lunes, 24 de noviembre de 2014

Sentido y precisión


Para todo consumidor de libros que se precie de buen lector, el nacimiento de un nuevo sello editorial se le presenta como una noticia que no debe pasar desapercibida para sus intereses, sobre todo, porque el hecho en sí se convierte en una oportunidad más de tener otras posibilidades de sumar hallazgos literarios que de otra manera dormirían, probablemente, en el cajón del olvido.

Hace un par de semanas se presentó en Madrid Círculo de Tiza, un sello independiente que salta a la palestra en un momento difícil y complicado de la realidad editorial española y, a pesar de ese handicap, apuesta por hacerse un hueco en el género de la crónica y el periodismo literario. Eva Serrano, su valedora e intrépida editora, cree que la gran literatura del siglo XIX y XX se escribió en los periódicos, o lo que es lo mismo, la crónica periodística de Azorín, Ortega y Gasset, Julio Cambas y demás es literatura en estado puro pegada a la calle, que interesan al lector curioso. Retomar esa senda y espíritu es el objetivo de Círculo de Tiza, una editorial que se marca como meta publicar títulos recurrentes sobre los secretos del oficio de escribir.

Uno de sus primeros lanzamientos que circula ya por las librerías es una recopilación de artículos y conferencias de la escritora y periodista argentina Leila Guerriero (Junín, 1967) bajo el título de Zona de Obras, un volumen en el que su autora reflexiona sobre su trabajo periodístico, sin aspavientos, pero con el tesón y entusiasmo de quien cree a pies juntillas en lo que hace, de quien apuesta por la crónica como literatura.

La literatura, se publique en libro o en prensa, aspira a lo eterno, a superar lo efímero, a no tener fecha de caducidad. Es consustancial al periodismo que toda publicación informativa pierda interés al tiempo que pierde vigencia, esto es incuestionable. Pero hay un periodismo que, sin abandonar la noticia, sin alejarse de la actualidad y aplicando la investigación exhaustiva, deriva en literatura, con la intención de permanecer en la memoria del lector y ser fuente de próximas lecturas. El libro de la sudamericana Guerriero pertenece a ese club de escritores de la talla de otros paisanos suyos, como Roberto Walsh y Martín Caparrós o el mexicano Juan Villoro que llevan la crónica como bandera literaria de un género periodístico solo al alcance de reporteros de raza. Porque lo que tiene de particular una buena crónica es que cuente hechos verdaderos con las herramientas de la ficción.

Zona de obras es una lectura recomendable y útil para todo aprendiz del género periodístico, que reúne textos breves y magistrales sobre el proceso creativo de la crónica y los riesgos del oficio del escritor de reportajes. Leila Guerriero no cree que el periodismo sea un oficio menor, una suerte de escritura de segunda mano y abre su volumen con una nota preliminar para responder a tres preguntas fundamentales: ¿Para qué se escribe?, ¿por qué se escribe? y ¿cómo se escribe? Más adelante subraya la periodista que solo si una prosa intenta tener vida, tener nervio y sangre, un entusiasmo, quien lea o escuche podrá sentir la vida, el nervio y la sangre: el entusiasmo (pág.42). Viene a confirmar Leila que el periodismo narrativo se construye sobre el arte de mirar, rastrear y encontrar la historia, más que sobre el arte de hacer preguntas o de tener que inventarlas, ahí está el quid de la cuestión, porque las noticias mejor contadas son aquellas que revelan, a través de la experiencia de la búsqueda, todo lo que hace falta saber.

Zona de obras es un volumen repleto de sorprendentes páginas, un libro recopilatorio que ayuda al lector a comprender cómo se arma una crónica literaria y entender mejor el verdadero oficio y vocación del periodista, un ejercicio que requiere arrojo e investigación y, sobre todo, talento en la composición.

