jueves, 2 de junio de 2022

La escritura y sus abismos


La presente edición de Atila (Sloper, 2022), de Javier Serena (Pamplona, 1982) es una ocasión propicia para dar a conocer al lector, pese al vértigo y tristeza de sus páginas, los últimos años del escritor madrileño Alioscha Coll. En esta obra, Serena recrea la vida indescifrable de este autor que voluntariamente recaló en París para apartarse de su entorno, a modo de exilio, porque en esos momentos se había convertido en un ser atormentado y consumido en su tarea por acabar el libro que había empezado un par de años antes y tanto se le resistía. Eran momentos en los que Alioscha se sentía más cansado que nunca, desengañado y abatido, casi ajeno a los deseos y preocupaciones propias de su edad, pero que, sin embargo, le ofrecían argumentos y motivos para no cejar en el empeño y, así, aplacar su insaciable necesidad de escribir, motivo este que se convertiría en la última tentativa literaria de su malograda vida.

Siempre reaccionaba de la manera más extravagante: al verse solo y confundido, perdido en su distanciamiento de París, en lugar de claudicar, Alioscha optó por refugiarse todavía más en su obsesión por escribir”. Con estas palabras con las que arranca el libro, el narrador nos presenta al protagonista, un personaje de apariencia trágica y solemne que a primera vista parecía zozobrar envuelto en una silueta pensativa de rara expresión que balbuceaba frases del último capítulo de su novela, “y cuyo largo y caótico discurso de versos imposibles y párrafos carentes de sentido apenas iba a terminar unos pocos días antes de matarse”. Es intención del narrador acaparar toda nuestra atención en la figura de Alioscha, un hombre poseído por una desmedida fantasía, un hombre de exultante carácter imaginativo, volcado en una intensa labor literaria, tras la búsqueda, día y noche, de las palabras adecuadas para su obra.

La novela de Javier Serena lleva por título, a modo de homenaje, el mismo que puso Coll a su libro, publicado tras su muerte por la editorial Destino en 1991. Alioscha escribía con la credencial de asumir, sin concesiones, todos los riesgos que le fueran surgiendo en el transcurso de la creación de su obra, huyendo de cualquier facilidad y tradición formal, sin importarle la forma hermética de su apuesta. Dicen de él que ha sido el único autor de la agencia de Carmen Balcells que no alcanzó ninguna notoriedad. Sin embargo, parece que en algunos círculos literarios tuvo cierta resonancia como una figura maldita de las letras. Si curioseamos en internet, encontramos artículos de Javier Marías, Juan Cruz o Patricio Pron, entre otros, centrados en destacar su vanguardismo y escaso relieve, así como de dar cuenta de su extravagante vida. Cabe señalar que Alioscha Coll se podría inscribir en esa línea experimental del lenguaje que Joyce desplegó en su Finnegans Wake. Sostenía que «siempre hay que escribir como si no se pudiera escribir», o dicho de otra manera, como si todo el proceso de creación de una obra literaria fuera un misterio incomprensible.

Javier Marías, reconocido amigo de Coll, llegó a decir de él que era un «hombre culto y educado, de conversación quebrada y llena de pausas, pero siempre inteligente y apasionada, una de esas personas, cada vez más escasas, que se involucran en cuanto van diciendo», que su escritura era un tipo de literatura más bien «imposible», aunque también creía ver en ella un pálpito recurrente de muchas lecturas de los clásicos, con mucho talento verbal y un sentido del ritmo de primer orden. «Mi vida no tendrá ningún sentido cuando haya terminado Atila», cuentan que había dicho en varias ocasiones. Y Alioscha Coll, harto de esa insoportable levedad que le resultaba la vida, se suicidó en París en noviembre de 1990 cuando tenía 42 años.

Volviendo al libro de Javier Serena, su Atila es una fascinante biografía ficcionada que se inspira en su figura. Para él Alioscha es en sí mismo un personaje novelesco, introvertido y complejo, al que describe como “un hombre verdadero como pocos, con una mente lúcida e impenetrable al mismo tiempo, infundido de un talante tan épico que a veces parecía que viviera en la ciudad igual que si la hubiera conocido cien años atrás [...] Ya entonces era un hombre desahuciado, sin posibilidad de redención, incapaz de comprender las pasiones y las luchas del resto de la gente, con tal costumbre de pasar de una emoción a la contraria en un instante que hacía del él un ser por completo imprevisible”. Y así, sucesivamente, va esgrimiendo rasgos de su personalidad y extravagancia, de su vocación suicida, extravíos, obsesiones, desinterés familiar, de su ingenuidad y de su implacable soledad.

El libro de Serena explora todas estas vicisitudes y lo hace con soltura y desnudez. Conecta y empatiza con la manera de sentir y de comportarse su personaje, un hombre de incurables abstracciones, que en su reducto de soledad parece carecer de confines, de brújulas, de líneas de demarcación. La voz narrativa escogida para llevar a cabo esa conexión es la de un periodista de una revista cultural que es quien se ocupa de contarnos su historia. Nos acerca al personaje retratado desde su experiencia como testigo, a través de las conversaciones telefónicas que mantiene con Carlos Valls, primo de Alioscha, o desde la mera inventiva e intuición.


Atila es, por tanto, el retrato de un letraherido de espíritu romántico, inmerso en la necesidad de dejar un cierto legado de belleza, de pensamiento y de creatividad, un retrato que, además, refleja la pulsión irreductible de su protagonista, el vértigo consentido de alguien con visos de fatalidad y arrojo, que buscó con empeño su redención a través de la escritura.

Javier Serra firma un novela repleta de pasión visceral por la escritura y sus abismos, un libro que ahonda en las pequeñas y grandes interrogantes de cualquier existencia: el afecto, la vida familiar, el anhelo, el dolor y la pérdida. Es su obra de una lectura amena e intensa en su forma, y muy literaria y conmovedora en su fondo.


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