En su nuevo libro, La escuela del alma (Acantilado, 2024), no se aparta de esa naturaleza expositiva. Para Esquirol, la escuela es un espacio que no tiene puertas, sino umbrales. En sus notas introductoras del libro da cuenta de esa percepción y reminiscencia: “Hay casa porque hay intemperie. Y la intemperie pide amparo. Hay escuela porque hay mundo. Y el mundo pide atención. Hay casa y hay escuela porque, en el amparo y en la atención, cada uno puede hacer camino y madurar, para dar fruto”. Se trata de una filosofía de enseñanza que busca cultivar el fomento de la curiosidad, la creatividad, el pensamiento crítico y la capacidad de esbozar respuestas, que busca “ayudar a alguien a conducirse, a orientarse”. En ese sentido, el libro es un manual ensayístico sobre lo que significa la formación y el proceso de maduración en el desarrollo de las personas. Tiene que ver, efectivamente, con el factor educativo y con el horizonte de lo que entendemos por lo más humano y que desborda los límites de lo que normalmente se entiende por aprendizaje y vinculación con las cosas, con los lugares y, sobre todo, con los demás.
Esquirol incide en que la escuela es el lugar apropiado “donde se cultiva el alma mediante la atención a las cosas del mundo”. Y por eso mismo, lo primero es atravesar su umbral. Es una tarea difícil, sostiene, en un mundo en el que todo tiende a ser lo mismo, a la homogeneidad. Para cruzar ese umbral hay que salir de algún lugar para encontrar, precisamente, un sitio diferente a todo lo que fuera parece idéntico, estereotipado. Si es una simple copia de lo general, no sirve, porque no se habría cruzado ese umbral. Y subraya: “El umbral es el límite que marca la diferencia. Sin umbral, todo sería igual, todo sería indistinto, todo sería lo mismo”. Sobre todo, destaca que en la llamada “escuela del alma” lo que se debe cultivar es la capacidad de recibir, de que te llegue algo valioso. Por eso es la atención el cauce necesario, que no es una técnica, es una actitud que produce una apertura que provoca que lo posible pueda llegar, que la perplejidad nos alcance.
Continúa su defensa sin apartarse de que una escuela no es una isla, ni se basta a sí misma, ni tampoco que su sentido principal sea reconducirnos, aunque sea fértil y generadora de conocimientos. La escuela, según él, es una cima, un lugar con sentido por sí mismo, un espacio nada “incompatible con que pueda ser, al mismo tiempo, un camino hacia la madurez”. La escuela, como impulsora de crear libertad, de dar posibilidad, de hacer pensar. En ella hay un sustento para ensanchar la propia experiencia, el reconocimiento de lo que importa y, en especial, el desarrollo del lenguaje: “Pero a veces conviene que nuestro hablar consista más en mostrar; más en describir que en explicar; más en prestar atención que en analizar”. La escuela del mundo se vincula a entender el mundo y nuestro entorno como encuentro y estímulo que aspiran al reencuentro.
Josep Maria Esquirol insta a pensar que la forma de educar tiene reflejo en la manera de vivir, de atendernos y de recuperar el sentido común, a mirar la vida con ojos atentos. Aunque el título de su libro remite a la escuela, las reflexiones del libro señalan el mundo, vinculan de continuo la escuela con la vida, porque la vida no deja de ser una gran maestra, quizás la mejor. Y a este mirar atento de la vida real, la lectura del libro hace su camino, recordándonos que: “La atención es la disposición que permite que algo bueno nos llegue, a modo de regalo”. También nos recuerda de la porción de soledad que nos constituye: "Ser alguien es estar solo, en cierto modo separado de cualquier totalidad". Además, solo en soledad miramos mejor, pensamos y nos topamos con esa esencia nuestra que el autor describe como "una hondura abierta y traspasada por experiencias infinitas" como antesala a lo que nos viene.
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