martes, 28 de marzo de 2023

Fantasmas del pasado


La muerte como elemento literario es un tema eterno e intemporal. Son muchos los escritores que se han ocupado de ella en sus libros, que es tanto como decir que han reflejado una de las obsesiones fundamentales de la existencia, presente siempre en la vida de la gente de cualquier época y lugar. El ser humano de todos los tiempos, abrumado por la idea de la muerte, ha tratado de conjurarla, hacerla aliada y cómplice, evitarla, combatirla, rehuirla o asumirla de mil maneras. Siempre presente en la realidad, por tanto, tal vez, como apunta Elvira Navarro (Huelva, 1978), en Las voces de Adriana (Random House, 2023), su nueva novela, se tenga que considerar, de hecho, que puede existir un aprendizaje de la muerte para acometer su comprensión a través de nuestros seres queridos y sus fantasmas.

Cuenta Rosa Montero en su emocionante libro La ridícula idea de no volver a verte (2013) que solo en los nacimientos y en las muertes se sale uno del tiempo, como si cuando uno nace o una persona se muere, el presente se quebrara por la mitad y dejara atisbar por un momento la verdadera grieta de la realidad, tan monumental y repetitiva. Nunca se siente uno tan auténtico –subraya la escritora madrileña– como bordeando estos límites biológicos. En nuestra sociedad la muerte se percibe como una anomalía y el duelo, como una patología. Pero lo que sí es cierto y contundente es que cuando muere un familiar cercano y querido, uno no se recupera fácilmente, queda ajado y solo tendrá que reinventarse para sobreponerse de alguna manera, si eso es posible.

Para Adriana, la protagonista de esta novela, el miedo a romper el vínculo familiar le hace pensar, al propio tiempo, mientras cuida de su padre enfermo, que sí importa, y mucho, hacer frente a esos vanos duelos que merodean por su vida. Sobreponerse y reinventarse es lo que toca: “No quería quedarse sin padre porque eso significaría la desaparición de su familia. Tampoco que se volviera dependiente, pues entonces la vida sería penosa para los dos”. Esta disposición para agarrar lo poco que tiene a su alcance del núcleo familiar es la vibración que le provoca, lo que le queda tras la muerte de su abuela y de su madre, la razón para recapacitar sobre su presente, para hacerse preguntas sobre sus propias incertidumbres: “Cuando los hijos empiezan a ser padres de sus padres, ¿comienzan a estar definitivamente solos? La razón le decía que no, pero en el corazón llevaba un desgarro anticipado”.

Elvira Navarro plantea una novela sobre la muerte pero, a su vez, aflora en ella ese vivir con la perspectiva de quien sobrelleva la pérdida de un ser querido. En Las voces de Adriana sobrevuela la idea de que no se puede vivir sin la esperanza de que algún día seremos escuchados por quienes nos importan. Hay, por tanto, en toda ella un propósito de destacar también que es una novela sobre los vivos, los verdaderos artífices de conjugar las vidas y los ecos de quienes se fueron. El libro ahonda en ello, en ese cúmulo de asuntos de la condición humana, tales como el amor, el olvido, la pareja, el duelo, la ausencia..., muchos de los cuales se funden en lo que representan temporal, vital y conceptualmente entre sí. La protagonista así lo ve y analiza, manteniendo cierta distancia, como propósito de su oficio de escritora, sin que le impida empatizar con lo que le cuentan las voces que por aquí reclaman que les escuchen.

A través de la estructura compositiva de la novela, dividida en tres partes, la autora nos lleva a conocer el pasado familiar de la protagonista y lo hace usando como eje central la casa, el hogar de quienes conformaron su vida. Una casa dispuesta en un mismo orden donde habitaron otros miembros importantes, como la madre y la abuela, y donde ahora Adriana escucha sus voces y reclamos a través de los muebles y enseres y sus vacíos. En esta parte de la novela, la más resumida y punzante, destaca la sonoridad narrativa y concurrencia de los objetos y piezas comunes con los que la autora nos va introduciendo en la casa, consiguiendo con ello, acercarnos a sus rincones y desvelar secretos afines. En su deambular, percibimos la reverberación de algunos de los enigmas que por allí siguen vivos o, al menos, revolotean. La tercera parte de la novela, Las voces, viene a ser, más que un desenlace narrativo, el nudo esencial de la misma, y que podría significar la representación de una fantasmagoría vívida, en la que tres actores se sitúan frente al lector para dar cuenta de sí mismos, tres voces pertenecientes a tres generaciones de mujeres: abuela, madre e hija, con un espacio común y con tres testimonios nada complacientes.


