El
reseñista de un libro pone en juego no solo su bagaje y su
experiencia como lector, sino también toda su suspicacia respecto al
texto leído, y ello con una voluntad decidida de rendir cuentas en
ese afán suyo apasionado de contar las impresiones estéticas y
éticas de su lectura acabada, a sabiendas de que sus palabras
deberán tener cierto alcance y, desde luego, pretensiones de
orientar, alertar o persuadir a otros lectores ávidos de
recomendaciones, además de poner en claro sus propias conclusiones
sobre lo leído.
En
este sentido, he leído con sumo interés algunas de las muchas
reseñas y entrevistas que el nuevo libro de Antonio Muñoz
Molina (Úbeda, Jaén, 1956) ha
suscitado en la crítica literaria y la prensa en sus diferentes
suplementos culturales, así como también en otros foros, tales como
los blogs literarios donde algunas firmas destacan en esta labor
crítica, que han generado controversias, adhesiones y suspicacias
sobre el resultado literario de su reciente obra. Ante la mirada
crítica de muchos de ellos, sus puntos de vista, perplejidades y
discernimientos, la curiosidad prejuiciada por todo esto me impulsa a
no querer perder la oportunidad de sacar mis propias conclusiones,
y a ello voy.
Lo
primero que conviene destacar de Un andar solitario
entre la gente (Alfaguara,
2018), y con ello me uno al coro de algunas voces, es que no es una
novela, por mucho que se empeñe en resaltarlo la editorial. Lo
curioso del asunto es que el propio autor, inteligentemente, elude
tildar a su libro de esa manera. En una de las entrevistas
concedidas, dice al respecto: “Las novelas exigen tiempo de
maceración, de filtración. El ensayo está hecho sobre la marcha”.
Por eso mismo, el lector de novelas no la reconocerá en esa
dimensión, pues aunque el libro está trazado bajo una narratividad
suculenta de historias, aquí lo que hay es un fluir y discurrir
literario por donde transita un narrador que pone su mirada en la
ciudad por la que camina, absorto en mil detalles, llevando a cabo un
registro, a modo de diario o crónica, de todo lo disperso que se va
encontrando y que luego traslada a su cuaderno, a lápiz, como a él
le gusta.
Este
es un libro abierto, fragmentario y poblado de asombros y
perturbaciones en el que la ciudad no solo es escenario sino,
principalmente, personaje del mismo. El núcleo del libro es la
ciudad y sus mudanzas, pero también responde a la incitación del
mundo tal como otros autores lo hicieron antes. Conforme vamos
penetrando por sus piezas, nos encontramos con escritores enlazados
en su concepción creadora que le despertaron gran interés en su
manera de concebir la literatura y que reflejaron en sus textos la
realidad inmediata de las cosas en ese deambular por las aceras y el
asfalto de las ciudades de turno. En esas intersecciones, por
ejemplo, Thomas de Quincey
escribió Las confesiones de un comedor de opio.
Edgar Allan Poe las
leyó, quedó conmocionado y escribió El hombre de la
multitud. Después Charles
Baudelaire leería a Poe
y a De Quincey,
traduciría a ambos y crearía sus Poemas en prosa sobre
París. Y entonces llega
Walter Benjamin que
lee y traduce a Baudelaire
abducido por su modernidad y espíritu de flâneur.
Sobre este núcleo y otros artistas modernos más allá de las
letras, Muñoz Molina
va compilando su aventura literaria, una especie de montaje extraído
de las rarezas, evidencias y reflexiones que ofrece el ejercicio de
callejear sin rumbo, abierto a todas las vicisitudes y a las
impresiones que le salen al paso.
Dice
Muñoz Molina que con
la deambulología que
inventa pretende hacer una biografía de una persona que recoge el
trazo de todas sus caminatas. En Un andar
solitario...
hay un ego experimental trasladado en textos y en algunos poemas en
prosa en los que sus instantes son reflejos de una mirada adquisitiva
de objetos al azar que el narrador se va encontrando en sus paseos.
La cotidianidad tiene su discurrir. Hay lugar para casi todo: lo
prosaico y lo banal, y también lo trascendente, lo público y lo
íntimo, la denuncia política y la celebración del arte, la belleza
y el horror, lo secreto y la sencillez misma de un paseo. En apenas
unas páginas del principio del libro el autor expone sus motivos:
“Soy una grabadora en marcha... Soy una mirada... Leo cada una de
las palabras que voy encontrando a mi paso... La ciudad se dirige a
ti en el idioma del deseo... La ciudad te lo promete todo
simultáneamente.” Después comprobamos cómo se ha ido erigiendo
el texto bajo el acopio de titulares de prensa y recortes de
anuncios, intercalados con eslóganes publicitarios, palabras sueltas
y cualquier menudencia sobrevenida “a vuelapluma, a vuelalápiz, a
vuelateclado”.
Muchos
vemos poco y pocos ven mucho. Muñoz
Molina
pertenece a este último prototipo de observador aturdido que prende
ardor a lo que el instante le otorga. Cada pieza de Un
andar solitario...
es parte de ese árbol frondoso del mundo y su significado (tampoco
le hubiera venido mal algún desbroce de páginas), que en su
conjunto conforma un comprometido ejercicio intelectual y
exploratorio de la ciudad, la vida y el arte.
Muñoz
Molina,
como bien dice Justo
Serna,
ha hecho suyo el precepto de la mirada en toda su obra a la manera de
ese viajero que toma nota con porfía e interés acerca de la verdad
de su experiencia y de la determinación de sus pasos frente a la
fugacidad del tiempo. Porque, hoy más que nunca, todo desaparece
muy rápido.
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