domingo, 28 de junio de 2020

Una vida en verso

La poesía no es un mundo aparte, sino una parte del mundo, un campo de experimentación revelador de lo que ya sabemos y olvidamos, como diría Manuel AltolaguirreLa poesía es lenguaje, ya que el poeta que se precie siempre está buscando la palabra esencial, sus metáforas y los recursos del idioma que creen más realidad de lo cotidiano. Luego, el tiempo irá asimilando esa tentativa para incorporar sus logros al lenguaje común de una comunidad de hablantes en la que lo poético aparece como otro saber y se intercala, a su manera, entre el sentido de las cosas y la conciencia.

Para el poeta José Luis Morante (El Bohodón, Ávila, 1956), consciente de lo atractivo de esta tentación por definir lo que también tiene de indefinible la poesía, señala en su aproximación que la poesía, además, “da fe de los sentidos”, y que “un buen poema refleja el rostro del lector”. Entiende que “el quehacer poético nunca fue una vía de dirección única, sino una yuxtaposición de pasos que contribuye a renovar la tradición”. Son citas propias que nos acercan a esa idea suya sobre la poesía, el poema y la tarea poética.

Ahora que es tarde (La Garúa, 2020) aúna toda la trayectoria poética de Morante en la que refleja su pensamiento en el tiempo, la incandescencia que alumbró sus primeros poemas y aquellos otros que trascendieron en el mapa de su vida. En la antesala del volumen nos encontramos con un prólogo impecable del poeta Antonio Jiménez Millán en el que traza los ejes fundamentales de la obra de Morante y que siguen vigentes en su poética: el sujeto y la otredad, la tradición literaria y la importancia de la metáfora del viaje.

Cuando nos enfrentamos a una antología de un poeta con bastante obra escrita tenemos la oportunidad de ir calibrando su evolución. En el caso de Morante, nos encontramos con ocho libros ya publicados y con la inclusión de once poemas de su libro inédito Nadar en seco. Del poema con el mismo nombre comienza: "El tiempo que no tuve nada en seco. / En él, cada brazada recolecta / el secreto de la profundidad". Para terminar diciendo: "Sacudo el agua ausente. / En los brazos maltrechos / hay jirones de mí". Como se ve nos está hablando de su evolución, de su obra a lo largo del tiempo y de la asunción de todo aquello que fue dejando atrás, pero que va estando presente en todo cuanto escribe.

Son pues treinta años dedicados a la poesía con varios premios en su haber. Ha publicado varios libros de prosa, aforismos, haikus, entrevistas y colaboraciones en diversas publicaciones literarias, ha preparado ediciones críticas de varios poetas de renombre y una antología de Aforismos e ideas líricas de Juan Ramón Jiménez. Después de haber tenido una larga dedicación docente, como profesor de Ciencias Sociales, sigue desarrollando una intensa labor crítica sobre autores contemporáneos, así como una presencia literaria constante a través de su blog Puentes de papel desde donde comparte poemas, reflexiones, lecturas y reseñas, una andadura fecunda que alcanza ya toda una década ininterrumpida.

Hay poetas que se olvidan de la métrica para componer sus versos, otros suelen ser fieles a un determinado tipo de verso que lo utilizan de forma regular o lo combinan con otros, pero siguiendo siempre una norma. José Luis Morante construye la mayoría de sus poemas combinando heptasílabos con endecasílabos y alejandrinos. De este modo se puede considerar un poeta clásico y sujeto a unas reglas métricas que dan a sus poemas una estructura fónica muy marcada, de pulso firme, un proceder en concordancia al tono y ritmo por donde quiere el poeta que transcurra el pálpito de sus poemas.

En su poema Huellas podemos ver aquello del poeta como alquimista del lenguaje, como traductor del mundo a pensamiento, con esa idea de que el verbo se deje transformar e interpelar: "En el aire, mis dedos / exploran cavidades y palabras /.../ la sequedad estéril del silencio /.../ cuando estiro la mano, / toco fondo / y me quedo a vivir en el poema. En Contra viento y marea el poema "perdió en la fuga varias metonimias, / una excelsa metáfora, fragmentos de una elipsis / y dos comparaciones…", y a pesar de ello, confía en la perspicacia del lector para determinar que "el poema respira".

