martes, 29 de junio de 2021

Saber acotar el lenguaje


Para el poeta, antólogo y crítico español José Luis Morante (El Bohodón, 1956), autor de los libros de aforismos Mejores días (2009) y Motivos personales (2015), a los que se añade también la publicación de dos estupendas antologías, como son Aforismos e ideas líricas (2018) de Juan Ramón Jiménez y 11 Aforistas a contrapié (2020), la génesis del aforismo parte de una voluntad estimulante de autoconocimiento que integra pensamiento poético, filosofía, sociología y experiencia. Su tono confidencial, la conciencia reflexiva que lo impulsa, nos dice, requiere “saber acotar el sentido”.

Digamos pues que el aforismo vive en tensión con los límites de lo comunicable que deciden las propias palabras que lo conforman. En esta importante limitación con ese algo que decir, el aforismo, para Morante, autor curtido y estudioso en estos lances literarios, tiene como objetivo preservar, en su brevedad, las posibilidades de la verdad y de la paradoja, juntas, en el mismo punto de encuentro, el lugar que debe darnos que pensar, que hacernos asentir, dudar o pillarnos por sorpresa. Quizá lo contagioso del aforismo esté en ese pulso contenido que transmite la palabra del yo como personaje, atento a la vida azarosa, sin dejar de interpelarla.

En Migas de voz (Naveluz, 2021), su libro de ultramar, editado e impreso en México, bajo la coordinación del poeta Hiram Barrios, encontramos más apuntes sobre el aforismo. Apuntes que hablan de su fisonomía, esencia e intimismo. Dice su autor que, con tantas definiciones válidas, cabe entender al aforismo como “una novela de ideas” en la que sus textos andan sujetos a un periplo en el que desarrollan un cauce verbal donde está presente el pensamiento y la experiencia vital: “En la escritura breve no es posible la desconexión vital; la estela autobiográfica es una brújula, una carta de navegación”.

En verdad, quien practica el aforismo se retrata, de alguna manera, y revela muchos rasgos de su personalidad y talante. Conviene hacer hincapié en esto, porque, por otra parte, el arte de deleitar, de persuadir o de conmover de los libros no tiene por qué venir de lo extensivo, sino que también deviene, y cada vez más, de lo breve y simple, de ese fascinante poder que posee lo escueto en la escritura. Hablamos de un arte antiguo y noble, nombrado de muchas maneras: aforismos, proverbios, máximas, sentencias, adagios, refranes, epigramas, dichos..., una infinidad de apariencias para afinar y comprimir las ideas, como decía Mark Twain: “transmitir un mínimo sonido con un máximo de sentido”; o como refiere el propio Morante en el libro: “El aforismo crece y evoluciona. Soporta las mutaciones del tiempo y no puede ignorar la piel fragmentada de la realidad”.

Migas de voz es una antología fecunda, abierta al rescate y al razonamiento. En este breviario de ideas, como bien dice Carmen Canet en el prólogo del libro, vamos a encontrar a mano un buen muestrario del bagaje creativo de Morante que incluye aforismos inéditos, con vocación de permanecer en el pensamiento de quien lo lea, para seguir dialogando, a través de una mirada personal que entiende la esencia del aforismo como alumbramiento que ha de propagarse, y que sintoniza con toda su trayectoria en el género, desde 2005 hasta 2018. Sus aforismos llevan dinamita filosófica y moral, que no pretenden explotar, sino rearmar la conciencia del lector. Si hay que destacar lo más significativo de todo el compendio aforístico habría que señalar que en todo su discurrir no cabe el fingimiento. La ironía, la sagacidad y el humor, en cambio, sí encuentran acomodo. Porque para él: “Cualquier soledad está repleta de encuentros”. Morante sobrevuela con sutileza las vivencias cotidianas con ese halo poético tan suyo de saber que: “Cuando la realidad es el único centro, hay que acostumbrarse a vivir en la periferia”.


