viernes, 28 de junio de 2019

Diario-novela


La experiencia literaria viene a decirnos que, contrariamente a lo que sostenía Hegel, lo real no siempre es racional, y tal vez el deber de la literatura consista justamente en explorar esa tierra de nadie que es el alma humana, con sus impulsos y contradicciones, en un intento por ayudarnos a comprender el caos en el que está sumergida nuestra existencia. El escritor, el verdadero escritor –dice Magris–, es el que logra identificar un orden oculto en lo grotesco y en lo absurdo de la existencia. La literatura es, por lo tanto, exploración del mundo y de los abismos que atizan al propio autor, y es precisamente en esa función donde el ejercicio literario se convierte en necesidad de visionar el mundo.

El nuevo libro de Javier Cánaves (Palma, 1973) trata de dar respuesta a esa correlación existencial nacida desde la propia creación literaria y el contratiempo de la rotura del tendón de Aquiles sufrida por él en 2011 jugando al futbito. Desde esa convalecencia fortuita y su compromiso con la escritura, una serie de acontecimientos irán saliendo a la luz al mismo tiempo que la necesidad de escribir se va imponiendo. Mi Berghof particular (Baile del sol, 2019) es un ejercicio literario surgido desde la inmovilidad corporal, un libro movido no tanto por el hombre racional que escribe un diario, sino por la misteriosa intimidad del narrador que lo habita, por los fantasmas que se esconden en lo profundo de su ser, el lugar propicio para desatar su escritura.

Es posible llegar a pensar que Cánaves entienda la propia relación con la literatura y los libros, de manera excluyente, en término de cohabitación intelectual. Así lo da a entender el narrador del libro: “He convertido mi pierna impedida y todo lo que la envuelve en material literario”. Y para reforzarse en ese empeño suyo de abastecimiento, evoca las discretas palabras del filósofo austriaco André Gorz que confirman ese mismo sentir: “la primera meta del escritor no es lo que escribe. Su necesidad principal es escribir. Escribir, o sea, ausentarse del mundo y de sí mismo para, eventualmente, convertirlos en material de elaboración literaria. Solo secundariamente se plantea la cuestión del tema tratado”.

El objetivo de todo libro, tal como expone el narrador de Mi Berghof particular no es otro que poner en marcha la escritura, sin tener que acotar el asunto a tratar. Lo que le importa es mantener una continuidad, un hábito. Alude a lo que dice Levrero, con insistencia, en La novela luminosa: “Todos los días, todos los días, aunque sea una línea para decir que hoy no tengo ganas de escribir, o que no tengo tiempo, o dar cualquier excusa. Pero todos los días”. Ese yo se va revelando como otro personaje literario más, imposible de esquivar.

Llegados a este punto, el lector a medida que avanza en su lectura por las entradas del diario percibe cómo aflora una novela, que es la que se ha ido apoderando de un texto de diario autobiográfico hasta convertirse, sin freno ni límite, en otra cosa, en otra inventiva, en otro artefacto literario. Cada uno de los personajes que van apareciendo, Alberto Sancevá, Pedro Capllonch, Cecilia Polsen, Jaime Castell, Nuria Tamena o Matías Suárez, gente de distintas sensibilidades, edades y profesiones van entrando en acción e intercalándose entre las páginas del diario en marcha. Todos le acompañarán en su escritura y harán referencia a una “etapa vital de su educación sentimental”. Todos estos personajes inventados –nos confiesa el narrador– tienen algo en común con él, aunque el sanatorio de todos ellos, su Berghof particular, no se corresponda con el suyo propio.

Resulta evidente que un libro como este, escrito en un tiempo prolongado de cinco años, posee diferentes estratos y etapas. Ocurre a menudo que topamos con libros tan complejos como nosotros mismos. La lectura de Mi Berghof particular resulta precisamente más compleja que la impronta de su escritura, ya que nos ofrece más variantes y tiene un abanico más amplio de posibilidades de correspondencia. Habrá que tener en cuenta lo que decía a este respecto Borges, cuando afirmaba que la lectura es una actividad más abstracta que el acto de escribir y, por consiguiente, es más susceptible de interpretaciones.

Dice Cánaves, por boca de su narrador, que este diario-novela le ha servido y le sirve para expulsar ese impulso de iniciar otra nueva novela, aunque inevitablemente le lastrará para una historia futura. La literatura es esa especie de esfinge, de sirena, que nunca desiste en su ambición de volver a aparecer en el escritorio para seguir respondiendo a las grandes interrogantes de la existencia y del hombre.

