Lo que conmueve y emociona de Diario de un peón (Periférica, 2023), de Thierry Metz (París, 1956 - Burdeos, 1997) es todo lo sensitivo desplegado por la voz de su protagonista desde el lugar que cuenta la historia, desde una obra y como peón de albañil. Dice Jean Grosjean en el prefacio del libro que leyendo sus páginas “comprendemos hasta qué punto escribir no consiste ni en adornar, ni en aderezar, ni en maquillar: consiste meramente en iluminar la realidad”. Lo que aquí se narra, a modo de diario, es el trabajo de un peón. Pero este libro tan singular guarda consigo una efervescencia que lo convierte en reportaje y poema. En cierto modo, este relato insólito, se convierte en una epifanía reveladora, la de un obrero de la construcción que trabaja ocho horas al día, cargando y descargando bloques de hormigón, removiendo arena y cemento y cavando zanjas, un obrero capaz de remover poesía mientras faena.
Un peón que, pese al cansancio de una rutina diaria exigente, saca tiempo para escribir algo parecido a una tonalidad de voz en la que habitar el refugio de sí mismo e intentar volcar su fatiga en palabras conciliadoras, casi a media voz: “Todo es posible. En efecto, el hombre no solo precisa de herramientas para encontrar las palabras, sino asimismo de lápices de colores con los que insuflar su aliento a lo que escribe. Y de ese mico que es nuestra mirada”. Se le ve trabajando de cerca y de lejos, en la calle o al borde de la carretera, atento a la pala y a la piqueta. Reconocemos su silueta y vamos descubriendo cómo al final de la jornada las palabras le esperan para constatar que la vida de cualquiera puede narrarse como un catálogo de mudanzas y azares. El silencio del obrero queda patente y dispuesto, nos dice. El tiempo fluye de igual modo para cada obrero. Y cada obrero transita por él a su manera.
Thierry Metz, poeta autodidacta trajinó toda su vida como temporero agrícola, jornalero y albañil. Se mataba a trabajar y, durante los periodos de desempleo, escribía poemas. Era su pasión. En Diario de un peón, relata, mediante un lenguaje conciso y detallista, la crudeza del oficio que desempeñaba como peón del gremio de la construcción, sin sentir rubor ni vergüenza por ello, y mucho menos animadversión. Tampoco lo idealiza, sino que recurre a entenderlo y considerarlo como reflejo y copia de la vida misma, mostrando sus entresijos y estados de ánimo, a través de un sentir poético y primigenio que busca que la realidad se manifieste con otro sentido. Es consciente y no se olvida de la ingratitud y dureza del trabajo, del cansancio de las manos: “Lo que define al peón está inscrito en lo que señala. Un curro alimenticio, dicen”.
Conforme vamos leyendo, nos damos cuenta de que lo que da aliento al relato proviene de un alma poética vívida, la misma que converge con la vida prosaica de buscarse el sustento. Al leer estas páginas nos percatamos de que cada detalle descrito, cada impresión, cada gesto tiene que ver con volcar la vida a la literatura, lo que implica tocar tierra. Los días se suceden, los compañeros del tajo van y vienen, el capataz da instrucciones y los alrededores conforman un escenario vivo susceptible de resonancias a través de la observación y la evidencia. Es la escritura para él un arma poderosa para zafarse de la soledad, de la rutina y de lo prosaico: “Da igual dónde esté. Ahí está la obra. Siempre. Está lo que no espera, la piedra, el pájaro, el hombre. El arco iris de todo ello. El dolmen”.
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