domingo, 31 de enero de 2021

"Hablando recio de mi abuelo"

Eduardo Halfon (Ciudad de Guatemala, 1971) domina su oficio de narrador: sus novelas tienen el don de dejar en el lector esa estela rebosante de vivencias y memoria. Y eso se debe a su prodigiosa aventura literaria de indagación emprendida hace tiempo por el pasado de su estirpe familiar, sustentada en una prosa precisa, antirretórica y muy eficaz. Así es la literatura de Halfon, recia: un proyecto narrativo de seguir explorando en la memoria y en la genealogía de sus antepasados. Una búsqueda perpetua por encontrar hallazgos literarios en su pasado familiar y por encontrarse consigo mismo, conducirá al escritor, y al propio lector, a estrechar vínculos sorprendentes con la historia reciente de su país y con los personajes que aparecen en sus libros y ponen chispa y significado a las historias y ficciones surgidas de su linaje.

Su nueva novela Canción (Libros del Asteroide, 2021) está impregnada de todo ese misterio de su saga, así como del sello tan característico de su escritura, me refiero al recurso de la brevedad, unido a la intensidad narrativa y a la frescura del lenguaje empleado. El texto que nos ocupa se erige en otra pieza importante del mosaico que conforma su universo literario, un proyecto que empezó a urdir hace ya casi veinte años, cuando publicó su primer libro Esto no es una pipa, Saturno (2003) y que consolidó con El boxeador polaco (2008), Monasterio (2014) y Duelo (2017) por citar algunas de sus obras más significativas. Todo su engranaje creativo devino en construir ese inconfundible entorno literario en el que está muy presente su país de nacimiento, sus viajes, la historia de su familia y esa manera particular suya de conjugar el oficio de escribir y el oficio de vivir.

Halfon lleva años construyendo la historia de su familia en su mejor ficción. En Canción rinde tributo a su abuelo paterno, un libanés “que no lo era”, secuestrado en enero de 1967 por la guerrilla guatemalteca. Pero a su vez, Canción posee ese rango misterioso en el título que merece subrayarse. Nace de un nombre, de un apodo para ser más preciso y, también, de la existencia real de un individuo que marcó el destino de otro Eduardo Halfon, también se llamaba así el abuelo del autor: “Le decían Canción porque había sido carnicero. No por músico. No por cantante (ni siquiera sabía cantar)”. Nos cuenta que tras pasar un tiempo en la cárcel por un robo que hizo en una gasolinera se puso a trabajar en una carnicería. “Y su apodo, entonces, no era más que una aliteración o un juego de palabras entre carnicero y canción... Sus compañeros íntimos, sus camaradas, lo llamaban Ricardo. Pero su nombre era Percy. Percy Amílcar Jacobs Fernández. Fue él. Percy, o Ricardo, o Canción, quien unos años después de ser carnicero secuestró a mi abuelo”.

Dicho esto, conviene aludir al arranque de la novela. Porque si ya hemos dicho algunos entresijos del texto, así como sobre la importancia del nombre que pone título a la obra, no podemos olvidarnos del contexto con el que irrumpe el libro: “Llegué a Tokio disfrazado de árabe”. Con esta controvertida frase, que puede dar pie a diferentes interpretaciones, inicia Halfon su relato en suelo japonés, donde ha sido invitado a unas jornadas literarias de escritores libaneses, la primera vez que asiste a un congreso bajo esa denominación de origen. Una vez más la cuestión de la identidad se abre camino en su manera de enlazar la historia que va a contar con el origen y devenir de su apellido judío. El escritor guatemalteco traza su relato en tres direcciones. La primera transcurre por su estancia en Japón, la siguiente se centra en unos concretos episodios convulsos de la historia de su país y, en medio de todo ello, como tercera localización, la figura de su abuelo, un comerciante próspero de telas, hecho prisionero durante treinta y cinco días por la guerrilla en un operativo secreto. Su nombre fue delatado por otro judío, amigo de sinagoga, una traición que le supuso el pago de una importante suma de dinero.

Pocos escritores son tan fieles a ese espíritu arqueológico de escarbar en el ámbito familiar como Eduardo Halfon. Su literatura se bifurca entre la historia del siglo XX y la autobiografía. Cada libro suyo toma el testigo del anterior, y nos recuerda que los escritores que importan, aunque en principio parezca que buscan respuestas en la memoria colectiva, en realidad lo hacen bajando al interior de sí mismos. Para Halfon la vida es un relato del que penden distintos argumentos cuyos desenlaces vienen del pasado y a esa memoria acude con inusitado empeño, para dialogar y desmadejar lo que tiene de insensato todo empeño literario. O como dice el escritor, en unas declaraciones recientes aparecidas en El Cultural: “Hago literatura. Es decir, no tengo ninguna intención más allá de contar historias usando las palabras más bellas”.

Canción es una novela fluida y evocadora, fragmentada en episodios breves de capítulos no enumerados por donde discurre un relato en el que tiene cabida una historia de personajes y de escenas que guardan entre sí una relación estrecha, engarzada en un viaje desde Tokio al pasado en el que sobresale, por encima de todo, la figura del abuelo, un personaje carismático de firmes convicciones y propósitos.

Desde su brevedad y sencillez narrativa, Canción se nos presenta como otro argumento más para quienes seguimos gozosamente empeñados en hacernos acompañar de buenas lecturas. Porque si hay algo propio y singular en los libros de Halfon es, precisamente, esa calidez narrativa y esa prestancia para agarrar al lector hasta una prometedora estancia por el imaginario de su literatura.


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