Leila Guerriero es una escritora tocada por la gracia de su audacia, que no renuncia a la esencia del oficio como los buenos cronistas de su estirpe para decir lo que sabe, sin acudir a la impostura del invento para alimentar sus reportajes. Ella no sugiere, solo indaga con la fe puesta en la magia de la palabra, la única capaz de hacer trascendente y perdurable cualquier noticia. De esa tozudez y precisión de estilo nacieron dos de sus mejores crónicas literarias: Los suicidas del fin del mundo (Tusquets, 2005) y Una historia sencilla (Anagrama, 2013).

viernes, 21 de noviembre de 2014

El dinero lo es todo


Un buen principio de un libro debe tener la fuerza de un hacha bien arrojada y la voluntad de un apache: ser capaz de empujar a la novela a su mejor destino, y caer con la brutalidad de un zarpazo en el pecho del lector. Con El país del dinero (Algaida, 2012), Pedro Ugarte (Bilbao, 1963) cumple con este requisito imprescindible para atrapar sin demora al lector y, como buen guerrerero de las letras, da su primer golpe de efecto con un arranque donde los enredos del amor tienen su analogía con el dinero porque marcan su precio e irremediablemente el pago por ello.

Cuando el escritor vasco acechó la idea de escribir una novela sobre los negocios inmobiliarios, acababa de publicar Casi inocentes (2004). Eran tiempos de bonanza económica y todavía subyacía en la sociedad el boom de la construcción, ese camino engañoso hacia una vida mejor que arrastró a tantos ingenuos y codiciosos en igual proporción, sin atisbo de que todo se derrumbaría de manera fulminante después. Confiesa Pedro Ugarte que cuando en 2008 apareció la novela de Isaac Rosas, El país del miedo, le dio mucha rabia porque barajaba ese título, aunque El país del dinero, ganadora del V Premio Logroño de Novela, en verdad, ya llevaba el miedo intrínseco en el título.

El país del dinero es una historia cargada de reflexiones que desgrana algunas claves de la codicia y además narra un trasunto amoroso protagonizado por Simón López de Chávarri, un descendiente de una familia adinerada e industrial de Vizcaya, su amigo Jorge, abogado, nacido en una familia pudiente, pero venida a menos, y una amiga de ambos, Sharon, mujer frágil y vulnerable que esconde un terrible secreto familiar. Simón y Jorge se enfrascan en una aventura empresarial donde los chanchullos inmobiliarios y los amaños políticos en recalificaciones del suelo se suceden impunemente, hasta que se pincha la burbuja y los destinos de ambos cambian drásticamente.

Esta novela de Pedro Ugarte, narrada en primera persona por Jorge, un anclaje utilizado por el escritor bilbaíno en otras novelas suyas y en muchos otros cuentos, presenta equidistancias entre otros protagonistas literarios precedentes como Rubén Bertomeu, personaje de la novela Crematorio, de Rafael Chirbes, un especulador ominoso, cínico e implacable, o como John Self aquel antihéroe adictivo de la novela de Martin Amis, Dinero, un hombre cegado por su codicia. El Jorge de El país del dinero es un prototipo de hombre ambicioso y sentimental que tiene sus límites, menos nocivo y corrosivo que tipos como Self y Bertomeu, insaciables y sin escrúpulos.

El germen de esta obra de Ugarte hay que buscarlo en la obsesión por el enriquecimiento. El dinero representa un papel alegórico como modelo y cauce del comportamiento de las personas, más allá de la vida sentimental. El país del dinero, por otra parte, concita a reflexionar sobre la realidad política de España. Quiero sospechar que el relato del escritor vizcaíno deja algunos cabos sueltos para que el lector reescriba lo que proceda acerca de las razones magnéticas y perniciosas del dinero, porque a lo mejor resuelve lo mismo que subrayó Dostoievski: “el dinero lo es todo”.

