El huerto de Emerson se aferra a la idea de cultivar “la tierra siempre fértil de la memoria”. Landero remueve la cepa narrativa de la memoria, de lo vivido, que tantos detalles y entresijos proporciona. En todo caso, el mérito se deba más a su magisterio estilístico, ese ejercicio pulido en el uso del lenguaje que hace que la emoción evocadora del relato nos conduzca, sin sobresaltos y con delectación, por lo indecible de su vida de escritor, la que exhibe por medio de un orden establecido en las palabras escogidas; la palabra hecha manifiesto. El escritor extremeño así lo expresa al principio: “Deja que las palabras fluyan, no las obligues ni aún menos las maltrates, haz con maña y dulzura tu oficio de pastor, y deja que ellas busquen los mejores pastos”. Lo que le importa es encontrar las palabras adecuadas: “la lascivia de la exactitud”.
Y así desde las mismas entrañas del lenguaje, de la palabra y su colocación en la frase, Landero es capaz de contarnos su vida, de traducir la emoción de sus recuerdos en palabras. Así aprendió a imaginar en sus muchas lecturas del Lazarillo y el Quijote, confiado en el inmenso poder del lenguaje para plasmar, recreada, la propia realidad en un cuaderno. En ese cuaderno nos muestra lo que le enseñó la lectura de Schopenhauer de cómo “el arte habla en el lenguaje ingenuo e infantil de la intuición”. De igual forma, y pensando en los clásicos, se presta a escuchar “el rumor de las palabras que vienen rodando a través de los siglos”, para concluir en el valor y en la trascendencia de ellas: “palabras que nos sobrevivirán y hablarán por nosotros cuando hayamos muerto”. Y rememora a Emerson, a Nietzsche y a Antonio Machado que aconsejaban cuidar el huerto del tiempo, pararse a escuchar las cosas y saber esperar.
A lo largo de una estructura establecida en breves capítulos, un total de quince, Landero nos cuenta cómo sus lecturas le ayudaron a reafirmar su identidad como escritor. Verla confirmada en los textos de otros fue muy importante, nos dice. Dejarse empapar por todo ese cúmulo de lecturas fue el comienzo de anudar su compromiso con la literatura en unos gustos e intereses que le sirvieron para perfilar su estilo. Landero sabe combinar con gracia en este libro la memoria y la fantasía que contiene todo recuerdo, acudiendo a ese caudal de obras de las que obtuvo un inmenso provecho, como lector, escritor y profesor. Evoca a aquellos autores a los que todavía, como entonces, sigue leyendo con deleite. En su despliegue encontramos a dramaturgos, como Shakespeare y Sófocles, a poetas, léase Pessoa, Cernuda o Juan Ramón, ensayistas como Montaigne y Emerson, novelistas de la talla de Cervantes, Lampedusa, Proust, Kafka o Ferlosio y pensadores como Platón, Adorno o Spinoza.
Digamos que todo este lance literario le vale a Landero para mostrarnos que la literatura y la vida en un escritor conforman un binomio difícilmente despegable, y más desde la propia experiencia de quien habla de cómo las lecturas y relecturas han ido depositando en su memoria tanto entusiasmo y amor por las palabras y sus significados. En este libro pasamos de la reflexión más sesuda de algunos de los autores citados a las humoradas de algunos episodios de la vida cotidiana de su Alburquerque. El capítulo Donde Pache es un buen ejemplo de ello. En aquel boliche se junta parte del pueblo a comprar, beber, charlar, dirimir asuntos de cacería o contar historias extraordinarias. En el siguiente capítulo, otro de los más divertidos, nos relata el cortejo amoroso de Floren y Cipri, que definen lo largo que se hacía un noviazgo en el mundo rural de aquellos años cincuenta. Y así enlaza con otros capítulos que recalan y soplan por la infancia y juventud de su vida, con ese cuidado de no manosearla con un exceso de análisis.
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