sábado, 26 de octubre de 2019

Entre el tiempo y el yo


Leo y releo aforismos, intensamente, muchos días de la semana, desde que tengo asumido que soy un lector ensimismado y, a la vez, atravesado por el incesante rumor de lo que sucede fuera de mí. Por eso me interesa este formato literario, por lo que propone de intemporal y remoto, por lo que se transpira de su forma breve, desnuda, cruda y sentenciosa, un arte, como decía Nietzsche, que posee la facultad de rumiar. Pero, sobre todo, me interesa por esa particularidad que destaca Trapiello: “El aforismo es siempre la manifestación de una soledad, de algo que únicamente a solas hemos llegado a conocer”.

Además, la lectura de aforismos no hace más que mostrarme cuánto hay de libertad en el lenguaje y cuánto de ingenio es capaz de revelarnos en su brevedad, sí, pero también cuánto se ve acotado y afectado por el abismo inevitable que separa el decir del mero titubear. Quienes cultivan esta forma de escritura, quizá filosófica, quizá poética, que tanto atrae la atención de muchos como yo, que somos adictos al género, defienden su existencia por motivos variados, todos ellos destacables: la búsqueda de precisión, su pretensión de moralidad, una suerte de acrobacia con las palabras, su carácter de exactitud y controversia, pensamientos que pugnan por hacerse oír, por hacerse notar y se repliegan para dar entrada al siguiente, una estructura que quisiera decirlo todo, absolutamente todo, para mostrar o desvelar lo indecible.

El encabezamiento de la reseña del libro que traemos a esta bitácora viene agitado por ese espíritu aforístico que bien podría haberse titulado “En las afueras del ahora”, una manera también de desvelar lo que pugna por decir la ristra de más de trescientos aforismos que Javier Puche (Málaga, 1974) aglutina en su reciente libro de aforismos Línea de fuego (Renacimiento, 2019). Aun así, quizá mejor remita a esa estrecha relación “entre el tiempo y el yo”. De ahí que me haya inclinado por esto último, y lo justifico porque el autor de estas brevedades se atiene a ese afán: plasmar esa interrelación entre el tiempo y el ser como estelas y flashes candentes con los que enunciar la paradoja, la observación, la epifanía, el extrañamiento o el ardor de sus impromptus, bajo esa invocación a la que el tiempo somete a la existencia de por vida.

Ahora bien, si tenemos en cuenta dicha acotación y seguimos la línea factual de los aforismos que acogen su debut en el género, encontramos en todas sus creaciones una rica predisposición a la alegría de la contemplación, desde el alumbramiento de la acción, el humor o las ganas de vivir, como así denotan estas espigas: “El amor tiene días laborables y días festivos”; “Eres como todo el mundo, extraordinariamente normal”; “Cuando el tiempo me trata bien, le doy unos minutos de propina”. Y para los que nos gusta viajar a través de la palabra escrita, nos reconfortamos con estos dos asertos, uno muy ingenioso, a modo de seguro de vida: “El medio de transporte más seguro es el libro”, y el otro más realista y consolador: “Leemos porque la realidad está mal escrita”.

El tiempo es el gobernante eterno, visible en todas partes del libro. Su discurrir es un continuo recurso para detonar sus epifanías y perplejidades: “El tiempo es un lento caníbal”, un seísmo, como él llama a sus cuentos de seis palabras que aquí también abundan: “Necesito tiempo para asumir mi edad”; “Escribo para averiguar por qué escribo”; “El amor libre es un oxímoron”; “Es posible sentir nostalgia del presente”. Es mucho lo que el tiempo perpetúa, nos viene a decir Puche. El tiempo es una constante en sus aforismos, un filón de inspiración para interpretar el laberinto de la realidad, su ligereza, la esencia de vivir el instante, sobrellevar el pasado y atisbar el futuro: “Hoy fue mañana ayer”. Todo ello bien puede resumirse en una de sus mejores revelaciones aforísticas, que no pasa desapercibida por su brillantez: “Quizá el secreto del cosmos resida en el lenguaje”.