Leer un nuevo libro de aforismos, como esta colección de Migas de voz, es ir a la aventura de meterse en una mina en busca de la veta del mineral valioso. Uno lee con esa predisposición, no sólo para encontrar la sorpresa placentera de la palabra escrita, sino en busca de mapas y señales que muestren vetas de entusiasmo, reflexión y luz como recoge el autor en estos dictados: “La imaginación enseña a desconfiar de lo real”; “Entre el antes y el después nunca hubo una simetría cronológica”. En definitiva, sostiene el poeta, “el aforismo no es un topo que busca sombras en medio de la noche”, sino que este se parece más al sarmiento, como vástago de la vid: “El aforismo es el racimo, no la fermentación”, concluye.

Aquí hay un buen semillero de miniaturas dispuestas en una hermosa edición, que refleja la realidad de quien sabe hacerlo con sutileza y mirada poética, alguien, como José Luis Morante, que cuenta para ello con la esencia de la palabra como brújula, como inciso y confidencia ante cualquier acotación sobrevenida con la que dirigirse al lector para contarle instantáneas reveladoras con viveza reflexiva.


jueves, 24 de junio de 2021

El largo tiempo de la vida


Un instante eterno (Siruela, 2021), del filósofo, ensayista y novelista Pascal Bruckner (París, 1948), es un inteligente, bello, apasionante y permeable ensayo que nos invita a reflexionar y a ver de forma distinta esa edad avanzada a la que aspiramos llegar todos en las mejores condiciones. Escritor prolífico, entre sus obras de ficción cabe destacar Lunas de hiel (1981), adaptada al cine por Roman Polanski en 1992 y Un buen hijo (2014); y entre sus ensayos, sobresalen La tentación de la inocencia (2002) y El vértigo de Babel (2016). Nacido en el seno de una familia mitad protestante y mitad católica, su vida ha estado marcada por la contradicción y el espíritu provocador. Hoy por hoy es unas de las voces más sobresalientes de su generación en el panorama intelectual francés.

En esa “filosofía de la longevidad”, que es como Bruckner subtitula a su reciente obra, resalta la condición mortal del hombre, teniendo en cuenta, cómo se manifiesta el largo tiempo de vida en él. La edad, nos dice en los prolegómenos del libro, es “una convención a la que todos nos adaptamos más o menos de buena gana”. Señala también que la vejez ya no es solo la suerte de unos pocos supervivientes, sino que, en estos tiempos, es el fruto del que goza una gran parte de la humanidad. Ya sabemos que la ciencia y tantos otros avances en nuestra sociedad han añadido años a la vida de la gente, pero, como bien se dice a lo largo del libro, solo depende de nosotros añadir vida a nuestros años. Está muy presente que la simple esperanza de vida no es lo que más debemos querer, sino que debemos preferir una esperanza de más y mejor vida.

Sobre el arte de aceptar la vejez, Bruckner indica, acudiendo a los libros de filósofos y pensadores, que “la longevidad no es una mera suma de años, sino que cambia profundamente nuestra relación con la existencia”. Parece más bien indicarnos que la vejez representa en la vida humana el período de la prueba decisiva, la etapa en la que se concentran mayores obstáculos para alcanzar la felicidad, porque, a partir de cierta edad, la preocupación ya “no es tanto cambiar la propia vida como preservar lo mejor de la misma”. Y en esa cadena de actitudes y perspectivas, el autor, a lo largo del libro, va desgranando citas y evocaciones de pensadores clásicos y contemporáneos, como Aristóteles, Marco Aurelio, Montaigne, Thoreau o Gilles Deleuze para dar rienda suelta a sus reflexiones, en pos de hacer valer su idea del significado del buen vivir como proyecto de vida: filosofar sobre la edad, subraya, es aprender a vivir, y sobre todo a revivir. Cada momento, cada día, como aquí se apunta, se convierte en una metáfora tenaz de la existencia.

