domingo, 3 de agosto de 2025

Relatos en miniatura


Decía Ribeyro en sus Prosas apátridas que para escribir no veía necesario ir a buscar aventuras: La vida, nuestra vida, –señalaba– es la única, la más grande aventura. Es la soledad del escritor, una soledad imprescindible sin la que lo escrito no se produce. Sobre esta realidad reflexionaba, igualmente, Marguerite Duras en su libro Escribir que “si se supiera algo de lo que se va a escribir antes de hacerlo, antes de escribir, nunca se escribiría. No valdría la pena”, sentenciaba. Lo importante, o mejor dicho, la condición esencial de la literatura consiste en seguir produciéndonos emociones, alegría, diversión o una sacudida que, de algún modo transforme nuestra visión del mundo que nos rodea. El escritor se obliga a ello con su habilidad para poner una palabra detrás de otra en un orden eficaz y persuasivo.

Para Fernando León de Aranoa (Madrid, 1968), guionista y director de películas muy celebradas, como Barrio, Los lunes al sol o El buen patrón, entre otras muchas, el cine, según confiesa, ha sido el eslabón que ha tenido siempre para entrelazar su imaginario con la realidad. Refugiado en la aventura de vivir, de la que extrae sus ficciones, escribir guiones le permite entenderse con el mundo con libertad y desenfado. Autor también de dos libros de relatos: Contra la hipermetropía (2010) y Aquí yacen dragones (2013), con los que abordó su incursión narrativa, con muy buena acogida por parte de la crítica, que destacaba su habilidad para crear historias que conectan con lo cotidiano, la profundidad emocional y el humor sutil que utiliza para abordar temas complejos, así como la naturalidad de su estilo y su enfoque en la relación entre la realidad y la ficción, donde lo improbable puede ser tan poderoso como lo real.

En los cien cuentos reunidos en Leonera (Seix Barral, 2025), su nuevo libro, encontramos el mismo espíritu narrativo que refleja pensamientos, recuerdos y soplos de ese imaginario suyo que merodea en la realidad confusa del vivir y la finitud de las cosas, el transcurrir del tiempo y cómo la vida va pasando a medida que uno también va cambiando. León arranca con una cita de Ray Bradbury, como portal de entrada, para destacar la necesidad de escribir para seguir vivo y no estar muerto. Le sigue un epílogo, colocado como introducción, según explica, que “responde a la necesidad de poner cierto orden en mi leonera”, con la intención de mostrar el propósito de “inventar al sprint”. Declara que estos cuentos cortos, extraídos, a medias, de la realidad cotidiana y de su imaginario, están escritos para “encontrarse uno mismo en lo ajeno” o quizá mejor, para “entender que lo ajeno no existe”.

Resalta especialmente el  humor, también, las pérdidas, entre parques y barras de bar. Hay, por tanto, un interés por el escenario en observación, al igual que por el lenguaje, cuando se vuelve sombrío o inoportuno. Hay también pequeños hallazgos o epifanías en lo cotidiano, tratando de localizar lo que hay de excepcional en ellos, dándoles forma de cuento inesperado que brota en ese instante. En esa forma de pequeño relato, de una o dos o páginas, encontramos una extrañeza por aquí, una celebración por allá, o una paradoja que tal vez expliquen la lógica misteriosa de las cosas, incluso exprimidas en afinados aforismos, como estos: “Certeza: Con los ignorantes, nunca se sabe”; “Coherencia: La novia del guionista es puro conflicto”; “Sospecha: ¿Y si el cielo fuera, en realidad, un falso techo?”; “Pájaro: ¿Sigue el pájaro siendo pájaro aun cuando no vuela?”

En Leonera la ficción y el manejo de sus herramientas están muy presentes. Bien es cierto que hay algunos cuentos algo más despojados, donde la ficción se constriñe por su transformación en breve pensamiento, donde parece que tienen menos elaboración narrativa. O, por decirlo de otra manera, como si un requiebro se apoderara del cuento y se antepusiera el yo pensante al yo ficcional. Pero lo que sí se evidencia es que la mirada de León recala en todo lo que escribe, ya sean guiones, películas o cuentos. Una muestra más de que su ficción, al fin y al cabo, no es más que una herramienta que está ahí al pairo de la propia realidad, para ser interpelada y aspirar a alcanzar alguna conclusión, alguna revelación o alguna paradoja luminosa destacable que recale en el lector.

El paso del tiempo, el amor, la juventud, la muerte, son temas que se entrecruzan por estas piezas narrativas que exploran la condición humana y adoptan la forma de relatos mínimos, para decirnos que la vida pasa por nosotros y nos demuestra, una y otra vez, que la memoria es, casi siempre, más engañosa que la imaginación. Dada la naturaleza cambiante, poética y abierta de estos microrrelatos, son muchos los temas que en ellos convergen, a menudo salpimentados con gracia y sentido del humor. Muchas de sus cuentos se ambientan en un hotel, en una habitación o en un parque infantil, una sucursal bancaria o en ciudades como Nueva York o Atenas, incluso en territorios conflictivos. Entre los personajes destaca la presencia de las novias de los boxeadores, tan vivarachas que encarnan el gozo de vivir, más allá de lo ocurrido en el ring. También resalta en Las despedidas, un cuento con aire machadiano, el saludo esperanzador de sus dos personajes, un miliciano y un campesino, que toman caminos opuestos en sus vidas inciertas.


Y por eso mismo, los que hemos leído estas minicontiendas narrativas también hemos percibido el sentido de su escritura como reto del lenguaje que da opción a otra mirada, a otra vuelta de tuerca, y si es menester, a ponerlo todo del revés. Fernando León da lugar a ello, al recrearnos unos relatos chispeantes, jugosos y hasta descerebrados, temerarios, diría yo, capaces de trasladarnos a un mundo de historias cercanas, dictadas bajo su prisma constreñido, empeñado en mostrar que la literatura nunca debe dejar de ser el lugar en el que se disputa la forma de cómo se va a escribir una historia. Aquí en Leonera encontramos un buen repertorio de relatos en miniatura. Aquí lo imprevisible nos pellizca y nos hace sentir vivos y disfrutones.