jueves, 29 de diciembre de 2022

Almacén literario


Lo que viene a reunir
Emilio Gavilanes (Madrid, 1959) en Bazar (La Discreta, 2020) no se entiende como un mero acopio de textos diversos ocupados en ofrecer al lector la impronta de escribir divagaciones en cualquiera de sus formas, a fuerza de tomar un desvío tras otro, pero sí como un ejercicio libre de entender el mundo y posicionarse en él por tanteo y aproximación, por medio de notas e impresiones donde engarzar la vida con la palabra para ocuparse de la memoria, de la infancia, de los libros, del cine, del paso del tiempo, de lo que concierne al amor, a los sueños, a los deseos o a las pérdidas, como relato sustancial de la experiencia y los hechos vividos.

Digamos que Bazar, en sentido figurado, tiene bastante de mercado persa por lo variado de sus páginas, colorido y sugerencias. Podríamos denominarlo como un almacén literario donde la percepción de la vida se deja sentir en cualquiera de sus apartados, encontrando acople en el microensayo, el cuento, el aforismo, el haiku, o en decenas de anotaciones, a modo de diario y textos de diversas fragancias que invitan, una y otra vez, a tomar lápiz en mano para subrayar y después volver a remarcar. La sensación es parecida a la de callejear por distintas estancias, atentos al aroma de sus intersecciones, y el resultado, de buqué, de regusto que se antoja duradero.

A modo de un cuaderno de bitácoras, los textos reunidos en Bazar, mayormente de carácter autobiográfico, conforman una obra de gran coherencia formal, pese a su disposición fragmentaria e híbrida. El libro de Gavilanes responde a un interés contemplativo del mundo, cuya lectura, además de entretenida y jugosa, produce una cierta complacencia melancólica inusitada. En Bazar hay pasajes e imágenes en los que se han ido colocando trazos de palabras que responden a planteamientos de lo que importa de verdad al escritor. Es el caso, por ejemplo, de algunas evocaciones suyas de la infancia capaces de rememorar la nuestra y aflorar episodios similares de aquellos años de nuestra niñez que siguen ahí latentes y no olvidados, atentos a cualquier soplo de relumbre, vengan del juego de las canicas o de las aventuras de Tintín.

El libro, por otra parte, se revela como un poso estimulante de sensaciones, dotado de esa fragancia propia de los bazares que emulsionan con el resto de los sentidos. En Bazar hay alusiones a la lluvia, a las calles de Madrid, a las vicisitudes del escritor, a lecturas de los clásicos y a las películas inolvidables. Hay evocaciones del mundo rural, narraciones sobre la presencia y ausencia de la madre, los amigos del colegio, retazos de conversaciones escuchadas en la calle, y de haikus, como dedos que señalan el mundo. Como también hay, y así lo expresa el propio autor, “el llamado flujo de la conciencia”, que viene a decirnos que no se manifiesta solo verbalmente hacia fuera, sino que también se acopla en el pensamiento, a modo de monólogo interior.

Por ese diálogo introspectivo de adhesión incondicional transita Gavilanes para decirnos que es un entusiasta lector de Baroja, que lee con interés a Carpentier y a Saramago, que ve películas de Chávarri, y revisita la Ilíada como historia imperecedera de la lucha del hombre con los dioses y su destino. Gavilanes lee con fruición a Pessoa. Le gusta el pálpito de Salinger, Cortázar, García Márquez y Rulfo, como también el de Chéjov, Updike, Pla, Delibes o Piglia. Y, sobre todo, se aviene a destacar el valor de la literatura como caudal para la memoria y para la recreación de la vida: “La literatura explica cómo deben ocurrir las cosas, pues nada ocurre como debe. Y en el fondo explica cómo han ocurrido realmente”.


A medida que leemos el libro, a saltos o de corrido, llegamos al convencimiento que todo en él se convierte en pretexto para hablar de la vida, del paso del tiempo y de su huella. Todo parece observado desde ese devenir del tiempo que hace que las cosas queden de una manera impredecible, como así lo afirma el propio autor al concluir el libro: “Ves que las cosas se suceden, no suceden meramente. Ves la forma de tu vida. Sabes por qué, para qué ocurrieron todas las cosas. Es un momento extraordinario. Todo fluye sin esfuerzo y tú estás dentro de ese fluir. Y lo bueno y lo malo que te ha ocurrido son igualmente justos, necesarios. Ves que los episodios independientes forman una historia. Significan juntos”.

En todo este panel de notas que presenta Bazar, el lector se va a encontrar con un interesante expositor de evocaciones y recuerdos, tan peculiar como sorprendente y ameno, diseñado como un observatorio luminoso de textos en el que se postulan, a su vez, los entresijos literarios de su autor, un escritor de vocación reflexiva y lenguaje conciso, que deja entrever siempre en su obra el resorte inapelable de lo mucho que tiene en común la escritura con la vida.


jueves, 22 de diciembre de 2022

Un viaje siniestro


El miedo es un lastre que nos aterra, que nos empequeñece y nos devora. Uno tiene miedo a perderse; tiene miedo al fracaso; tiene miedo al dolor, y a lo que viene después. Y apenas en su vida hace otra cosa. El eco del miedo, como ocurre en la vida del protagonista de esta lacerante historia, viene de lejos, de su infancia y juventud, hasta alcanzar la muerte de sus padres. Su hogar no era un techo propicio a los afectos, a la comprensión y al entendimiento como cualquier casa de vecino, sino que era un infierno, un foco de miedo indescriptible. Allí, hasta lo indecible estaba sometido al dominio de un padre abusador y egocéntrico, brusco e irascible, al que había que evitar cualquier alteración que lo sacara de sus casillas y lo condujera a un daño mayor o a una catástrofe infame.

Quiero matar a mi padre”. Con esta frase tremenda arranca Vengo de ese miedo (Tusquets, 2022), de Miguel Ángel Oeste (Málaga, 1973). En ella cabe toda la reacción producida en el narrador por ese sentimiento intenso y prolongado de terror, de pánico difuso que lo atenaza constantemente. Miedos que están ahí y que son miedos cotidianos, de casi todos los instantes de su existencia que le llevarían a minar su mente con pensamientos fulminantes: “Durante muchos años, estos sentimientos avivaron el deseo de acabar con él. Tal vez así pudiera librarme de la aprensión y la influencia dañina que tenía sobre mí. Sentía que al hacerlo me estaba liberando del miedo que me producía su figura, una figura que iba creciendo en mi interior, que se había instalado como una tenia alimentándose de mi organismo”.