Como ya dijera Pessoa, el poeta es un fingidor, algo que Morante resalta en el poema El otro en tan solo un verso: "siempre está al otro lado del espejo", pero que mejor lo concreta en su poema Heterónomos cuando nos habla del "yo que pienso y otro, el que parezco", el íntimo y el público que todos vemos, el de la melancolía, que trata de poner en pie sus poemas en un folio y el que comparte su vida con los demás, el poeta verdadero que tropieza con el que escapa de su intimidad "a ver sin más el mundo por mis ojos". También se esconde tras una máscara en el poema del mismo título que reposa a la espera en un sillón que "Por su silencio asciende / la falsedad creíble."

Poeta urbano con poemas destacados como Postal nocturna, una estampa en la que se presentan todos los elementos de una ciudad: estanco, farmacia, sirenas y semáforos, anuncios de neón y la vida sórdida de una prostituta que contempla al mundo subida a sus tacones. Nos cuenta algo sobre su formación en Pabellón de usos múltiples con "estudio, biblioteca, / un gimnasio, capilla y varias aulas", un laboratorio que hablaba del mundo de lo exacto y era una puerta al futuro. La literaria con Vocacionales, en el que nos habla de sus profesores sabios y eficientes "que inyectaban con saña / gota a gota, el amor a los libros". Hasta que llegó ella, en el poema Vita nuova, "de una belleza altiva, inapelable, / y nos dio una razón definitiva / para abrazar la causa de los libros / con la ferocidad de una cruzada."

La cultura y sus ecos están también presentes en muchas de sus creaciones. En el poema Homenajes, refiere recuerdos de personajes tales como Penélope, Aldonza Lorenzo, Marta de Nevares, Borges. En Ante una biografía habla de Leonardo, que guarda a la Gioconda y cita un verso de John Keats, o en Vita nuova, poema aludido anteriormente, pone el nombre de la Beatrice de Dante a su profesora, y en Tú serás de mayor hasta se aventura con personajes de los cómics del mundo de su infancia como El Jabato y su amigo Goliath.

Digamos que el título de esta antología expone la travesía en el tiempo de una vida en verso. Ahora que es tarde recoge en una edición formidable todo el ámbito creativo por donde José Luis Morante ha ido cristalizando su obra poética, un balance que bien refleja una biografía llena de indicios efervescentes y verdades decantadas, que al cabo de los años, como confiesa en el poema que cierra su antología con aire crepuscular: "Crece el silencio en mí / la nada vuelve". Pero ya se sabe que el poeta finge y Morante mantiene el pulso del instante, la vitalidad necesaria para no atemperar sus perplejidades y acallar su voz.

lunes, 22 de junio de 2020

Echar la vista atrás

“Durante toda mi vida, mi padre ha sido para mí fundamentalmente una idea. Un ente abstracto. Algo de lo que te hablan, algo que imaginas, pero que no tiene encarnación. Algo que no es carne, sino palabras y pensamiento, sonidos y silencios [...] Él es para mí el pasado que no tuve, y yo para él soy el futuro que se le negó. El pensó en mí durante un día. El último día de su vida. Yo he tenido siempre presente su sombra”.

Con estas palabras sentidas y reveladoras, son con las que el lector de Libro de familia (Seix Barral, 2020) se va a encontrar en sus inicios. El narrador del libro muestra su incontenible necesidad de hablarnos de su familia, un poderoso empeño que lleva consigo desde hace muchos años y que no para de dar vueltas en su cabeza de hijo póstumo, volcado en saber quién fue su padre. Pero, ¿qué ocurre cuando la historia que el narrador nos va a contar está basada en la propia vida del autor del libro? Sencillamente que el lector se convierte en testigo excepcional de un ejercicio de indagación y autoconocimiento, paradoja de la que ninguna escritura está exenta.

El artífice de esta historia familiar es Galder Reguera (Bilbao, 1975), licenciado en Filosofía y gestor cultural, responsable de actividades de la Fundación Athletic Club, autor de Hijos del fútbol (2017), un ensayo autobiográfico sobre este deporte, y de la novela juvenil La vida en fuera de juego (2019). En esta ocasión, echa la vista atrás para viajar a la Nochevieja de 1974, cuando su madre supo que estaba embarazada de él y aconteció algo terrible ese mismo día, la muerte de su padre en un fatídico accidente de coche.