Para la mayoría de los lectores, una novela es sobre todo una historia. Contarla bien es hacer que lo que uno escribe se parezca a los esquemas a los que la gente, en general, está acostumbrada, es decir, a su idea aceptada de la realidad. Pero una novela, como el mundo, es una forma viva, y en su forma, como ocurre en Las voces de Adriana, reside su particular realidad, el drama viviente del yo y, también, del ser perecedero, el mismo que valora a su semejante porque es igualmente perecedero. Nos encontramos con otro libro de Elvira Navarro que pone en alza su talento literario.


martes, 21 de marzo de 2023

Por aquel entonces


Álvaro Pombo
(Santander, 1939), uno de los narradores españoles más veteranos en activo de nuestras letras, es licenciado en Filosofía y Letras por la Universidad de Madrid. Es miembro de la Real Academia Española desde junio de 2004. Lo hizo mediante un discurso que tituló Verosimilitud y verdad, una reflexión acerca de la reserva del término “verdad”, como fuente de razonamiento, y “verosimilitud”, como espiga de lo narrativo-contemplativo. Aparte de publicar artículos, ensayos y libros de poesía, como Protocolos (1973) y Variaciones (1977), destaca, principalmente, por su extensa obra narrativa en la que figuran títulos galardonados, como El héroe de las mansardas de Mansard (Premio Herralde de Novela 1983), El metro de platino iridiado (Premio de la Crítica 1990), Donde las mujeres (Premio Nacional de Narrativa 1997) o El temblor del héroe (Premio Nadal de Novela 2012).

Ahora, con su nueva novela, Santander, 1936, regresa Pombo a su tierra natal, no solo para saldar una cuenta pendiente con su pasado familiar, sino también para abordar, dentro de sus juegos verbales y motivos reflexivos, la memoria histórica, su encaje en la verdad de los hechos y su verosimilitud narrativa, dos aspectos que fluyen de forma persistente en su escritura y que abanderó, como ya dijimos anteriormente, en su discurso de ingreso en la Real Academia. Su protagonista es de su estirpe. Se llama Álvaro Pombo Caller, tío carnaval suyo, un joven que por aquel entonces cuenta con diecinueve años. El autor nos acerca a un Santander que, al igual que ocurre en el resto de España, sufre en el año señalado en el título la confrontación izquierda-derecha, proclamas políticas y debates intelectuales que, de manera creciente, irán agitando sus calles por unos derroteros de confrontación exacerbada y de consecuencias trágicas.

Alvarín, como así le llaman en la familia, es un admirador entusiasta de Primo de Rivera y milita en Falange Española desde 1934. Su padre, en cambio, es un republicano liberal y agnóstico que admira a Manuel Azaña, mientras que la madre, triunfadora en la moda parisina de aquellos años, ha dejado plantado a su padre en Santander y dispuesto a sus hijos bien distribuidos en colegio ingleses y franceses. A través de la correspondencia de cartas entre ella y su hijo se irá conociendo, desde su propio prisma familiar, esa época convulsa de la historia de España. Como le ocurre a cualquier joven impetuoso e ingenuo de su edad, Álvaro anda confuso en medio de tanto embrollo social y, lo mismo que se enaltece leyendo a su líder José Antonio o Sánchez Mazas, se horroriza cuando piensa en la arbitrariedad de las pistolas.

