Que
la democracia es un espíritu y no tan solo una fórmula es lo que
viene a decirnos el pensador inglés, ya desaparecido, Tony Judt.
Y es cierto, porque si uno se para a pensar en la historia de las
naciones que optimizaron las virtudes de lo que nosotros vinculamos a
la esencia democrática, se da cuenta que primero vino la
constitucionalidad, el Estado de derecho y la separción de poderes,
eso que tanta controversia concitó a Montesquieu. La
democracia, casi siempre, llegó lo último y, además, de la mano de
sus correspondientes campañas electorales.
El
intelectual Michael Ignatieff (Toronto, 1947) examina, a modo
de confesión, en Fuego y cenizas, editado en Taurus
(2014), el éxito y fracaso en política. El escritor y pensador
canadiense narra su aventura, una biografía política conmovedora,
como líder del Partido Liberal de su páis. Este salto a la política
tiene analogías con otros intelectuales que también tuvieron esa
ocurrencia, como Vargas-Llosa en Perú, Václav Havel
en la República Checa o Carlos Fuentes en México, y te dan
ciertas pistas que aquello no acabe nada bien. Y así es.
Este
libro, que tiene mucho de crónica analítica, es también un
ejercicio honesto de rendir cuentas de un fracaso político. Incluso,
en un país tan civilizado como Canadá, los políticos han aprendido
las artimañas de sus vecinos, los republicanos estadounidenses, e
Ignatieff es derrotado, mejor dicho: es humillado. El consuelo
le viene convenciéndose de que ha aprendido más de lo que
necesitaba saber sobre la política real, esa que consiste
esencialmente en ser un maestro del oportunismo. Para nosotros,
lectores y ciudadanos de a pie, Fuego y cenizas es un
acontecimiento revelador y una oportunidad de conocer a un hombre
decente, más allá de las ideologías, que alerta sobre la manía
política del populismo.
Michael
Ignatieff quiso ser un político diferente y con vocación de
cambiar las reglas de juego, pero no pudo. Cuenta cómo logró
obtener su escaño y cómo, cinco años después, se presentó a
Primer Ministro y se estrelló. Todo este proceso, hasta la
estrepitosa derrota final, se encierra en las páginas de un texto
autobiográfico, bien narrado, que parece invitar a la autocompasión,
pero que el político de Toronto no consiente, gracias al orgullo del
honor y la aceptación: Ser consciente de que puedes perder es la
mejor garantía de que conservarás tu honradez, (pág. 221).
Muchas
cosas fueron diferentes en la aventura emprendida por este
prestigioso intelectual pero, quizá, su testimonio de derrotado es
el que más lo eleva al rango de servidor público intachable.
Fracasó con honor como tantos otros intelectuales lo hicieron:
Cicerón, Maquiavelo, Max Weber..., pero lo
mejor de Ignatieff es su salida indemne de la refriega
política porque su sensatez está por encima de resentimientos y
envuelta en un halo permanente de esperanza: En el momento en que
empiezas a ver un país como un ejemplo de voluntad cotidiana y
sostenida en el tiempo, entiendes por qué son importantes los
políticos, individuos que reúnen en una misma habitación a
personas que quieren cosas diferentes para encontrar aquello que
comparten y que desean hacer juntos (pág. 85).
Con
estas mimbres y su experiencia personal, Michael Ignatieff nos hace ver que el debate político sigue vivo, que la
buena política no caduca, aunque esté siempre bajo la espada de
Damocles y sometida al juicio de adversarios implacables.
En
suma, Fuego y cenizas es un libro sincero y lúcido,
sin autocompasión pero autocrítico, un relato honesto que encaja,
por méritos propios, en la categoría de tratado político y que
recomiendo vivamente.
No hay comentarios:
Publicar un comentario