lunes, 9 de diciembre de 2019

Un hombre de interior


Cada hombre y cada mujer guardan la clave de un proyecto genuino, diferente como las respectivas huellas dactilares, que los convierte en seres únicos e inconfundibles.[...] Y ello es así porque la experiencia nos ha demostrado que es mucho más llevadero caminar por la vida presentando su parte más homologable con las costumbres sociales que haciéndolo sin ese escudo opaco […] Nací en el seno de una familia de clase media, de la pequeña burguesía de los pueblos, en la que aún perduraba la huella de una época más brillante[...] Aquel niño, que como todos los niños tenía una mente curiosa, rendida a la exploración de su entorno y al juego, sólo empezó a conocer la cara abrupta de la vida al enfrentarse a dos realidades: una religión penosa y oscurantista y la enfermedad”.

En estas palabras, extraídas de la breve reseña que Campos Reina (Puente Genil, 1946 – Córdoba, 2009) hace de su vida en los prolegómenos de Diario del Renacimiento, uno de los tres volúmenes que la editorial Random House incluye en su estuche de la colección Debolsillo, bajo el título de Parques cerrados, cabe el sentir de la escritura de su dietario. Recoge la huella de un tiempo azaroso vivido y, a su vez, la travesía gozosa de un período de plenitud creativa y de incontenible exigencia vital, una etapa de madurez en la que el secreto de las cosas y el aire que las convierte en fuente de inspiración se intercalaron con la precariedad de su salud. Se publica conjuntamente con otras dos obras suyas, su poesía completa y el ensayo De Camus a Kioto. Todas ellas se aúnan en un mismo motivo: rescatar la figura de este autor de culto, del que ahora se cumplen diez años de su fallecimiento, considerado, en el ámbito de la crítica literaria, como un prosista singular y prodigioso, de afán perfeccionista, uno de los escritores andaluces más sobresalientes de la segunda mitad del siglo pasado.

Juan Campos Reina, autor silente, como lo califica Luis Antonio de Villena, que huía de toda notoriedad, estudió Derecho y ejerció como funcionario público en tareas de inspección de trabajo, se estrenó en 1988 con su primera novela Santepar, un libro insólito y personalísimo, escrito con un lenguaje rico y bien cuidado. Fue muy celebrado por la crítica del momento. Además de esta obra seminal, que de algún modo marcaría su obra, publicó Un desierto de seda (1990), El bastón del diablo (1996) y La góndola negra (2003), tres obras que componen la Trilogía del Renacimiento. También hay que sumar Fuga de Orfeo (2006) y El regreso de Orfeo (2006) y la colección de relatos Dulces tormentos recogidos en una edición de 2011.

El buen debut de Santepar le dio pie a seguir su imparable senda narrativa que tuvo que compaginar con su trabajo y sus controles médicos. Todos tenemos fuerzas suficientes para soportar los males ajenos, decía La Rochefoucauld. La salud precaria de Campos Reina le acercó aún más a ese sentir compasivo del mundo. De igual manera, no le impidió concebir un plan literario existencial en el que no cabría el descanso ni el abandono ante la adversidad, porque para él nadie es demasiado fuerte ni demasiado débil para ser consolado. Por eso entiende que no puede prescindir en absoluto de la palabra. Viene a decirse que el lenguaje ayuda a vivir y a no morir.

Para él, lo dice en su diario, el tiempo es el que consuela, apacigua y cura. Es la vida la que en primer lugar se defiende. Resistir es mantenerse a flote desde el dolor, algo que ya lo vio claro Stendhal: «Un medio para consolarse es mirar de cerca el propio dolor». Y en esa verdad estampada en su cuerpo al haber visto tan cerca la muerte escribe: “Y es que el dolor, no ya poético y espiritual, sino el físico, ese que se te mete en los huesos durante interminables semanas y contra el que nada pueden los calmantes, el que me enseñó incluso a aislarme de mi cuerpo, es el maestro de la vida”.

Nunca se sabe cómo vivir. Esto es algo que trasciende en su obra. La vida, para Campos Reina, es algo que hay que inventar. No hay un único sentido que dé razón de lo que es vivir. A diferencia de lo que es el mundo, la vida no se hereda, no es algo que a uno le venga dado, al contrario, hay que darse a sí mismo una forma, y no hay formas puras. Es lo que el propio escritor se insinúa en estos versos de su poema Del ser: “Estoy en el secreto de las cosas,/ penetrado de luz, desarraigado,/en la estela de magma palpitante/ que de la escoria arrastra la ceniza”. En el diario también da muestra de ese pálpito de manera constante, a través de las muchas lecturas de sus autores preferidos: Dante, Goethe, Mann, Camus o Gil-Albert, a los que evoca de continuo. “Cuando escribo –dice en una de las entradas–, hasta la desmesura debe partir de mi estética, de mi irracionalidad, de mi sentimiento... Los círculos concéntricos en mi entorno configuran el proyecto de mi obra”.

Lo que el lector encuentra dentro de los tres volúmenes de Parques cerrados es un amplio marco literario, tres piezas exquisitas que conforman la condición humana de un autor enigmático, de extraordinaria lucidez y versatilidad al que leer y escribir dan sentido a su existencia, alguien implicado a quien cada momento de la vida se expone a entenderse con su punto de vista, con la perspectiva que el mundo le ofrece. Vivir para él es aceptar este movimiento, esta transformación.

En Parques cerrados se percibe la sutileza de la observación de un escritor de estilo depurado, meticuloso y elegante, capaz de contagiar el placer de la lectura, el gozo de lo efímero, sus anhelos y éxtasis, pero también el dolor y el abismo del discurrir del tiempo. Campos Reina pertenece a esa estirpe de escritores olvidados que cuando uno los lee resultan inolvidables.


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