En estas primeras líneas encuentra su autor el cauce necesario para lanzarse, a través de la voz de su narrador, a escribir un relato familiar para resaltar el poder liberador de la escritura como forma de abrir puertas a lo que uno, difícilmente, se atrevería a descorrer, sin rebajar la inconveniencia del rencor, la pena y los recuerdos tristes o, simplemente, aprovechar la escritura como recurso atenuante para plantar cara a la memoria y mostrar, sin pudor, lo que hasta ahora no estaba dicho del miedo a un padre castigador, azote sin límite y perseguidor insaciable. Un padre que encarna la maldad en los tres tipos de miedos que se conocen: miedo a la amenaza, miedo al ataque y miedo que surge al dolor.

Narrado en primera persona, el mismo autor quiere dejar ver cómo ha sido el proceso de escritura, desde el momento decisivo de plasmar por escrito todo lo sufrido en aquel tremendo período de la infancia y adolescencia, contando las terribles vivencias que causaron ese miedo endémico incrustado en su piel, y que aún persiste. Piensa, una y otra vez, en cómo acabar con ese miedo, y no encuentra otra mejor manera de aniquilarlo que no sea otra que pensar en cómo matar a su padre. No encuentra en su propósito la complicidad de su hermano, que tampoco muestra entusiasmo en que escriba el libro que lleva entre manos. Considera que mejor sería pasar página, como él ha hecho hace tiempo, y le recomienda no remover la inmundicia y las broncas vividas.

Conforme nos vamos adentrando en el libro, el lector vislumbra, dentro del testimonio desgarrador por el que transita, que hay un propósito recurrente en el libro de indagar en los límites de la escritura. La sensación es esa, de que el autor lo ha concebido de esa forma deliberada. Se podría sostener que, aunque el miedo subyace y aflora permanentemente en el libro, sin embargo, el gran tema del libro no es otro que el de la propia escritura y sus efectos, tanto del lado de quien escribe la historia, como del lado de quien la lee. Oeste viene a decir que la escritura es una manera combativa de estar en el mundo. Y también, que escribir es un modo de ver y de transitar por el pasado y el presente de otra forma, como la que proyecta el narrador, por un lado, escarbando en sus entrañas, pero, a la vez, empujado a distanciarse para emprender ese viaje o rastreo terapéutico propiciado por la escritura.

Por eso mismo, el autor trata de volcar toda su carga emocional posible para sustanciar en la escritura la magnitud del miedo vivido y la destrucción sufrida en casa, sin esconder que acaso fuera posible otra manera de afrontar aquel espanto, como así hizo su hermano, sin rebeldía ni enfrentamiento. Vengo de ese miedo es un testimonio aterrador de supervivencia, de destrucción existencial, urdido bajo la esencia que distingue a la literatura de contar al lector lo que alcanza la memoria y la experiencia de quien la lleva a cabo, de imaginar al otro, de contar lo que nadie ha registrado y quiere recuperar, como aquí da cuenta de ello el narrador, transpirando lo vivido hasta arañar las heridas y soltar todo el miedo acumulado.


Oeste atina en la manera de ir desbrozando ese cúmulo de acontecimientos sórdidos que se dan en el seno de un hogar desgajado por la presencia de un maltratador progresivo y continuado. Logra encararnos con el mal y sus destrozos, dejando ver cómo el miedo puede llegar a ser paralizante y cómo cambia a quienes alcanza. Y a pesar de algunas reiteraciones y páginas que precisarían de afinación y poda, el libro, conviene subrayarlo, posee una potencia fabuladora encomiable, y un sesgo literario potente, diría inmenso y despiadado, que habla mucho y bien de alguien como su autor, que arde de anhelos y esperanzas por utilizar la escritura como verdad, para lograr con su impulso creativo y descomunal un asidero para contar la vida y, de paso, dar escape a los deshechos que arrastran con ella.


martes, 13 de diciembre de 2022

La burla de los años



El tiempo es un incordio, no solo porque pasa muy de prisa y casi no nos damos cuenta, sino por esa manía del orden que lleva consigo: primero esto, después aquello, después lo de más allá, y así sucesivamente. Todo a la vez no puede ser, pero en cambio, en nuestra cabeza y en nuestro corazón todo puede ocurrir simultáneamente, y no digamos cómo se acorta en nuestra memoria cuando tratamos de abordar el pasado para descifrar aquellos momentos cruciales de nuestra existencia. Entonces, ese hilo de Ariadna, que es el tiempo, se va desenredando mientras tiramos de su cabo y negociamos con sus sombras.

La escritura tiene mucho que ver con esta tentativa de desmadejar el pasado. La escritura es, precisamente, ese oficio indicativo capaz de rastrear en el tiempo para dar con sus claves, concebido igualmente para alimentarnos de lo recóndito e inexplicable que atesora. Nos encanta el misterio. Por eso también leemos. Uno lee desde lo que es y con todo lo que es. Cada palabra tiene su propia biografía para cada uno de los lectores, y no digamos para quienes la escriben. Quien se dispone a la tarea de escribir quiere saber, ver y reconocer formas, es decir, sentidos y significados de las palabras que está usando. En esa indagación a lo largo del tiempo es donde podríamos decir que se encuentra el principio de toda escritura.

De todo esto va La radiante edad (Talentura, 2021), de Antonio Báez Rodríguez (Antequera, 1964), una novela ceñida al paso del tiempo y sus matices, a la brevedad de la vida, en la que su narrador trata de burlar sus límites, sin salir de su entorno y círculo familiar, sin dejar de darle cuerda al reloj de la existencia, como si tuviera dentro de sí un termostato emocional que regula su estado de conciencia, con la intención de propagar sus lecturas y escarceos importantes de lo vivido: “Cuando me fui a vivir con mis abuelos maternos a la ciudad, donde a mi abuelo lo habían colocado como portero en un edificio, me dedicaba durante horas a mirar mi recuerdo en la oscuridad como si lo contemplase en una pantalla de cine”, (pág. 30).

El protagonista es un niño observador que después se ve transformado en un joven disconforme con su mundo circundante, en un escritor en ciernes que, en cambio, se siente feliz rememorando aquella infancia en la que podía proyectar imágenes de películas que veía en el cine, en su habitación a oscuras, sobre la manta que su madre colocaba en el ventanal para impedir que se colara la luz de la calle. En ese mundo imaginario se deja ver la vida, contemplada como laberinto por donde transcurre su educación sentimental, por los pasillos del aprendizaje, de muchos recuerdos dotados de inocencia y diversión, haciendo sombras en las paredes con su abuelo, así como pasajes taimados propios de la pubertad, de ambientación estudiantil, como también otros más controvertidos, de puntos suspensivos, en los que pone en juego su incipiente madurez, su ruptura con lo establecido, hasta su posterior incursión en la literatura.

