domingo, 27 de septiembre de 2015

De aquí y allá

Cada vez entro con más frecuencia en los libros de poesía como quien va a cultivar su jardín, buscando quizá un paisaje en el que reconocerse o simplemente a verlas venir llevado por la curiosidad y por la incógnita que suscita todo poemario. No he podido resistirme a escribir unas líneas sobre la antología poética reunida en este estupendo libro de Karmelo C. Iribarren (San Sebastián, 1959). Uno tiene grabada en su memoria aquellas palabras del viejo profesor de bachillerato que en clase de literatura, subido en el estrado, subrayaba con voz engolada aquello de que la poesía es la excelencia del arte de la escritura, la cima reservada para los elegidos: los poetas. Y a partir de ahí, el viejo catedrático soltaba esa retahíla de adjetivos espesos y rimbombantes para ensalzar este género, el más selecto de todos, el abrigo para almas enamoradas, el vestidor para jóvenes románticos, el consuelo del lector apesadumbrado.

Podríamos decir que la poesía, en un momento de mi vida, me pareció un lugar extraño y propicio para seres raros y enfermizos, un hogar para almas en pena sobrellevado por la palabra eufónica y delirante que el poeta esculpía con el cincel de la glosa, de la melancolía o de la épica. Sin embargo, cuando el tiempo transcurre por tu vida y te da la oportunidad de encontrarte con más textos poéticos, como los que aparecen en La ciudad (Renacimiento, 2014), esa armadura evocada por el recuerdo del instituto rechina porque, como bien indica el escritor vasco, la prosa de la vida está llena de poesía. De ahí que muchos lectores hayamos tardado en ver la verdadera enseñanza que encierra el artificio de un poema, ese que sale del tiempo, de la imaginación, de las palabras, de la gente, de la noche, de las ciudades. Cuando te encuentras con un libro como éste, aprendes a mirar la poesía de otra manera, sin grandes pretensiones, solo con la actitud de observar al poema como una pieza sacada de un rincón del armario, del espejo, de la acera, de esa mirada propia del que lo escribe y te lo muestra sin más.

Lo más importante para cualquier artista es aprender a mirar. Para Karmelo C. Iribarren mirar significa descubrir cómo pasa el tiempo sobre las cosas. A veces estas cosas no son lo que parecen. Las metáforas que se suceden en su poesía nos explican el estado de ánimo con el que explora la vida cotidiana, sin que necesite utilizar muchas palabras, solo las justas, no más, él es un poeta de lo esencial y de lo escueto.

Siempre me ha dado por pensar que a los poetas les interesa el amor, la muerte y el devenir del tiempo más que a nadie, porque son conscientes de su valor: todos estamos hechos de ese asfalto de tiempo, afectos y pérdidas, una carretera de ida y vuelta por donde transitamos hacia el futuro o al pasado, para imaginar o para recordar.

Esta antología abarca la trayectoria poética del escritor donostiarra que va desde 1985 al 2014, y en todo ese período sigue su curso por todos estos ejes y en todas sus facetas: hay poemas que glosa su condición urbana de paseante; otros ensalzan a la mujer como el alumbrado máximo de la vida; en otra parte, se asoma a la barra del bar para mostrar sus resacas, los límites de seguir vivo y sus infiernos personales. No hay nada extraño en sus versos porque Iribarren responde de su experiencia de vida en sus poemas hablando de todo lo que se configura y acontece en la ciudad donde vive: desde los charcos de las aceras, las calles solitarias, las sombras fugitivas de la noche, los gatos, hasta el suspiro de una simple bolsa de plástico volando.

En el prólogo del libro dice José Luis Morente que el protagonista verbal de Karmelo C. Iribarren desdeña la impostura y esto se percibe rápido porque el lector nota que se encuentra ante un libro verdadero, cercano y afectivo que revela confidencias, impresiones y preocupaciones sentimentales que nos recuerdan ese sentir barojiano establecido entre la vida y la misma literatura.

