Desde
luego, leer no es solo la costumbre de una habilidad o el dominio de
una destreza. Ni tampoco una puerta que accede a descifrar el mundo o
un canal de información y conocimiento, sino que es algo más
profundo y esencial. Leer es una forma de vivir próxima a la
emoción, al asombro, a la sorpresa. Leer es, también, como la vida,
una experiencia prolongada, un misterio que se desvela poco a poco,
lectura tras lectura. Y es en ese ejercicio de literal revelación
donde el lector encuentra vivencias compartidas que, a través de
otros, le forman una conciencia e, incluso, una visión más variada
de un paisaje vivido por él o, sencillamente, le inducen a percibir
un deleite continuado.
De
este sentir, de esta manera de entender la vida de afuera desde el
interior de la literatura, desde la palabra evocadora de los libros,
es de lo que se vale Juan Eduardo Zúñiga
(Madrid, 1919) para escribir Recuerdos de vida
(Galaxia Gutenberg, 2019). Estas páginas transitan por esa calle de
la vida, a la que se refiere en el arranque de estas memorias, y se
vale de ellas para contarnos su propia educación sentimental en
aquellos años de infancia y juventud de un Madrid convulso, antes de
que su vida letraherida, ahora ya centenaria, se empeñara en la
tarea de encaminarlo a ser el escritor de relatos, que todavía
perdura. Nos cuenta cómo empezó todo lo que le condujo a su
desatada vocación de escritor. Nido de nobles,
de Turguéniev, se
convirtió en su adolescencia su lectura más importante, la que le
hizo entrar en el mundo de los adultos y dejar atrás las lecturas de
Emilio Salgari y
Julio Verne.
Esta
revelación del escritor ruso y otras lecturas posteriores le
hicieron viajar y distanciarse de lo que significaba su núcleo
familiar y su entorno, estableciendo en su vida un vínculo
existencial con la literatura de la que ya nunca se apartaría: “...
ése es el gran poder de la literatura –subraya–: transmitir un
mensaje velado y alusivo para que un receptor ignorado pueda entender
su propia vida e identificarse. La puerta de acceso a una obra es
sentir que algo de ella es nuestro”. Este pórtico aludido por
Zúñiga, un mundo
evocador en el que caben Stefen Zweig,
Somerset Maugham y
Baroja, supuso un
punto de inflexión para su futuro. Después vendrían otros
instantes en ese fluir del tiempo con el estudio de otros idiomas que
le permitirían descubrir a otros autores e iniciarse en la
traducción de sus textos. Mientras tanto, el Ateneo y la Biblioteca
Nacional le valieron no solo como centros capitales de lecturas y de
conocimientos en lenguas eslavas, sino también en un lugar donde
escribir, sobre todo, cuentos, su género preferido.
Tampoco
cesará en su trayectoria su constante mirada hacia ese Madrid nevado
y aquejado de tanta infamia militar, como se aprecia en los relatos
reunidos en la trilogía ambientada sobre la guerra civil y su
posguerra que comprende sus libros Largo noviembre de
Madrid (1980),
La tierra será un paraíso
(1989) y Capital de la gloria
(2003). En aquellos tiempos de penuria y aislamiento que dieron forma
y contenido a tantos textos narrativos suyos, su madre fue un
baluarte y un foco de atención imprescindible, la persona con la que
más hablaba y a la que nunca recuerda interponerse en su vida, ni
alarmarse por su visión de las cosas. También recuerda cómo
comenzó a leer y a escribir siendo un crío, bajo la tutela de dos
monjas que dirigían el Colegio franco-español en la calle Campoamor
de Madrid.
Todo
lo que se va desvelando en estas breves memorias viene a mostrarnos
la esencia de un literato, la de un hombre que ha vivido y
desempeñado su existencia bajo el influjo de los libros, los que ha
escrito y los muchos que ha leído. “En las páginas de los libros
–confiesa– perseguía, sin saberlo, unos compañeros, una casa,
una ciudad o una forma de vivir; todo lo cual, como se descubría
pasados los años, era la conciencia de una patria determinada e
identificada”. Zúñiga
es consciente de ese poder transformador que poseen los libros,
auténticos maestros de la vida y valedores de mantener vivo el ideal
que las imposiciones diarias nos obligan a posponer. Con ese
convencimiento guarda para el final del libro su más encendido
elogio hacia ellos y sus efectos con estas palabras: “exaltan,
entristecen, embriagan; todo ello en la sutil área de las ideas, de
la mente. Y, a la vez, alimento no perecedero, que permite múltiples
digestiones...”
Todo
lo que hay en estos recuerdos no es más que el fruto de una vida
plena dedicada a la literatura, la de un hombre que todo lo que
aprendió y escribió fue naciendo de una mirada atenta a la vida de
los otros. Lo leído y lo escrito por él se funde en ese compromiso
con la realidad, el que aglutina vida y destino con la propia
experiencia revivida, la que surge de la memoria como verdadero motor
de la literatura.
Recuerdos de vida
es un libro de memorias conciso y vívido, que encarna ese compromiso
adquirido por su autor con las letras, que no es otro que el que le
dieron los libros en sus distintas etapas vitales. Zúñiga
nos entrega un texto depurado que da cuenta de esa formación que le
valió convertirse en el escritor que hoy es, un autor apartado del
mundanal ruido, pero fecundo, un artista de prosa sencilla y
contenida que sigue emocionándonos, capaz de confiarnos su manera de
ser y de estar en la vida, sus secretos de familia, vivencias
personales en tiempos de guerra y el amor compartido con Felicidad,
la mujer de su vida.
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