Llegado a este punto, descubrimos cómo al narrador de La radiante edad le gusta jugar con su rol de escritor, sin rubor alguno. No le importa contestar con desenfado a una mujer, con la que se reúne en la habitación de un hotel, interesada en saber a qué se dedica, diciéndole que él es un falsificador, que escribe libros que ya han sido escritos, como escaramuza y diversión creativa de escritura paralela. De la misma manera que tampoco se corta, en otro pasaje del libro, en revelarnos por qué escribe: “Escribir me permite abrazar las sombras de tiempos diferentes, perseguir a alguien por caminos contrarios, arrojarme por cada puente en el que me encuentro con la posibilidad de haber sido cualquiera de los tantos que me ha negado la vida”, (pág. 132).

Pero esto que leemos, aun pareciendo memorias y confesiones, es una obra de ficción y, evidentemente, su inventiva es la herramienta de la que se sirve Báez para alumbrar el sentido de la obra, no solo la vida de su protagonista, sino la suya propia se deja entrever, curiosamente, en un orden misterioso que conecta causa y efecto. De la ficción se sirve, pues, para perseguir esa sombra propia como es la identidad. Y es ese rasgo, en su claroscuro, en su eco proveniente de la memoria y la experiencia, donde encontramos la clave narrativa del libro que pretende empatizar con el lector, la que resalta y justifica el sentido de su título: “como si la radiante edad del cosmos, que era la mía, lo engullese todo en sus agujeros negros”, (pág. 179).


Contrariamente a lo que piensan muchos, no solo se escribe para entretener, y eso que la literatura es una de las cosas más entretenidas que hay a nuestro alcance, ni tampoco se escribe por el mero hecho de contar historias, y mira que la literatura está llena de relatos extraordinarios. Se escribe, como diría Vila-Matas, para atar al lector, para cautivarlo y subyugarlo, para entrar en el espíritu de otro y, tal vez, quedarse allí, con la condición, como ocurre en esta sugestiva novela, de que lo leído desentrañe la extrañeza inherente de la vida, y de que lo haga con cierto aire burlesco y compasivo, como así sopla por sus páginas.


jueves, 8 de diciembre de 2022

Escalas por el mundo



Dejando a un lado la experiencia, la ficción ofrece una de las mejores maneras de entender a la gente distinta de uno mismo. A menudo la ficción resulta más útil que la experiencia vivida, sin apenas coste y, encima, nos llega en un envase más manejable y ordenado para entender las cosas con cierta facilidad. Como diría
Ursula K. Le Guin, la experiencia nos pasa por encima como una apisonadora y solo comprendemos lo sucedido años después. En cambio, la ficción aporta una comprensión fáctica, psicológica y moral mucho mejor que la realidad. Por eso mismo, los escritores que desean que entendamos sus historias de un modo más comprensible consideran que no encuentran otro cauce mejor para ello que la ficción.

Pero nada imaginario estaría fuera de un viaje, de una odisea, que no comporte una aventura para el lector. Prestarse a eso mismo, a participar como pasajero, será un aliciente, un pasaje prometedor, a sabiendas de la incertidumbre que corre, sin importarle probar con dicha suerte. Estas líneas nos sirven como recurso introductorio al libro que traemos a esta bitácora de lecturas, por todo lo que, a mi juicio, guarda de analogía y correspondencia con ese territorio reservado a la literatura como mapa de exploración y aventura. Gonzalo Campos Suárez (Palma de Mallorca, 1976), médico, escritor de cuentos y de teatro, vuelve al género narrativo breve, tras su primera incursión con Mi bello Fauvel (2018), finalista del XXV Premio Andalucía de la Crítica, con su nuevo libro Karaoke (Sloper, 2022), un volumen de relatos que invita al lector a una travesía con distintas escalas por diversos lugares del mundo.

En el meollo de los doce relatos de Karaoke nos vamos a encontrar con historias en las que sus protagonistas no se cortan un pelo en poner rumbo a otros lugares, o en las que los personajes, sin cambiar de sitio, dan rienda suelta a sus deseos y a sus sentimientos. Encontramos individuos dispersos en distintos escenarios y épocas que descifran la extrañeza inherente de sus propias vidas en una línea narrativa dotada de un factor sorpresa en la que puede aparecer alguna situación particular y familiar inquietante o incómoda. Karaoke, por tanto, refleja la vida y trasiego de sus protagonistas, que lo mismo irrumpen en Japón o en el Medio Oeste norteamericano, que vagan de aquí para allá en un crucero por los fiordos noruegos, por Tierra Santa, Baviera, París o Venecia, hasta orillar en una remota isla caribeña para esperar a que todo acabe.

El periplo comienza con el relato que pone título al libro, uno de los mejores. Su protagonista es un guía turístico japonés llamado Yukio. Lleva el nombre de su abuelo, que fue un heroico kamikaze. Sobre él pesa la memoria de su ancestro, una figura a la que profesa respeto y veneración. Yukio adora el silencio y le gusta leer a Mishima. La cercanía de Kayoko, una joven guía con la que entabla relación, no le sacará de la melancolía que arrastra. No hay un porqué para entender cómo los fantasmas hacen de las suyas y cómo aquí cambian el destino de las cosas. En el siguiente relato, el escenario es Venecia, un destino que nos traslada al año 1577 en el que Sebastiano Venier rige los destinos de esta República. Pasar a la historia es su deseo y decide confinar a Guido en una celda hasta que el artista de Murano culmine la escultura que el mismo gobernador le ha encomendado sobre su figura. El artista, contrario a su suerte, procederá a vengarse para sorpresa de todos. En Un día de lluvia, la presencia de un payaso en el interior de un taxi, acompañado de una talla de la Virgen, augura la extrañeza de que algo sobrenatural va a tener lugar, inevitablemente. En otro, nos encontramos con un hombre consternado por la extraña transformación que viene del lado de su mujer, que ha empezado a hablarle en una lengua que parece eslava y que no logra entender.