La ciudad es un libro sustantivo y pleno de metáforas donde se conjuga el humor y la ironía con el desencanto de una vida que interfiere en asuntos propios de aquí y allá. Iribarren emociona y conmueve, sin tener que acudir al amparo del adjetivo, un poeta sobrio y sin retórica, capaz de convertir en poema cualquier detalle mínimo que sucede en las entrañas de la ciudad, un compositor con muy buen sentido del ritmo y de la concisión, algo bastante infrecuente en tantos poetas del momento, y esto, los que somos más prosaicos, lo celebramos a rabiar. [Reseña 241]


martes, 22 de septiembre de 2015

Identidad y memoria

Eduardo Halfon (Ciudad de Guatemala, 1971) es un escritor que toma postura a través de la literatura. Una voz que surge y crece cuando escribe sobre su memoria y su identidad judía. Parece común a todos los judíos sobrellevar ese sentimiento de incomodidad, como si fuera un destino preconcebido, algo propio y consustancial a su estirpe, como también el cuestionar el porqué le asignó la naturaleza el hecho fastidioso de ser judío. Tanto en Israel como en el resto del mundo, la identidad judía y la cultura hebrea no son un asunto resuelto por la gran mayoría de ese pueblo errante que arrastra más de tres mil años de existencia. Todo hace indicar que esa identidad no está aún concluida, más bien es un proceso en constante formación. Hoy en día, además, existe un debate abierto sobre su significado. La sociedad judía aparenta una unidad inquebrantable de cara al exterior, pero en el plano interno cada uno interpreta y aplica sus creencias de modo diferente a las del vecino, sobre todo cuando toca definir al judaísmo, que para unos es una religión y para otros un pueblo o una etnia. La particularidad de Halfon, descendiente de abuelos judíos de origen libanés y polaco, es que ese desarraigo se corresponde con el estado normal de la esencia judía, de sus ascendientes y de sus herederos.

La búsqueda por parte del escritor guatemalteco de sus raíces es un viaje permanente al universo literario en el que se ha establecido, sin saber cómo, ni cuándo acabará este camino que ha emprendido inevitablemente. Signor Hoffman (Libros del Asteroide, 2015) es un capítulo más de esta novela en marcha, una pieza nueva sobre esa galaxia literaria que se inició con El boxeador polaco (2008), La pirueta (2010) y la novela breve Monasterio (2014). No cabe duda de que Halfon asume que su proyecto literario es una indagación en la memoria y la genealogía de sus antepasados, hasta el punto de que dicha obsesión le llevará a emprender inusitados viajes y encuentros con hombres y mujeres por distintos países y lugares relacionados con el origen y el éxodo de sus abuelos. Esa búsqueda perpetua por encontrar respuestas a su pasado le conducirá a establecer vínculos con la historia reciente, así como a relacionarse con otros personajes inciertos que recobrarán protagonismo en sus libros.

Los relatos autobiográficos reunidos en esta nueva entrega trazan un recorrido que va desde la visita del protagonista al campo de concentración de Ferramonti en la Calabria italiana, construido en 1940 por orden de Mussolini, en una comarca infecta de malaria que sirvió para aligerar el exterminio de judíos, hasta volver a Huehuetenango, en el altiplano guatemalteco, cerca de la frontera mexicana, donde una familia de ascendencia judía se dedica, a pesar de las dificultades, a explotar el cultivo del café. Después el protagonista, es decir, Halfon, nos contará las peripecias vividas en Belice, donde, previamente, tuvo que someterse al interrogatorio de la gendarmería del paso fronterizo por no llevar la documentación en regla. Más tarde abandona las playas atlánticas y llega a Nueva York, al barrio de Harlem, donde tropezará con una chica que le acompañará una noche bajo la lluvia, como una balada de jazz. De allí se trasladará a Lódz, ciudad polaca en la que los nazis apresaron y condujeron a su abuelo al campo de exterminio de Auschwitz, un lugar inmundo que supuso su salvación, gracias a un boxeador polaco que lo entrenó durante toda una noche para solventar el interrogatorio a que le someterían las SS.

Eduardo Halfon confiesa ser un judío no practicante, pero, al igual que sus ascendientes, anda errante por el mundo buscando encontrar su particular sentido a la vida a través de la autoficción, sin renunciar a sus raíces porque, de lo contrario –subraya en una reciente entrevista– “sería darnos por vencidos al no saber quiénes somos”.

Lo que el lector va a encontrar en Signor Hoffman es una mezcla de relatos y crónicas, que dejan puntos suspensivos porque, al igual que tampoco parece tener un arranque claro, es, en definitiva, una narración en marcha en pos de una existencia incompleta y siempre atareada en rememorar el pasado para pedirle respuestas. Al igual que en sus últimas creaciones, los seis cuentos reunidos en esta ocasión tienen esa misma alma y razón de ser, toda una exigencia propia de una vida nómada en busca de su memoria e identidad.