Tal vez para un lector puntilloso, Línea de fuego no esté exento de algunas contradicciones, ocurrencias y juego de palabras, pero eso suele ocurrir en todo libro de aforismos. Nada de esto desdice de lo mucho y bueno que abunda en el interior de sus páginas, de sus certeros destellos y presagios continuos que vienen a encontrar descanso y reflexión en este apunte crítico sobre las intermitencias de la escritura y de la lectura: “Lo que el autor escribe es siempre una sombra de lo que quiso escribir. Lo que el lector interpreta o metaboliza es siempre una sombra de lo que el autor escribió. Y lo que el lector recuerda tiempo después, siempre una sombra de lo leído. Una sombra de una sombra de una sombra”.

Así como todos los buenos aforismos saben a sabiduría, pues, en general, tienden a ella, del mismo modo, el libro de Puche, bien salpimentado con ilustraciones a cargo de Riki Blanco, participa de los ingredientes necesarios para que la inteligencia ponga lumbre y sabor a la paradoja, a la verdad, al humor y a las vivencias del yo que transcurre por ese hilo estrecho del presente. Y como toda vida es un canto en el tiempo, eso aquí en Línea de fuego es un hito manifiesto que pone al lector en guardia.


martes, 15 de octubre de 2019

Memorizar la vida


Todos los días de nuestra vida sucede el caos. Desde que nos levantamos. El caos es una ley que propicia la historia. No se puede predecir nuestro minuto siguiente, lo que sobrevendrá. No existe ciencia capaz de adivinar el día, que sepa anticiparlo, que le sonsaque al día su secreto. El hombre de nuestro siglo lleva al día a clases de protocolo y le obliga a una obediencia ciega, quisiera amaestrarlo y enjaular sus piruetas. Pero el día es una ardilla salvaje. Sus planes nunca son nuestros planes”.

Con este arranque revelador e incisivo, el escritor Jesús Montiel (Granada, 1984), profesor de Lengua y Literatura, poeta con cinco poemarios publicados, entre los que sobresale Placer adámico (2012), Premio Hiperión, y autor también de varios libros en prosa, como Sucederá la flor (2018) o Señor de las periferias (2019), nos presenta su nuevo trabajo, que lleva por título Casa de tinta (Hiperión, 2019), un texto, como otros que le precedieron, de difícil encasillamiento, entre narrativa fragmentaria, prosa poética y aforismos, pero en esta ocasión bajo una estructura más anárquica sin que por ello renuncie a la singularidad de su estilo basado en la mirada introspectiva y en el uso de la frase corta y pulida.

Alumbrado por ese pálpito de verdad y existencia, todo el discurrir narrativo de Casa de tinta viene a mostrar lo que subyace oculto en lo más profundo del escritor, momentos impregnados de vivencias y misterios, tan a la vista como escondidos si uno no les presta la atención debida, lugares comunes donde contemplar el detalle de las cosas sencillas que se suceden en toda vida diaria. No hay nada que no pueda convertir la escritura en sede de lo sagrado, fuera del terreno propiamente religioso, para designar aquello a lo que un escritor pueda consagrar lo mejor de sí mismo como razón de ser. Montiel así lo hace.

Quizá lo contagioso de su manera de escribir, como se ve en Casa de tinta, esté en ese pulso contenido que transmite la palabra del yo como personaje, atento a la vida azarosa, sin dejar de interpelarla, como si nos advirtiera de que pasamos nuestros días mirando anodinamente las cosas, con el riesgo de diluirnos en el mero discurrir del tiempo. Reproducir los instantes de la vida es abrir hueco, resquicios de lo que importa, viene a decirnos: “Lo imprevisible nos pellizca para ver si estamos vivos”. En este sentido, el tiempo y sus consecuencias conforman el hilo conductor del libro, pero fijado más en lo sagrado del instante. Vivirlo, según leemos, supone estar siempre en contacto con uno mismo, con ese testigo interior tan presente y ávido de afectos, tan necesitado de razones para manejar su intemperie.