Esta es una obra ambiciosa en la que también están presentes la pasión y el amor, el libro más arriesgado de su autor, un making of de la creación literaria, un texto que vaga por las entrañas de la escritura, por la vida y por el tiempo, mediante una estructura de cajas chinas. Javier Cánaves muestra todos los entresijos de su reinvención artística y de su vocación de escritor desde el propio laberinto creativo, un lugar no exento de melancolía y doble vida.


jueves, 20 de junio de 2019

Confidencias literarias


Estamos hechos de historias. Estamos en el mundo a través de las historias que oímos y contamos, y estamos, sobre todo, en el mundo a través de las historias de las que somos parte. Por eso la función de escribir o contar historias está por completo dependiente de los significados, del pensar, como decía Mario Levrero en El discurso vacío, “y no se puede pensar conscientemente en el pensar mismo; de igual modo no se puede escribir o hablar por hablar, sin significados... Si escribo es para recordar, para despertar el alma dormida, avivar el seso y descubrir sus caminos secretos; mis narraciones son en su mayoría trozos de la memoria del alma, y no invenciones”.

En los libros de Alejandro Zambra (Santiago de Chile, 1975) y, en especial, en su obra No leer (2018), hay un aire cercano y cálido a esa idea de escritura de la que hablaba el escritor uruguayo, a esos trozos de la memoria del alma que le empujan a escribir “para leer lo que queremos leer”. Dice Zambra que “se escribe cuando no queremos leer a los otros... cuando esos otros no han escrito el libro que queríamos leer. Por eso escribimos uno propio, uno que nunca consigue ser lo que queríamos que fuera”. Piensa ahora, como entonces, que escribir es como “cuidar un bonsái”, que hay que podar, con mimo, hasta darle una forma que andaba oculta: “escribir es alambrar el lenguaje para que las palabras digan, por una vez, lo que queremos decir; escribir es leer un texto no escrito”.

Ahora, con Tema libre (Anagrama, 2019), el editor Andrés Braithwaite reúne algunos textos que aparecieron en su día por las distintas revistas culturales chilenas y mexicanas en las que colaboró Zambra, que vienen a confirmar esa fervorosa pasión suya en torno a la creación literaria y a ese binomio indisoluble que forman la lectura y la escritura. En estos relatos, conferencias, crónicas y ensayos descubrimos todo ese motor de pulsiones literarias que fueron emergiendo a lo largo de unos pocos años, desde ese propósito de contar, con un lenguaje cercano y limpio, y compartir algunas de sus epifanías narrativas nacidas del apego a otras lecturas, sobrevenidas al escuchar canciones de Roberto Carlos o, también, obligadas al plantearte cómo manejar la vida en otro territorio ajeno y lejano a tu infancia.

Todos los libros son libros del desasosiego”, dice. Pero no es tanto una desazón la que el lector encuentra en estas divagaciones literarias de Zambra, sino más bien un discurrir cómodo y abierto por la senda de la lectura y de la escritura que tanto importa al escritor y que le sirven de salvación al desarraigo de esa soledad existencial que siempre nos acompaña desde nuestra tierna infancia. La gracia de estos textos está en que los temas abordados, desde una perspectiva aparentemente simple, pues resultan como extraídos del lenguaje coloquial de una conversación, y tan inteligentemente elaborados, dan mucho de sí, incluso, haciéndonos creer que escribir es un acto de suma sencillez, algo parecido a una faena doméstica que se hace sin pensar. Un error, nos viene a decir, ya que un escritor no sabe nunca cuánto va a poder escribir ni qué va a escribir, tal vez porque escribir sea el único oficio que se hace más difícil cuanto más se practica.

Tema libre es un libro eminentemente confesional, plagado de verdades literarias y de revelaciones lectoras que han constituido una importante ligazón en la trayectoria literaria de su autor. Pero, a su vez, es ese tipo de libro que viene a decirnos que leer es también tomar apuntes, subrayar una frase o un párrafo, detenerse a marcar algo que te llamó la atención o te generó perplejidad, quizás con ese sobreentendido que todo escritor verdadero hace al entregar su texto a un lector desconocido para que este, con su lectura, lo reescriba. En una de sus mejores piezas, la que lleva por título Penúltimas actividades, Zambra recomienda a un escritor incipiente una serie de actividades necesarias para armar su primer libro. Entre estos consejos destaca el más radical: prender fuego por completo a su biblioteca y después empezar de cero, sin tener que agradecerle nada a nadie, como si no hubiera tema, ni maneras de dónde partir, como si solo se deseara escribir desde la propia voz de su autor que empieza de nuevo a echarse a andar.