Halfon nos entrega un libro bello, sutil y nada pretencioso pero, pese a la levedad de su escritura, brilla por la utilización de una prosa emotiva, sencilla y bien cuidada, que dice mucho. [Reseña núm. 240]

jueves, 17 de septiembre de 2015

Nada en exceso

Aunque Solón de Atenas acuñó la máxima Nada con exceso, todo con medida para guiar el comportamiento práctico de los hombres, esta frase recobró actualidad y fama siglos más tarde por boca del poeta romano Horacio. Nihil nimis (Nada en exceso) es una expresión que repara en verdad en ese espíritu propio que encierra escribir aforismos: la mesura, la justa medida de decir lo extenso de forma escueta y de expresar lo profundo más hacia la superficie. La experiencia literaria nos demuestra que no siempre lo extenso es lo más propicio, ni lo real lo más racional y tal vez la literatura, en cualquiera de sus formas, consista justamente en explorar esa dimensión y ese territorio por donde transita el alma humana, con sus impulsos y sus contradicciones, en el intento de ayudarnos a comprender el caos en el que está inmersa nuestra existencia.

Esto es lo que parecen sugerir los aforismos reunidos en Nunca mejor dicho (Ediciones Trea, 2015), del escritor vasco Karlos Linazasoro (Tolosa, Guipuzkoa, 1962), más de mil reflexiones breves, a veces jocosas, otras graves y profundas sobre la realidad que nos rodea, una manera de arrojar luz y perplejidad sobre los asuntos que preocupan nuestro vivir. Linazasoro, que ya publicó otro libro de aforismos, Lo que no está escrito (2010), sabe que la esencia de este género está en su brevedad, y lo deja claro en el primero que recoge su nueva antología: A veces, para escribir un aforismo hay que tachar una novela. Igual que sabe que lo bueno del aforismo es que no se puede recapitular, y su eficacia y sorpresa no está en una retahíla de ocurrencias que se escribe con rapidez y se lee con igual impronta, sino que, como apuntaba el poeta Bergamín, no importa que el aforismo sea cierto o incierto: lo que importa es que sea certero, que en palabras del tolosano sería dar donde más duele.

Este libro de Linazasoro nos habla de la moral, del diablo, del sexo, de la religión, de la muerte, pero sobre todo nos habla de su gran pasión, de la literatura. Escribir es no pedir la palabra, afirma a las primeras de cambio; Cada vez escribo peor. Me voy a hacer crítico literario, subraya en otro; o incluso se jacta con humor: Normalmente, mis libros suelen ser bastante raros. Pero mucho más aún son las segundas ediciones de los mismos; y apostilla con sarcasmo: Nunca escribo un libro sin antes leerlo; hasta sentenciar sin anestesia que los libros de autoayuda solo sirven para ayudar a los demás.

Los aforismos no son juegos de palabras, y aunque parezca que Linazasoro hace encaje de bolillos con muchas de sus ocurrencias y hallazgos, más bien persigue todo lo contrario: la expresión de algo serio que, sin embargo, nos haga sonreír como, por ejemplo, estos:

Todo es relativo. Y caro.
Dios no existe pero manda mucho.
Nunca he leído un libro suyo. Por eso lo tengo en tan alta estima.
Epitafio:”Pues no estoy tranquilo, coño. Algo me corroe por dentro”.
Como bien dijo Heráclito, todo influye.
Doctores tiene la santa iglesia, pero auxiliares, pocos.

Para los que nos deleitamos con este género breve y puntilloso, tan particular y reflexivo, como es el aforismo, Nunca mejor dicho es otra cita lectora inaplazable, otra oportunidad para sumergirse en ese universo donde reina la ironía, el humor, la paradoja y también la mala leche; todo un compendio de alumbramientos para reflexionar un poco, para hacernos dudar y pasárnoslo bien un buen rato, porque a Karlos Linazasoro le va la marcha fragmentaria de lo breve para afirmar lo más duro de manera lapidaria y concisa, pero con la gracia y el humor suficiente para arrancar la sonrisa o la mueca perpleja del lector.