El país del dinero es una metáfora social, una tentativa literaria de narrar la podredumbre del dinero, sus alianzas insospechadas, su fatalidad. Pedro Ugarte ha escrito una novela decorosa y amena, de prosa ágil y ritmo galopante que evidencia sus buenas dotes de narrador curtido, un libro que contiene meritorias páginas reflexivas y lúcidas cuyas resonancias morales se hacen eco en la actualidad política de nuestro país, un texto publicado hace dos años que sigue dando pistas sobre la trama oculta del dinero ilícito y que confirma que no hay riqueza inocente posible.


lunes, 17 de noviembre de 2014

La palabra como soplo


Ante El idioma materno (2014) de Fabio Morábito (Alejandría, 1955), un hermoso libro que reúne ochenta y cuatro piezas breves sobre la vocación literaria, hay que empezar haciéndose una pregunta: ¿Qué relación existe entre los cuentos y la poesía de un autor y su pensamiento, entre el relato y el poema que nos da y lo que él discurre sobre el aprendizaje de la escritura y su devenir? Para Morábito, un mexicano de adopción, pero de familia italiana, el escritor se mueve entre la ficción y el pensamiento personal. Para él no hay más solución que la sencillísima y tan difícil de ser un escritor de veras, que trabaja para la ficción significativa. Sobre ésto y otros asuntos literarios viene a hablarnos el escritor nacido en Egipto, facilitándonos un índice temático al inicio del libro para vislumbrar todo su pensamiento sobre el oficio de escribir, una buena pista para advertir que el concepto más tratado es: escribir; y si le añadimos media docena de palabras afines que lo completan (escritor, relato, estilo, lectura, palabras, libros, etcétera), para no hablar de un sinfín de citas y referencias literarias esparcidas por todo el libro, concluiremos que Fabio Morábito centra El idioma materno en el quehacer del escritor.

Morábito aborda con rotundidad, desde distintos ángulos, los cómos y porqués de la vocación literaria a través de un delicioso texto que atesora mucha reflexión y humor tierno. El idioma materno es un libro lleno de lucidez e inteligencia que sorprende por su profundidad y sencillez, un cóctel de microensayos, autoficción y confesión en el que resalta la concisión y el estilo esmerado de sus páginas que van desde la invención al universo literario del autor.

Fabio Morábito logra aglutinar una singular biográfia en este libro que rebosa pasión e induce, tanto a la sonrisa, como a la meditación gracias a los lazos metafóricos que abundan por todo el texto, como éste donde el autor se afana en desmentir que hablar no consiste en encadenar palabras: ...hablar es algo parecido a saltar sobre las piedras de un torrente, donde pisamos sólo algunas piedras, aquellas que nos permiten saltar hacia las otras. Sólo gracias a esta relativa refutación de cada piedra podemos cruzar hasta la otra orilla (pág.54); en Doble vidrio, rebate con un símil marino la incompatibilidad de la escritura con el ruido: Los escritores somos submarinistas. La escritura, que es ficción aun cuando no lo parezca, ha inventado el silencio y la inmersión en profundidad (pág.140); y más adelante, en Carril de acotamiento, dice Morábito que si quieres escribir no puedes invadir el centro de la calzada, tienes que deslizarte al borde, o lo que es lo mismo, el escribidor que busca expresarse genuinamente se equivoca: al tomar la pluma uno se pone una máscara y asume que los textos no lo reflejen, ha de aceptar ese personaje creado. El escritor, subraya, es el ser que menos se conoce, con tantas palabra es imposible encontrar el alma.

El idioma materno posee resonancias de bitacora de viajes o diario de escritura por todas las cosas que encierra relacionadas con la vocación apasionada de la creación literaria, por la memoria y vestigios que los libros dejaron en el alma del escritor, una obra intencionadamente calibrada cuyos textos parecen demandar que se lean en voz alta y en compañía, su brevedad y musicalidad invitan a ello. Yo lo he probado y funciona.