Sabemos que los relatos y las historias familiares, por fantásticas y por trágicas que sean, no son nunca inocentes. En todas las familias hay verdades, desgracias, logros y mentiras ocultas, como también ocurre en el amor y en la amistad, entre otras cosas porque para convivir es necesario que cada uno tenga sus reservas y secretos, y es que en gran parte somos, en suma, nuestros secretos y silencios. No hay nadie que no se lleve un secreto a la tumba y, desde luego, no hay mayor gloria para un secreto que morir sin haber sido desvelado.

En cualquier caso, la tarea del narrador de Libro de familia es saberlo todo sobre su padre y nunca un intento de reconciliar los conflictos que se han erigido a lo largo de los años en el seno de su familia, ni tampoco reparar los viejos rencores que aún siguen abiertos, sino un ejercicio de reconstruir la propia vida y los lazos con los que ha vivido. El autor ha construido una cruda y emotiva investigación sobre su padre y los demás, un retrato y, quizá también, una reivindicación de los vínculos sentimentales y familiares que justifican la vida de cualquiera. Aun así, confiesa tener muchas dudas si a la hora de escribir el libro le ayudará a normalizar su vida: “La gran pregunta sin respuesta: ¿por qué cuento todo esto?”.

Reguera sigue adelante en su empeño, porque está necesitado de este impulso por saber de su padre y cómo no, por hablar también de Javi, su padre adoptivo, que tiene gran protagonismo en la historia, pero, sobre todo, por resaltar el rol de su madre, que se convierte en la verdadera heroína y epicentro de la narración. Carmen es una mujer valiente y luchadora, que tuvo que hacer frente a numerosas dificultades y que siempre encaró la adversidad con admirable dignidad y orgullo. Como demostró cuando logró salir de aquella infame relación de malos tratos con su segundo marido.

No parece fácil escribir un libro como este. Hablar del pasado familiar sirve para desenterrar de alguna manera hechos lejanos, incomprensiones e ingratitudes que, tal vez, mejor convendría no remover. Sin embargo, decidirse por indagar algo en lo que recocer tu procedencia también puede convertirse en algo liberador. Lo que viene a decirnos el narrador al final del libro es que mereció la pena el camino emprendido: “Quizá esa sea una definición parcial de la felicidad. Poder mirar atrás y pensar que recorrerías de nuevo el camino, a pesar de todo”.

Con su pericia narrativa de convocar a los suyos, Galder Reguera logra, en su empeño, que el libro, pese a que juega su suerte a las decisiones que el narrador determina en pos de su identidad familiar, finalmente le exceda, convirtiendo su historia en un conjuro feliz de indicios y respuestas de todo aquello a lo que pudo llegar con su escritura para mostrar y trascender su ardiente deseo y lucidez hasta encontrar la verdad.

lunes, 15 de junio de 2020

Vivir en una gráfica

Quizás el diario sea un género propicio para extraer de la vida de quien lo inicia lo inesperado y raro que acontece fuera de esas lindes repetitivas que se van sucediendo en el devenir de cada día. La escritura de un diario sirve como resistencia al paso del tiempo y a sus desajustes, y, además, responde a esa idea de que escribirlo arroja luz, razón y sentido a la propia memoria existencial de quien lo lleva a cabo, lo que justifica que una vida sin memoria no sería vida en sí misma. Pero, por mucho que trate de fingir, un diario siempre dice mucho de la realidad de su autor, tanto con la palabra escrita como con los silencios guardados entre líneas.

En ese sentido, todos hemos sentido en algún momento de nuestra vida la necesidad de llevar un diario, aunque ese impulso solo haya durado una tarde. Escribir un diario facilita la exploración del yo, agiganta trozos de la existencia y deja huecos dentro de uno, como fragmentos de esa vida que se interrumpió para llenarlo de recuerdos, vivencias, estados de ánimo, sobresaltos y circunstancias personales.

Al poeta y ensayista Jordi Doce (Gijón, 1967), que reside y trabaja en Madrid desde hace tiempo como editor, traductor y profesor de escritura creativa, todas estas razones serían suficientes para justificar que haya escrito las primeras líneas de La vida en suspenso (Fórcola, 2020), pero, tal como él mismo confiesa en el prólogo, este libro no estaba en sus planes, sino que surgió como un impulso espontáneo tras declararse el estado de alarma el pasado 14 de marzo, como "un modo de someter la incertidumbre y aquietar el espíritu". 