Con ese instinto insaciable de renovación tan característico en su quehacer literario que le lleva a inventarse un territorio que rebosa libertad, Tema libre, en su conjunto, es una apuesta en defensa de la creación literaria y, también, una llamada de atención que al propio tiempo incita a romper las reglas existentes, como rebeldía en la manera de decir, o lo que es lo mismo: no es necesario tener un tema para escribir. “Dicen que los temas en literatura son solamente tres o cuatro o cinco, pero quizás es solo uno: pertenecer. Todos los libros –sostiene Zambra– pueden leerse en función del deseo de pertenecer o de la negación de ese deseo”.

Una vez más, su audacia nos viene a recordar que el libro no escrito es el que más le interesa. De ahí que su escritura persigue siempre reinventarse, y en esa aspiración inacabada y permanente proclama que la literatura se sustenta en la literatura que la dilata, la prolonga, la transforma y la resume, incluso sorteando las reglas establecidas. No sé cómo lo hace, pero Zambra tiene esa rara habilidad de autentificar su escritura con muchas de las contingencias literarias que a muchos lectores nos rondan por la cabeza.


jueves, 13 de junio de 2019

Paisaje de lo vivido


Desde luego, leer no es solo la costumbre de una habilidad o el dominio de una destreza. Ni tampoco una puerta que accede a descifrar el mundo o un canal de información y conocimiento, sino que es algo más profundo y esencial. Leer es una forma de vivir próxima a la emoción, al asombro, a la sorpresa. Leer es, también, como la vida, una experiencia prolongada, un misterio que se desvela poco a poco, lectura tras lectura. Y es en ese ejercicio de literal revelación donde el lector encuentra vivencias compartidas que, a través de otros, le forman una conciencia e, incluso, una visión más variada de un paisaje vivido por él o, sencillamente, le inducen a percibir un deleite continuado.

De este sentir, de esta manera de entender la vida de afuera desde el interior de la literatura, desde la palabra evocadora de los libros, es de lo que se vale Juan Eduardo Zúñiga (Madrid, 1919) para escribir Recuerdos de vida (Galaxia Gutenberg, 2019). Estas páginas transitan por esa calle de la vida, a la que se refiere en el arranque de estas memorias, y se vale de ellas para contarnos su propia educación sentimental en aquellos años de infancia y juventud de un Madrid convulso, antes de que su vida letraherida, ahora ya centenaria, se empeñara en la tarea de encaminarlo a ser el escritor de relatos, que todavía perdura. Nos cuenta cómo empezó todo lo que le condujo a su desatada vocación de escritor. Nido de nobles, de Turguéniev, se convirtió en su adolescencia su lectura más importante, la que le hizo entrar en el mundo de los adultos y dejar atrás las lecturas de Emilio Salgari y Julio Verne.

Esta revelación del escritor ruso y otras lecturas posteriores le hicieron viajar y distanciarse de lo que significaba su núcleo familiar y su entorno, estableciendo en su vida un vínculo existencial con la literatura de la que ya nunca se apartaría: “... ése es el gran poder de la literatura –subraya–: transmitir un mensaje velado y alusivo para que un receptor ignorado pueda entender su propia vida e identificarse. La puerta de acceso a una obra es sentir que algo de ella es nuestro”. Este pórtico aludido por Zúñiga, un mundo evocador en el que caben Stefen Zweig, Somerset Maugham y Baroja, supuso un punto de inflexión para su futuro. Después vendrían otros instantes en ese fluir del tiempo con el estudio de otros idiomas que le permitirían descubrir a otros autores e iniciarse en la traducción de sus textos. Mientras tanto, el Ateneo y la Biblioteca Nacional le valieron no solo como centros capitales de lecturas y de conocimientos en lenguas eslavas, sino también en un lugar donde escribir, sobre todo, cuentos, su género preferido.

