martes, 21 de mayo de 2019

Un rincón de por vida


Los lectores de Karmelo C. Iribarren (Donostia, 1959) escuchamos la voz cercana y clara de su poesía atraídos por esa manera suya de revelarnos el misterio cotidiano de ser y de estar en el mundo. Hay algo en ella que nos predispone e identifica, sin tener que hacer ningún alarde filosófico, ni componenda simbólica para entendernos con su lenguaje, porque las cosas que cuenta nos resultan próximas, convincentes, verdaderas y, aún más, caben todas en unos pocos versos. Sus poemas son cortos, lo suficiente como para que cada uno en su brevedad, nos diga todo lo que su autor se propuso decirnos. En sus orígenes se asienta la soledad y el silencio como punto de partida a todo lo que acontece y desfila en un día cualquiera: la lluvia, las luces de las farolas, las olas del mar, los recuerdos, el paso del tiempo, los domingos, las mujeres, el café en el bar, el paseo por la playa, pero, sobre todo, el deambular del hombre por la ciudad, esto es, el paisaje urbano visto por el sujeto poético que lo habita.

Toda la poesía de Karmelo se encamina en ese desafío compositivo, como bien deja dicho en una de las entradas finales de su Diario de K (2014), en pos de que el poema ofrezca algo más que un simple relato de los hechos: “lo único que pretendo es dejar constancia de una forma de mirar, la mía, en un momento determinado. Si algo he aprendido, y no precisamente en los libros, sino en ese continuo –y sorprendente– desvelamiento del mundo que es vivir, es que hay muy pocas certidumbres que no puedan y deban someterse a revisión. Las hay, sí, pero pocas. También he aprendido que son precisamente esas pocas «verdades inmutables», que uno hace suyas por experiencia, observación de la experiencia y análisis de lo observado, las que imprimen carácter personal”.

En su nuevo poemario, Un lugar difícil (Visor, 2019), galardonado con el Premio Internacional de Poesía Ciudad de Melilla, el poeta donostiarra continúa desviviéndose por estos mismos asuntos, siempre poniendo énfasis en las contingencias de la vida diaria. Desde esa cotidianidad bien entendida, como rincón de por vida, Karmelo urde, a través de los cincuenta y tres poemas del libro, un amplio resorte donde está presente la conciencia de resistir a la contrariedad del tiempo bajo ese binomio tan persistente suyo de hombre-ciudad que asiste a toda su poética, la que surge del paisaje urbano y del hombre que la habita. Este libro suyo arranca con tres poemas que abordan su biografía, “con la esperanza reducida/ a llegar al día siguiente”, dice en el primero de ellos; en el siguiente confiesa no reconocerse por las calles que transita: “Hace tiempo que decidí quedarme al margen/ de un tráfago de gentes y de ideas/ que no me dice nada”; y en tercero que titula Por allí arriba, echa miradas al cielo revoloteado por una bandada de pájaros, tratando de descifrar el porvenir que se avecina.

Más adelante hace un guiño a Jaime Gil de Biedma, uno de sus autores preferentes, en el poema La última función: “Ahora/vivir –dice el poeta– ya es aprender/ a despedirse”, para después volver en otras piezas al tránsito de la vida, al paseo por la playa de La Concha, a sentir y contemplar el mar desatado, a mirar a esos viejos de ahora que van con tanta prisa, a retomar un poema abandonado o leer una novela policiaca y parar para oír caer la lluvia: “vivir”. Karmelo es sabedor de que no todos los días el mundo se ordena en un poema, y comparte con Walace Stevens que “toda poesía es poesía experimental”. La fuente de la suya está tomada de la realidad prosaica de la vida, con los mínimos elementos, y capacitada para enseñarnos que un buen poema puede contener bondad y desazón sin tener que acudir a dilemas morales.

Todo lo que destila su poesía no es más que una ambientación personal que sale de la vida, de la escena de la ciudad, y por ese hilo conductor transita su tono de cercanía que sale de lo particular y autobiográfico, de lo vivido y sentido en su quehacer poético. Y en ese ejercicio recurrente conviene añadir lo que apunta Pablo Macías en su interesante libro Otra manera de decirlo (2017), un jugoso estudio de la poesía del vasco, cómo lo valorable de sus versos tiene mucho ver con “su capacidad para acercarse a lo conversacional, al habla, sin excluir para ello, desde luego, su apoyo en cuestiones métricas y su encaje en patrones rítmicos tradicionales”.