La presencia de un supuesto filipino dispuesto a chafar las expectativas de un viajero es el leitmotiv de Diario de un crucerista, un relato tan cómico, como disparatado, que transcurre a bordo de un crucero por el Mar del Norte. La voz narrativa en primera persona de Tu secreto y mis sospechas relata el sentir de una mujer que odia a los pusilánimes, pero tiene la osadía de enamorarse de uno de ellos, un informático cautivo de un misterio escondido. ¿Puede acaso una vida caber en un instante? En esta pregunta cabe entero el relato de Un lugar en el mundo, otra de las historias del libro, en la que la vida de sus dos protagonistas, uno en Baviera, otro en Paris, devienen en algo tremendamente inesperado y feliz. Finalmente, el libro acaba su periplo con Tríptico del Medio Oeste, una envolvente historia familiar de dos hermanas y dos cuñados conectada en tres piezas al más puro estilo teatral, tres actos en los que el diálogo es el propulsor que pone rumbo a unos finales tragicómicos a cuál más sorprendente.


En resumidas cuentas, estos ingeniosos cuentos de Gonzalo Campos, de escritura ágil y audaz, vienen a desvelar que las buenas historias se hallan en cualquier rincón del mundo, que surgen de la fantasía, de la propia realidad, del presente o del pasado, pero curiosamente lo hacen también fuera de toda lógica. La magia está en ver cómo se resuelve ese condicional, cómo encaja y se desarrolla en la historia, sin importar su ubicación y límites, ni que nada sea todo lo que parece, pero, de un modo u otro, lo que sí importa es que nos seduzca y nos identifique con algunos de sus personajes. En Karaoke suceden estas cosas.


lunes, 28 de noviembre de 2022

Entre Monterrey y San Petersburgo


El lector no regala su atención a un libro de manera gratuita. Lo hace a condición de encontrar el gozo, el asombro, el secreto de algo, o lo que es lo mismo, a condición de obtener una recompensa. Alcanzar ese objetivo es la aventura que el lector está dispuesto a correr cargado de esperanza. Leer, en suma, es la promesa de recolectar un fruto. Y en ese propósito de orden intelectual, de pura pretensión, no cabe deseo más humilde y legítimo. La lectura, al fin y al cabo, nos regala placer, eso sí, con la única condición de que le dediquemos tiempo, un rito de reciprocidad que la convierte en conjuro y misterio.

Sirvan estas líneas preliminares para destacar, precisamente, ese sortilegio descubierto en las páginas de El peso de vivir en la tierra (Candaya, 2022), el nuevo libro de David Toscana (Monterrey, México, 1961), una novela envolvente en la que su ingrediente principal lo materializa el hechizo cervantino que la alienta. Me refiero a ese espíritu aventurero de sobrepasar los límites del mundo que la impele y encontrarnos con el propósito dispuesto por su autor: recluirnos en un lance novelesco, para revivir con los personajes el ámbito literario y los sentimientos que avivan y teatralizan sus correrías. Hacia ese objetivo nos encamina, como demostración de que la literatura es terreno fértil y propicio para empatizar y aprender a ser lectores del mundo que otros son capaces de recrear para confabularnos y ver el universo, como diría Proust, con los ojos de otro.

El peso de vivir en la tierra nos lleva hacia una peripecia en la que cabe la farsa y la perplejidad, los hechos históricos y sus desatinos, la verdad y la broma infinita que cabe en la literatura y, de paso, la burla del mundo ante la tragedia del ser humano en su vivir cotidiano. Toscana nos presenta una novela ensayística donde lo que narra está impregnado hasta lo indecible de ese aire quijotesco proveniente de las múltiples lecturas que afloran de la mano de su protagonista, un funcionario de Monterrey, fervoroso lector de la literatura rusa, que ha sido engullido por el ciclón literario de Pushkin, Gógol, Tolstoi o Dostoyevski, de igual manera e intensidad que de aquellos otros grandes escritores que les sucedieron, como Pasternak, Bulgákov, Grossman, Solzhenitsyn, Anna Ajmátova o Marina Tsvietáieva.

Estas figuras literarias irán haciéndose eco a lo largo del desarrollo de la novela por medio del imaginario de su protagonista. Pero yéndonos al arranque del libro, todo empieza cuando nuestro oficinista se entera por las noticias oficiales de que los tripulantes de la nave espacial soviética Sályut han muerto después de haber permanecido 23 días en órbita. Ante el silencio de las autoridades rusas, y puestos a barajar hipótesis, se suponía “que luego de pasar tanto tiempo sin gravedad, sus corazones se habían detenido al sentir de nuevo el peso de vivir en la tierra”, como una de las causas. Aquella tarde del 29 de junio de 1971, Nicolás decidió cambiarse de nombre para vivir como Nikolái Nikoláievich Pseldónimov. Allí mismo, en su oficina de Monterrey, les pide a los compañeros que lo llamen así en adelante.

Nikolái será otro, un ser revestido de alma aventurera, dispuesto a emprender un largo viaje que dé sentido a su empeño de transformación por romper con los límites de la realidad que le impiden dar rienda suelta al mundo de sus ideas, al mundo de sus lecturas que no paran de soplarle aire procedente de San Petersburgo, una urbe fantasmagórica y proverbial, maravillosamente retratada por Gógol, ciudad acaparadora de grandes momentos de la literatura rusa. En esa escala de aceptar un nuevo destino se hace acompañar de su esposa, a la que le cambia el nombre por Marfa Petrovna, junto con un par de amigos más, como miembros de su tripulación con los que llevar a cabo su viaje espacial imaginario, revisitando escenas de Anna Karenina, Crimen y castigo, Almas muertas, Doctor Zhivago, de cuentos de Chéjov o de Bábel, como observatorio recurrente para su expedición.

En esta aventura quijotesca trepidante, Toscana logra que empaticemos con su protagonista, aun sabiendo que no nos lleva por el territorio de un caballero andante en busca de gloria, sino que nos transporta por senderos de perdedores y perseguidos, de deportados y aniquilados y, también de supervivientes, seres humanos que quieren vivir sus vidas precarias con normalidad, libres, sin necesidad de hacerlo por un gran ideal. Nos lleva a acercarnos a los verdaderos héroes de los cuentos populares rusos, gente que espera un golpe de suerte y le sonría la fortuna, gente que se esfuerza por comprender el alma rusa, que busca desentrañar su esencia en las novelas de Dostoievski. Pero a su vez, también se palpa la presencia de Oblómov, el personaje de la novela homónima de Goncharov, tumbado en el sofá esperando el milagro.


El peso de vivir en la tierra contiene un universo que rezuma ardor literario por todos sus poros, un irrefrenable y encendido pálpito de literatura rusa amplísimo, conectando dos ciudades distantes, Monterrey y San Petersburgo, la una, razón y enclave de su protagonista, un hombre enfebrecido y fascinado por el imaginario de la otra, con todo su esplendor y miseria, en la que se dan cita todas las historias de los libros que la han transitado durante los siglos XIX y XX. Eso es lo que hace David Toscana, llevarnos prodigiosamente por la órbita y época de sus calles y avenidas, por su historia, a través de la voluntad de Nikolái, alguien capaz de creer que los sueños y la imaginación son fuentes misteriosas capaces de dar un giro a cualquier realidad.

