lunes, 8 de octubre de 2018

La lucha por la vida


Se cumplen ahora tres años del fallecimiento de Henning Mankell (Estocolmo, 1948-2015), autor bien conocido del género negro, gracias a sus novelas protagonizadas por el célebre inspector Kurt Wallander, iniciadas con Asesinos sin rostro (1991), y que además dejó publicado, antes de su desaparición, un hermoso y conmovedor libro de memorias, un archivo interior, se podría decir, en el que, bajo el título de Arenas movedizas (2014), examina su vida desde la penosa enfermedad del cáncer que padeció y que, en muy poco tiempo, acabaría definitivamente con sus sueños.

Antes de alcanzar la fama con sus novelas policiacas, Mankell, con apenas veinticinco años de edad, debutó como novelista con un libro de marcado acento social que, ahora, se edita por primera vez en nuestro país, y en el que se vislumbra ese calado social tan comprometido de su obra, que ya venía de lejos, de su propio ambiente aventurero y de los ideales de Mayo del 68, unido a sus escaramuzas viajeras y a sus vivencias en aquel París tan reivindicativo por el que transitó en plena juventud.

El hombre de la dinamita (Tusquets, 2018) es su opera prima, y nace bajo la experiencia que el autor obtuvo en sus años de joven activista. Durante unos años, a partir de 1970 convivió emancipado con una mujer militante del partido maoísta en Noruega. Fue una época profusa de lucha, en la que los jóvenes pretendían romper con el poder establecido. Estas vivencias marcaron el pulso político y la simiente de muchas de sus futuras narraciones. Este libro es muestra significativa de todas esas experiencias que se concretan en un relato desgarrador situado en 1911 en un pueblo minero de Suecia, en el que se esboza la situación laboral de la clase obrera de aquellos años y de las décadas posteriores, a través de la vida de su aguerrido personaje. Es la historia de Oskar Johansson, un dinamitero que sobrevivió a una explosión en un túnel con el que se pretendía abrir paso al ferrocarril que llevaría el progreso y la prosperidad a aquella comarca. Aquel día, las noticias del trágico accidente fueron determinantes para los que conocían al joven Johansson. Los periódicos hablaron de que “nadie pudo evitar el horrendo final”. Lo peor de todo, como se cuenta en el libro, fue que “aquella noticia nunca llegó a desmentirse”.

Estamos ante una novela social que recuerda a aquellas de la estirpe barojiana de “La lucha por la vida”, pero en un ámbito menos miserable que la reflejada en el Madrid de la misma época. Por entonces, en el norte de Europa el movimiento social escandinavo ya comenzaba a situarse a la cabeza del continente en su defensa de los derechos de los trabajadores, empujado por un socialismo emergente y esperanzador. Eran tiempos de liberación. Y por estas lindes transcurre la novela en su trayecto nada conformista. Lo que mejor define a una época no es precisamente lo que tuvo mucho de éxito en su tiempo, sino por el contrario, lo que se le resistió de alguna manera y encontró esa rebeldía de perdurar en su lucha.

Mankell consigue esa simbiosis narrativa capaz de conjugar los tiempos y mostrar la superación de su protagonista ante la dura adversidad sobrevenida, y cómo no, centrar el relato en su vida, en la lucha de superación que el propio individuo mantiene consigo mismo y con el Estado, al que se somete, resistiéndose a ese destino desde su soledad y manteniendo el tipo, pese a lo adverso de las situaciones por las que va transcurriendo su vida menguada. “El socialismo combate la soledad”, dice Johansson, ya de mayor. “La gente está muy sola. Hablan de si su situación económica es buena o mala, hombres o mujeres, hablan de lo que les interesa y se arrastran suplicando compañía”. La solidaridad de la clase trabajadora, la más desprotegida, está en constante alerta para este inquebrantable luchador que fue Henning Mankell.

La desilusión no tardará de llegar a la conciencia de su personaje. Al principio, en los primeros años de superación, con un ojo menos, con una mano perdida, sin pelo y con el abdomen medio descosido, los progresos sociales acompañaron a su mejoría, fueron etapas de avances y consolidación de una vida mejor. Después, el estancamiento y el retroceso de aquellos logros dieron paso al desencanto: “Uno siempre ha sido un obrero. Todo ha cambiado, pero no para nosotros”, concluye. Ya, jubilado, años después, juzga la decadencia de ese socialismo, que se ha ido al traste con esa idea romántica bautizada como Estado del Bienestar, desbaratado y dirigido por una estructura perniciosa de funcionarios inútiles e indolentes. Quizá esto último sea lo más deplorable que Johansson admita a sus ochenta años, ya enfermo en la cama de un hospital.

El hombre de la dinamita es una novela beligerante y de plena actualidad, que cuenta una historia colectiva desde el punto de vista de un luchador, un hombre herido en el cuerpo y en sus sueños, consciente de que, en último término, lo único que nos queda en la vida es sobrevivir.

Mankell lo dejó bien dicho en Arenas movedizas: “vivimos para dejar olvido”. Pero, mucho, mucho antes, en esta conmovedora novela, objeto de mi reseña, ya dejó escrito que haber querido ser otro no es lo que cuenta. La vida no es más que el arte de sobrevivir frente al olvido venidero. Y lo que cuenta no es más que eso: la lucha por la vida.


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