Tampoco cesará en su trayectoria su constante mirada hacia ese Madrid nevado y aquejado de tanta infamia militar, como se aprecia en los relatos reunidos en la trilogía ambientada sobre la guerra civil y su posguerra que comprende sus libros Largo noviembre de Madrid (1980), La tierra será un paraíso (1989) y Capital de la gloria (2003). En aquellos tiempos de penuria y aislamiento que dieron forma y contenido a tantos textos narrativos suyos, su madre fue un baluarte y un foco de atención imprescindible, la persona con la que más hablaba y a la que nunca recuerda interponerse en su vida, ni alarmarse por su visión de las cosas. También recuerda cómo comenzó a leer y a escribir siendo un crío, bajo la tutela de dos monjas que dirigían el Colegio franco-español en la calle Campoamor de Madrid.

Todo lo que se va desvelando en estas breves memorias viene a mostrarnos la esencia de un literato, la de un hombre que ha vivido y desempeñado su existencia bajo el influjo de los libros, los que ha escrito y los muchos que ha leído. “En las páginas de los libros –confiesa– perseguía, sin saberlo, unos compañeros, una casa, una ciudad o una forma de vivir; todo lo cual, como se descubría pasados los años, era la conciencia de una patria determinada e identificada”. Zúñiga es consciente de ese poder transformador que poseen los libros, auténticos maestros de la vida y valedores de mantener vivo el ideal que las imposiciones diarias nos obligan a posponer. Con ese convencimiento guarda para el final del libro su más encendido elogio hacia ellos y sus efectos con estas palabras: “exaltan, entristecen, embriagan; todo ello en la sutil área de las ideas, de la mente. Y, a la vez, alimento no perecedero, que permite múltiples digestiones...”

Todo lo que hay en estos recuerdos no es más que el fruto de una vida plena dedicada a la literatura, la de un hombre que todo lo que aprendió y escribió fue naciendo de una mirada atenta a la vida de los otros. Lo leído y lo escrito por él se funde en ese compromiso con la realidad, el que aglutina vida y destino con la propia experiencia revivida, la que surge de la memoria como verdadero motor de la literatura.

Recuerdos de vida es un libro de memorias conciso y vívido, que encarna ese compromiso adquirido por su autor con las letras, que no es otro que el que le dieron los libros en sus distintas etapas vitales. Zúñiga nos entrega un texto depurado que da cuenta de esa formación que le valió convertirse en el escritor que hoy es, un autor apartado del mundanal ruido, pero fecundo, un artista de prosa sencilla y contenida que sigue emocionándonos, capaz de confiarnos su manera de ser y de estar en la vida, sus secretos de familia, vivencias personales en tiempos de guerra y el amor compartido con Felicidad, la mujer de su vida.


viernes, 7 de junio de 2019

Vidas tuteladas


El mundo ha cambiado, pero no tanto como nos quieren hacer creer algunos. Sigue habiendo ricos y pobres, empresarios y trabajadores, dirigentes y gente de a pie, personas independientes y personas dependientes, gente poderosa y una mayoría silenciosa obediente y, aparte, los marginados. En este mundo que no ha cambiado tanto como pretenden hacernos creer, también hay patrones literarios que se han establecido con cierta comodidad entre todos estos conflictos eternos, sin apenas hacer ruido. Pero eso no quiere decir que la literatura no fije su mirada en ellos. La literatura, en esencia, es política, independientemente del ámbito y el contexto en que se desarrolle. Toda escritura actúa siempre como proyección social y solo se encumbra cuando proyecta esa conjunción de factores sociales en los que reflejar las vidas de los otros, la de todos y, desde luego, la de los excluidos y la de los menos aptos.

Lo que ha venido haciendo Cristina Morales (Granada, 1985) con su escritura encaja en esa dinámica literaria de volcar en sus textos esa mirada punzante que cuestiona lo que ocurre y, al mismo tiempo, se cuece en la calle. Ahí está por ejemplo ese clamor asambleario de los indignados de su primera novela, Los combatientes (2013), o esa manera osada de poner voz a Santa Teresa, la protagonista de Malas palabras (2015), por no olvidarnos tampoco de los personajes que pueblan Terroristas modernos (2017), una crónica sobre la conspiración frustrada contra Fernando VII allá en 1816, en la que se conjuran los mismos problemas políticos de la España de hoy. Ese tono social combativo de sus tres obras anteriores también se hace extensivo, pero, con mayor desmesura e irreverencia en Lectura fácil (2018), ganadora del Premio Herralde de Novela. Se trata de una novela coral donde sus protagonistas, cuatro mujeres emparentadas entre sí, cada una de ellas con una supuesta discapacidad intelectual, que viven en Barcelona alojadas en un piso tutelado, bajo la supervisión de programas institucionales de integración, y en las que ellas mismas van contando sus vicisitudes y desacatos con más lucidez de la que se podría presuponer.