A los que nos gusta leer mucho nos costaría vivir en un mundo sin libros, pese a que la realidad no está completamente en ellos, porque no cabe allí entera. Sin embargo, el juego de esta novela, impulsado por el paroxismo de sus personajes, parece concebido para que sí quepa. Aquí la vida sí se transforma en libro depurado. Aquí se dirime cómo se puede convertir una ciudad en otros escenarios posibles más allá de México, cómo una cantina puede dar lugar a una estación espacial, una huerta a una dacha, o que el río Santa Catarina se convierta en el Nevá, que sus personajes crean que un teleférico obsoleto sirva como plataforma de despegue, y, desde luego, “que lo más emocionante y sublime no había hecho más que empezar”. Aquí lo que tenemos es un libro arrollador que enaltece la literatura con mayúscula.



domingo, 20 de noviembre de 2022

Imaginario verbal


La literatura posee esa demarcación agreste donde el lazo entre quien escribe y quien lee es misterioso y, en cierto modo, inexplicable. Para un escritor curtido en el ejercicio de la escritura, como es el caso de Manuel Longares (Madrid, 1943), esa conexión entre la escritura y la lectura cobra sentido, más si cabe, cuando la palabra, o mejor dicho, el lenguaje encuentra su competencia y alcanza al lector para entenderse con él, con su realidad o con otra que estaba oculta e, incluso, alentándolo a escapar de sus límites. El mundo de la literatura, en definitiva, viene a decirnos que el poder de persuasión de la palabra es alto, ambiguo y frágil. Y por eso mismo, los que hemos leído a Longares también hemos percibido en sus libros el sentido de su escritura como reto del lenguaje que da derecho a otra mirada, a otra vuelta de tuerca, y si es menester, a ponerlo todo del revés.

En La escala social (Galaxia Gutenberg, 2022) nos encontramos con un nuevo reto de Longares, en esta ocasión, ejerciendo de fotógrafo narrativo, tomando instantáneas de perplejidades que le vienen de la realidad para verterlas en el molde comprimido de su propia invención. El libro se presenta concebido bajo esa idea: un álbum de sesenta microrrelatos distribuidos en cinco capítulos de doce historias cada uno. Aclara el autor en el arranque de su nueva entrega que: “No existe entre ellas relación argumental y ninguna supera las doscientas palabras. Son requisitos que, además de singularizar este proyecto, influyen en el desarrollo de la idea, el suceso o la intriga que sustentan el entramado de la fabulación”. A su vez, en todos ellos, destaca el empleo de la síntesis y de la elipsis, como factores determinantes y fundamentales del objetivo empeñado en esta su última andanza literaria.

De sus rasgos formales, como son: la ausencia de complejidad estructural, la mínima caracterización de los personajes, la condensación temporal y espacial, la importancia del título, también se aprecia su carácter experimental, es decir, encaminado a reducir el texto a su mínima expresión, en un solo párrafo. En esa depuración máxima suya encontramos, a su vez, una intencionalidad fulgurante para que el lector se incorpore activamente al texto, desde el inicio de cada pieza hasta su punto final, para resolver el enigma que se plantea, para rastrear en el puzzle narrativo propuesto por el propio autor y encajar las piezas que percuten en él y esconden pasajes, anécdotas, estampas teatrales y carnavalescas escritas con sumo desparpajo.

Por aquí transcurren episodios de la vida corriente, algunos con aire del marqués de Santillana. También se deja ver la presencia de una humilde mujer a la que llaman la santa en el barrio de Salamanca, así como calles disfrazadas de carnaval, con lances esperpénticos de caballería, en un Madrid del siglo XIX. En otra estancia observamos a un profesor en un aula instando a sus alumnos a escribir un cuento, sin olvidarnos del relato del perrito que acompaña a su dueña, una anciana, a la que le regala placentera compañía. En muchas otras piezas lo sepulcral, el costumbrismo, la temperatura ambiental, el disimulo, la mitología y el propio extravío de sus protagonistas se hacen eco de lo insólito y caprichoso de sus historias. En resumidas cuentas, todo un friso social de mini contiendas narrativas jugosas siempre abiertas a la parodia, al humor y, también, al asombro y a la tristeza.

Longares ofrece un conjunto de historias incitantes, encapsuladas en una suerte de arte poética que le brinda el microrrelato. Son piezas ambientadas bajo el mismo escenario de un Madrid del siglo XX, llevado,a veces, al de hace dos siglos, que representan ese inefable momento en el que se dan a conocer. En La escala social se aprecia un inquebrantable fervor por la literatura. Se examina el ambiente social de forma perspicaz e irónica, por medio de una argucia que permite al autor hilar pequeñas tramas a través de fragmentos narrativos a modo de estampas que insinúan el pálpito de una ambientación propicia, más que los de una historia con final desafiante y revelador.

La literatura tiene mucho que enseñarnos sobre la vida, la muerte y el discurrir de lo que existe a nuestro alrededor, pero también refleja el poso de la memoria, de la Historia, de lo vivido e imaginado y de lo que todavía no ha llegado a ser, pero que se sueña. De todo esto saca punta Longares, narrador de larga trayectoria, para estampar en pocas líneas, por ejemplo, una epifanía surgida desde el seno de la vida de dos gemelos, desde un campanario de una catedral, o le vale igual, desde lo acaecido en la esquina de su ciudad, destapando el misterio de ciertos murmullos de la noche de Madrid, escenario de sus ficciones.


Manuel Longares sabe desde qué ángulo presentar sus historias y anécdotas en esta nueva tentativa narrativa, valiéndose del sesgo poético y experimental de una escritura que parte de la realidad, espolvoreada con un lenguaje de soplo irónico e incisivo, sin apenas maquillaje. Es en esa demarcación desconcertante y subversiva donde se ajustan las hechuras de su libro, como juego literario de un imaginario verbal que es, al fin y al cabo, lo que distingue a la buena literatura.


jueves, 10 de noviembre de 2022

La vida en jaque


Azar, destino, arrojo, la vida tiene mucho de juego en relación a estos términos que, por otra parte, dependiendo de cómo se combinen entre sí, el resultado puede convertirse en atropello. La pregunta sobre qué es vivir nunca tiene una respuesta fácil, porque toda explicación es una reducción, una simplificación. La vida en jaque. Así, en estas cuatro palabras, podríamos resumir lo que encierra Sobrejuegos (Huerga&Fierro, 2022), el nuevo libro de Itziar Mínguez Arnáiz (Baracaldo, 1972), poeta, aforista, narradora y guionista de televisión, su estreno como novelista, es una historia que escarba en la complejidad de lo real y que trasciende en redescubrir lo que el propio narrador constata en su alegato final: que vivir es intentar cambiar el rumbo de lo establecido, que “ganar o perder es puro trámite, pero el trámite es lo emocionante”.