 Yo me lo he pasado muy bien leyendo este entretenidísimo libro y, desde luego, he encontrado entre sus 1200 aforismos suficientes líneas merecedoras del homenaje que comporta un subrayado, “nunca mejor dicho”. [Reseña núm. 239]

domingo, 13 de septiembre de 2015

El reino de las preguntas

No hay ninguna entrevista periodística que se precie como tal que no albergue la búsqueda por mostrar al lector el retrato y la personalidad del personaje entrevistado, sus secretos escondidos y su testimonio vital. La clave de una buena entrevista está en tener un generoso conocimiento del personaje y Juan Cruz (Puerto de la Cruz, Tenerife, 1948), periodista con más de cincuenta años de profesión a sus espaldas, lo sabe bien. Sabe que toda entrevista no es un diálogo libre entre dos, sino que es una conversación centrada en uno de los interlocutores, además de tener presente al lector con las preguntas que satisfagan su curiosidad, un procedimiento que consiste en descubrir aspectos desconocidos del personaje y establecer vínculos con el entrevistado. En dos de sus últimas publicaciones: Jaime Salinas, el oficio de editor (Alafaguara, 21013) y Por el gusto de leer (Tusquets, 2104), Cruz hace gala, como pocos, de su magisterio periodístico, esa virtud tan perspicaz y vibrante de saber desde qué ángulo se debe abordar cada pregunta para conseguir el resultado deseado.

Hace apenas unos meses, la editorial que dirige Eva Serrano, Círculo de Tiza, en ese espíritu de recuperar lo mejor del periodismo narrativo, publicó treinta entrevistas memorables del periodista, escritor y editor canario Juan Cruz con grandes escritores universales, reunidas en el libro titulado Toda la vida preguntando.

Cuenta Mario Vargas Llosa en el prólogo del libro que Juan Cruz ha ejercido casi todos los géneros propios del periodismo: el artículo editorial, la columna de opinión, el reportaje, la crónica, etc., pero que es en la entrevista –subraya– donde esa curiosidad infantil que nunca le ha abandonado se transforma en un don. Y es que en la selección de conversaciones recogidas en este volumen hay todo un desfile de personalidades de las letras que se dejan seducir por el talante y la habilidad del entrevistador para responder al cuestionario, mayormente con frescura y sinceridad, reflejando cada entrevistado el estado de ánimo por el que atraviesa y, al mismo tiempo, el momento concreto de su existencia.

Curiosamente, la mitad del elenco de escritores entrevistados ya ha desaparecido. El libro reúne a nueve premios nobel: Neruda, García Márquez, Imre Kertész, Gunter Grass, Saramago, Orhan Pamuk, Doris Lessing, Vargas Llosa y Le Clézio. Los veintiuno restantes están repartidos entre premios Cervantes y Príncipe de Asturias de las Letras.

Cada uno de estos personajes aporta un aliciente a la entrevista y esa oportunidad no se le puede escapar a un experto en la materia. Cruz, con apenas dieciocho años, es capaz de sacar jugo al discreto Julio Caro Baroja con su primera puesta en escena como entrevistador. A Neruda lo entrevistó dos años después, cuando el barco en que viajaba atracó en Tenerife. Con la norteamericana Susan Sontag, tan esquiva y arrogante, supo extraerle ese vigor tan característico suyo de intelectual comprometida. En el encuentro con Onetti, echado de lado sobre la cama en su piso de Madrid, surge una conversación viva y sincera sobre su obra y la literatura de sus coetáneos. La más triste y melancólica de las entrevistas de esta antología es la que mantiene el periodista tinerfeño con Miguel Delibes que atravesaba una crisis vital, propia de una vida acabada y solitaria, cuyas palabras suenan a despedida. Para el propio autor, una de las entrevistas que más le cautivaron fue la que sostuvo con la autora de Harry Potter, J.K. Rowling, una experiencia inolvidable, no solo por la armadura intelectual de la escritora británica, sino por la calidad y sensibilidad humana mostrada en sus respuestas.

Dice Juan Cruz en el preámbulo del libro que “preguntar es aguardar el conocimiento ajeno”, y de eso va todo lo que encierra este texto, una recapitulación de testimonios de grandes autores de la literatura, personajes difíciles de abordar y escaldados a causa de múltiples apariciones en los medios de comunicación, en ese formato cercano e íntimo, pero público, que se supone que es la entrevista. Cruz lo hace a lo grande, sin repetirse, con ese ritual de hacerles hablar, más que obligarles a contestar preguntas.