Conforme va uno leyendo hay dos verdades persistentes que se van alternando. Por un lado, la que sostiene que solo los años traen el arte del matiz. La otra, quizá más sentenciosa, y no menos compleja, se refiere a que la edad reduce las incertidumbres. Por eso mismo, como aquí se nos recuerda, no nos tenemos que engañar con esperanzas tontas, porque a partir de cierta edad, ya no se puede poner la vida en juego como quien lanza un dado al puro azar. El cuerpo no miente; el cuerpo manda, avisa y nos dice: “el futuro todavía es posible, pero en mis términos”. Bruckner pone su agudeza y comprensión sobre el sentido del desgaste del cuerpo, para señalar que es mejor perderle el miedo, que nos conviene pensar y vivir la vejez con naturalidad: “Llega un momento en que la salud consiste en pasar de una enfermedad a otra, sin hacernos ilusiones, donde la recuperación es más lenta y la convalecencia más larga, evitando así la peligrosa preeminencia de un solo patólogo y propagando la amenaza entre varios”.

Digámoslo de otro modo, lo que subyace a lo largo de este intenso y lúcido ensayo, no es otra cosa que constatar que vivimos sobre el abismo, y, conscientes de él, es algo que con los años se hace más palpable. El hombre se sabe mortal y es su destino, como apunta el filósofo, el que le despierta la tarea de pensar y, cómo no, de tratar de alcanzar la plenitud de la vida en el transcurso de una existencia que, a medida que pasan los años, conjugue su sentido y gozo mientras se aproxima su punto final.


Pascal Bruckner nos entrega un libro existencial brillante, un manifiesto vívido y jugoso, muy bien estructurado, que se lee con gusto e interés, gracias a su claridad expositiva y a la buena traducción de Jenaro Talens, un texto con mucha verdad explícita que otea, desde la atalaya propia de la vejez, el sentido de la vida, a la que contempla con un decidido empeño de autoestima, respeto y compromiso.

Un instante eterno es justamente una lectura vindicativa, un alegato sobre la edad tardía, una manera de meter la vida en un libro para tomarle el pulso al tiempo y darnos que pensar.


lunes, 21 de junio de 2021

Diálogo aforístico


Lo complejo de las colecciones de aforismos, como diría Enrique García Máiquez es que, pese a su tamaño, en ellos hay lugar para que quepan entallados, a su manera, todos los géneros de la literatura, desde la poesía lírica y la épica, hasta el microensayo y la filosofía, pasando por la más amena y breve narrativa, haciendo un guiño al teatro de la vida, o apuntándose a los márgenes de la crítica. Y, en todo este caudal de posibilidades, cabe también la instantánea de una foto o el estribillo de una melodía.

El embrujo del aforismo parte de su fascinación por lo escueto como semillero de pensamientos, de hallazgos, de balbuceos y, cómo no, de desafíos. Por eso mismo, podemos afirmar también que el aforismo tiene mucho de juego y de diálogo. Precisamente sobre esta última acotación, donde el malabarismo verbal se presta a la réplica, encaja como anillo al dedo Cóncavo y convexo (Esdrújula, 2019), una experiencia lúdica en la que está muy presente la conversación, convertida en este caso en un duelo aforístico sin precedentes. Los contendientes son, por un lado, Carmen Canet (Almería, 1955), crítica literaria y ensayista, autora de varios libros de aforismos, entre los que destacan Malabarismos (2016), Luciérnagas (2019) o Legere, eligere, su reciente colección de aforismos en torno a la lectura, y por el otro, el poeta Javier Bozalongo (Tarragona, 1961), autor de varios poemarios entre los que sobresalen Líquida nostalgia (2001) y Todas las lluvias son la misma tormenta (2018), galardonado con el Premio de Poesía Blas de Otero.