Es esta singularidad en la que Montiel aplica el sentido de su escritura que lleva a su imaginación a afinar el juicio, almacenar y sopesar su experiencia, como recoge en estos fragmentos: “Escribir es, también, tejer un descubrimiento” […] “Un libro cambia el mundo de postura. Leer es darle la oportunidad a otra forma de mirar las cosas, saltar a un corazón distinto, decapitar el tiempo”. […] “Todos los días soy mi primer obstáculo”. Todo este proceder obedece a un sentir que parte de la observación que, para él, es transformadora, en la misma línea de la que partía Simone Weil que se resume en considerar que no hay arma más eficaz que la atención puesta en las cosas sencillas.

Lo que vamos a encontrar en esta Casa de tinta es un acercamiento a las cosas tal como son, un oratorio del sentir del propio autor a través de fragmentos en forma de diario, aforismos e impresiones sobre la propia vida, la lectura o el significado de escribir. También contiene una carta extensa sobre los aires de la literatura, hoy en día convertida en espectáculo, así como alguna evocación bíblica para resaltar la comprensión de lo que el mundo propone y el narrador responde: “He dejado de creer en lo que me dicen. Ahora sólo presto atención a cómo me lo dicen con el fin de discernir si las palabras interpretan fielmente la partitura del corazón de quien me habla”.

Jesús Montiel sigue escribiendo sus libros desde el interior de su sentir, gracias a esa innata predisposición suya a abstraerse y a vivir de forma emocional lo trascendente de las cosas más pequeñas, a asombrarse incluso ante aquello que a los demás nos parece normal. En su río de tinta hay un discurrir reposado de vivencias y vislumbres de lo palpable de la vida, capaz de reflejar con delicadeza y hermosura soplos poéticos, emotivos y biográficos.

En Casa de tinta se dice que vivir es un continuo prepararse para ello, para la vida. Y cuando se acepta a la literatura como el mejor hacedor posible, discernir en qué genero conviene hacerlo no es lo importante. Es decir, cuando un escritor desata su tinta con perplejidad y asombro, y se dispone a abrir las ventanas de su escritorio para enunciar lo indecible, entonces todo fluye con más naturalidad y gozo. Eso sí que importa, y ese vínculo, en las páginas de este libro, es palpable.

domingo, 6 de octubre de 2019

Volver a los clásicos


Hay muchas cosas formidables en la historia de la humanidad, pero seguramente, ninguna de tanta importancia como la que representa a la civilización como una creación humana. Sobre este punto cardinal el historiador británico Tony Spawforth, en el primer párrafo de su reciente libro, Una nueva historia del mundo clásico (2019) resalta de dónde procede: “Hace más de dos mil quinientos años, quizá a finales del siglo VIII a.C., un poeta relató unos acontecimientos que tuvieron lugar durante el asedio de la ciudad de Troya, que duró diez años. Este poema, La Ilíada, marcó el inicio de una de las principales y más antiguas tradiciones narrativas, cuya influencia se deja sentir hasta hoy. Así como el propio término «historia», esa tradición es un regalo que los antiguos griegos nos legaron”.

La huella histórica de nuestra civilización hay que encontrarla en los clásicos, nos vino a decir Italo Calvino en su inolvidable obra póstuma, Por qué leer los clásicos: “Los clásicos son esos libros que nos llegan trayendo impresa la huella de las lecturas que han precedido a la nuestra, y tras de sí la huella que han dejado en la cultura o en las culturas que han atravesado (o más sencillamente, en el lenguaje o en las costumbres) […] Los clásicos son libros que cuanto más cree uno conocerlos de oídas, tanto más nuevos, inesperados, inéditos resultan al leerlo de verdad”.