Las limitaciones de la vida de Nati, Patri, Marga y Àngels no provienen, curiosamente, de sus condiciones físicas ni de sus características intelectuales, sino de las múltiples dificultades de adaptación a la normativa a las que las somete el sistema en su día a día. Todas mantienen un discurso personal propio, para deliberar y, a la vez, para mostrarnos sus discrepancias con las pautas que deben cumplir en su proceso de integración. Una de ellas, que practica danza inclusiva, la más leída e insumisa del grupo, arremete contra todo lo que la rodea y pretende controlarla: gobierno, instituciones, colectivos o eslóganes ideológicos, y sostiene que la gente está alineada en “bastardistas” y “bovaristas”, dos facciones para interrelacionarse en sus vidas. Otra es una adicta al sexo, adherida al movimiento okupa, que se desvive por dar satisfacciones a su cuerpo y por ser libre. Sobre ella hay un proceso judicial en marcha impulsado por la Generalitat, como institución garante y tutelar, intenta someterla a una esterilización preventiva. Otra anda preocupada por ajustarse a su hecho diferenciador de discapacitada y acomodarse en el piso de acogida atendiendo siempre a las indicaciones de la funcionaria que lo supervisa. Y la cuarta es la que se ocupa de escribir una novela por Whatsapp siguiendo el método de la lectura fácil.

Lectura fácil es, por tanto, una novela con distintos registros narrativos que se van alternando en cada capítulo, y que tiene más que ver con el habla de sus personajes que con la lengua escrita. De ahí que sus diálogos nos parezca, con el juego de voces que ellos originan, lo más relevante, arriesgado y atractivo de la obra, incluso cuando surge de la inercia de muchos de sus pasajes hilarantes que, incluso, nos resultan paródicos. Morales se las maneja bien para no caer en lo anecdótico y mantener un discurso potente, que, a la vez, resulta vibrante y transgresor. Por eso no escribe para los biempensantes, como tampoco lo hace para bendecir el orden establecido, sino que, desde el principio, su planteamiento es escribir una novela destructiva tan solo para agitar la vida, la vida prestada de cuatro mujeres infames que se abren paso a pesar del orden establecido. Y, aun así, todas conforman un ente familiar irrenunciable y solidario.

La épica de la ciudad está muy presente en la novela a través del modus vivendi de sus protagonistas y la jerarquía del discurso social de resistencia que las impulsa. Lectura fácil tiene la capacidad de mostrar, al propio tiempo, el sentir de sus personajes, expertos maquinadores de conflictos, los mismos que deberán superar y, sobre todo, obligarse a esa tarea permanente de inclusión por el hecho de ser diferentes al resto. Y es por ahí por donde transita la trama ideada por su autora, para realzar la voz de sus protagonistas, voces que no obedecen a un código común, sino a un relato personal, el que tiene cada una de ellas, según su entender y conveniencia, para colocarse así frente a sus problemas e intentar, a su manera, sobrellevarlos.

Esta novela es de una originalidad pasmosa, tiene mucho de ensayo y de crónica, precisamente, porque está trazada desde una realidad palpable en la que su verosimilitud no es nada inocente y mucho menos convencional. Cristina Morales festeja toda esa anomalía reinante firmando un artefacto literario tan vibrante como divertido, de un humor desbordante y que debe entenderse como una sátira política demoledora que no dejará indiferente a quien la lea.


sábado, 1 de junio de 2019

Herido de asombro


Leer no es una virtud, pero leer bien es un arte, nos dice Edith Wharton, y añade que “los libros más grandes que se han escrito solo valen para cada lector lo que este puede sacar de ellos”. Leer también es viajar, conocer otros mundos y otros ámbitos del pensamiento, tener muchas vidas y, desde luego, un formidable antídoto contra cualquier concepción del mundo excluyente y fundamentalista. Leemos para acercarnos y encontrarnos, y en esa tarea, a veces, descubrimos que somos más complejos y más extraños de lo que nos creíamos. Y, a este respecto, tampoco se olvida uno de que “leer es un riesgo”, como atinadamente nos viene a decir Alfonso Bernardinelli. Es tanto un placer como un propósito de salirse de uno mismo y del ambiente que nos resulta más próximo; “leer para sopesar y reflexionar”, como bien alentaba Francis Bacon.