Allí estaba yo, … abstraído/ en la contemplación/ del pequeño ajetreo/ con el que se ponía otra vez/ la vida en marcha,/ viviendo/ un momento cotidiano/ pero único,/ de esos/ que pasan desapercibidos/ y que luego al recordarlos/ resulta que eran la felicidad”, se explaya el poeta con estas palabras precisas capaces de mostrarnos, como ejemplo, su manera compositiva y el detalle de cómo contar un gran tema con imágenes del día, fluidas, con aire de melancolía y de amor por la propia vida.

En los poemas de Un lugar difícil encontramos esa senda que susurra confidencias vivas y reales, una extensión en el tiempo de aquel sujeto poético que inició su andadura con La condición urbana en 1995, un camino que no ha cesado de propagar esa épica urbana de su poesía, un continuo divagar por los callejones de la vida, sin tener que acudir al adorno verbal. Karmelo se vale de un lenguaje sencillo, íntimo y narrativo para seguir dándonos a sus lectores el gusto de leer sus libros con esa mezcla de placer y sorpresa a lo que nos tiene acostumbrados. Y con ese buen hacer suyo sí que nos entendemos.


lunes, 13 de mayo de 2019

No ser nadie


De Robert Walser (Biel 1878, Herisau, 1956), más que su obra, se conoce la influencia que ejerció sobre muchas figuras literarias de su época. Admirado por Kafka, en cuya obra se refleja su influjo, elogiado por Thomas Mann, Hesse, Zweig, Canetti, Benjamin y, sobre todo, Robert Musil. Todos ellos lo consideraban un autor de culto, escritor para escritores que solo, desde hace poco, ha comenzado a ser acogido por un público lector más extenso, en buena parte gracias a algunos de sus seguidores que nos han familiarizado con su estilo y su poética, aquella en la que la fugacidad de lo cotidiano es fuente de agitación y posterior vacío.

Walser escribió elegantes fantasías poéticas en las que retrató a su vida como una feliz identidad de anónimo paseante por la nieve. Maestro en el arte de la fuga, buscaba desaparecer en la inmensidad de la existencia. Prueba de su gran talento narrativo y capacidad de provocar perplejidad también se debe a esa empatía compasiva que transmiten sus textos hacia su manera de entenderse con lo que le rodeaba. La enfermedad mental que padeció a lo largo de su vida no le impidió escribir una prosa refinada, ingenua y poética que sigue siendo referencia en la narrativa contemporánea. Cesó toda actividad literaria cuando fue ingresado primero en el sanatorio de Waldau y posteriormente en el de Herisau, un confinamiento total del mundo que le condujo a la desolación y, ante todo, a la renuncia del yo, a su grandeza y a su dignidad.

Jesús Montiel (Granada, 1984), profesor de Lengua y Literatura, poeta con cinco poemarios publicados, entre los que destacan Placer adámico (2012), Premio Hiperión, y Memoria del pájaro (2016), autor también de tres libros de difícil encasillamiento, entre narrativa fragmentaria, prosa poética y aforismos: Notas a pie de instante (2018), Sucederá la flor (2018) y El amén de los árboles (2019), acaba de publicar Señor de las periferias en la editorial Pre-Textos, una maqueta literaria profunda y sentida sobre la vida y obra de Robert Walser. Montiel, con ese estilo personal y preciso, tan característico suyo, nos hace caminar junto a Walser y mirar las cosas del mundo casi con los ojos del poeta helvético, con imágenes sorprendentes y prosa preciosista, como si su proceder narrativo se construyera desde la piel del poeta. Es esa la sensación cautivadora que transmite lo escrito en su libro, y se debe a la atención lírica del relato, en el que apura su presencia en cada uno de los pasajes escogidos de su biografía.