En esa indagación familiar emprendida, Pombo recrea la suerte de su joven tío fallecido en 1936 en el buque republicano Alfonso Pérez, convertido en barco-prisión. Allí mismo, junto a él fueron liquidados otros 155 presos, simpatizantes y militantes de partidos y formaciones de derechas, algunos de ellos pertenecientes a familias de renombre de Santander. Fue una represalia ocasionada por una turba enfurecida que, tras un bombardeo en la ciudad llevado a cabo por la aviación nacional, asaltó el barco arrojando granadas de manos en las bodegas donde se hacinaban los presos. Del desatino de unos y otros trata la novela. El gran acierto de Pombo es que lo hace con decidida ecuanimidad, sin dejarse arrastrar por la simpatía familiar, planteando la disparidad de manera dialéctica con diálogos vívidos en los que la reflexión y el sentido común se imponen a los sentimientos.

Santander, 1936 es una novela de personajes, al igual que es una novela familiar. El autor fija su mirada en Alvarín y sus lances dialécticos con Cayo Pombo, su padre, así como sus controversias epistolares con Ana Caller, su madre, sin perder de vista el entorno familiar y la mentalidad burguesa que los sostiene: la idiosincrasia que había favorecido el enriquecimiento de la familia Pombo. En medio aquel escenario en el que convivían una juventud politizada, con gente uniformada, destaca, especialmente, el retrato íntimo y emotivo de padre e hijo establecido en las conversaciones que mantienen ambos, a ratos paradójicas y sentimentales, y a ratos filosóficas. Sobre este marco despunta el conflicto ideológico ya, a todas luces, desvelado en el hogar, en la manera equidistante de ver las cosas que suceden en la calle, lo que origina un disentir dialéctico y afilado entre ambos.


Vuelve Pombo a lo grande, enfundado en ese ardor narrativo tan propio suyo, con uno de sus mejores libros, una novela de formación sentimental, política y reflexiva en toda su inquietud e insatisfacción, una historia familiar conmovedora en la que resuenan las armas más destacables de su autor: el talento para captar la exaltación de la adolescencia, su maestría para los diálogos y el tino de una prosa recurrente, ágil y eficaz que atrapa y cautiva de principio a fin. Un regreso que prolonga toda su valía y la calidad literaria propia del autor.



martes, 14 de marzo de 2023

Andar por el mundo


La soledad podría ser un punto de partida, un refugio, una patria, el propio cuerpo, algo parecido a una tonalidad de la voz en la que habitar el refugio de sí mismo. La soledad viene a ser ese laberinto que asume la forma de la encrucijada de lo humano. Todas las soledades se mecen entre laberintos. De ahí que la soledad de quien escribe esté habitada, al fin y al cabo, por una multitud de formas, de letras y de voces que nombran el tiempo. Ocurre que sin soledad nada se hace, nada se puede hacer. Escribir, por ejemplo, guarda para sí una soledad peculiar: la de no estar solos, aunque parezca una contradicción. Por eso el poeta habla de las vidas ajenas como si fueran propias y de la propia vida como si fuera de otros.

Carlos Marzal (Valencia, 1961) vuelve con Euforia (Tusquets, 2023), su nuevo poemario, a mostrar todas estas concomitancias y señuelos de la soledad para abundar en esa idea de andar por el mundo, multiplicada infinitas veces por la delicadeza del gesto de escuchar, de recordar todo lo que está vivo y se puede revivir a través del poema, como asilo para el goce y reflexión de lo que se vive, como goteo verbal desde el silencio y el misterio que tienen todas las cosas en las que caben no sólo la euforia y el canto, sino también la contrariedad y lo arbitrario, lo particular y lo extraño. Por ese deambular de soledades y voces, Marzal nos habla y deja ver sus adentros: Yo no quiero pasar por razonable: / aquí sólo cantamos a la euforia, dice en uno de los primeros poemas del libro, poniendo medida y tono al propósito que lo impulsa.

Para el poeta no hay limitación que valga para tratar asuntos propios y ajenos fuera del ámbito de la experiencia y la libertad. En ese marco compositivo de concisión poética se suceden sus poemas cortos y versos mayormente en endecasílabos. Sostiene, con la elegancia que le caracteriza, y gracias a un estilo directo, natural e incisivo, tan propio suyo, que la poesía tiene como misión rescatar aquello que nunca deberíamos perder de vista: la atención de la infancia, del cuerpo, del tiempo, del lenguaje: En mi cabeza cabe, porque todo / existe en mi cabeza, en qué otra parte/ habría de existir/. Buscar entre los recuerdos es otra misión, no sólo los sucesos, las reacciones y las sensaciones experimentadas durante los momentos evocados, sino también en el detonante de preguntas como las que concitan estos versos: ¿Cuántos libros me quedan por leer, / cuántas cenas me quedan entre amigos, / cuántas veces de verme en el espejo?/ ¿Cuántas migas de pan, y cuántos besos, / cuántos abrigos, di, cuántos saludos, / cuántas piedras al mar, cuánto de cuánto?