Sobrejuegos arranca con una cita de Juan Carlos Onetti que augura, en buena medida, por donde tira el misterio que desencadena su trama: “Se dice que hay varias formas de mentir, pero la más repugnante de todas es decir la verdad, toda la verdad, ocultando el alma de los hechos”. ¿Cómo lo lleva a cabo su protagonista? La verdad de los hechos que aquí se narra se irá desvelando bajo su propio testimonio, en primera persona, consciente de lo mucho que hay en juego, pero no le importará. Para él, un cartero de vida anodina, el destino irrumpe en su vida para trastocarlo todo, de manera fortuita, de la mano de Pablo, un desconocido que lo atropella con su vehículo a la altura de un semáforo, y también de la mano de Nuria, la enfermera que le auxilia tras el percance.

A partir de aquí, todo el encaje de lo sucedido en su vida particular se irá hilando y recomponiendo hasta convertirse en una inusitada y aparatosa realidad que pondrá en entredicho y trastocará para siempre los soportes vitales en los que la normalidad del personaje se asentaba: el trabajo, la soledad, su desconexión intermitente con el mundo y con los demás. Después de lo sucedido, ya nada será igual, incluida la relación que mantenía con el viejo Ventura, su compañero de oficina de correos al que nunca le llevaba la contraria. Fue él quien le enseñó a ver las montañas de cartas del trabajo como si fueran pasajes de la vida, con sus secretos guardados. Fue él quien le contó la historia de las cartas cruzadas, dos misivas que coinciden por un instante en un mismo montón, cada una de ellas con su pregunta y respuesta secretas, como paradoja de la vida. La perplejidad de aquella metáfora le vino a reforzar el sentido de lo acaecido ahora en su vida y de lo que, inevitablemente, desencadenaría.

Itziar Mínguez deja entrever en esta historia oscura destellos de luz por donde se incrustan la consciencia de ser, la vida como atropello y, cómo no, el alma de los hechos que la refutan. El narrador de su novela no se imagina sin sus agarraderas de siempre, sin sus rutinas. Qué difícil sería para él acometer cada jornada sin su concurso. No se imagina fuera de su alcance, porque la rutina le facilita las cosas. Es su forma de superar lo anodino dentro de lo cotidiano. Tampoco siente apego, ni cariño, ni dependencia por la gente. Por el contrario, lo que sí siente es aprecio por las cosas. Los objetos le procuran más confort y compañía que nada, nos cuenta. Hasta que tras aquel fatídico día surge lo imprevisto y todo salta por los aires. Es a partir de ahí cuando todo se precipita. Toca suelo, y confirma que nadie puede ignorar el abismo que lo aísla del resto. Y, entonces, la culpa se deja ver en su vida y en la de los que se le entrecruzan por delante. Toma en cuenta que vivir y arriesgar son dos caras de una misma moneda.

Mientras la narración avanza, y vamos viendo la transformación del personaje, esta se va intercalando con las preguntas con las que el inspector Márquez le presiona durante el interrogatorio dispuesto por la policía para encausarle como sospechoso de un crimen. En esa indagación puesta en marcha, las palabras que salen de su boca atisban consignas que acaban siendo una manera reconocible de autoindulgencia para salir indemne del atolladero en el que se encuentra metido y mantenerse en el cauce legítimo de la defensa de su verdad: “–¿Cuál era el juego? / –Ninguno, Inspector. / –¿Entonces? / –Me limité a perder”. Es precisamente esa conclusión arrebatadora la que dispensa a su causa, la de jugar con su inocencia, sin tener que doblegarse a la evidencia, sin calcular la endeblez de sus palabras, sin arrepentirse tampoco: “Jugué a revolver el destino plenamente consciente de que revolvía dos vidas”.


El juego, el peso del azar, el amor y el desacato a la vida están presentes en Sobrejuegos, un libro que guarda cierta empatía con Lo que pudo haber sido (2019), un poemario en el que la autora vasca fija sus versos en lo que sucede y lo que dejamos en el camino, conformando una baraja de cartas en la que cada baza pone en juego no solo conflictos, culpabilidad o desatinos, además de poner al descubierto el deseo, el amor y el arrebato para hacer de las suyas.

El resultado final es que Itziar Mínguez ha sabido articular, en este primer salto al género una novela existencial, urdida con buenas hechuras, tanto en su tono como en su prosa, mediante un relato de sesgo policial que, de manera sobria y conmovedora, nos lleva, por un corredor de vivencias y reflexiones, a descubrir la mente de un hombre anónimo entregado a una causa sobrevenida que pondrá en jaque su propia vida.


jueves, 3 de noviembre de 2022

Asuntos comprimidos


Como apego y defensa de lo cotidiano, los aforismos reunidos en Una galaxia imperfecta (La isla de Siltolá, 2022), de Benito Romero (Santa Cruz de Tenerife, 1983), contemplan y reflejan las paradojas del mundo vistas por alguien dispuesto a examinarlas desde su globo racional e imaginario, al cerca y al lejos, de frente y de soslayo, sin reglas ni decretos, tan solo con la idea de prender alguna chispa que dé que pensar. Por ese discurrir transitan los pensamientos cortos que lo pueblan, como significados para provocar o manifestar algún tipo de perplejidad, juicio o paradoja de lo que supone un existir autoobservado, de aquello que nos roza e importa, del tiempo de puertas afuera y de las horas de puertas adentro.

Estas miniaturas de ahora conforman una cierta filosofía minimalista de ver el mundo y vernos a través de él, para escucharnos también como refugio, como necesidad de huir del ruido exterior que habitamos, para pensar y reírnos, sin tener por ello que rasgar las vestiduras, como se dice en esta licencia íntima: “En privado nos desprendemos del traje del individuo y vestimos el chándal de persona”. Es esta línea embaucadora la que persigue Benito Romero a lo largo de sus tentativas aforísticas, más de cuatrocientos conatos para dar que pensar y conjugar, para deleitar o subvertir el orden imperante. Le importa que sus disquisiciones aspiren a una búsqueda sintética y concreta de respuestas, una búsqueda que se agudiza, como sabemos, con el paso de los años cuando uno cree estar de vuelta de casi todo.