El libro está divido en cinco capítulos bien marcados cada uno en una determinada época de la vida de Walser, e ilustrado con fotos suyas para mostrarnos la singularidad como escritor y como ser humano de alguien nacido para vagabundear entre ensueños y fantasías, como Hölderlin, hasta caer, igual que el poeta alemán, víctima de una incurable alienación. Todo esto, nos dice Montiel, viene de esa etapa suya tan determinante como fue su infancia: “Un niño es todas las edades”. Y prosigue: “Podemos rastrear un niño en todos los Robert Walser. Sus libros, su vida entera, si pudiéramos cogerla como una flor, cerrando el puño, desprende la fragancia salvaje de la infancia, un olor insoportable a niño”. Para un niño sensible como él, esa adversidad de no ser tenido en cuenta entre los suyos, lo convierte en pura expectativa, en un ser necesitado de abrazos, en eterno deseo de hacerse visible entre sus seres más queridos, ser uno más, ser alguien. Se ha dicho de él que es el poeta más secreto de todos, y tal vez no sea exagerado.

Continúa el libro su senda por la vida de Walser, su paso de niño a joven y, luego, de joven a adulto, para mostrarnos su apego a la literatura y la inutilidad de su trabajo de oficinista. Lee con entusiasmo a Goethe y Schiller. Sufre sobremanera al enfrentarse a un padre autoritario que le arrebata sus libros para arrojarlos a la hoguera. Ni desespera, ni claudica. Memoriza mucho lo que lee y aprovecha cualquier resquicio para mejorar su dicción, aunque más pronto que tarde, se da cuenta de que no tiene cualidades para el teatro al que le hubiera gustado dedicarse. La oficina se convierte en el lugar propicio para resarcirse del mundo de fuera: “En ella se gesta el hombre contemplativo, un joven que aprende a reflexionar gracias a todo el tiempo que dispone”. Y entonces comprende que escribir le compensará de su infortunio: “escribe para ausentarse”, al tiempo que comprende que “la literatura es una soledad, una mesa, un papel en blanco y mucho tiempo sin hacer nada importante”.

A Walser se le diagnosticó esquizofrenia y a él, en cierto modo, ya le valió ese dictamen médico, pues, como le dijo a Carl Seelig, un gran amigo dispuesto ayudarle tanto en lo personal como en su obra, quería disfrutar de los años póstumos: “Son pocos los que saben disfrutar de su vejez, cuando puede ser tan satisfactoria. Está comprobado que el mundo aspira a volver siempre a las cosas sencillas elementales”.

Jesús Montiel ha escrito un hermoso cofre literario, una miniatura exquisita en tan solo setenta y cinco páginas capaces de resumir una biografía tan excepcional como esta de el Señor de las periferias, el personaje más enigmático y el escritor más original de todos los escritores suizos. Nadie sabe si este paciente estaba loco, pero, en cualquier caso, sus destellos de sabiduría han quedado grabados para siempre en la poética de su propia obra y en la posteridad de la literatura.


miércoles, 8 de mayo de 2019

Subterfugios y mixtificaciones


El aforismo se abastece de observaciones de la realidad circundante. Con ellas sacude al lector, subvierte incluso el significado habitual de las palabras que ocultan los hechos, y así procura incitar a la reflexión. Ensayar esto no es solo intentarlo, es abrir posibilidades, producir destellos, irrupciones, efectuar incisiones, permanecer en algo para decir mucho más, procurar desplazamientos y, en definitiva, procurar esa chispa en la que, como Platón nos recuerda, si uno se demora en ella, de repente se produce algo otro, para nuestra vida común, para la existencia, para la realidad, para el pensamiento. Esto implica asumir que lo que hay no tiene por qué ser inexorablemente así. Y, en cierto sentido, eso nos reconforta.

Javier Vela (Madrid, 1981) irrumpe con su nuevo libro en esa idea platónica que tiene por tanto mucho de llamada, de convocatoria y de pronunciamiento sobre lo que la escritura ofrece al lector de compañía y fingimiento en ese decir de las palabras. Con Libro de las máscaras (Pre-Textos, 2019), además, se une a otra idea literaria basada en el juego de la mistificación de la cita. La gran emboscada de estos aforismos amparados bajo el disfraz de un autor inventado, Juan Iturbe, es, precisamente, esa, la de hacernos creer que estamos ante su obra ecléctica, extraída de un cuaderno de notas del poeta. Y es desde ese supuesto manuscrito desde el que Vela despliega su pericia aforística urdiendo un juego burlón y misterioso por donde transitan las breverías de aquellos autores egregios que ponen nombre al texto implícito que conforman un espléndido arsenal de ideas y epifanías propiamente suyas y apócrifas.