Hay una frase en su estupendo libro Perros en la playa (2011), que bien podríamos trasladar aquí para resumir el alma de la escritura consignada en este diario de confinamiento, en la que recoge su sentir, con el que nos podemos identificar ya que el escenario y sus circunstancias nos son comunes a todos: “así fueron las cosas, así son y están, aunque ahora vengan acontecimientos nuevos a cambiarlo y distorsionarlo todo”. Pese a que la anomalía sobrevenida es común a todos, hay muchas clases de diarios, igual que existen muchas clases de personas.

Podríamos decir que este registro fechado de cincuenta y siete días no es más que un recopilatorio que va más allá de la realidad o de la ficción, algo tan propio de la literatura. Lo único que trata de plasmar su autor es la verdad de una experiencia insólita y de que en sus notas se refleje todo lo verdadero que recoge su perplejidad. Y, desde luego, con eso bastaría. Por eso este libro de Doce no obedece tan solo a una razón literaria, sino también vital. Porque La vida en suspenso, hermoso título, es, sobre todo, un ejercicio de soledad en el que la palabra pueda agarrarse a lo real y coger impulso: "Tomo partido por lo menudo, lo trivial; lo que percibo en el estrecho radio de mi experiencia. Quizá de esta manera eso mismo, en su pequeñez, me devuelva un poco de su luz".

Cada apunte de este Diario del confinamiento tiene el valor de ser el reflejo de su autor, que emana de afuera y de sí mismo, de pasar los días entre cuatro paredes y tener que conformarse con salir a sacar al perro a la calle. Es lo dispuesto. Dice Doce que ante esto “no basta con vivir; hay que hacerse cargo de este vivir nuestro con un esfuerzo imaginativo”. Vivir en una pandemia es vivir en una gráfica, viene a decirnos, que, a la hora de escribir un diario, condiciona en el mismo sentido de que el día, cada día, tiene un comienzo y un final. Sin embargo, las notas comparten lecturas, juegos en familia y evocaciones. Se sobreponen para no caer en cifras y proyecciones, y dar paso a lo que el silencio guarda y lo que la soledad de las calles y plazas concitan ante el pasar extraño e inquietante de los días.

Doce hace de estas notas un vislumbre reflexivo de la existencia, una suerte de escapismo hacia adentro, marcado por una anomalía que a todos nos ha sorprendido y a la que no paramos de interrogar, unos apuntes con cierto aire de penumbra, pero más de gesta y arrestos. Se aprecia un impulso de volver comprensible lo impropio de esta anormalidad en la que la inquietud y la incertidumbre menoscaban, más si cabe, la fragilidad de la vida.

Todo libro, independientemente del género al que se adscriba, cuenta una historia personal o colectiva. Lo que sucede en La vida en suspenso es tan reciente que aún sigue latiendo, y quien lo cuenta posee el talento y la lucidez de mostrarnoslo con una prosa exquisita y contenida. Diremos que lo que el lector va a encontrar dentro de sus páginas es un resquicio fecundo de consuelo y empatía donde escrutar las muchas perplejidades domésticas que ponen en común una reclusión afín como la que hemos vivido.

martes, 9 de junio de 2020

En voz baja y en voz alta

En el prólogo de ¿Hay vida en la Tierra? (2014), el dramaturgo, novelista y ensayista Juan Villoro (Ciudad de México, 1956) cuenta que en los misterios de la vida es donde él busca sus historias, como si vinieran de un rumor de fondo, de la experiencia que no siempre se advierte. Dice, también, que el costumbrismo ha caído en desuso en la literatura de ahora, pero que más allá de esta evidencia, la narración requiere del suceso único, irrepetible, que sin embargo define a una persona, un grupo o incluso una sociedad. Y apunta más adelante que, la mayoría de las veces, los relatos se mueven en una zona utópica a la que él llama “presente suspendido”. Viene a decir con todo esto que los escritores derivan sus textos a fervores sostenidos que andan en el aire. Nadie, según él, está totalmente seguro de lo que escribe: “la mayor parte de los escritores no escribe porque sepa algo; escribe para saberlo”.

