En el prólogo de ¿Hay vida en la Tierra? (2014), el dramaturgo, novelista y ensayista Juan Villoro (Ciudad de México, 1956) cuenta que en los misterios de la vida es donde él busca sus historias, como si vinieran de un rumor de fondo, de la experiencia que no siempre se advierte. Dice, también, que el costumbrismo ha caído en desuso en la literatura de ahora, pero que más allá de esta evidencia, la narración requiere del suceso único, irrepetible, que sin embargo define a una persona, un grupo o incluso una sociedad. Y apunta más adelante que, la mayoría de las veces, los relatos se mueven en una zona utópica a la que él llama “presente suspendido”. Viene a decir con todo esto que los escritores derivan sus textos a fervores sostenidos que andan en el aire. Nadie, según él, está totalmente seguro de lo que escribe: “la mayor parte de los escritores no escribe porque sepa algo; escribe para saberlo”.
Las dos historias reunidas en Dos amores perdidos (Menoscuarto, 2019) encajan con esa idea de encontrar en las palabras algo sobre lo que escribir, su autor actúa como lo haría un sonámbulo, avanzando por caminos insólitos, con la finalidad de encontrar en lo más recóndito algo que contar, tan solo con dejar que las propias pisadas así lo hagan. Esta supervivencia en las palabras le llegan al tiempo de contarnos ahora dos versiones del amor y de la memoria, dos relatos sobre los avatares personales que se suceden de manera espontánea, y con la lluvia de por medio. Dice Villoro en el preámbulo del libro que el protagonista del primero de ellos “vive una de esas historias que se entienden mejor cuando se dicen en voz baja”, mientras que el personajes de la siguiente “reclama la complicidad de un escucha para hablar en voz alta”.
Aterricemos en su meollo, pues: En Llamadas de Ámsterdam, la primera de sus historias, encontramos el vínculo de una pareja separada de hace bastante tiempo y el pretendido intento de uno de sus miembros, al cabo de los años, de rescatar aquel espacio soñado que quedó pendiente de vivir en sus vidas. Piensa que fue una ocasión maravillosa que no debió de haberse malogrado tan precipitadamente. Ha pasado un largo trecho desde que se frustrara aquel viaje a Ámsterdam, donde iban a comenzar una nueva vida. Ahora tienen una oportunidad de recuperar aquel momento interrumpido por una decisión que, quizás, el destino les interpuso. Pero el tiempo, y la lluvia son implacables, mojan la memoria y desvanecen los deseos de quienes no son conscientes de que el amor es cosa de dos.
En el otro relato que lleva por título Conferencia sobre la lluvia recrea la situación insólita de un bibliotecario que se ve obligado a improvisar una charla que tiene que impartir ante un auditorio sobre la conexión entre la lluvia y la poesía amorosa, habida cuenta de que ha perdido el texto impreso y guía de su disertación. Este contratiempo no le impedirá seguir adelante con su cometido, con el riesgo de quedarse en blanco ante un público expectante. Para evitar el temido bloqueo, decide cambiar el guion establecido sobre la marcha y empieza a hablar de sí mismo y de sus pinitos amorosos.
Y es, precisamente, en este emotivo episodio donde Villoro expande con más gusto y razón su sentido literario y fervor por los libros a través de la figura del personaje que lo encarna, un encantador bibliotecario, apasionado de sus profesión, que ofrece un canto hermoso y universal que me obliga a tirar de su hilo y citarlo con sumo deleite: “La literatura es un lugar en el que llueve. He dedicado buena parte de mi vida a coleccionar chubascos literarios. Me he quemado las pestañas buscando citas. La frase es arcaica, lo sé. Es más vieja que yo, viene de cuando se leía con velas. Pero las pestañas de los grandes lectores se siguen quemando. Ahora se queman por autocombustión. Arden al advertir la lumbre de los textos. Apenas me quedan pestañas. Dirán que nunca las tuve. Falso: las ofrendé como ofrendé mi vista. Una biblioteca es un banco de ojos. Allí están las miradas que han donado los lectores”.
Con una prosa perfilada, elegante y precisa, no desprovista de humor fino, Juan Villoro nos entrega un libro hermoso, escrito con mucho gusto, dos piezas narrativas muy persuasivas que no se agotan en un mero cuento de amores perdidos, sino que van más allá, tan lejos como cada lector convenga expandirlas en su imaginación, y confirma por qué es una de las voces más sugerentes y lúcidas de la literatura hispanoamericana actual.
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