La editorial Sexto Piso se anota un puntazo con la publicación de este libro híbrido y arrollador que entreteje cómo y por qué se hace uno escritor, un texto exquisito, destinado a lectores fisgones, escrito por un autor que vale la pena descubrir.

El idioma materno nos brinda la oportunidad de acercarnos al mundo literario de Fabio Morábito, un escritor que manifiesta que escribe para seguir leyendo y que postula que todos somos escritores cuando leemos, gracias al soplo mágico de la palabra.


jueves, 13 de noviembre de 2014

Indicaciones y contraindicaciones


Desde que hace algo más de veinte años me hice con mi primer ejemplar de aforismos, los volúmenes venideros de este género fragmentario no han parado de hacerse sitio en las repisas de mi biblioteca. Su origen parte del momento en que adquirí el Oráculo manual de Gracián, un exquisito autorregalo que provocó en mí un fervor entusiasta por esta obra maestra y un desvelo perpetuo por hacer acopio de esta rumia siempre perspicaz que producen los libros de aforismos.

Mi último hallazgo relacionado con este género literario viene acompañado por la lectura reciente de un libro de José Ramón González que recoge una extensa antología de la producción aforística española entre 1980 al 2012 bajo el título Pensar por lo breve, un texto sumamente interesante sobre este fenómeno literario que últimamente goza de un extraordinario momento editorial, gracias a las redes sociales de Twitter y Facebook. Dentro del inventario de autores españoles practicantes de estos pensamientos mínimos que exhibe González en su libro, descubrí el trabajo asombroso y creativo en el campo del aforismo llevado a cabo por Carlos Pujol (Barcelona, 1936-2012), poeta, traductor, editor, historiador de la literatura y novelista.

En Cuadernos de escritura (2009), la editorial Pre-Textos reúne en un solo volumen las tres entregas anteriores: Cuaderno de escritura (1988), Tarea de escribir (1998) y Memorandum. Palabras para escribir (2008), una tríada de sentencias, reflexiones y artículos que el crítico catalán había escrito en los últimos veinte años sobre el oficio de escribir, la lectura y la crítica literaria.

La lectura de Cuadernos de escritura me ha deparado momentos inolvidables y provechosos, un libro, a mi juicio, imprescindible para cualquier aficionado a escribir, a leer y, especialmente, a quien tenga inclinación a escribir sobre lo que lee (reseñista o crítico); un libro que impulsa a pensar sobre la creación literaria y ayuda a extraer la ganga de la mena escrita, una tarea exigente y nada fácil ante tanta propaganda mediática de la industria editorial. Gracias a los aforismos de Carlos Pujol tenemos soportes para entrar en la mente creadora del escritor y vislumbrar la naturaleza del acto en que éste está inmerso. Sus reflexiones son una mina de insólitos descubrimientos acerca de la lectura, la formación de estilo, las relaciones entre autor y lector y, también, sobre las actitudes y aptitudes del crítico. Pujol no se anda por las ramas y como buen aforista que es, sabe alejarse de la ambigüedad y atajar el pensamiento con claridad y precisión. Aquí dejo constancia de algunas perlas suyas:

Escribimos lo que deciden las palabras.
Se escribe para oír la música de dentro.
El verdadero escritor se juega la vida en cada palabra.
Escribir, verbo reflexivo.
No hay literatura sin misterio, ni tampoco sin la suficiente claridad.
El gusto se educa, pero la falta de gusto es incurable.
La literatura no se explica, como mucho se subraya.

Cuadernos de escritura es un libro lúcido de aforismos y breves ensayos literarios, donde no falta la ironía y el sentido del humor, concentrados en la mirada puesta en el oficio de escribir y el mundo que lo rodea. Pujol, más que dictaminar, cavila, relee, estudia y, sobre todo, expone sus pesquisas literarias para proveernos de un fascinante oráculo reflexivo sobre el arte de la escritura, la lectura y la crítica.

