La
vida sigue su curso y hace que se alternen las sorpresas y los
contratiempos. No hay día que no ocurra algo de esto, aunque, si te
paras a pensarlo detenidamente, la mayoría de las veces, lo que
sucede es bien poca cosa, la rutina es la dueña y señora de todo
acontecer cotidiano. Cada día de la semana parece un calco del
anterior. Miras y ves que todo gira en el mismo sentido, como el
cangilón de una noria: vueltas, más vueltas y vuelta a empezar.
El
lector de Karmelo C. Iribarren
(San Sebastián, 1959) penetra al abrir sus libros en un mundo en el
que vivir se parece a esa atracción de feria, algo conocido y común
a la vista de todos, en la que lo cotidiano se esparce por sus
páginas, en unas coordenadas bien delimitadas, tan solo al pairo de
esa incansable ruleta que es el tiempo, una manera de observar las
cosas, vividas y contadas desde la proximidad y la experiencia del
poeta. Lo relevante de todo esto es que el poeta, aun buscándose a
sí mismo al escribir sobre su intimidad y rutina, habla de los demás
sin necesidad de nombrarlos, sin aferrarse al énfasis de
advertírnoslo, sino desde ese tono coloquial y transparente, tan
particular suyo, basado en la mirada y en el recuerdo de lo vivido.
Una
nueva antología de su obra, bajo el título de Pequeños
incidentes (2017),
publicada por Visor acaba de ponerse en los escaparates de las
librerías, casi simultáneamente a una nueva edición corregida y
ampliada de su estupendo poemario Las luces interiores
(2017) en el sello Renacimiento, que vienen a sumarse a su producción
poética iniciada hace veinticuatro años con su primer libro Bares
y noches (1993).
Esta
nueva colección, con un brillante y hermoso prólogo a cargo de Luis
García Montero, abarca una
selección de sus diez poemarios escritos entre La
condición urbana (1995) y
Haciendo planes
(2016): ciento setenta y siete poemas con un mismo denominador común,
la sencillez de los días. Por estas piezas transitan versos
espinosos del recuerdo cotidiano, guiños a la vida corriente. Por
aquí aparecen mujeres soñadas, deslumbrantes y pasajeras, asoman
historias pertrechadas sobre la barra de un bar, días pesados, días
sin sobresaltos, vividos como si el tiempo nos debiera algo, así
como momentos prometedores haciendo cualquier cosa interesante o
incierta, como juntar palabras para elaborar un poema, aun sabiendo
que enamorarse es fácil a pesar de sus estragos. Los paraguas, la
playa y las farolas de las avenidas son testigos de los balances
existenciales en muchos de sus poemas. Vivir, viene a decirnos el
poeta, se reduce mayormente a esquivar los sueños que tenemos:
algunos provienen de la marquesina de una parada de autobús o de las
intermitencias de rostros de mujeres evocando amores inconfesables.
La vida, según se cuenta en uno de sus poemas, transita como en un
tablero del juego de la oca, evitando casillas penadas o sorteando
esquinas de viento y lluvia. La vida se lo va tragando todo, escribe
el poeta, sólo el tiempo pasa a su ritmo y los bares, de nuevo, se
convierten en refugio para saldar estos pequeños incidentes: La vida sigue –dicen–, / pero no siempre es verdad. / A veces la vida no sigue. / A veces sólo pasan los días. // ... Y luego, un día / llega el viento y nos dispersa, / borrándonos.
Karmelo C. Iribarren no escribe para profesionales de la literatura, ni para exquisitos, sus versos tienen vocación popular, emocionan sin tener que elevar la voz, desde ese tono íntimo y discreto que suena tanto a verdadero. No hay poemas en él de asunto misterioso. Lo que sí descubre el lector en ellos es su efecto misterioso. Su poética consiste en jugar al solitario delante de sus lectores, una partida que prueba su suerte por el mero hecho de sorprenderse, con la naturalidad propia de quien no se engaña ni pretende engañar a nadie. Y con esta verdad tan suya nos ha venido haciendo adictos a su juego a los que lo seguimos desde que elegimos por azar un libro suyo por primera vez.
El poema, en verdad, cuando su autor se pone en el lugar de uno, sin cartas marcadas, sin artificio, sin adverbios y apenas adjetivos, al pulso y ritmo tan sólo de nombres y verbos, algo que Karmelo maneja admirablemente, logra entonces su latido sin hacerse esperar, como el pálpito de la vida, y nos dejamos ganar por su voz.
La poesía de Iribarren tiene la gracia de la sencillez y la brevedad compositiva, adora la distancia corta y el discurso directo, ya sea en la soledad de una cafetería, en una parada de taxis, o simplemente paseando bajo la única protección de un paraguas, sin tener que apretar el paso. Porque de eso tratan sus versos: de empaparse de lo que pasa por delante de sus ojos. Sin ojos para contarlo, no habría poema.
Karmelo C. Iribarren no escribe para profesionales de la literatura, ni para exquisitos, sus versos tienen vocación popular, emocionan sin tener que elevar la voz, desde ese tono íntimo y discreto que suena tanto a verdadero. No hay poemas en él de asunto misterioso. Lo que sí descubre el lector en ellos es su efecto misterioso. Su poética consiste en jugar al solitario delante de sus lectores, una partida que prueba su suerte por el mero hecho de sorprenderse, con la naturalidad propia de quien no se engaña ni pretende engañar a nadie. Y con esta verdad tan suya nos ha venido haciendo adictos a su juego a los que lo seguimos desde que elegimos por azar un libro suyo por primera vez.
El poema, en verdad, cuando su autor se pone en el lugar de uno, sin cartas marcadas, sin artificio, sin adverbios y apenas adjetivos, al pulso y ritmo tan sólo de nombres y verbos, algo que Karmelo maneja admirablemente, logra entonces su latido sin hacerse esperar, como el pálpito de la vida, y nos dejamos ganar por su voz.
La poesía de Iribarren tiene la gracia de la sencillez y la brevedad compositiva, adora la distancia corta y el discurso directo, ya sea en la soledad de una cafetería, en una parada de taxis, o simplemente paseando bajo la única protección de un paraguas, sin tener que apretar el paso. Porque de eso tratan sus versos: de empaparse de lo que pasa por delante de sus ojos. Sin ojos para contarlo, no habría poema.
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