Las dos historias reunidas en Dos amores perdidos (Menoscuarto, 2019) encajan con esa idea de encontrar en las palabras algo sobre lo que escribir, su autor actúa como lo haría un sonámbulo, avanzando por caminos insólitos, con la finalidad de encontrar en lo más recóndito algo que contar, tan solo con dejar que las propias pisadas así lo hagan. Esta supervivencia en las palabras le llegan al tiempo de contarnos ahora dos versiones del amor y de la memoria, dos relatos sobre los avatares personales que se suceden de manera espontánea, y con la lluvia de por medio. Dice Villoro en el preámbulo del libro que el protagonista del primero de ellos “vive una de esas historias que se entienden mejor cuando se dicen en voz baja”, mientras que el personajes de la siguiente “reclama la complicidad de un escucha para hablar en voz alta”.

Aterricemos en su meollo, pues: En Llamadas de Ámsterdam, la primera de sus historias, encontramos el vínculo de una pareja separada de hace bastante tiempo y el pretendido intento de uno de sus miembros, al cabo de los años, de rescatar aquel espacio soñado que quedó pendiente de vivir en sus vidas. Piensa que fue una ocasión maravillosa que no debió de haberse malogrado tan precipitadamente. Ha pasado un largo trecho desde que se frustrara aquel viaje a Ámsterdam, donde iban a comenzar una nueva vida. Ahora tienen una oportunidad de recuperar aquel momento interrumpido por una decisión que, quizás, el destino les interpuso. Pero el tiempo, y la lluvia son implacables, mojan la memoria y desvanecen los deseos de quienes no son conscientes de que el amor es cosa de dos.

En el otro relato que lleva por título Conferencia sobre la lluvia recrea la situación insólita de un bibliotecario que se ve obligado a improvisar una charla que tiene que impartir ante un auditorio sobre la conexión entre la lluvia y la poesía amorosa, habida cuenta de que ha perdido el texto impreso y guía de su disertación. Este contratiempo no le impedirá seguir adelante con su cometido, con el riesgo de quedarse en blanco ante un público expectante. Para evitar el temido bloqueo, decide cambiar el guion establecido sobre la marcha y empieza a hablar de sí mismo y de sus pinitos amorosos.

Y es, precisamente, en este emotivo episodio donde Villoro expande con más gusto y razón su sentido literario y fervor por los libros a través de la figura del personaje que lo encarna, un encantador bibliotecario, apasionado de sus profesión, que ofrece un canto hermoso y universal que me obliga a tirar de su hilo y citarlo con sumo deleite: “La literatura es un lugar en el que llueve. He dedicado buena parte de mi vida a coleccionar chubascos literarios. Me he quemado las pestañas buscando citas. La frase es arcaica, lo sé. Es más vieja que yo, viene de cuando se leía con velas. Pero las pestañas de los grandes lectores se siguen quemando. Ahora se queman por autocombustión. Arden al advertir la lumbre de los textos. Apenas me quedan pestañas. Dirán que nunca las tuve. Falso: las ofrendé como ofrendé mi vista. Una biblioteca es un banco de ojos. Allí están las miradas que han donado los lectores”.

Con una prosa perfilada, elegante y precisa, no desprovista de humor fino, Juan Villoro nos entrega un libro hermoso, escrito con mucho gusto, dos piezas narrativas muy persuasivas que no se agotan en un mero cuento de amores perdidos, sino que van más allá, tan lejos como cada lector convenga expandirlas en su imaginación, y confirma por qué es una de las voces más sugerentes y lúcidas de la literatura hispanoamericana actual.

viernes, 5 de junio de 2020

Círculo vertiginoso

La novela, como decía Novalis, es una vida en forma de libro. El propio escritor retoma en su proceso creativo los pasos del juego comunicante, de frontera fluida, que brota de la novela en marcha, así como de la misma vida. No obstante, conviene tener presente que el primer móvil de esta suerte de género, y nada puede reemplazarlo, es el interés por mostrar las situaciones y conflictos que se producen dentro de la historia. La novela, por otra parte, da perspectivas, más que enseñanzas morales, sobre la manera de cómo el lector está percibiendo el mundo que el autor le presenta. Una novela es un mecanismo de despliegues y revelaciones, una poderosa lente cognitiva en la que ver cómo se mueven los personajes que la integran, tanto si estos se someten a los conflictos que en ella se plantean, como si los eluden o se enfrentan a ellos.