Parafraseando al mismo crítico barcelonés, quizá de todas las indicaciones y contraindicaciones que abundan en Cuadernos de escritura hay que resaltar la más valiosa, la única que merece la pena que aprendamos: leer y escribir, dos verbos que hay que enseñar de veras a todo el mundo para la honrosa supervivencia del ser humano. Amén.

lunes, 10 de noviembre de 2014

Conflictos universales


Cuando pensamos en el futuro de un adolescente le deseamos una buena salud, una vida feliz y que se empeñe con dignidad en un mundo exigente, en un mundo adverso que condicionará su felicidad. Pero, ¿qué pasa por la mente de un joven inteligente para tomar una decisión drástica en plena efervescencia de vida y dar al traste con todos sus proyectos personales y los anhelos familiares? ¿Qué ha podido suceder en ese aprendizaje para que un chaval universitario ponga fin a una vida prometedora? Por estas preguntas tan existencialistas y nada extrañas transita la última novela de Gonzalo Garrido (Bilbao, 1963). Con El patio inglés (Alrevés, 2014), el escritor vasco viene a contarnos una historia íntima sobre el desencanto de la vida y el dolor, un cambio de registro con respecto a su primera incursión narrativa, Las flores de Baudelaire (2012), por cierto, excelente debut en el género policíaco acompañado de buena crítica y aceptación por parte de los lectores.

Desde el arranque de El patio inglés, Garrido no se demora en situarnos en la sala de espera de un hospital donde un hombre abatido aguarda noticias, mientras en el interior del quirófano los médicos se desviven por salvar la vida de su hijo Pablo, un joven de dieciocho años que se ha tirado por la ventana de la vivienda familiar desde la tercera planta ante la mirada aterrada e incrédula de sus padres. En estas horas de incertidumbres, el padre, sobrecogido por las circunstancias, se dirige a su hijo en un monólogo denso y desolador con el que trata de buscar alguna explicación a ese acto de rebeldía convertido en fatalidad. En esa conversación íntima, el padre habla en una frecuencia baja y contenida, sin puntos y mayúsculas a modo de autocompasión y sentimiento de culpa. De Pablo, el hijo, conocemos lo que nos narra el padre y lo que revelan las páginas de su diario que aparece intercalado en los capítulos de la novela, un diario por donde desnuda sus sentimientos más íntimos, sus creencias y sus miedos, sus obsesiones y el desprecio por toda la mediocridad que representan sus padres.

El patio inglés está estructurado en esa bifurcación: dos monólogos, padre e hijo, que cuentan una historia familiar difícil, en un momento dramático en el que la voz del padre se pregunta qué ha pasado y qué está pasando en su familia y en la sociedad. Gonzalo Garrido traza, a modo de metáfora, la relación del destino final de un joven con la paradoja de la angustia de vivir en una sociedad nada fácil; un joven que comenzó a estudiar Derecho en los años 80 y que se enfrenta a esa época de formación hacia la madurez llena de decepciones e interrogantes, un período en el que la familia, el desamor y la apatía marcan sus huellas a los jóvenes, sobre todo en su entorno, mientras despiertan al mundo real de adultos que les rodea. Pablo salta al patio inglés y es, a partir de ese acto irreparable al vacío, cuando el padre deja fluir sus reflexiones y se desparrama en un diálogo con su hijo, un diálogo que, desgraciadamente, jamás se dio.

Gonzalo Garrido ha escrito un libro conmovedor que abraza y golpea la difícil condición de ejercer de padre, en un intento de comprender la relación más compleja que cabe entre dos personas. El patio inglés es un relato breve y profundo que retrata a un padre y a un hijo a través del diálogo de vida en el que casi nada se calla y en el que, por eso, aparece la vida tal como es: con sus tristezas y encrucijadas, pero, aún más, con la infamia de la tragedia.

El patio inglés es una historia reflexiva y personal, encarnada en dos vidas cercanas pero distantes, condenadas a no entenderse, dos diálogos imposibles reunidos en una novela dura y desgarradora, pero a su vez clara y sincera, que protagonizan dos seres cuyas vidas coinciden únicamente en el techo del hogar y sus lazos sanguíneos.