Toda la vida preguntando es un texto publicado a conciencia y muy bien habitado por los inquilinos de renombre que la pueblan, una edición extraordinaria que ha hecho posible, gracias a la habilidad y maestría de su interlocutor, descubrirnos al resto de los mortales, amigos de la literatura y admiradores de sus celebridades, los testimonios y algunos entresijos de la vida y obra de los ilustres moradores que aguardan sus páginas. [Reseña núm. 238]

martes, 8 de septiembre de 2015

Literatura y psicoanálisis

La relación histórica que han mantenido siempre el psicoanálisis y la literatura se ha mostrado conflictiva y tensa. Faulkner y Nabokov, por ejemplo, observaron que el psicoanálisis quiere intervenir en aquello que los escritores, desde Homero, convocaban en sus textos, donde sus personajes mostraban su fragilidad y su gracia. Sin duda, esta práctica terapéutica iniciada por Freud, como afirma Piglia en una de sus célebres conferencias, se ha ganado el lugar y el respeto merecido en la cultura contemporánea, tan preocupada de indagar sobre el laberinto interno del hombre. Nos gusta admitir que en algún episodio de nuestras vidas triviales hemos experimentado dramas de gran intensidad y que también hemos logrado superar el tedio de nuestra insignificante existencia. El psicoanálisis nos convoca a todos, como sujetos trágicos de un existir en el que estamos inmersos; nos dice que hay un lugar en el que todos somos sujetos extraordinarios, tenemos deseos únicos, luchamos contra tensiones y conflictos profundos, y esto es muy atractivo para ser llevado a la novela y, por ende, analizado en la misma. De ahí que algunos escritores, como el argentino Manuel Puig, se jacte en decir que “el inconsciente tiene la estructura de un folletín”.

El buen relato (Random House, 2015) recoge las conversaciones entre el escritor sudafricano y premio Nobel de Literatura J.M. Coetzee y Arabella Kurtz, catedrática de psicología clínica en la Universidad de Leicester, todo un debate intelectual a través de un intercambio epistolar, surgido entre el novelista y la psicoterapeuta para explorar desde la experiencia literaria la verdad del comportamiento humano.

Joyce parece que vio claro en el psicoanálisis un modo de narrar una posibilidad de construcción formal a través del monólogo interior. Kurtz añade a este matiz que la meta de toda terapia psicológica no es más que liberar la imaginación narrativa del paciente. Si la meta de la terapia es hacer libre al paciente, ¿acaso la verdad es la única vía para alcanzar la libertad?, replica Coetzee.

Arabella Kurtz
Con el subtítulo de Conversaciones sobre la verdad, la ficción y la terapia psicoanalítica, Coetzee y Kurtz abordan a lo largo del libro un extenso coloquio por el territorio del inconsciente, valiéndose de obras maestras de la literatura, un reducto válido y controvertido para analizar la verdad emocional, tan útil para la psicoterapeuta, como la memoria y el recuerdo, tan necesarios para reinventarnos, como subraya el autor de Elizabeth Costello. Si el desafío de Don Quijote va en la línea de mostrar que la verdad ideal inventada pueda ser mejor a veces que la verdad real, hablando de Los demonios de Dostoievski, de Madame Bovary o de Austerlitz de Sebald, ambos coinciden en que el mundo necesita de la fabulación para explicarse, para buscar el sentido de su existencia.

J.M. Coetzee
El libro de Kurtz y Coetzee es una aproximación a la terapia psicoanalítica desde la trinchera de la novela. Ambas posiciones comparten experiencias y vestigios para indagar en la verdad y la mentira, en el gozo y el dolor. Desde el diván o desde un texto literario, la historia de la propia vida se convierte en una construcción elaborada para curarnos de un mundo no siempre amable. En ese sentido, El buen relato es un intercambio de opiniones que hurga en el alma insatisfecha de cada uno a través de los interrogantes sucesivos que la vida plantea sobre la verdad y que la literatura recoge fielmente. Y es que la verdad y la certeza están equidistantes. Por eso, para el escritor, cambiar de perspectiva le permite observar otra realidad. De ahí que la frontera entre realidad y ficción sea una línea de separación tan frágil y susceptible.

El buen relato es un texto ensayístico interesante y profundo que transita por el terreno del psicoanálisis, desde la perspectiva literaria de la ficción, que plantea hasta qué punto la verdad estricta es imprescindible en la historia personal de un individuo.