Nuria Barrios (Madrid, 1962), con su nueva novela Todo arde (Alfaguara, 2020), logra desplegar estas consideraciones y sacar a relucir los motivos que llevan a sus personajes estos enfrentamientos para mostrarnos hasta dónde son capaces de llegar y arriesgar sus frágiles vidas, como impulso de obedecer a unas circunstancias en las que “para sobrevivir hay que ir con la corriente, no contra la corriente”, aunque lo que les empuje a ello no vaya más allá de la degradación, la atadura y la miseria más absoluta.

Barrios ya trató cómo la droga lo recrudece todo y quiebra el hogar de las familias en algunos de los relatos de Ocho centímetros (2015), sumergiéndose en ese sórdido mundo tan devastador y su impacto sobre las vidas de los que las consumen, así como sus efectos sobre las familias de los implicados. En ese ambiente todo transita en un mismo tono degradante, de manera que los personajes muestran sus vidas perdidas bajo la inercia voraz de la adicción que les conduce a la exclusión social y a la extinción más sombría.

En el relato de ahora vuelve a esa misma ambientación abismal para contarnos la relación angustiosa entre dos hermanos que cruzan sus vidas en un poblado marginal, fuera de la ley, donde uno de ellos se ha ocultado. En ese territorio infernal, que simboliza el Hades, la joven Lena, digamos Eurídice, malvive presa de su dependencia con la droga, factor determinante de toda su precariedad y alejamiento de los suyos. A ese submundo ha ido a parar Lolo, un adolescente, como el Orfeo mítico, con el firme propósito de rescatar a su hermana de aquel averno infesto en el que se ha metido, malviviendo de los pequeños hurtos que comete en el aeropuerto, y devolverla al hogar común de ambos, al cuidado y protección de la familia.

"Por estos lugares llenos de espanto", como anuncia la cita de Ovidio con la que arranca esta odisea narrativa, los personajes nos llevarán a los bajos fondos de este poblado ubicado en las afueras de Madrid. Casi todo lo descriptivo que tiene la novela lo envuelve lo más sombrío de la noche, la mugre de los fumaderos y la suciedad maloliente del lugar. Lo más encendido del relato lo ponen los vívidos diálogos que se suceden permanentemente y que ponen la chispa del habla de sus habitantes, clanes gitanos adocenados en el extrarradio de una gran ciudad, que solo entran y salen de sus agujeros inmundos para trapichear o enfrentarse entre ellos como tribus en guerra.

Lolo aún conserva esa parte ingenua de la juventud que piensa que todos los problemas se deben a una causa, y que cree que si uno es consciente de esa causa puede encontrar una salida. En este viaje por ese inframundo concluirá que los problemas no tienen solo un motivo, sino varios, que detrás de ellos hay un compendio emocional que hace muy complejo dilucidar la verdad. El tiempo se precipita y Lolo se enfrenta a la situación de su hermana con un componente de culpa ajena.

La historia de Todo arde sucede en un espacio de tiempo intenso y breve, ya que se inicia al atardecer de un día y finaliza a las primeras horas del día siguiente. Este acotamiento temporal hace que la novela se mueva con mucha eficacia narrativa y a ritmo trepidante en la oscuridad opresiva de las horas que transcurren en un lugar en el que apenas se distinguen los rostros, algo bien urdido por la autora para que, tanto el lector, como sus protagonistas, se las apañen moviéndose entre las sombras, con las pocas referencias visuales que la noche otorga, en un devenir incierto que hace que aumente la sensación de riesgo, hostigamiento y vulnerabilidad.

Esta es una novela ágil y envolvente, con muchos diálogos llenos de frescura y tensión. Todo arde posee ese pulso narrativo vivaz e intrigante que se va acrecentando conforme avanzan sus capítulos. Barrios ha sabido apartarse de la banalidad de convertir su texto en una historia de final moralizante, para elevarla al terreno más fructífero de la ambigüedad, una cota hábilmente ejecutada con la que construye un relato intenso y conmovedor en el que los mitos, gracias a su poderosa carga simbólica y enigmática, resucitan para perpetuarse.