Ya nos alerta en el prólogo con esta advertencia: “La confusión de géneros a que se presta Libro de las máscaras sigue en última instancia las trazas distintivas del cuaderno de notas, donde la glosa libre se avecina a la observación minuciosa, la máxima al adagio, el comentario lúdico al escolio y el verso neto al cuento filosófico de cierta concisión”. Vela con toda esta salvedad se ciñe y constriñe para que el lector transite por su libro como si se tratara de una antología de sentencias y ocurrencias pensadas por autores desconocidos, a los otros los entrecomilla, que le han valido para armar los pensamientos de filosofía que han derivado en un volumen en el que se entrecruzan ideas y perplejidades de muchas supuestas firmas dispersas por todo el libro.

Muchos parecen proverbios, como este adjudicado a un tal As-Alarif: “Más rápido que tú corre el camino; si quieres llegar pronto, sé paciente”. Otros se ciñen a la agudeza y observación: “A la verdad, como al teatro, se puede entrar por más de una puerta”, atribuido a otro tal Slöberg. Incluso hay retazos aforísticos sacados de entrevistas supuestas, como este de un tal Cassavettes: “Quien discute con otro habla contra sí mismo”. O este elogio de la naturaleza del pensador apócrifo Yakahashi: “Todo en el aire es vuelo”. O esta otra agudeza atribuida a Tabucchi: “El hombre es el único animal que come y ama a la carta”. El libro está repleto de ejemplos de este proceder de rescate brillante de supuestos anonimatos como estos que siguen: “El autor es un accidente del texto”; “Viajar es dar un paso hacia uno mismo”; “Por el dolor llegamos a la vida. Por él la abandonamos”; o este otro que es uno de mis favoritos: “Mi hogar es el instante”.

Viene a decirnos Javier Vela, que el aforismo no posee un aforo confortable en un solo sujeto, sino más bien vaga en el aire con esa pizca de misterio pendiente de mayor rescate hasta cumplir una función práctica de alcanzar la conciencia de más gente. Este libro posee esa gracia y licencia de otorgar al aforismo esa inclinación, lucidez y gusto por el fingimiento y la paradoja. Tal vez, a medida que vamos engarzando los aforismos que aquí están reunidos, nos acerquemos a esa idea que trasciende en su seno, como si se consumiera en esa otredad de la que nos hablaba Pessoa y que el portugués resume en estas tres consecuencias: “vivir es ser otro” y “leer es soñar de la mano de otro”, porque “cada uno es mucha gente”.

La libertad creativa desplegada en este Libro de las máscaras hace ver que, desde el género conciso, existen campos por explorar. Este es un excelente e insólito ejemplo de ello, un ejercicio de intensidad e imaginación fiel al capricho de su autor donde se conjugan la belleza y el pensamiento, compartidos con las aristas provocadoras de la realidad, un libro tan divertido como heterogéneo, escrito con vivacidad y tinta heterodoxa, un breviario pródigo en observaciones que sacude y subvierte la autoría de las palabras, y así, les son servidas al lector para que las tamice a su antojo y provecho. Para nuestro goce, nos encontramos ante un texto portátil, omnívoro y alimentado de todo, pero especialmente de literatura.


viernes, 3 de mayo de 2019

Amor y respeto


Dice Simon Leys que “el traductor debe saber más sobre la obra de lo que sabe el propio autor, pues este, arrastrado por la inspiración, puede ceder a veces a la embriaguez de las palabras. Ese desvarío le está prohibido al traductor, que debe mantenerse siempre sobrio y lúcido. El trabajo de traducción lo pone todo al descubierto implacablemente: vuelve la obra del revés, retira el forro, expone las costuras”. Traducir persigue esa pasión. Sin embargo, la paradoja a la que el traductor se enfrenta con su exigente tarea reside en que no está entregado a crear una pieza artística que proclame su talento, sino que está, por el contrario, esforzándose por borrar todo rastro que denote su presencia. Su éxito estriba en pasar desapercibido.