Kurtz y Coetzee nos entregan un libro inquisitivo, de lectura exigente, que requiere de un lector curioso y animado para sumergirse en el subsuelo propio de la literatura, ese terreno interior y secreto que toca el subsconciente y que cuestiona si realmente es necesario vivir bajo el dogma de la verdad. [Reseña núm. 237]


jueves, 3 de septiembre de 2015

Precariedad laboral

No es casualidad que la literatura trate de poner en discusión las certezas del mundo, o bien, desmontarlas, moldearlas e, incluso, deformarlas o, sencillamente, retratar sus estragos. Saludos cordiales (Siruela, 2015) es una novela que aúna todos estos verbos y disecciona la miseria moral que ocultan las empresas comerciales y de la industria de nuestros días.

El joven escritor Andrea Bajani (Roma, 1975) dio a conocer este libro, su ópera prima, en su país natal hace ya una década, cuando contaba apenas treinta años de edad, una historia mordaz e irónica, escrita con sarcasmo y delicadeza en la que destapa el proceder engañoso de una empresa, de apariencia amable y moderna, con el futuro de sus empleados. Bajani narra la historia de un empleado mediocre y sentimental, elegido por la dirección para escribir las correspondientes cartas de despido al personal, un relato perturbador en el que parece que no hay nadie que esté a salvo de recibir una de esas misivas. La precariedad, empujados como zombis a un final de contrato ya predeterminado por el departamento de personal, que no es más que un laboratorio de ensayos por donde pasa todo el mundo. En ese escenario hostil e incierto, todo es falso y cruel, un lugar en el que el empleado no es más que un número irrelevante en los objetivos de la empresa.

Al protagonista de la novela se le conoce como El Matarife, la mano ejecutora de redactar y enviar las cartas de despido al personal señalado por Recursos Humanos, una especie de matón que utiliza el ardid de la palabra como cuchillo afilado, en un lenguaje hipócrita de alabanzas y exaltación, para envolver la orden despiadada de liquidación del puesto. Saludos cordiales es toda una metáfora de lo que se cuece en los tiempos que corren, ahora igual que hace una década, en el seno de las empresas, un período de precariedad laboral donde el trabajo parece más un azar de juego que una carrera de futuro, un período atosigante y generalizado de la vida de los asalariados, que parece haberse instalado de forma permanente en la vida empresarial, en el que el empleo tiene una fecha de caducidad corta o, al menos, incierta para todos.

El título del libro es, en tal sentido, emblemático y sarcástico en cuanto al contrasentido que encierran sus páginas: el rol de su protagonista, cómplice de una farsa que él mismo urde y que ahonda en el drama individual del trabajador por medio de la elaboración de esas amables y cínicas cartas y, de otra parte, la vertiente que este mismo personaje asume gustoso en su papel de padre cariñoso que cuida a dos críos que no son suyos y que permanece ajeno al daño que causa en las personas que caen bajo su jurisdicción.

Saludos cordiales enfatiza, desde el punto de vista narrativo, la historia de una serie de despidos, como cruda realidad cotidiana de las grandes empresas que no cejan en su empeño de obtener réditos, a cualquier precio, sin que les importe reducir plantilla, toda una reflexión literaria que denuncia decididamente estos abusos. Andrea Bajani ha escrito una novela tragicómica y paradójica del mundo laboral que vivimos, acuciados por la crisis económica y el desempleo, una historia capaz de refutar, en poco más de cien páginas, ese peligroso juego de rol tan cruel que conlleva cada carta de despido en la familia de los afectados, un drama de incalculables consecuencias. En este relato breve hay reminiscencias kafkianas, un juego absurdo y surrealista propio de la burocracia que se percibe en la trama narrativa, lo mismo que algunas otras que recuerdan a Beckett en ese esperar incierto y desconcertante del devenir. Hay también dos novelas españolas, aparecidas posteriormente a la publicación en Italia de Saludos cordiales, que guardan concomitancias sobre este mismo asunto de la precariedad laboral. Me estoy refiriendo a La mano invisible (Seix Barral, 2011) de Isaac Rosa y La trabajadora (Random House, 2014) de Elvira Navarro, dos escritores de la misma generación que el italiano y que inciden en la misma patología social.

Este martes pasado, en su columna Café Perec del diario El País, sorprendía el gran Vila-Matas hablando de los entresijos de esta interesante novela política y social, pero esta vez no tuve que acudir al llamado de su artículo de prensa para leerla, ni a la lista de recomendaciones que cuelga periódicamente en su blog y que sigo con atención e interés; esta vez, curiosamente, el libro salió al encuentro mío en La luna nueva, mi librería de cabecera, un hallazgo que celebro y comparto con todos vosotros. Saludos cordiales. [Reseña núm. 236]