Toda esa minoría lectora, los happy few a los que Stendhal dedicó su obra, se puede ver reflejada en la nueva obra de Eloy Tizón (Madrid, 1964), Herido leve (Páginas de Espuma, 2019), la misma para la que leer es por encima de todo un placer y, por si fuera poco, un poso que nos convierte en creadores, como se anticipa en la cita de Jorge Larrosa que antecede al propio libro: “La decisión de leer es la decisión de dejar que el texto nos diga lo que no comprendemos, lo que no sabemos, lo que desafía nuestra relación con nuestra propia lengua, es decir, lo que pone en cuestión nuestra propia casa y nuestro propio ser”. Podemos decir que en este preámbulo se concentra el espíritu y el propósito original que ha dado a luz este libro, una obra que reúne más de un centenar de textos en el que el autor de Velocidad de los jardines (1992) se vale para escribir sobre su gran pasión: la literatura, bajo el prisma y la memoria de un letraherido, fruto de treinta años de lectura fértil y atenta.

Lo que uno lee nunca es del todo lo que otro lee. Aunque se lleguen a compartir por completo muchas de las lecturas que aquí aparecen, el centro de la lectura de Herido leve está en la mirada de Tizón, como debe ser, ya que el centro de toda lectura está en la interpretación que hace uno mismo de ella. Conviene decirlo, aunque parezca de perogrullo, porque todo canon es, en gran medida, personal y de largo recorrido. Sin embargo, el deslumbramiento de sus hallazgos literarios es lo que mejor justifica este libro y la conexión con su maestría literaria. Autores clásicos, modernos y actuales escogidos por su magisterio y encantamiento creativo como Cortázar, Cheever, Chèjov, Kafka, Nabokov, Clarice Lispector, Djuna Barnes, Zúñiga o Neuman aparecen por aquí reseñados con fino entusiasmo, con ese don evocativo y fresco de desvelarnos, con mucha sutileza, detalles que permanecen en su memoria lectora y muestran su esplendor, como esas flores japonesas que se abren al contacto con el agua.

Para Tizón, la literatura es una cadena de epifanías, entusiasmos y agudezas que se suceden. Consciente de que “la mayoría de las historias que leemos no están concluidas, ni rematadas del todo”, otorga al lector el protagonismo de acompañarlo en la experiencia de leer, en lo que dice un libro y cómo lo hace él, de qué manera lo leído entusiasma o incomoda y, al mismo tiempo, atisbando el deleite de leer bien, con pasión y lucidez. “En el fondo –nos dice–, no somos más que el relato de lo que nos contamos que somos, a nosotros mismos y a los demás”, y eso es otra buena oportunidad de apresar algo surgido de la palpitación del tiempo, de su fugacidad. “El tiempo también lee, y nos lee, a favor o en contra”.

Las páginas de Herido Leve contienen reseñas, artículos y trabajos ensayísticos diversos que, en su conjunto, conforman una extensa antología libresca, una travesía literaria bien estructurada en la que cada capítulo marca una senda y una nomenclatura que nos guía por el imaginario de las lecturas de su autor. Tizón responde en este terreno de la no-ficción con el mismo vértigo estilístico tan característico suyo de escritor de palabras precisas, el mismo que le ha ido consagrando desde sus inicios como autor reconocido de relatos.

Todos los libros tienen una pericia, una historia que contar. Herido leve es un libro de lectura ágil, un libro dominado por la pasión por la lectura, que cuenta muchas historias desde el interior de otros libros. Nos habla desde el sentir de un lector consumado que lleva un crítico implícito en su alma y que sabe que el centro de la vida literaria está en leer, en la experiencia de leer para saberse uno y reconocerse en los síntomas de otros. La literatura no es algo monolítico, nos dice Tizón, sino que se transforma y se expande, una tarea que tiene como recompensa esa en la que, empujados por su hechizo, leemos el mundo, situándonos en él, para sentirnos más integrados en él.

El lector que tome en sus manos la lectura de estos ensayos saldrá enriquecido por el conjuro libresco que lo ha hecho posible. Todo lo bueno se demora. Este libro de Tizón se presta a ello, a soltar amarras y a emprender un viaje provechoso por el tiempo, bajo el soplo de todas sus lecturas escogidas.