Pero a todo esto, conviene no olvidarse de que para que el libro llegue al lector hay un camino previo que este ha debido recorrer. El primero es el procedente del autor, porque la meta que se pone el escritor al escribir un texto no es otra que su manuscrito se convierta en libro y llegue a las manos del lector. Y es aquí, en este intervalo, cuando aparece la figura del editor como hacedor e impulsor de que ese texto se convierta en objeto deseado para ser leído por muchos lectores. El editor es, por tanto, un oficiante proveedor, una especie de intermediario entre el escritor y el lector. Digamos que el laberinto que todo lector va conformando en su casa con sus lecturas y adquisiciones de libros arranca gracias a las publicaciones. De ahí que toda esa labor libresca del editor, previa y continuada, conforme en el tiempo su propia extensión y reto, un oficio admirable y primordial en la cultura.
“En el mundo de la edición de libros no existe ni ha existido nunca lo inamovible. Todo avanza o retrocede, a veces consecutivamente, a veces simultáneamente. Es un mundo en movimiento. Lo excitante del oficio de editar, una práctica que en ocasiones puede ser considerada una especie de arte, es que, visto desde la perspectiva del pasado y desde la del futuro, siempre está abocado a la fragilidad, al riesgo y a la aventura. Es la edición de libros un mundo a priori llamado a la estabilidad, que, sin embargo, existe en la agitación permanente”.
Con estas palabras inicia su andadura El arte de editar libros (Athenaica, 2020), el libro con el que Adolfo García Ortega (Valladolid, 1958), poeta, narrador, ensayista y veterano editor despliega muchas de las claves y entresijos, que no son pocos, en torno al mundo de la edición. El autor viene a contarnos cuál es la razón de editar libros, que no solo consiste en obtener una rentabilidad económica, sino también “llevar una práctica cultural de naturaleza comercial”. Esta práctica tiene en común organizar una industria cultural de la que pende un sistema interdisciplinar con muchos otros oficios: “escritores, impresores, correctores, diseñadores, distribuidores, vendedores, publicistas, libreros, periodistas, etc.” Cito uno a uno todos los que nombra el autor, pero echo en falta a los traductores. El traductor no puede quedarse fuera, está muy presente, aunque siempre ha sido ese sujeto invisible y casi nunca nombrado. Qué sería de nosotros, lectores entusiastas de tantos escritores extranjeros, si no hubiéramos contado con la traducción de sus obras a nuestra lengua común.
Por otro lado, sostiene García Ortega que hoy en día el mundo del libro está más en manos del «lector-espectador», como así lo llama, o lo que es lo mismo, el mercado. Y lo explica de esta manera tan elocuente: “El escritor, el editor y el lector son los actores de una representación que ha sufrido una transformación, un vuelco, hasta tal punto que, siguiendo con el símil teatral, es como si el público se hubiera subido al escenario y hubiera desplazado al actor y le hubiera quitado las riendas al director”. No parece una exageración, él lo llama «un cambio de paradigma». Antes la correspondencia, nos dice, venía del escritor al editor y de este al propio lector. Lo que importaba era sencillamente leer. El escritor, a su vez, buscaba el reconocimiento social a su actividad creativa, le movía igualmente su aportación al inmenso canal de la literatura. Ahora la tendencia es que “la línea de correspondencia va del lector al editor (el lector dicta lo que desea leer, por así decir), y del editor al escritor (el editor dicta, a su vez, lo que se ha de escribir)”.
Da la impresión de que las condiciones de ahora son de un retroceso en el valor artístico, que se ha optado en favor del negocio, lo que no deja de mostrar una cierta inmovilidad creativa. Parece que lo importante, más que sorprender y progresar, es repetir más de lo mismo, porque ya ha tenido un éxito de ventas. Preocupante, si bien todavía contamos con algún sentir proveniente de voces, como la de Roberto Calasso, intelectual y editor, que siguen apostando por un negocio sostenido en el que esté presente el prestigio, el buen gusto y la calidad del libro editado: «un buen editor –dice– es aquel que publica aproximadamente una décima parte de los libros que querría y quizá debería publicar», una verdad que refleja la realidad de la actividad a la que aspira un buen número de editores para seguir ensanchando su catálogo literario.
Hay también apuntes interesantes referidos al lector y sus gustos. A este respecto, el autor identifica a dos tipos de lectores que se entroncan con dos tipos de escritores: “Por un lado están los lectores generalistas-convencionales, que consumen historias-argumentos de escritores generalistas-convencionales. Y, por otro lado, están los lectores que se especializan y consumen historias-argumentos de escritores especializados”. En cierto modo, no parece desquiciado concluir que internet y las redes sociales han propiciado que el lector esté asumiendo su rol de indicador de tendencias de lo que se va a publicar. ¿O no es eso lo que está ocurriendo con los libros de no-ficción que no paran de publicarse?
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