Cada uno de ellos afina sus oídos, dispuestos a escuchar y a responder a cualquier envite, desafío o perplejidad que el otro propugne, enuncie o dictamine, libremente. El lector, sorprendido, queda en medio de esa lid o campo de tiro sin saber quién dispara o responde. El resultado para él es tan desconcertante como asombroso. Digamos que, en este original duelo, la aventura aforística promete contradicciones y sorpresas. Destaca sobremanera la naturalidad y la autenticidad con que ambos duelistas, que no contrincantes, se baten. Por cada lado saltan chispas y agudezas. Cada munición aforística de intercambio, eso sí, de fuego amigo, con el que responde el uno al otro, posee su calibre ajustado a la detonación exigida: “Aforismo subcutáneo: submarinismo.” / “Aforismo cutáneo: a flor de piel.”; “Hay cosas para toda la vida: los hijos y los libros.” / “Hay cosas efímeras: el amor y la muerte.”; “La vida, unas veces, es un espejo cóncavo y otras, convexo.” / La vida, otras veces, es un espejismo.”

La dicotomía establecida entre ellos a veces se complementa, otras, en cambio, propugna algún matiz distinto. Canet y Bozalongo, y viceversa, son conscientes de que el aforismo persigue deleitar, persuadir, sorprender o contradecir a lo mucho que aflora de lo cotidiano. Ahí está su plasma, y no necesita de profusión, se basta con dosis pequeñas. En lo simple de la brevedad encuentran ambos esa doble faz que permite al lector dirimir y contraponer lo que entre ellos combinan con desparpajo, sabiduría, fugacidad y gran factura minimalista, como es el caso de estas muestras: “Escribir no te hace ser mejor. Leer sí.” / “Escribir te hace sentir bien. Leer, tener todo a tu alcance.”; “La separación de bienes es un buen régimen.” / “La separación de males es aún mejor.”; “En la vida hay que hacer muchos quebrados.” / “Procura que la vida no te fraccione.”


Cóncavo y Convexo es un libro que está lleno de agudezas y recreaciones, escrito a cuatro manos, o si se prefiere a dos voces alternas que hacen del mismo emplazamiento un juego revelador e intuitivo, capaz de desvelarnos las paradojas, lo insólito y el parafraseo recurrente que lleva el aforismo implícito sobre cualquier asunto que toca. Quizá, con la idea de trasladar al lector, no solo esa manera sentenciosa de pensar que suscita el aforismo, sino también visto desde el alborozo instantáneo que provoca el mecanismo de argumentar con esos fogonazos percutores con que cuenta el género. Fogonazos instantáneos de dos fervientes aforistas, que esbozan y enuncian, con lucidez y mirada conspicua, algunas reticencias y certezas sobre la vida, la escritura, el amor y el mundo que les interpela.

Este es un libro atrevido y lúdico que sabe a sabiduría, pero también es un dueto replicante, un destilado intermitente de reflexiones y sentimientos, escrito con gusto, humor y halo filosófico bien dispuesto al son de la palabra y al ritmo de la vida.


martes, 15 de junio de 2021

Sonoridades y contrapuntos


Música de las esferas (Fórcola, 2021) es un libro en el que está muy presente el alma de la música. A su autor, el musicógrafo y comentarista de música clásica y ópera de Radio Nacional y Televisión Española, José Luis Téllez (Madrid, 1944), no le ha resultado impropio escribir un buen puñado de buenos relatos entre los que se encuentran muchos de ellos con la música como correlato narrativo para que opere con su magia y melodía en ficciones, en espejos de la vida, en referentes literarios o en leyendas mitológicas. Por este libro, por tanto, recala el amor a la música, a las artes y, cómo no, el amor a la lectura, cuya clave reside en la propia metáfora del título y, a su vez, en la pregunta no formulada por su autor, pero que resuena por sus páginas como banda sonora y que bien podría ser esta: ¿somos capaces de desear algo y de mantener viva la capacidad de asombro y emoción?

