viernes, 3 de mayo de 2019

Amor y respeto


Dice Simon Leys que “el traductor debe saber más sobre la obra de lo que sabe el propio autor, pues este, arrastrado por la inspiración, puede ceder a veces a la embriaguez de las palabras. Ese desvarío le está prohibido al traductor, que debe mantenerse siempre sobrio y lúcido. El trabajo de traducción lo pone todo al descubierto implacablemente: vuelve la obra del revés, retira el forro, expone las costuras”. Traducir persigue esa pasión. Sin embargo, la paradoja a la que el traductor se enfrenta con su exigente tarea reside en que no está entregado a crear una pieza artística que proclame su talento, sino que está, por el contrario, esforzándose por borrar todo rastro que denote su presencia. Su éxito estriba en pasar desapercibido.

El traductor siempre ha sido ese sujeto invisible y casi nunca nombrado. Bien es cierto que, últimamente, se menciona la traducción en muchas de las reseñas que se publican, aunque las opiniones vertidas suelen referirse más al texto en español que a su relación con el original. Es difícil pensar, como subraya el traductor Ramón Buenaventura, que el crítico lea el libro dos veces, una en versión original y otra traducido, para valorar con conocimiento el trabajo del traductor.

Algo muy propio de su servidumbre es que el traductor siempre va de tapado, pero poco a poco el sector del libro ha ido tomando conciencia de la actividad crucial que tiene la traducción con el propósito de proteger su labor y ponerla en valor. Al hilo de esto, el editor Jaime Salinas contaba en una entrevista que prácticamente ese problema siempre estuvo latente en la edición en general, y que era necesario darle mayor visibilidad. Su compromiso con el gremio de los traductores llegó a otorgarles esa consideración merecida hasta poner a continuación en la portada de los libros que editaba en Alfaguara el nombre del traductor, lo que, a su juicio, pudo contribuir a acrecentar la complicidad de este con la obra, así como lograr que el traductor cobrara también sus derechos de autor, antes de ser reconocidos por ley.

Amelia Pérez de Villar, escritora, filóloga, ensayista, novelista y, sobre todo, traductora prolífica de autores como Edith Wharton, Stevenson, James, Kipling, D'Annunzio o Buzzati acomete en Los enemigos del traductor (Fórcola, 2019) todos estos entresijos y problemas adheridos al complejo oficio que representa, en una apasionante y comprometida reflexión sobre el carácter vocacional de dicho oficio y sus obstáculos que ha de vencer, consciente de que, aunque algo se ha mejorado en consideración, como apuntaba Salinas, todavía hay lastres de antaño y otros nuevos que se avistan en el horizonte de la profesión.

Este es un ensayo hecho con alma, corazón y vida (recordando la canción) como se vislumbra y constata en el subtítulo del libro, Elogio y vituperio del oficio, en su advertencia inicial: “Esto no es un libro de traductología”, y en lo más íntimo de la introducción donde esgrime la importancia, grandeza y amplitud del oficio: “Nos permite ensanchar las fronteras del conocimiento, del ocio y de la imaginación, y que se siga leyendo por entretenimiento”. A estas palabras determinantes cabe añadir las que revela sobre su vocación. Para ella, la única receta válida para alcanzar una buena traducción consiste en pensar que el lector de una obra traducida debiera tener la sensación, al leer el texto traducido, de que va a experimentar las mismas sensaciones que el de la obra original, en el país y en la época que fue escrita. Lo que importa es que en ambos casos los dos textos transmitan lo mismo.

El libro de Pérez de Villar encarna, a su vez, una encendida defensa del oficio del traductor contra todo lo que todavía cercena su valor: la invisibilidad persistente, el intrusismo o la precariedad laboral, una apología concienzuda sobre una labor que “no es una falacia, ni un acto heroico, ni un milagro”, sino que se ejerce como un oficio que requiere disciplina, esfuerzo y estilo, “un empeño complicado y sutil, donde no sirve el ábaco y, a veces, tampoco el camino recto”. En todos los capítulos de la obra se aprecia ese desvelo, expuesto con claridad y sin tapujos, de todo aquello que depara su significado e interés, esto es: creación y artesanía en busca de las palabras justas y de las frases equilibradas. Al final del libro, llega uno agradecido de entender de forma clara esta tarea tan llena de aristas, desafíos y paradojas.

Qué sería de nosotros, lectores entusiastas de Dostoievski, Kafka, Sándor Márai, Isak Dinesen, Edith Wharton y tantos otros escritores, si no hubiéramos contado con la traducción de sus obras a nuestra lengua común. Este libro de Amelia Pérez de Villar es una declaración de amor y respeto, como también una invitación para seguir confiando en los profesionales de la traducción. Resulta ser un ensayo ameno, revelador y nada complaciente, un altavoz agudo y vindicativo sobre la realidad y la exigente naturaleza de su oficio, una tarea que sigue dándonos amplitud de lecturas, entretenimiento y transmisión de saberes que nos llegan de más allá de nuestras fronteras.


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