Es
extraordinario cómo pasamos por la vida con los ojos entrecerrados,
los oídos entorpecidos y hasta los pensamientos aletargados, escribe
Joseph Conrad en su
novela Lord Jim.
Cuando las cosas han sucedido de una cierta manera nos convencemos de
que tenían que suceder así, y entonces comprobamos que lo que dejó
escrito el novelista polaco recobra vigencia en cualquier época y
circunstancia adversa de la vida.
Todo
cambia muy rápido y muy poco tiempo después ya nadie recuerda cómo
eran antes las cosas y, por lo tanto, cree que han sido siempre así
y que por sí solas se mantendrían invariables. En tiempos de
abundancia nada importó demasiado mientras hubo dinero. Nada
importaba de verdad. Podíamos estar gobernados por incompetentes o
por ladrones –subraya Muñoz Molina
en su incisivo libro Todo lo que era sólido
(2013)–, o por ignorantes o por gente que reunía los tres
atributos a la vez: por mal que lo hicieran los gobernantes, la
economía prosperaba empujada por el doble espejismo del dinero
barato y de la burbuja inmobiliaria. El dinero parecía caer de los
árboles, hasta que llegó el vendaval financiero y quebró todas sus
ramas.
Muchos
libros se han escrito sobre la crisis financiera de esta última
década e, incluso, se habla de novelas de la crisis, un fenómeno
surgido durante este período de derrumbe económico que a tantos
españoles arrojó al paro y a la desesperación. Escritores
veteranos como Pedro Ugarte
con El país del dinero
(2012) o el desaparecido Rafael Chirbes
con su novela En la orilla
(2013) lo contaron con maestría desde el simbolismo de la antorcha
del bienestar social que aparentemente imperaba y su reverso
inseparable: la codicia que todo lo convertiría en fatalidad y
abismo. Pero también escribieron del asunto autores jóvenes como
Isaac Rosa en La
mano invisible (2011),
Pablo Gutiérrez en
Democracia
(2012) o Elvira Navarro
en La trabajadora
(2014), tres novelas fijadas deliberadamente sobre el eje de la
debacle económica, la misma que desencadenaría la precariedad
laboral y el desencanto social que aún perdura.
Ahora
que se oye en algunos medios que lo malo ya pasó, y que la
recuperación económica se deja ver, aparece Asamblea
ordinaria (Libros del
Asteroide, 2016), de Julio Fajardo Herrero
(Tenerife, 1979), una novela que viene a proyectar las derivaciones y
los efectos que todavía persisten, provenientes de esa realidad ya
mencionada por las anteriores obras, eligiendo para ello la
profundidad de los aprietos económicos que acucian la vida de sus
personajes. Al escritor canario le basta poner ante el lector tres
historias independientes, en tres grandes ciudades, capitalizadas por
unos seres lastrados por la inconsistencia de sus vidas laborales,
para mostrarnos las consecuencias afectivas, familiares y morales
derivadas de la precariedad económica y social por la que atraviesan
todos ellos en las diferentes geografías que habitan. Para
conseguirlo, el autor se ampara en un recurso técnico audaz e
imaginativo que sorprende al lector en los primeros capítulos. Cada
uno de ellos alterna con una de las historias sin ninguna indicación
explícita para el lector. Los treinta y seis episodios que conforman
la obra se van dando paso unos a otros constantemente sin dar un
respiro al lector. Todo parece articulado desde un artificio
controlado y medido. Quizás este deliberado contrapunto impuesto al
lector al tener que dejar una voz narrativa para entrar en otra en
pocas páginas, exija al principio más atención de la cuenta.
Después uno se acostumbra y supera esta pequeña dificultad. Las tres historias no
guardan relación unas con otras, incluso están narradas en las tres
voces literarias posibles, solo les unen la polaridad del contexto
social común y todas convergen en el mismo marco temporal, aunque en
puntos distantes, todo calculado para mostrar que lo que sucede en
cada lugar es un problema colectivo que se repite en cualquier punto
del mapa.
La
primera de ellas está contada en primera persona y narra la historia
de una mujer casada con un hombre en paro, sin cualificación
laboral, que encuentra un afán liberador en los círculos de los
nuevos partidos emergentes para justificar su existencia anodina y el
fracaso estrepitoso de su vida en pareja. La segunda, escrita en
segunda persona, versa sobre la fascinación que a un informático
ingenuo y ambicioso le produce su jefe, un joven cercano y divertido,
que irá aminorándose al tiempo que lo hacen sus condiciones
salariales. La última de ellas, narrada en tercera persona, trata
sobre un joven desempleado al que las circunstancias le obligan a
instalarse en la casa de una tía suya, viuda, para sortear la
penuria del momento.
Esta
segunda novela de Fajardo
aúpa su corta trayectoria literaria. Conviene, por tanto, no
perderle de vista. Son muchos detalles valiosos los que el tinerfeño
despliega en esta entrega: su tono narrativo es uno de sus logros, su
estructura singular, su lenguaje conciso y claro también conforma un
sumatorio destacable que prueba su valía y todos ellos constatan la
importancia que tiene siempre la argucia formal a la hora de contar
una historia, o tres en una, como es el caso que nos ocupa, para
involucrar al lector en el interés por la aventura que se le ofrece.
Asamblea ordinaria
es por todo ello una novela meritoria, un relato eficaz sobre la
cruda realidad del momento económico que atraviesa la sociedad
española, filtrada a través de una prosa depurada e incisiva que
lleva al lector a palpar la conciencia de los seres que la habitan,
personajes anónimos que declaran su malestar y crispación social en
nombre de toda esa ingente cantidad de ciudadanos silenciosos,
inmersos en igual derrumbe y precariedad.
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