Pese
a que la literatura, como el aire, cada cual la respira a su modo, a
mí me gusta la literatura que se mezcla con la vida, como diría
Karmelo C. Iribarren,
que se tizna de ella. Mi vida de lector está inscrita en ese
entramado, y eso no quita para que la curiosidad me empuje también a
traspasar la puerta de otros libros más herméticos y
experimentales. Sin embargo, donde mejor y más dichoso me hallo es
sumergido en ese tipo de lecturas en el que la escritura se junta con
lo vivido, y viceversa.
Uno
de los géneros en los que esa afinidad mejor se postula para probar
esa suerte de encuentro es el diario. Precisamente, el diario es el
lugar desde donde un escritor nos habla en primera persona, sin
intermediarios, sin personajes interpuestos, sin que el autor nos
oculte su propia identidad. El diario no tiene por qué ser
esencialmente una confesión, un discurso de sí mismo, como bien
subraya Blanchot,
sino más bien un memorial, un archivo desvelado por medio del cual
el escritor se ata a la vida, a la realidad cotidiana, para
revelarnos vivencias y pensamientos suyos.
Confieso
que el último libro que he leído encaja con fortuna en ese tipo de
texto que transita por la vida, a modo de viaje de ida y vuelta, con
paradas en la intimidad, el humor, la soledad, la perplejidad, la
noche y la literatura. Me refiero a Lecturas pendientes
(Ediciones Nobel, 2018), de Pedro Ugarte
(Bilbao, 1963), un cuaderno de anotaciones, un diario sin datar que
abarca un extenso período de su vida, que va desde 1999 hasta el
2017, un libro fecundo y sincero, de lectura ágil, escrito con mucho
humor e ironía, tan poblado de evocaciones, anécdotas, reflexiones
y aforismos, como de referencias literarias.
Llama la atención el texto, de reminiscencia japonesa, que figura en
la portada del libro y que parece establecer una relación irónica
con el título de la obra. Tal vez haya una metáfora implícita y
alusiva a esas lecturas pendientes que tienen una apariencia lejana,
más allá de nuestro ámbito cultural, de cuya existencia apenas
llegamos a sospechar: lenguas, alfabetos, signos o símbolos remotos.
Quizá contenga un fondo de nostalgia del saber, de no haber llegado
aún a esa cultura alejada que, hoy por hoy, no figura entre las
lecturas que manejamos.
En
Lecturas pendientes
hay muchas claves de la vida y de la obra de su autor, y, por tanto,
hay una cronología implícita que recorre distintas etapas suyas:
infancia, juventud y edad adulta. En su conjunto, es un libro más
reflexivo que sentencioso, en el que sobresale la memoria vivida y la
vida recordada. Cada referencia, sea personal o moral, social o de
ámbito hogareño, desemboca en ese océano que conforma su vida
literaria donde ha venido vertiendo su caudal intelectual, sus sueños
y contradicciones. La poética y la manera de entender el mundo del
autor también están presentes, a la que se suma esa pizca
sentimental y afable tan suya, que en nada oculta al hombre verdadero
que va consigo, orgulloso de su tierra, de su vocación y de sus
convicciones.
Ugarte
pone cautela en que su diario, sus anotaciones, como le gusta
llamarlo, no deriven hacia la melancolía, como aconseja Iñaki
Uriarte, fascinante diarista al
que el escritor bilbaíno cita en más de una ocasión. Pero, desde
luego, es inevitable que por algunos de sus pasajes se cuelen algunas
añoranzas de Bilbao, su ciudad y enclave, enlazadas por los
recuerdos personales de su gente y de sus calles, como así lo deja
dicho: “Cada uno de sus rincones cuenta alguna historia y un pedazo
de tu vida, distinto según el rumbo que tomes, regresa del olvido
con solo dar un paseo”.
Lecturas pendientes
es
un diario jugoso y hermosísimo, un ensayo sucesivo por el que
transita un hombre exigente con la literatura y amable con la vida,
un hombre nada recatado en el compromiso de su vocación de escritor.
Sin dejar de lado los temas universales, como el amor, la vida y la
muerte, Ugarte,
más o menos al azar, hace acopio de sus andanzas y va hilando
sucesos y gustos, momentos, sensaciones, anécdotas y reflexiones,
sobre sí mismo y sobre el mundo que le rodea. Ningún aspecto queda
fuera de su mirada: estilo, cultura, familia, afectos, sexo,
política, trabajo, conciencia..., y, sobre todo, libros y
literatura.
Dice
Pamuk que ser
escritor es descubrir, luchando pacientemente durante años, la
segunda persona que se esconde en el interior de uno y el universo
que convierte a esa persona en lo que es. La trayectoria literaria de
Pedro Ugarte
concita a pensar que, en esencia, esa reflexión del escritor turco
es un fiel reflejo de lo que su dilatada carrera como narrador de
cuentos y novelista ha supuesto en su vida real y en su obra
artística, hasta el punto de que el lector de este diario pueda
llegar a pensar al final del mismo que, incluso, la literatura tal
vez sea la experiencia más valiosa que el ser humano ha podido crear
para comprenderse a sí mismo, por esa capacidad que tiene de hablar
de nuestra propia historia como si fuera la de otros, y de la de
otros como si fuera la nuestra.
Y
es así. A veces uno siente que la vida es como su propia letra, que
ni le gusta ni la entiende del todo. Pero llegan libros como este que
reparan apagones, para decirnos que la vida de uno no es más que un
fluido de lecturas en curso. Y que lo que más interesa de ella es el
resultado total, más que sus partes, como se le debe pedir a un buen
libro, según Virginia
Woolf,
que nos haga pensar e invite a subrayar lo que merece la pena.
Seguimos necesitados de ello. Tenemos muchas lecturas pendientes,
muchas, y no debe importarnos que no tenga fin.
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