martes, 3 de agosto de 2021

Un laberinto en miniatura



“Este libro se escribió durante los sucesivos estados de alarma decretados por el gobierno, que obligaron al confinamiento de toda la población. Es, por tanto, un libro encerrado en sí mismo, como parece corresponder al acto de escribir. He procurado que esta escritura confinada no asfixiase al libro. Está escrito sin mascarilla. Detestaría que su lectura requiriese de un respirador artificial, o aún peor, de una traqueotomía”.

Así arranca, y a este desafío se atiene, el más reciente libro de Juan Gracia Armendáriz (Pamplona, 1965). Fuego amigo (Contrabando, 2021). Es la voz de la memoria, escrita desde el presente, surgida de la experiencia personal, mediante una forma abierta y fragmentaria que persigue recrear el conjunto de una vida jaleada por la enfermedad y la escritura. El libro, en su conjunto, es un mosaico diarístico: son los fragmentos de una explosión que, sin embargo, se dejan recomponer para dar lugar a un todo que revela vida y entidad literaria.

De nuevo el escritor navarro recurre al diario, ese género misceláneo que le supuso su mejor carta de presentación ante la crítica y el público lector. De ambos lados obtuvo su recompensa con Diario del hombre pálido (2010) y Piel roja (2012), un excelente doble diario fundado en la dolorosa lucidez que proporciona la enfermedad, como dijo atinadamente Pedro Ugarte. Su nueva tentativa muestra sintonía con lo anterior, pero se desmarca en pos de una escritura más implicada con su vocación de escritor, dejando ver sus costuras. “A cierta edad –subraya en una de sus entradas– uno ya debería conocer sus limitaciones, pero si alguien te ofrece la posibilidad de hacerlo, te enfundas un traje de artificiero y caminas con tu detector de minucias”.

Gracía Armendáriz confirma que en todo diario hay siempre una selección de materiales, pero lo impulsa un propósito de “no dejar nada importante a los cuervos”. Con esa premisa se embarca en la singladura literaria de ahora que, con frecuencia, se deja caer en el aforismo, en la crítica literaria, en el poema en prosa e, incluso, en el pensamiento breve, donde la cita es seleccionada para completar su propia poética sobre la escritura. En esta ocasión también se aproxima al ensayo y a sus matices pertinentes, ya que en el ensayo cabe cierta forma de literatura de viaje introspectivo. Digamos que estamos ante un claro exponente de lo que sería un diario literario, un periplo que, en su propio laberinto, aglutina multitud de confluencias, experiencias y formas de expresarse.

Dicho de otro modo, el escritor se dirige a sí mismo para devolvernos, como sugiere el subtítulo, Los restos de la escritura que es la que va y viene sobre sus pasos. Lo que importa, viene a sugerirnos, no son las palabras sino lo que hay entre ellas. En todo lo que está escrito en este dietario siempre hay algo no escrito, o bien porque no se explicita, o bien porque queda entredicho. A todo esto, vuelve una y otra vez. Nos dice el autor algo así como que no se escribe con el mismo cuerpo con que se vive. Ese triunfo del pensamiento sobre el cuerpo es quizá la prueba más cabal de la intensidad del trance de escribir, lo mismo que leer es también fundirse, dejarse atravesar, componer con las cosas del mundo.

Todo lo que trasciende por estos apuntes es lo propio de un escritor consagrado a su oficio, esa adicción a su propio universo creativo, que no escapa del vacío y se vuelve hacia su vocación literaria, algo que le sacude y, al mismo tiempo, le empuja a pensar y a escribir sobre su significado, sentido y conocimiento. Este es un libro pleno de literatura, un festín jugoso donde se comparte no solo el vértigo de escribir, sino también el de disfrutar de libros y autores. Como lector avezado nos aproxima a las lecturas de sus escritores favoritos, como son Delibes, Arreola, Baroja, Faulkner, Onetti, Benet o Ribeyro, entre otros, autores que le concitan a seguir atento a lo que sucede alrededor del mundo, de su historia personal, oficio y alma de escritor, construyendo así vívidos fragmentos que interpretan el presente de su vida anotada.

Fuego amigo es una obra repleta de citas de un buen número de autores. Algunas de ellas le valen como antesala de las cinco partes del libro. La primera de ellas la encabeza una cita de Salvador Elizondo que sirve de pórtico del libro y declaración de intenciones. La segunda se asienta en una cita de Ernest Jünger, y podría decirse que es la parte más literaria del libro. En las dos siguientes se alude a Ricardo Piglia y a William Faulkner respectivamente, y en ellas se compacta todo el sentido de la obra. Y por último en la quinta, la más personal y emotiva, con sendas citas del músico Nick Cave y del grupo Pink Floyd, se produce el desenlace del libro.


Dicen algunos que el diario podría ser como la huella dactilar del escritor. Por mucho que trate de fingir, un diario siempre dice mucho de su realidad, tanto con la palabra escrita como con los silencios guardados entre líneas. En todo caso, Fuego amigo conforma una inagotable miscelánea que invoca literatura y vida. Este es un libro sagaz y ameno que apela a la conciencia del escritor y establece que la literatura, como vocación, no admite templanza, sino pasión y resiliencia.

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