Una galaxia imperfecta es, en su conjunto, una recopilación de ideas y esbozos donde el pensar, en cuanto proceso inacabado, da lugar a todo un repertorio de fragmentos verbales diseminados entre intervalos participa de un aluvión incesante de asuntos y vivencias de toda índole. Aquí el aforismo no se presenta como proclama, sino que, simplemente, se plantea o se propone, reclamando la colaboración del lector. Esa es la idea del autor, como también la de no obligarnos a pensar esto y lo otro. Tampoco ofrece la solución de un problema embutido, sino que exige el esfuerzo interpretativo del lector para que lo haga suyo o complete a su manera. Y como muestra, aquí van estos preludios: “Se acercaba al abismo para inspirarse”; “No viajar lo convirtió en un excelente observador”; “Hasta para frecuentar sus propios pensamientos se le exigía coger cita previa”; “Solo cuando comenzaron a escasear, saboreó cada ocasión como si fuera la última. Incluso las más irrisorias”.

De las cinco partes en la que está dividido el libro, la que lleva por título Gavetas, me parece la más original y chispeante de todas. Está concebida como un minúsculo cofre, un inventario ingenioso de términos por donde discurre toda una cartografía de ese yo universal que todos llevamos. Una especie de diccionario personal dispuesto con suma naturalidad, agudeza e ironía, como vemos en estos ejemplos: “«Adulto». Caballo que tira del carro donde se transportan las preocupaciones; «Amigo». Trébol de cuatro hojas encontrado por casualidad; «Ego». Material inflamable; «Humor». Lubrificación del ánimo; «Limitación». Chasis del ser humano; «Vivir». Insólito atrevimiento”. Y así hasta ochenta y tres entradas, un compendio sintético y socarrón de lo que somos y aparentamos.

Reserva otro capítulo para la escritura bajo el título Territorio. En él despliega un buen arsenal de secuencias, obsesiones y astillas propias del oficio, dando puntadas a diestro y siniestro. Apostilla que “el escritor que se limita a escribir lo imprescindible no existe”. Por eso mismo, y en relación al género que nos ocupa, deja dicho que “los mejores aforismos son zarpazos que lamemos con gusto”. En el apartado denominado Impresiones, tal vez el más persuasivo, Romero balbucea, refuta y cimbrea su propio caudal de titubeos, ya sea en lo inasible de la vida o en lo más cercano, donde cabe cualquier indicio de comprensión: “Algunos optan por el desencanto como la forma más honesta de huida”; “Hay alardes que pringan el suelo de tal manera que cuesta lo suyo no resbalarse”; “Tampoco deberíamos ensañarnos con la estupidez humana; al fin y al cabo, ella es quien nos ha traído al mundo”.

Por todos los rincones temáticos de Una galaxia imperfecta se deja ver ese mismo aire existencialista nada complaciente que encuentra mundos dentro de los mundos, con el propio empeño de escrutar indicios y reflexiones a los que obliga la exigencia de vivir, en sintonía con Horizontes circulares (2018) y Desajustes (2020), los dos libros de aforismos que le preceden.

Benito Romero firma otro libro fecundo en estas lides, con una buena ristra de aforismos certeros, dispuestos a preguntarnos sobre la filosofía del porqué de las cosas y sus vacíos, incluso para interpelarnos con regocijo, o si es menester, para sopesar que “no tener nada que decir también genera su pequeña dosis de placer”.


lunes, 31 de octubre de 2022

Atisbos personales


“Me consuelo diciéndome que la verdad sobre las personas tiene poco que ver con lo que escriben sobre sí mismas. Aunque mucha gente cree que al escribir uno se desnuda, yo sé que en realidad uno se disfraza. Se pone otras caras, se vuelve a hacer de un modo en el que se mezclan la culpa, la frustración y el deseo, y el resultado es un personaje perfectamente despojado y honesto. Y eso no tiene ninguna solidez real. Una construcción así solo es posible dibujarla en papel”.

A la narradora de La encomienda (Anagrama, 2022), de Margarita García Robayo (Cartagena, Colombia, 1980), una joven de treinta años que vive bastante alejada de su madre y hermana, nada menos que a cinco mil kilómetros de distancia, no le importa rasgarse las vestiduras cuando examina lo que está escribiendo en el portátil que le acompaña a todas partes. Lleva una vida laboral precaria, realizando encargos esporádicos para una agencia de publicidad, al tiempo que tramita una beca para irse a Holanda a escribir un libro, un diario o, tal vez mejor, una novela, sin menoscabo de compaginar sus afectos con la gata que le da compañía y con el fotógrafo con el que mantiene una relación sentimental intermitente.

Le asalta esta reflexión central del libro, acerca de la escritura, cuando aparece de repente un día su madre y le cuenta que a ella también le gustaba escribir, y que lo hacía con inusitado interés. Se pregunta quién sería su madre por aquel entonces, cuando volcaba sus palabras en aquel diario del que habla. ¿Sería la misma que ahora prepara comida en su pequeño apartamento para que no le falte en la semana? ¿O sería otra inventada, dispuesta a vivificar sus conjeturas personales por medio de la escritura? Este mismo arrebato inquisitivo la incumbe también a ella. Nota que este asalto sobre el sentido de la escritura no para de arremeter en su vida cotidiana con inusitada facilidad. Incluso se cuela en las videoconferencias que mantiene cada quince días con su hermana, la que le manda encomiendas, paquetes que incluyen comida, dibujos de sus sobrinos o alguna sorpresa, como una vieja fotografía familiar.

La protagonista trata de reconciliar la verdad de su mundo, es su intención, compartir con el lector las vicisitudes de su día a día, compaginándolas, a retazos, con pequeños momentos de su infancia y juventud. Hay cabida para que otros asuntos se dejen ver y rompan lo acostumbrado: “Con qué rapidez se hace pedazos la cáscara de una rutina”, se dice. Porque aquí irrumpe también lo excepcional e inesperado, como en cualquier vida. Aquí hay objeciones que avivan el aturdimiento que arrastra su protagonista desde hace tiempo. ¿Qué hay de real y qué hay de ilusión en una mente tan agitada como la suya? ¿A qué obedece?

