Susan Sontag,
en su libro La enfermedad y sus metáforas (1980),
habla del reino de los sanos y del reino de los enfermos, un destino
propio de todo ser humano al nacer. Todos nacemos, según la
escritora norteamericana, con ese doble pasaporte de vida. Henning
Mankell, por otro lado, en
Arenas movedizas
(2015), viene a decirnos que la identidad se tambalea cuando tenemos
que adoptar una postura determinada ante cuestiones complejas. Y
mucho más cuando uno se enfrenta a una enfermedad grave: “el
cuerpo se paraliza y sientes que el tiempo se detiene”.
En
el interior de la solapa de la contraportada de El
desconcierto (:Rata_, 2017)
podemos conocer lo que supone para su autora, Begoña
Huertas (Gijón, 1965), ese
binomio representado por la literatura y la enfermedad. Estas son sus
palabras: “Entiendo la literatura como la puesta en común de
asuntos universales que nos competen a todos, en este caso la
enfermedad y la identidad, el desorden (el desconcierto) que provoca
lo primero en lo segundo”. Y qué bien le quita solemnidad al
asunto: “El valor de la literatura es precisamente ese, que uno no
tiene que arrancarse los ojos, ya lo hace Edipo en su lugar”.
El desconcierto
es un testimonio conmovedor, nacido desde las entrañas de la
literatura, que se adentra en los inestables movimientos emocionales
y físicos provocados por el cáncer. Escrito en primera persona,
como corresponde a la esencia de su género, su autora apuesta por
proponernos un texto que no se quede atrapado en las garras del
dolor, ni que tampoco se quede relegado a la mera tarea de relatar el
proceso incierto de tratamiento y curación, sino que aspire a tomar
vuelo, desde la propia experiencia dolorosa y desconcertante de la
enfermedad a una creación literaria que de valor y sentido a lo
narrado. La historia de este libro la protagoniza una reflexión, o
varias, según se mire, sobre un ente abstracto, como asegura su
autora, o no tan abstracto: la enfermedad. “Yo era como un barril
con cuatro agujeros por los que salía el líquido interior a través
de unos tubos que iban a parar cada uno a otras tantas bolsas a los
pies de mi cama.”
Ante
la enfermedad en la que se ve envuelta la protagonista, se suceden,
consecutivamente, el impacto, el pavor y la parálisis. Estos hechos
los compara con un manotazo repentino a las piezas de ajedrez que
conforman el tablero de su vida. De esta manera explicará ella misma
cómo la vida tiene que ver con una partida de ajedrez donde las
piezas tienen su misión de avanzar en sus escaques, en un plan, más
o menos preconcebido, hasta que irrumpe la enfermedad y hace saltar
por los aires las ataduras de un cuerpo acostumbrado a funcionar de
una forma establecida. “La enfermedad –dice– es una pérdida
repentina de la estabilidad, la estabilidad del yo al que estabas
acostumbrado”.
Dividido
en ocho capítulos, el libro conforma una estructura que encauza al
lector a un territorio literario en busca de un sustento que apuntale
los cimientos por donde transcurre el sentir y los miedos propios de
un devenir incierto, inmerso en esas arenas movedizas a las que se
refería en su libro el novelista sueco. “Qué otra cosa ha sido la
literatura sino el relato de los miedos y el intento por ordenar el
caos”, se pregunta la escritora asturiana. Desde la propia
naturaleza literaria le gusta apuntalar su relato con citas y
referencias lectoras sobre textos de Proust,
Kafka, Mann,
Woolf, Tolstoi,
Sacks o Zorn
entre otros muchos escritores, autores que irradiaron en sus obras la
fuerza centrípeta causada por la enfermedad en el escritorio donde
cada uno de ellos, a su manera, sorteaban sus envites. A esto se
añade también, en forma de epílogo, dos textos a cargo de Natalia
Carrero y Javier
Azpeitia, respectivamente, que
destacan el carácter decidido de Huertas
para escribir fuera de ese marco positivista de encarar la enfermedad
y de apostar, en todo caso, por un texto escrito por alguien, más
que nada, enfermo de literatura, que aborda física, anímica e
intelectualmente un trayecto complicado y duro por las latitudes del
mal que está pasando.
Begoña Huertas
firma un texto convincente con muy buenas hechuras, que, sin escapar
del valor confesional de todo el material vivo de sus páginas,
destila mucha literatura y pasión, sin tener que apartarse de “mirar
la vida desde la enfermedad de la literatura”. Y subraya: “Una
enferma de literatura no es capaz de hacer un texto sano, porque la
paciente sufre una serie de procesos mentales, probablemente
provocados por las lecturas compulsivas a las que la lleva su
enfermedad”.
La
vida se compone, por lo general, de azares y de adversidades que se
cruzan en nuestro camino. La enfermedad no es un hecho premeditado,
sino una anomalía, dicen los expertos. Para la inmensa mayoría de
las personas del planeta, la vida es supervivencia elemental. Para
otros, como Begoña Huertas,
sufrir una enfermedad grave es haberse extraviado en el propio
cuerpo, en el que sucede algo que uno, si no puede controlarlo, tal
vez convenga mejor que tenga a mano una buena dosis paliativa de
literatura. Muy buen libro.
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