domingo, 23 de agosto de 2020

Sobrevivir al pasado

“El 13 de septiembre de 1940, en Buenos Aires, la tarde estaba lluviosa y la guerra europea tan lejos que se podría haber creído que todavía eran tiempos de paz [...] Entre esos transeúntes furtivos, un hombre de 38 años, Vicente Rosenberg, protegido por su sombrero, avanzaba con paso calmo pero indeciso hacia la puerta del Tortoni, un café de moda donde era posible, en esos tiempos, cruzarse con Jorge Luis Borges y las glorias del tango o con refugiados europeos como Ortega y Gasset, Roger Caillois o Arthur Rubinstein. Vicente era un joven judío. O un joven polaco. O un joven argentino”.

Así arranca El Gueto interior de Santiago H. Amigorena (Buenos Aires, 1962), que publica Random House. Amigorena, escritor, director y productor de cine, que vive en Francia desde los once años, donde ha desarrollado su carrera y ha adoptado el francés como lengua literaria, nos relata en esta conmovedora novela el enigma familiar de su abuelo Vicente, una historia de un judío que se marchó de Polonia dejando allí a sus padres y hermanos a la intemperie, en el gueto de Varsovia. Desde una distancia a más de doce mil kilómetros, el narrador reconstruye una historia dramática y apesadumbrada sujeta a un personaje que, a medida que avanza la novela, se hace reo en su silencio interior, en la impotencia y en la culpa que le reconcome por haber abandonado a sus seres queridos.

Lo decisivo de este libro inquietante y perturbador es que todo lo que importa al protagonista sucede fuera de él. Del mismo modo que Vicente no está donde debería estar, porque se ha convertido en un exiliado que se encuentra fuera del drama, sin embargo persiste en él un vínculo profundo y trágico que le impulsa a “vivir en la oscuridad”, entre la inmediatez del presente y la lentitud del pasado que le lleva hasta aquel desastre europeo cuya memoria histórica sigue viva. De esa otra parte del Atlántico recibe por carta noticias de su madre que le cuenta la difícil situación por la que están atravesando: “La vida no es fácil, pero nos vamos organizando. El problema es la multitud. Trajeron a muchos judíos de otros barrios. Llenan las calles de tristeza. Se puede decir que nosotros tuvimos suerte. Aunque, como a todos, nos cuesta encontrar qué comer”.

En El gueto interior la verdad histórica de las escenas que se van conociendo contadas por su madre Gustawa, sobre el horror continuo de lo que sucede en el gueto, se alternan con las que el narrador va ofreciendo al lector sobre las ocupaciones del protagonista como dueño y administrador de una tienda de muebles en Buenos Aires. Lo destacado entre ambos polos es la sencillez de cómo el relato, escrito sin sobresaltos ni alardes retóricos, da cuenta de qué manera se puede sobrellevar una vida normal con el lastre de otra dolosa, y cómo se pueden manejar ambas, lejos de tus raíces, en un destino forzado por las circunstancias. Amigorena logra que su relato posea ese rango sutil de contarnos una historia inquietante a través de una voz interior modulada, con la idea de que lo no dicho sobrepase al silencio, de tal manera que sea capaz de llevar al lector a pensar lo que antes no hubiera imaginado.

Estamos ante un relato que aborda el confinamiento interior de un hombre que cuenta el horror de la vida malograda de su gente, deportada a esos campos en los que los nazis convertirían la muerte en una mecánica monstruosa, puramente industrial, que habla de los silencios en una familia y muestra la condición del exiliado, condenado a vivir en un gueto interior inclasificable en el que los silencios acechan tanto, como la culpabilidad. “En el libro, el sueño se vuelve una metáfora del gueto de Varsovia. Pero también tiene algo que ver con esa idea de que la identidad quizás es algo que no hay que fijar y que también puede ser una prisión”, aclara Amigorena en una reciente entrevista.

El gueto interior tiene algo de liberador en el propósito de su autor, en el sentido de dejar fluir la historia de una estirpe condenada al escarnio de la historia: “la historia de mi sangre”. El pasado, viene a decirnos, tiene que ver con la muerte y vivir anclado a él nos aleja del presente, que es lo más significativo de la vida. El libro cierra con unas páginas memorables en las que Amigorena pone su voz para concluir: “Escribía para sobrevivir a mi pasado. A menudo escribí que el olvido era más importante que la memoria”.

Todo lo que posee El gueto interior de prosa fluida y cuidado lingüístico se debe en gran medida al oficio de Martín Caparrós, el traductor del libro, primo de Santiago H. Amigorena y nieto, igualmente, del protagonista de esta emotiva historia. Dice Caparrós al final del texto que esta “es una historia casi argentina, casi polaca, desplazada”. Una historia que le ha obligado a aplicarse en la traducción, más si cabe, al tratarse de un relato de un pariente querido, que supera con creces esa labor que supone mantener una relación estrecha con las palabras de otro idioma sin más vínculos. Sin embargo, aquí se trata de volcarlas al suyo propio mezclado con su propia sangre, una empresa tan sentimental y excepcional que nada se asemeja a lo que todo traductor lleva consigo de invisibilidad. Aquí, desde luego, trasciende un latido de empatía literaria que el lector celebra agradecido.


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