Digamos que La encomienda es una novela escrita en primera persona, cargada de sentimientos y sensaciones, llena de aristas e inquietudes, con muchas frases para la reflexión, dispuestas con sutileza y brío. Y siendo eso verdad, en este libro lo que más le incumbe a su autora no es otra cosa que ahondar en los modos de conectarse con la intemperie de su imaginación y con los hechos del pasado que conforma su vida, para traerlos al presente, como materia vívida de lo que importa tener en cuenta. Hacia allí pone rumbo su aventura narrativa, en torno a sí misma y a su extrañeza en aspectos como la identidad, la soledad, el parentesco, la infancia, el amor o el destino, sin alejarse de lo que pasa en la rutina de sus días así como de las vidas ajenas que la rodean: “Nadie está tan cerca de nadie. Nadie puede ignorar el abismo que lo aísla del resto”.


En La encomienda hay un sesgo de perfidia e ingratitud entrelazado con mucha perspicacia. La narradora, a todo esto, tampoco oculta lo que le molesta y, al mismo tiempo, habla también, aunque no la escuchemos, de lo que no dice, de sus silencios y de sus resquicios secretos. Afirma que “a veces el silencio es una forma de esconder lo frágil”. Tal vez sea ahí donde se sacude lo más importante de la novela, que no es más que lo suspendido entre líneas, dispuesto como si lo callado reclamara el altavoz del lector.

Podríamos concluir que lo que más interesa discernir entre lo que se vislumbra en este vibrante relato, tal vez tenga mucho que ver con lo que la narradora haya podido, o no, desprender de sus propios pensamientos y divagaciones, de lo que le pasa en su interior más que de lo que acontece afuera o está por llegar y surtir.


miércoles, 26 de octubre de 2022

Queriendo saber todo


Se diría que no hay personaje de ficción que no herede algo de la mano de quien escribe, como tampoco existe un yo autobiográfico que no invente o imagine más allá de la realidad. Se escribe de fuera hacia dentro y viceversa. Desde la realidad hacia la ficción y vuelta a la realidad, como subraya Marta Sanz. También se escribe –nos dice– desde el misterio de un dolor íntimo. El lector interpretará si para expresar ese dolor que aqueja al narrador sus palabras actúan como metáfora, o, por el contrario, y gracias al poder del lenguaje, estas intentan imbuirnos en los contornos de alguna verdad afín a la vida de cualquiera de nosotros.

La protagonista y narradora de la novela Llego con tres heridas (Caballo de Troya, 2022) refleja ese sentir de mirarse en el espejo, por reflejo incondicionado, dejándonos conocer quién nos habla desde el otro lado del mismo. Ese alguien no es otro que la voz de su autora, Violeta Gil (Hoyuelos, Segovia, 1983), dispuesta a descorrer las claves de un pasado, revisarlo, mirarlo y hacérnoslo sentir, afrontando un reto narrativo que se sustenta en querer saber todo lo indecible acerca de su padre y de su desaparición: “En cada generación hay una pérdida –escribe–, y eso es lo que diferencia a una generación de la anterior. Pienso en cuál puede considerarse nuestra pérdida. Cuál la de ellos. Pienso en cómo hablar de la propia biografía abriendo caminos hacia lo común, lo que se puede compartir. A los cinco años de comenzar la comunidad en el pueblo, mi padre se mató, yo tenía tres meses. Y esa ausencia iba a marcar muchas cosas”.

En cada página de esta sorprendente novela hay tiempo y rescoldos de su ausencia. Tiempo pasado y presente en pos de escuchar lo que quedó en suspenso, pendiente de entender y asumir. Gil se afana en explorar con naturalidad y desnudez lo que ha ido creciendo a lo largo de los años y permanecido en su memoria, en la frontera en la que la muerte y la vida precisan que conecten, para entender todo lo que quedó sin decirse en las intermitencias del silencio familiar. Todo el relato se ciñe a una privacidad de un mundo contado desde la perspectiva femenina de una narradora a la que el lector, seducido por su voz, la acompaña en su búsqueda de la verdad, para ser testigo excepcional de una revelación de aquello de lo que nunca se le confió, un secreto a voces que la narradora necesita examinarlo para comprenderlo en toda su extensión.

El libro va despojando su tránsito narrativo en tres partes. En cada una de ellas, la autora establece un viaje indagatorio por lugares diversos de la península, acompañándose por diferentes miembros de su familia. Con ellos establece conversaciones singulares sobre muchos asuntos: el campo, la vida en comunidad, los libros leídos, las cartas, la muerte, los apegos, la relación colonial con Guinea Ecuatorial, la Transición, el dolor de las pérdidas, las ausencias, el amor... Habla con su abuelo, con su madre, y con ella misma, pero, sobre todo, habla de una necesidad imperiosa: la de romper el silencio de los vivos, trayendo a escena a su padre hasta imaginarlo en conversación animosa con ella.

Nada le falta ni le sobra a esta emocionante narración de supervivencia. En ella se urde una biografía que deja ver alguna herida sangrante, que no cauteriza porque estaba esperando airearse, para dejarse ver, para liberar esa verdad callada que guardaba en su seno. “La muerte es parte de mí desde que llegué a la vida”, confiesa. A eso aspira su escritura, a sacudirla de sus fantasmas y esclarecerla, necesitada de construir ese algo importante y proscrito de la historia familiar, para dolerse, eso no le importa, y entender, definitivamente, la existencia de un padre al que no conoció, con el propósito de “poder mirar la muerte sin tragedia, pero sin ligereza”.

Digamos que lo eminente y lo mínimo se pasea y trasciende por este libro de Violeta Gil, un relato cargado de materiales íntimos que ahondan en el vínculo familiar, ese que aparentemente nunca o casi nunca desaparece de nuestras vidas, como si estuviésemos obligados a protegerlo tal como acostumbra la tradición. Aquí nada salta por los aires. Lo que interesa es poder hablar, recobrar lo inexplicable, volver a casa dejando ver las heridas, como en el poema de Miguel Hernández: la de la vida, la de la muerte, la del amor. Los buenos libros funcionan siempre mostrando los rasguños de sus protagonistas y, curiosamente, tratan siempre de lo mismo, de unas pocas cosas que no solo son las más importantes y pasan todos los días, sino que también son aquellas que cargan con nuestro pasado pendiente de respuestas.


Alguien dijo que es muy difícil escribir más allá de uno mismo. Puede que sea cierto. Violeta Gil no ha puesto freno en su debut a eso que llamamos la experiencia personal, dejando ver que todo se impregna de lo que hacemos y dejamos de hacer, de lo que fuimos y de lo que imaginamos, tanto para confirmar lo que hoy somos, como para evocar la impostura de nuestros fantasmas.

Llego con tres heridas es una novela que encandila, un relato de pálpito lírico y tono íntimo bien fraguado, que revela a una autora que ha elegido narrar una historia familiar sin eludir las contradicciones que encierra, con la rebeldía de remover lo zanjado, queriendo saber todo.