El traductor siempre ha sido ese sujeto invisible y casi nunca nombrado. Bien es cierto que, últimamente, se menciona la traducción en muchas de las reseñas que se publican, aunque las opiniones vertidas suelen referirse más al texto en español que a su relación con el original. Es difícil pensar, como subraya el traductor Ramón Buenaventura, que el crítico lea el libro dos veces, una en versión original y otra traducido, para valorar con conocimiento el trabajo del traductor.

Algo muy propio de su servidumbre es que el traductor siempre va de tapado, pero poco a poco el sector del libro ha ido tomando conciencia de la actividad crucial que tiene la traducción con el propósito de proteger su labor y ponerla en valor. Al hilo de esto, el editor Jaime Salinas contaba en una entrevista que prácticamente ese problema siempre estuvo latente en la edición en general, y que era necesario darle mayor visibilidad. Su compromiso con el gremio de los traductores llegó a otorgarles esa consideración merecida hasta poner a continuación en la portada de los libros que editaba en Alfaguara el nombre del traductor, lo que, a su juicio, pudo contribuir a acrecentar la complicidad de este con la obra, así como lograr que el traductor cobrara también sus derechos de autor, antes de ser reconocidos por ley.

Amelia Pérez de Villar, escritora, filóloga, ensayista, novelista y, sobre todo, traductora prolífica de autores como Edith Wharton, Stevenson, James, Kipling, D'Annunzio o Buzzati acomete en Los enemigos del traductor (Fórcola, 2019) todos estos entresijos y problemas adheridos al complejo oficio que representa, en una apasionante y comprometida reflexión sobre el carácter vocacional de dicho oficio y sus obstáculos que ha de vencer, consciente de que, aunque algo se ha mejorado en consideración, como apuntaba Salinas, todavía hay lastres de antaño y otros nuevos que se avistan en el horizonte de la profesión.

Este es un ensayo hecho con alma, corazón y vida (recordando la canción) como se vislumbra y constata en el subtítulo del libro, Elogio y vituperio del oficio, en su advertencia inicial: “Esto no es un libro de traductología”, y en lo más íntimo de la introducción donde esgrime la importancia, grandeza y amplitud del oficio: “Nos permite ensanchar las fronteras del conocimiento, del ocio y de la imaginación, y que se siga leyendo por entretenimiento”. A estas palabras determinantes cabe añadir las que revela sobre su vocación. Para ella, la única receta válida para alcanzar una buena traducción consiste en pensar que el lector de una obra traducida debiera tener la sensación, al leer el texto traducido, de que va a experimentar las mismas sensaciones que el de la obra original, en el país y en la época que fue escrita. Lo que importa es que en ambos casos los dos textos transmitan lo mismo.

El libro de Pérez de Villar encarna, a su vez, una encendida defensa del oficio del traductor contra todo lo que todavía cercena su valor: la invisibilidad persistente, el intrusismo o la precariedad laboral, una apología concienzuda sobre una labor que “no es una falacia, ni un acto heroico, ni un milagro”, sino que se ejerce como un oficio que requiere disciplina, esfuerzo y estilo, “un empeño complicado y sutil, donde no sirve el ábaco y, a veces, tampoco el camino recto”. En todos los capítulos de la obra se aprecia ese desvelo, expuesto con claridad y sin tapujos, de todo aquello que depara su significado e interés, esto es: creación y artesanía en busca de las palabras justas y de las frases equilibradas. Al final del libro, llega uno agradecido de entender de forma clara esta tarea tan llena de aristas, desafíos y paradojas.

Qué sería de nosotros, lectores entusiastas de Dostoievski, Kafka, Sándor Márai, Isak Dinesen, Edith Wharton y tantos otros escritores, si no hubiéramos contado con la traducción de sus obras a nuestra lengua común. Este libro de Amelia Pérez de Villar es una declaración de amor y respeto, como también una invitación para seguir confiando en los profesionales de la traducción. Resulta ser un ensayo ameno, revelador y nada complaciente, un altavoz agudo y vindicativo sobre la realidad y la exigente naturaleza de su oficio, una tarea que sigue dándonos amplitud de lecturas, entretenimiento y transmisión de saberes que nos llegan de más allá de nuestras fronteras.