Por otro lado, los relatos de Téllez buscan sus claves y sintonías en cómo seguir y conectar con la vida en medio de la gran maraña del pasado y sus creencias para encontrar los cabos sueltos de los hilos que den sentido y respuestas a la realidad. Y así, por ejemplo, en el primero de sus relatos de título Babel y Luzbel, los ángeles muestran sus discrepancias en sus círculos celestiales. Discuten sobre el lenguaje y los sonidos, sus significados, resonancias y combinaciones. Tienen una misión conjunta que llevar a cabo en la tierra que consiste en introducir a sus habitantes en el laberinto de las palabras, y cuyo resultado, como sabemos, originará la Historia de Babel. En el siguiente, los libros hacen valer su protagonismo a través de la experiencia de un niño que desvela cómo su abuelo le abrió las puertas de su biblioteca para encontrar respuestas en los libros a través del cursor del tiempo, un cauce repleto de propuestas y perplejidades para seguir abismado en lecturas sin fin.

En todos ellos sobresale su corte de narración clásica, algunos de ellos parecen provenir de tiempos remotos, como también otros lo son más próximos al pálpito literario simbólico y fantástico representado por Borges y Cortázar. Tampoco faltan alusiones a temas relacionados con el cine, con la figura del laberinto, la fotografía, las fuerzas telúricas, las musas, el mito, o se adscriben a los libros, a menudo salpicados de gracia e ironía. Hay piezas que no dejan de sugerir su estrecha relación con el tiempo pasado y su reflejo en el presente. Otras examinan la historia o el discurrir de algún lugar, incluso proveniente del inframundo, por donde deambula, por ejemplo, una sombra impertinente y tenaz tras los pasos de un viajero. Cada narración en sí misma esconde, a su manera, un leve aire de amenaza, de tensión, con la sensación de que algo inminente se avecina. La extrañeza e inquietud se deja sentir mucho en La ciudad dormida, un relato que cuenta cómo una noche en una ciudad innominada sucedía algo insólito: “Cada hombre soñaba un sueño y cada sueño era una ciudad diferente y única”.

En Música de las esferas el lenguaje del tiempo es el que fluye con más intensidad y prominencia como elemento persuasivo. Su esencia e importancia universal se dejan ver acompañadas de la música, como un binomio persistente por los hilos argumentales de buena parte de sus ficciones, un ámbito con el que Téllez se esmera con sumo gusto para cautivar al lector. Dice el autor en el relato que cierra el libro y da título al mismo que “los hombres no pueden oír la Música de los Ángeles, pero sí alcanzar a intuirla... Los hombres miran el cielo en la noche, y sienten en lo más profundo de su ser el enigma de esas formas de la Música de los Ángeles..., y no saben que las múltiples formas de esas músicas están hechas para ellos”.

Este es un libro afinado y emocionante, un conjunto de artefactos narrativos breves y armoniosos que proponen una suerte de juego de adivinanzas y evocaciones sobre el gran misterio que representa el tiempo, con el propósito de ser capaz de convertir lo real y lo inventado en resonancias de la memoria como recipiente en el que está muy presente la música, las artes y los libros. Veintiuna piezas bien urdidas que, como subraya Andrés Amorós en el prólogo, “se leen fácilmente, con auténtica fascinación, pero exigen una atención demorada, para ir más allá de la anécdota e intentar captar su significado”.

La buena literatura somete a la escritura a continuas revelaciones. No hay manual, ni maneras que se le resistan cuando la toma en serio quien la ejerce. Estos relatos de Téllez contienen la cantidad necesaria de oficio, esmero y asombro para seducir al lector más exigente.


miércoles, 9 de junio de 2021

Los lazos secretos de lo cotidiano


“¿Por qué la había comprado? ¿Qué iba a hacer con aquella casa enorme de cuyo estuco rosado sólo quedaban restos, la sombra borrosa de su antigua belleza? ¿Necesitaba aquella casa?

No estaba cansado, pero se sentó en un bordillo al lado de la carretera y, con el impermeable doblado sobre las rodillas, se quedó mirando hacia la casa rosa que desde la colina dominaba el valle. Era un día frío de abril; un límpido y nervioso viento del norte batía la hierba, que se ondulaba como las olas del mar”.