En suma, la novela de Garrido es una crónica narrativa intimista que goza de dos de los parabienes que más gustan a los lectores exigentes: cala muy dentro y está escrita con una prosa ágil y sin artificio.

miércoles, 5 de noviembre de 2014

Memoria imaginada


En una novela lo que da sentido a la historia no es la historia misma, sino la manera de contarla. Por eso traigo a esta bitácora de lecturas el último libro de Sergio del Molino (Madrid, 1979), porque Lo que a nadie le importa (Random House, 2014) es un relato íntimo y bello que posee la virtud infrecuente del cultivo de la metáfora inesperada y sorprendente, afilada y hermosa que tanto subyuga al lector. Aunque su título parezca una evasiva, en el fondo de esta novela hay un descalabro, una derrota que se convierte metafóricamente en esperanza, en indagación, en diálogo de un silencio brillantemente narrado.

Para un joven de dicisiete años, en plena efervescencia de saberlo todo, escuchar la frase terrible de su abuelo en el lecho de muerte que le lanzó a su afligida abuela: Calla, que de ti no quiero ni que me cierres los ojos, es todo un enigma escalofriante que incita a averiguar qué amargura y resentimiento hay en esa última frase tremenda y sobrecogedora de un moribundo. Sergio del Molino trata de rellenar lo que hay detrás de esa frase con su libro Lo que a nadie le importa, un relato donde el autor explora qué había pasado en la vida de aquel anciano, su abuelo, para sentenciar lo que dijo, algo que le da pie para reconstruir la historia de José Molina y buscar lo escondido o silenciado de su pasado. Por ese camino transita la novela que el escritor maño de adopción traza para comprender a su abuelo y reparar en él mismo, como un juego de espejos que se miran, en un diálogo narrativo que nunca existió entre ambos.

Lo que a nadie le importa es una historia que contiene elementos biográficos, ya que mayormente la personalidad del protagonista, José Molina, está construída sobre la memoria de un allegado directo del propio autor. La semblanza que dibuja el narrador sobre su ascendiente no es nada simpática ni amable, porque, según vamos conociendo al personaje, un herido que nunca se recuperó en vida de los estragos de la Guerra Civil, es un hombre rancio, austero y solitario, más preocupado en hilvanar el día a día de una dura posguerra que olvidar lo imposible de su memoria, a pesar de haberle tocado  el bando de los vencedores. José Molina solo era un superviviente más que tenía que sobreponerse a la cruda realidad de unos años muy difíciles, un hombre apocado y empeñado en sobrevivir sin estridencias y sin asomo de mostrar sentimentalmente debilidad ante su familia.

Desde su anterior obra, La hora violeta (Mondadori, 2013), del Molino se instala en una literatura narrativa anclada en la no-ficción, primero con aquella conmovedora historia personal de la que como lector salí trastornado, una experiencia memorable de sentir el dolor de un padre por la pérdida de un hijo de dos años. Después, en Lo que a nadie le importa aflora también la confesión personal del narrador que, además, relata la historia de su familia y, principalmente, la de su abuelo, José Molina. Los hechos personales y familiares, en ambos libros, son un trasunto donde su autor se encuentra cómodo escribiendo, a pesar de que para del Molino “la literatura se parece más a un accidente geológico que a un oficio artesano. Los libros son estalactitas maduradas letra a letra, hasta que la acumulación de sedimento fabrica una roca. Un escritor -subraya- está hecho de paciencia, su trabajo consiste en perseverar la cueva que gotea” (pág. 58).

