su escritura sino, principalmente, personaje de la misma, un libro, por otra parte, abierto y fecundo en detalles, que se deja leer gratamente y nos coloca en esa condición de nómadas que llevamos íntimamente arraigada.