Así arranca La casa del tiempo (Periférica, 2021), un relato intimista y sensitivo en el que su autora, Laura Mancinelli (Udine, 1933 - Turín, 2016), nos cuenta el viaje al pasado de su protagonista, un pintor maduro que atraviesa un momento de poca inspiración creativa y decide regresar al lugar de su infancia para airearse y recobrar sentido al presente anodino que cercena sus días. Orlando, por tanto, retorna a ese lugar que le vio nacer atraído por la consistencia del pasado de una vieja casa abandonada a la que se siente ligado emocionalmente. Con la ayuda de Placido, un viejo compañero del colegio, ahora propietario de la fonda del pueblo, Orlando irá resolviendo los misterios que envuelven a esa misteriosa propiedad, una casa que perteneció a su antigua maestra, a la que adoraba. Acaba comprándola, una decisión que despertará recuerdos de antaño, además de descubrir algunos episodios latentes de su propia existencia.

Con estos alicientes, la autora, profesora de literatura medieval alemana, traductora del Cantar de los nibelungos, y autora de otras novelas destacadas, como su opera prima I dodici abati di Challant (1981), Il miracolo di Santa Odilia (1989) o I casi del capitano Flores (1997), nos cuenta una historia sencilla y vívida, trenzada en capítulos cortos con el recuerdo persistente que justifica los lazos secretos de lo cotidiano que afloran de la memoria circunspecta de Orlando, que plasma todo un recital reflexivo con mucha agudeza para desvelarnos todo ese mundo que lleva consigo el protagonista lleno de matices, entre lo personal y su relación con los demás, entre la memoria y el curso libre del presente que viaja en el tiempo y regresa a la infancia perdida.

Toda la trama contiene esa evocación fascinante que nos lleva a revivir para que sintamos todo cuanto aquel niño de entonces amaba de su maestra. En dicha evocación se sostiene el eje narrativo de La casa del tiempo, y es de ese hilo, que amarra al lector hasta el desenlace, del que va tirando Mancinelli, urdiendo la disposición de la trama, contando para ello con la intensidad emotiva del personaje y con toda una serie de perplejidades que acumulan la complejidad de la vida de las gentes del lugar en relación con él y con las cosas que le rodean e importan. Viene a decir que la memoria de cada uno es, en el fondo, una memoria colectiva, una memoria conformada respecto a otros, un compendio de detalles y situaciones múltiples, con voces y con dudas, con revelaciones, creencias y titubeos, con alegrías y miedos, es decir, con todo lo que configura el relato de una vida entera.

La casa del tiempo es una novela hermosa, que no se encoge pese a su sencillez y extensión, sino que expande sus pálpitos a través del recuerdo, del paisaje, del hogar y de los sucesos cotidianos. Todo esto conforma en sí mismo un personaje adicional como resultado del acontecer de los hechos y, también, un desencadenante con los que se vale su autora para plantear las preguntas más trascendentales en el deambular de su protagonista por la realidad y recuerdos de su entorno. Mancinelli nos toma de la mano para apartarnos a la campiña y ser testigos presenciales de lo que acontece en la historia de una casa, sin necesidad de que hagamos mucho más que observar, sentir y dejarnos llevar por las remembranzas de Orlando a plena luz del día.


Bajo el cuidado de la traducción de Natalia Zarco, esta es una obra que da gusto leer por su prosa ágil y sencilla, una historia de sugerentes retazos líricos donde lucen más los susurros que los gritos, donde destacan más los detalles que lo profuso, un relato que, a su vez, es una oda, un canto a la vida y a la memoria, en el que el lector experimenta la sensación de encontrarse bien acogido, en un lugar que se nutre de vínculos, de reminiscencias entrañables y fascinantes donde las cosas permanecen más o menos en su sitio original, pese haber transcurrido mucho tiempo.

La literatura es el país de las maravillas, y a las buenas historias, como esta de Mancinelli, les ocurre que van más allá de sí mismas, incluso desbordan lo que quizá su autora pretendía. Aquí hay, sobre todo, un lenguaje sutil y envolvente que desborda por su empatía y por su verdad literaria.