En resumen: Sergio del Molino ha escrito un relato de memoria y auto-ficción intenso y jugoso, una metáfora sobre el silencio de los supervivientes de una generación marcada por la Guerra Civil. Lo que a nadie le importa es la obra de un narrador brillante, con un léxico preciso y hermoso que confirma la trayectoria ascendente de un escritor que promete todavía más.

domingo, 2 de noviembre de 2014

Asuntos propios


El debut literario de Landero, hace veinticinco años, con su novela Juegos de la edad tardía (1989) fue todo un acontecimiento literario que acaparó el Premio de la Crítica y el Premio Nacional de Narrativa y pronosticó el inicio de una carrera sólida como novelista que se consagró con la publicación de sus siguientes libros. Si hay algo singular y destacable en la literatura de Luis Landero (Alburquerque, Badajoz, 1948) es, sencillamente, definirlo como un escritor que se hace querer, un novelista que te hace sentir como si fuera alguien cercano al que conoces de toda la vida.

Con El balcón en invierno (Tusquets, 2014) esa sensación se acrecienta, porque en esta ocasión el escritor extremeño se presenta con un hermoso relato autobiográfico para contarnos cómo el hijo de un campesino resurge y se convierte en escritor, una metamorfosis complicada para un joven díscolo que detesta convertirse en abogado para disgusto de un padre exigente que se empeñó mientras pudo en la tarea de lograr que su vástago fuera un hombre de provecho.

Landero ha escrito una novela que acredita su solvencia como narrador y, en este caso, sobreponiéndose al desengaño de una incipiente novela fallida que le conduce al cauce de otra novela que, como subraya el propio escritor, no tuvo que ir a buscarla, le salió del corazón porque todo estaba en su memoria, esperando el resurgir. De un atasco narrativo, de una novela de jubilado que llevaba entre manos, Landero aflora otra historia natural de su pasado que, tengo que confesarlo, encandila por su tono contenido y su excelente prosa.

El balcón en invierno es una novela de hechos verídicos que depara en una crónica familiar bella y libresca, estructura en dieciocho capítulos que saltan en el tiempo, desde los orígenes en el campo del narrador, hasta la decisión de dedicarse a escribir a sus veintiún años, gracias al logro azaroso del descubrimiento de la literatura. Cuenta Luis Landero que, a pesar de que en la casa de sus padres la presencia de los libros era inexistente, muchas narraciones orales de su abuela Francisca, pastora analfabeta, le contagió el germen de la fantasía y el gusto por el lenguaje. De ese asombro, resalta, salí pertrechado para ser escritor. Por los derroteros de la memoria, del autoexamen y de la confesión, el narrador nos asombra con sus vaivenes laborales: mozo de ultramarinos, empleado en un taller mecánico, oficinista en una fábrica de leche y artista de la guitarra; todo esto, antes de dedicarse a la enseñanza y abrazar su verdadera vocación: la literatura.

Desde el barandal de un balcón, la mirada tiene otra perspectiva. Cuando te asomas, la vida recobra detalles que sirven al narrador para pintarnos un fresco colorista y melancólico de su pasado y del presente, sobrepuesto a una crisis de bloqueo creativo, como si la vida y la literatura se fusionaran en un solo espíritu. Este libro último de Landero forma parte de su producción más literaria y el mérito radica en su magisterio estilístico, servido con emoción atemperada y con los ingredientes de humor y melancolía justos para que la trama narrativa conduzca al lector, sin sobresaltos, por ese mundo novelesco que el narrador exhibe.

Luis Landero ha escrito una novela hipnótica, nacida desde el corazón y con la sutileza de tratar de que ese “yo” no se note demasiado, con la maestría de narrar pasajes calcados de la propia historia y otros reconstruidos desde la evocación y la memoria; un libro delicioso que festeja la nueva etapa de jubilación de su autor y que se aúpa brillantemente entre lo mejor de su cosecha.

En resumidas cuentas, El balcón en invierno es una epifanía literaria que no hay que dejar pasar en vano y que viene a decirnos que contar da sentido a la vida, y mucho más cuando se trata de asuntos propios tan bien escritos como los que atesoran sus páginas.