La poesía de Marzal y su tono intenso encara cuestiones fundamentales de la vida y el tiempo, de la conciencia y los sentidos, desde el lado de la memoria y la hondura de la mirada: su manera de ser y de estar en el mundo, como queda dicho en estos versos: Igual que no sé bien / qué estoy haciendo aquí, / no puedo decir cómo /escribo lo que escribo. / Reduzco mi experiencia a este accidente: / alcanzo a concretar que escucho voces. Hay un cauce reflexivo por donde corre el verso y por donde asoma también la cruda realidad. El poeta sabe, y es consciente de que ser poeta no consiste en enmendar la plana a la realidad: El mundo no es mejor por un poema, / no lo salva de ser el mismo mundo, / pero yo fantaseo / con esa salvación a mi medida: / particular, concreta e infundada.

Euforia reúne más de cien poemas divididos en cuatro partes: Oigo voces, Ilusionismo, Un verano tenaz y Yo te ajunto. En cada una de ellas, Marzal ahonda en una manera de ser y estar en el mundo como sujeto, una manera de animar también en su exacto sentido: dar alma a su verdad poética ya sea en un momento vivido, en un sentimiento interior o en la propia palabra registrada, para explicarnos qué son las cosas: Las cosas son nosotros, y nosotros / somos también las cosas para el mundo: / cosas que piensan, cantan, y que mueren. Por todo el poemario se escucha ese rumor que se levanta para interpretar su cántico y razón como si llegara impulsado por la melodía de un pájaro: Si tú silbas, me arranco, camarada. / Dame sólo un compás, / y yo te sigo.


Haber leído Euforia es tener la sensación de haber tomado un rumbo que lleva consigo la voz y el silencio persistente de otros rumbos y vientos favorables. Hay en ello un ejercicio de conciencia, una travesía de lectura en la que está presente la vida e inventiva reflejadas de su autor, un mundo entretejido de vivencias, recreaciones y posibilidades en las que se encuentran muchos de los jirones desperdigados e inconclusos de andanzas y reflexiones que podrían acercarse a las propias del lector sumido en ese instante, en ese gesto, a salvo, incluso, de la obstinada realidad y compromiso de lo que acontece más allá del poema.

Ojalá la literatura pudiese salvar las cosas un poco antes de ser encontradas de una vez y para siempre. Las sensaciones recibidas tras la lectura del libro de Marzal es que en su poesía se escucha la escritura sin atisbos de salvación alguna, tan sólo con la voz propicia y clara de quien habla con el mundo, lo interroga, le pide respuestas, le pregunta por qué, lo sacude y hasta lo invoca con gozo y desenfado. Marzal firma un gran poemario.



martes, 7 de marzo de 2023

La extrañeza de vivir


Las palabras tienen sed de otras palabras y así se hace el lenguaje. Una palabra no dicha guarda el aliento de algo que alguien, tal vez en un tiempo pasado, hubiera deseado escuchar. La vida es por eso mismo, también, un relato inacabado de todo lo que no sucede o está pendiente de revelarse. Es lo que somos, aquello que se distribuye a partes iguales entre lo muy visible y lo demasiado secreto. También lo que no está expuesto nos hace quienes somos. Digamos pues que el relato de nuestra vida está hecho de una ausencia completamente nuestra. En ese ámbito, la vida puede significar tantas cosas, que encontrar las palabras precisas para contarla es precisamente encontrar el secreto que jamás nos confesaron o no supimos verlo a tiempo.

