lunes, 28 de noviembre de 2022

Entre Monterrey y San Petersburgo


El lector no regala su atención a un libro de manera gratuita. Lo hace a condición de encontrar el gozo, el asombro, el secreto de algo, o lo que es lo mismo, a condición de obtener una recompensa. Alcanzar ese objetivo es la aventura que el lector está dispuesto a correr cargado de esperanza. Leer, en suma, es la promesa de recolectar un fruto. Y en ese propósito de orden intelectual, de pura pretensión, no cabe deseo más humilde y legítimo. La lectura, al fin y al cabo, nos regala placer, eso sí, con la única condición de que le dediquemos tiempo, un rito de reciprocidad que la convierte en conjuro y misterio.

Sirvan estas líneas preliminares para destacar, precisamente, ese sortilegio descubierto en las páginas de El peso de vivir en la tierra (Candaya, 2022), el nuevo libro de David Toscana (Monterrey, México, 1961), una novela envolvente en la que su ingrediente principal lo materializa el hechizo cervantino que la alienta. Me refiero a ese espíritu aventurero de sobrepasar los límites del mundo que la impele y encontrarnos con el propósito dispuesto por su autor: recluirnos en un lance novelesco, para revivir con los personajes el ámbito literario y los sentimientos que avivan y teatralizan sus correrías. Hacia ese objetivo nos encamina, como demostración de que la literatura es terreno fértil y propicio para empatizar y aprender a ser lectores del mundo que otros son capaces de recrear para confabularnos y ver el universo, como diría Proust, con los ojos de otro.

El peso de vivir en la tierra nos lleva hacia una peripecia en la que cabe la farsa y la perplejidad, los hechos históricos y sus desatinos, la verdad y la broma infinita que cabe en la literatura y, de paso, la burla del mundo ante la tragedia del ser humano en su vivir cotidiano. Toscana nos presenta una novela ensayística donde lo que narra está impregnado hasta lo indecible de ese aire quijotesco proveniente de las múltiples lecturas que afloran de la mano de su protagonista, un funcionario de Monterrey, fervoroso lector de la literatura rusa, que ha sido engullido por el ciclón literario de Pushkin, Gógol, Tolstoi o Dostoyevski, de igual manera e intensidad que de aquellos otros grandes escritores que les sucedieron, como Pasternak, Bulgákov, Grossman, Solzhenitsyn, Anna Ajmátova o Marina Tsvietáieva.

Estas figuras literarias irán haciéndose eco a lo largo del desarrollo de la novela por medio del imaginario de su protagonista. Pero yéndonos al arranque del libro, todo empieza cuando nuestro oficinista se entera por las noticias oficiales de que los tripulantes de la nave espacial soviética Sályut han muerto después de haber permanecido 23 días en órbita. Ante el silencio de las autoridades rusas, y puestos a barajar hipótesis, se suponía “que luego de pasar tanto tiempo sin gravedad, sus corazones se habían detenido al sentir de nuevo el peso de vivir en la tierra”, como una de las causas. Aquella tarde del 29 de junio de 1971, Nicolás decidió cambiarse de nombre para vivir como Nikolái Nikoláievich Pseldónimov. Allí mismo, en su oficina de Monterrey, les pide a los compañeros que lo llamen así en adelante.

Nikolái será otro, un ser revestido de alma aventurera, dispuesto a emprender un largo viaje que dé sentido a su empeño de transformación por romper con los límites de la realidad que le impiden dar rienda suelta al mundo de sus ideas, al mundo de sus lecturas que no paran de soplarle aire procedente de San Petersburgo, una urbe fantasmagórica y proverbial, maravillosamente retratada por Gógol, ciudad acaparadora de grandes momentos de la literatura rusa. En esa escala de aceptar un nuevo destino se hace acompañar de su esposa, a la que le cambia el nombre por Marfa Petrovna, junto con un par de amigos más, como miembros de su tripulación con los que llevar a cabo su viaje espacial imaginario, revisitando escenas de Anna Karenina, Crimen y castigo, Almas muertas, Doctor Zhivago, de cuentos de Chéjov o de Bábel, como observatorio recurrente para su expedición.

En esta aventura quijotesca trepidante, Toscana logra que empaticemos con su protagonista, aun sabiendo que no nos lleva por el territorio de un caballero andante en busca de gloria, sino que nos transporta por senderos de perdedores y perseguidos, de deportados y aniquilados y, también de supervivientes, seres humanos que quieren vivir sus vidas precarias con normalidad, libres, sin necesidad de hacerlo por un gran ideal. Nos lleva a acercarnos a los verdaderos héroes de los cuentos populares rusos, gente que espera un golpe de suerte y le sonría la fortuna, gente que se esfuerza por comprender el alma rusa, que busca desentrañar su esencia en las novelas de Dostoievski. Pero a su vez, también se palpa la presencia de Oblómov, el personaje de la novela homónima de Goncharov, tumbado en el sofá esperando el milagro.


El peso de vivir en la tierra contiene un universo que rezuma ardor literario por todos sus poros, un irrefrenable y encendido pálpito de literatura rusa amplísimo, conectando dos ciudades distantes, Monterrey y San Petersburgo, la una, razón y enclave de su protagonista, un hombre enfebrecido y fascinado por el imaginario de la otra, con todo su esplendor y miseria, en la que se dan cita todas las historias de los libros que la han transitado durante los siglos XIX y XX. Eso es lo que hace David Toscana, llevarnos prodigiosamente por la órbita y época de sus calles y avenidas, por su historia, a través de la voluntad de Nikolái, alguien capaz de creer que los sueños y la imaginación son fuentes misteriosas capaces de dar un giro a cualquier realidad.

A los que nos gusta leer mucho nos costaría vivir en un mundo sin libros, pese a que la realidad no está completamente en ellos, porque no cabe allí entera. Sin embargo, el juego de esta novela, impulsado por el paroxismo de sus personajes, parece concebido para que sí quepa. Aquí la vida sí se transforma en libro depurado. Aquí se dirime cómo se puede convertir una ciudad en otros escenarios posibles más allá de México, cómo una cantina puede dar lugar a una estación espacial, una huerta a una dacha, o que el río Santa Catarina se convierta en el Nevá, que sus personajes crean que un teleférico obsoleto sirva como plataforma de despegue, y, desde luego, “que lo más emocionante y sublime no había hecho más que empezar”. Aquí lo que tenemos es un libro arrollador que enaltece la literatura con mayúscula.



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