Pues de esto trata Los griegos y nosotros (Fórcola, 2019), el nuevo libro de Ricardo Moreno Castillo (Madrid, 1950), matemático y doctor en filosofía, especializado en historia de la ciencia, autor del Breve tratado sobre la estupidez humana (2018), un alegato contra la estulticia que nos encandiló a tantos lectores. En esta ocasión, con la misma proporción, en cuanto a brevedad y eficacia, Moreno Castillo diseña un plan para acaparar nuestra atención lectora basado en un procedimiento que ya dio sus frutos con su anterior ensayo en el que la agilidad, el sentido del humor, el tino de las citas y la audacia de sus reflexiones conforman el ideario de la argumentación del texto.

Los griegos y nosotros es un jugoso manifiesto, tan sentido como apasionado, que responde a señalar el valor de los clásicos y su utilidad legendaria como constante fuente de conocimiento y de saber de lo que verdaderamente nos importa y nos sacude en la vida, una despensa que provee y nos ayuda a vivir nuestra vida contemporánea, gracias a la vigencia de sus textos filosóficos, históricos y literarios. El prólogo, a cargo del helenista Carlos García Gual es un estupendo pórtico, un aperitivo para abrir boca de lo que el ensayo promete como plato elaborado. Añade que el autor pone buen cuidado y esmero “en el arte de espigar y comentar textos de escritores y pensadores, generalmente de fino estilo y talante ilustrado”. Y uno, conforme avanza en la lectura, percibe que el prologuista no exageraba en su aserto, porque la pericia del libro tira de ese afán persuasivo, de ese empeño entusiasta y decantado en el extenso poso, tan sugerente, de pensadores y escritores ilustres para refrendar la verdad que anima el objetivo del libro: la defensa del humanismo clásico.

Dicho más escuetamente –en palabras suyas–: no es que nosotros pensemos como los griegos, es que somos griegos. Así de fácil y sencillo”. La memoria inteligente es un sistema dinámico, algo que Moreno Castillo insinúa en su exposición de motivos. Viene a decirnos que esta memoria no es un almacén, ni un destino, sino una riquísima fuente de operaciones. Los griegos mostraron una vez más su perspicacia al descubrir que las Musas eras hijas de la Memoria. “Las alforjas que llevamos en nuestro deambular por la vida son nuestra memoria y nuestros recuerdos”, subraya. Al propio tiempo concita a mirar hacia atrás de vez en cuando, para recuperar las cosas que se nos han caído por el camino.

Moreno Castillo centra la relación del sujeto con el saber en el desempeño educativo que tienen las humanidades e insiste en que sin deseo de saber no hay posibilidades de aprendizaje. Y para que haya deseo de saber es necesario un contagio, un encuentro con el testimonio de este deseo: “aprender a aprender”, lo llama. “El conocimiento de los mitos griegos –sostiene– puede ser más útil para entender lo que nos rodea que el libro de sociología más reciente y vanguardista, porque esos mitos han superado sus casi tres mil años de vida sin perder su frescura ni su vigor”.

La gran compañía que se percibe al leer Los griegos y nosotros se la debemos a su autor por su habilidad y eficacia fecunda de acercarnos a la voz de los clásicos, y esto lo consigue sin acudir a un mamotreto ni a la grandilocuencia académica, tan solo con un librito enorme, ameno y certero con el que logra mostrarnos el sentir del mundo griego como soporte narrativo para la educación y la vida.

Volver a los clásicos nos sirve para comprender el pasado, nuestro presente, aprender para el futuro y, desde luego, para considerar la vigencia de la cultura griega y romana como antorcha olímpica que va de mano en mano alumbrando los siglos. Hay que agradecerle a Moreno Castillo su carácter persuasivo por incitarnos a la lectura de los clásicos, algo, como demuestra en su libro, imprescindible y duradero. Nos apremia a ello, a volver con urgencia a los clásicos, lugar común de nuestra cultura de donde nunca debimos habernos ido.