En El corazón del daño (Random House, 2023), María Negroni (Rosario, Argentina, 1951) desata todo ese sentir sobre lo que la palabra y el lenguaje urden, el significado de lo que supone contar aquello guardado en la memoria, y que ahora recobra sentido y apremio, mediante una mezcla de géneros. Negroni, poeta y ensayista, construye un libro, en teoría una novela corta, que la misma voz narrativa no logra aclarar del todo, pero que nos permite vislumbrar la mezcla, la ruptura, la gracia de quien sabe hilar fino con las palabras, trasladándose al pasado y repasando su vida a través de los ojos de alguien como ella, que capeó como pudo la férrea y nada complaciente mano de su madre. La voz narrativa es la de la propia escritora, quien tuvo que acudir al refugio de los libros para reconfortarse y encontrar el amor que se le negaba en casa.

Desde esa estancia duradera que fueron los libros para ella, encuentra resquicio para establecer conexión con quien le negó afectos y cuidados en la tierna infancia: su madre. Así lo deja escrito en el preámbulo del libro, que titula Advertencia: “Más probable es que la vida y la literatura, siendo ambas insuficientes, alumbren a veces –como una linterna mágica– la textura y el espesor de las cosas, la asombrada complejidad que somos. Es lo que busqué, Madre. Darte, como en el Apocalipsis, un libro a comer. Un pequeño libro de mi puño y cuerpo...” Con esas mimbres construye una novela autobiográfica que se arma con ráfagas de intensidades poéticas, casi aforísticas, apartándose de los hilos narrativos convencionales. Pese a este despliegue narrativo tan particular, surgen escenas en las que no solo aparecen pasajes de la infancia y juventud, sino que también brotan esquejes de su vida adulta, hijos, pareja, emigración, estancia en Nueva York y continuas citas de autores de su gusto.

La misma narradora manifiesta en ese diálogo consigo misma dilemas y tribulaciones respecto a lo que ha venido determinando ese escaso margen de coincidencias establecido por su progenitora con ella: “Mi madre: la ocupación más ferviente y más dañina de mi vida... Nunca sabré por qué mi vida no es mi vida sino un contrapunto de la suya, por qué nada de lo que hago le alcanza”. Como si se echara en cara no haberse rebelado a tiempo o con más poder de determinación. Es esa determinación la que irrumpe en la importancia de la forma de narrar esta novela de manera fragmentaria, dejando al pairo la memoria para que sea esta misma la que impulse a su construcción, parecida a un rompecabezas. La memoria que construye la novela es la de la propia autora, aunque se imponga, de vez en cuando en ella, el sentir de la madre: “Mi madre siempre fue la dueña del lenguaje... Sabía dónde y cómo herir”.

Y mientras tanto, la literatura y la vida se conjuran. Se confabulan para aseverarnos que la vida nunca se aparta del todo de la infancia. Es lo que el lector va observando a medida que avanza su lectura al comprobar cómo Negroni, además de empeñarse en acotar su ajuste de cuentas con su madre, se afana en imponer a su testimonio el sesgo de una poética en la que la extrañeza de vivir decanta también su bagaje literario. Y en ese sentido no deja de insinuarlo con perplejidad, tirando del hilo de autores como Pessoa, Albert Camus, Stendhal, Pavese, Djuna Barnes o Clarice Lispector: “Todo es tan complicado, tan enteramente cierto. O la vida es un viaje hacia la nada y la escritura un atajo”.


María Negroni consigue acercarnos al estado más íntimo de su proceso creativo, mediante un lenguaje preciso que sacude y pugna por hacerse oír, por hacerse ver, que se repliega para dar paso a la frase siguiente. Y en esa estructura recurrente que quisiera decirlo todo, absolutamente todo, como si fuera la última oportunidad a su alcance, la última frase, destaca la importancia de lo indecible, de ese silencio del que parte la escritura, tomando como referencia esta cita inapelable de la filósofa María Zambrano: «escribir es defender el silencio en que se está».

Estamos siempre convocados a narrar, decía Piglia. El corazón del daño es un claro exponente de esa idea, una obra íntima micrografiada a modo de novela ensayística, extraordinariamente bien escrita, con una acústica en la que se escucha el latido de su autora, una pulsión en la que las palabras concluyen a su modo, alentadas por un alma que no para de matizar la escritura desde las entrañas de una hija que revuelve el amor incapaz de su madre. Un libro óseo, envolvente y admirable.